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Authors: Junichirô Tanizaki

Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror

Historia de la mujer convertida en mono (19 page)

Al reflexionar de esta manera, me doy cuenta de que soy un ser totalmente alucinado. No hay remedio, es como si viviera siempre en un universo imaginario.

Al contrastar el mundo de la belleza suprema, producto de mi imaginación, con este mundo imperfecto, tan lleno de fealdad, no puedo dejar de sentir odio y un profundo desprecio. Me urge la necesidad de encarnar mi imaginación sin límites en la realidad. Cuando este deseo se manifiesta como ansiedad sexual, mis fantasías están destinadas al fracaso, pero cuando se convierte en estímulo artístico, mi imaginación siempre encuentra una salida ideal. Hay personas que suponen que en la cabeza de un criminal como yo proliferan ideas inmundas como gusanos, pero a esos insensatos me gustaría enfrentarlos con las obras que he realizado hasta ahora. Esos cuadros impregnados de colorido y brillos espectrales, remarcados por líneas trazadas con determinación, muestran imágenes luminosas, rebosantes de plenitud, que se desbordan como diamantes inagotables. El mundo imaginario que brota de mi alma perniciosa es sólo comparable al altar de un recinto sagrado.

Toda esta historia se la conté a K de manera sucinta y escueta:

—Ahora sí que estoy harto de las mujeres. Lamento en el alma haber abandonado mi labor artística por causa de esa tipa. Mi camino no puede ser otro que el del arte. Quiero cortar esa relación cuanto antes —y ahí, de súbito, me aventuré a ir al grano—: Necesito 100 yenes para correrla pacíficamente…

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—Hombre, diste muchos rodeos, pero estaba casi seguro de que al final ibas a llegar ahí —así me respondió K, con tranquilidad, sin mostrarse sorprendido, aunque en sus ojos serenos, típicos de la gente mansa, se reflejó un rayo de amargura. Al darme cuenta de que K, desde el inicio de esta historia que le estaba contando con seriedad, me había estado escuchando con desconfianza, sentí un tremendo malestar. Entendí que K había sido ganado por el escepticismo y que se le haría difícil seguir creyendo en mí con la ingenuidad de siempre. Enseguida tuve el presentimiento de que el asunto me iba a salir mal y que la discusión sería larga y tediosa aun cuando finalmente K accedería a prestarme el dinero.

—Bueno, tu historia ha de ser sincera, no lo dudo, pero una vez vinculada con dinero, no la puedo escuchar sin sentirme comprometido, de una u otra manera. Si deseas con franqueza que yo tenga absoluta confianza en la veracidad de tu historia sentimental, no entiendo por qué razón la mezclas con un asunto económico. Naturalmente, ya no puedo evitar la sospecha de que estás aprovechando la confesión para sacarme dinero.

Con esta frase K dio inicio al debate de siempre. ¿Cuánto duraría la discusión de hoy? Por lo general comienza en la mañana para no terminar sino hasta el atardecer. Seguro que hoy tampoco acabaremos antes de que llegue la noche. Durante seis o siete horas seguidas, nos perderíamos en la acumulación de palabras sin ninguna esperanza de llegar a una conclusión, como si estuviéramos en una competencia inacabable de subir una escalera de silogismos, peldaño tras peldaño, en un intento maratónico de vencer al contrincante. Al formular estos pensamientos, tanto K como yo sentimos un cansancio repentino y una angustia muy pesada, aun antes de dar comienzo a esta inútil batalla, que nunca emprendemos con el entusiasmo de un par de chicos que participan en una carrera escolar.

—Pero entiéndeme, acabo de pedirte dinero prestado hace apenas unos días, y si ahora vengo de nuevo para hacerte la misma petición, me siento obligado a explicarte en detalle las razones. Si no te cuento toda la historia, no te puedo demostrar el apuro económico de esta vez. Te juro que mi confesión es sincera, y si dices que tú también la crees, ¿por qué entonces el relato pierde validez al vincularse con un asunto económico?

—Claro que no, pero lo cómico de todo esto consiste en tu actitud. En lugar de buscar el mayor provecho de tu confesión para conseguir dinero, empezaste a hablar en serio de tus problemas emocionales, como si el motivo fundamental no fuera el dinero sino la misma confesión. Me parece gracioso que exageres más de lo necesario la veracidad de tu historia con el fin de sacarme dinero. No puedo dejar de sospechar que me quieres impresionar con la pasión que pones al contar la historia, y así conseguir el dinero en virtud de lo conmovedora que es tu experiencia. A lo mejor estoy equivocado, pero la duda me sigue carcomiendo. En realidad, me siento extraño ante tu forma de contar. Me parece que te aprovechas de tu historia como una
justification
para convencerte de que es lícito pedir apoyo económico a un amigo.

—Ésa es una forma demasiado maliciosa de interpretar el asunto. El motivo principal es el dinero, no lo puedo negar, pero me extravié hablando de mis cosas personales. No es nada raro que al profundizar demasiado en una reflexión, terminemos dándole mayor importancia a la misma reflexión que al tema que le dio origen.

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—Justamente por eso te lo advertí. Después de haber escuchado tu confesión, no puedo dejar de compadecerte. Me parece muy bien que rompas de una vez con esa tipa para así poder dedicarte de lleno al arte, pero debes saber también que eso no tiene nada que ver con el dinero que yo te prestaría. Por más emocionante que sea tu historia, no te justifica ni mucho menos te autoriza para pedirme dinero prestado con mayor desparpajo, por no decir descaro, que en otras ocasiones. Date cuenta de que tu situación actual no difiere para nada de las muchas veces en que me has pedido dinero por tus famosas emergencias.

—Mira, déjame decirte que no es así. Hasta ahora, sólo acudía a pedirte dinero por la vaga sensación de que lo necesitaba, pero en esta ocasión se trata de mi labor artística y no de un mero incidente temporal, es decir lo necesito para salvar mi arte. Si de verdad amas mis obras y deseas que mi arte se desarrolle en un ambiente sano y propicio, esta vez tu dinero va a tener una gran significación.

—Pero, vamos a ver, ¿quién me puede decir que, terminada ahora esta relación, no aparezcan otras que te desvíen de nuevo hacia la lujuria? Seguramente ni tú mismo puedes asegurarme nada al respecto. Son tantas las veces que te he visto arrepentirte, pero de nada te han servido esas experiencias, pues siempre acabas repitiendo los mismos errores. ¿No es lógico suponer que en el futuro vas a seguir metiéndote en problemas similares, a menos que dejes de ser tú mismo? Es decir, lo que voy a hacer ahora es asumir tus disparates. Para contribuir al desarrollo de tu arte, en las mejores condiciones, tendré que seguir prestándote dinero cada vez que te enfrentes a la necesidad de cortar con alguna mujer.

—Eso lo dices porque no confías del todo en la sinceridad de mi confesión. Ahora sí que estoy arrepentido de corazón, y no sólo eso: estoy firmemente decidido a no repetir los mismos errores. Bueno, admito que soy un hombre con una fuerza de voluntad exigua, como bien lo sabes, y no sería capaz de asegurar casi nada con absoluta convicción, pero lo que siento ahora es muy distinto a lo que sentía antes…

—¿Ves? Es simplemente una cuestión de capricho. Así como sientes que se trata de una emergencia cuando en realidad no hay ninguna, puedes llegar a creer que te arrepientes de verdad y luego olvidar incluso que te has arrepentido. En consecuencia, llegamos a la misma conclusión: no veo ningún sentido en prestarte dinero. Quizá crees que me hiciste un favor muy especial al confesarme tus intimidades, pero sabes muy bien que mi molestia no varía por esa razón.

Como se ve, K parecía más disgustado que en ocasiones anteriores, lo cual me irritó aún más. ¿Cómo puedo permitir que desconfíe de mí de esa manera? ¿Qué necesidad tengo de andar revelando mis debilidades por unos míseros yenes? ¿Qué derecho tiene K de examinar, escudriñar e investigar cada una de las frases de mi confesión, con semejante ahínco e insistencia? ¿Y con qué fundamento? Realmente me sublevaba al reflexionar acerca de este tema.

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—Bueno, puede ser, como tú dices, que mi arrepentimiento sea una mera cuestión sentimental, ¿pero por qué insistes en desmentirme con tanta prisa si te confesé con toda sinceridad lo que estaba sintiendo? Aunque se trate sólo de un asunto sentimental, no tendrías por qué estar criticándome de esa manera. Te lo conté todo con franqueza, y te repito que no hay ninguna mentira en mi confesión. Si no me crees, ¿qué se puede hacer?

—No te estoy criticando ni acosando de ninguna manera, pero me queda una duda acerca de tu honestidad, porque tu confesión no fue espontánea y pura sino que estuvo vinculada a un asunto de dinero. Y ahora, no sé por qué, tratas de sacar provecho de tu arrepentimiento, que es a todas luces insincero y falso.

»Tu actitud al confesarte no ha sido en absoluto desinteresada y, justamente por eso, la confesión misma pierde autenticidad.

Por supuesto que jamás se me hubiera ocurrido que mi arrepentimiento fuera falso, pero el argumento de K era tan convincente que, por extraño que parezca, comenzaba a desconfiar de mí mismo hasta llegar a pensar que K tenía toda la razón. Al sentir que se desplomaba la al parecer incuestionable autenticidad de mi arrepentimiento, lo único que me quedaba era el simple deseo de obtener el dinero. Pues de lo que sí estaba convencido era de mi necesidad económica. Como me sucedía siempre, en esta ocasión había partido de la convicción de que K me prestaría dinero, y a tal certeza se me ocurrió agregarle una confesión que me parecía oportuna y que además provenía de un arrepentimiento sincero, pero que en realidad sólo servía como pretexto para alcanzar la meta final.

—En lugar de valerte de un pretexto inútil, hubiera sido mejor para mí que me dijeras, así, sin rodeos, la frase de siempre: “Préstame dinero, que estoy en apuros, esto es una emergencia”. Como no lo hiciste, ahora tengo que dudar hasta de la supuesta sinceridad de tu confesión. Te lo digo porque esto puede perjudicar nuestra amistad, y déjame agregar que toda la culpa ha sido tuya. A mí no me importa lo que tú hagas, ¿por qué habría de importarme?, pero, por favor, no me inspires desconfianza, que eso sí que no lo voy a soportar. Podría despojarme con gusto de cien o doscientos yenes, sin ningún dolor, si de verdad sirvieran para evitar tu ruina. ¿Pero para qué prestar un dinero que puede dañar la dignidad de uno de los dos? Mira, tú y yo nos conocemos bien, ya que hemos sido amigos desde hace mucho tiempo. Deberías comprenderme ahora.

K me hablaba al borde del llanto, en un tono elegiaco, con los ojos húmedos por la emoción. Parecía como si en cualquier momento me fuera a lanzar a la cara los cien yenes para zanjar así aquella desagradable discusión.

Al ver a K tan afligido, yo también me emocioné hasta el grado de no poder contener las lágrimas. “Qué descarado soy. Qué gracia hay en angustiar de esta manera a un amigo tan honesto, amable y bondadoso”. Tuve que frenar las ganas de postrarme a sus pies para decirle, juntando mis manos sobre el pecho: “¡Discúlpame por lo que más quieras, he sido demasiado cruel contigo!”

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Sin embargo, semejante emoción no me sirvió para cancelar mi petición de dinero. No había forma ni manera de calmar mi ansiedad hacia el dinero, un deseo incontrolable que seguía vivo en mí.

La conversación se prolongó desde las dos de la tarde hasta las ocho de la noche, sin que probáramos siquiera un bocado. Ya sin nada coherente que decir, comencé a repetir la misma idea ilógica, sólo cambiando levemente las palabras: “Préstame dinero, por favor, que esta vez si te lo devolveré sin falta. Dentro de una semana voy a recibir algo más de ciento cincuenta yenes”.

—Si consigues esa suma dentro de una semana, ¿qué prisa tienes ahora? No entiendo cuál es tu apuro por cortar la relación con esa tipa.

Al decir esta frase, K ya estaba a punto de renunciar a convencerme con argumentos lógicos. Seguro que se compadeció de mí al ver cómo mi cara se descomponía con gestos que anunciaban el llanto.

—Te propongo una cosa entonces. Ya que tú mismo te reconoces como carente de voluntad, ¿por qué no firmas un documento formal que verifique tu deuda? Y además de firmar el documento, que serías capaz de ignorar, empeñas algo que te obligue a devolver el dinero. ¿Qué te parece?

Esta vez K recuperaría lo prestado sin falta. No me permitiría la violación del contrato. Se le notaba una firme decisión en su cara, especialmente en la comisura de sus labios.

—Tengo una idea muy buena. Me acordé de que en la galería Taiga de la calle Central, están exhibiendo un cuadro tuyo, una naturaleza muerta. Firma un contrato que certifique que tú me has vendido ese cuadro por cien yenes. Creo que la exposición dura hasta el día diez del mes próximo, y dispones de suficiente tiempo todavía. De modo que te entregaré el certificado en cuanto me devuelvas la plata. En el caso de que no lo hagas, me quedo con el cuadro, que no me parece mal.

—Ese cuadro no me dejó satisfecho. Me incomodaría que lo colgaras en tu estudio.

En el fondo, yo estaba asustado ante la firmeza poco frecuente que había mostrado K. Me sentía humillado por esa actitud suya, tan franca y directa. A pesar de lo vil que podría parecer su idea, K no quiso hacerme ninguna concesión.

—Mira, entiende que no estoy tratando de comprar ese cuadro. El contrato que hagamos va a quedar en mis manos, sin ningún riesgo de que salga al público. Si alguien compra el cuadro, cuánto mejor, me puedes pagar con el dinero de la venta. Y además, amigo mío, si estás tan seguro de que vas a recibir dinero en una semana, ¿por qué te preocupas? Prefiero mil veces que me pagues en efectivo dentro de una semana a tener que quedarme con ese cuadro en empeño. En realidad, te estoy pidiendo que firmes el documento sólo para cumplir con una formalidad, y si haces honor a tu palabra, pues no te va a pasar absolutamente nada, ya sabes.

¿Qué tal si no devuelvo el dinero después de haber firmado el contrato y K deja ese cuadro colgado en el estudio por mucho tiempo? Qué incómodos nos sentiríamos cada vez que le echáramos una ojeada al cuadro. A los dos se nos cruzaron por la mente los mismos escrúpulos y temores. Tanto yo, que firmaba el contrato, como K, que me obligaba a hacerlo, estábamos en un callejón sin salida.

Coloqué la firma en el papel, al tiempo que pensaba de esta manera: “Ojalá sea capaz de mantener firme mi voluntad, ahora que estoy en la cuerda floja. Espero que ésta sea la primera y la última vez que corramos tanto riesgo. Espero que esta jugada tan atrevida sirva para consolidar nuestra amistad. Sé que K experimentaría un inmenso placer si pudiera probar por una vez su confianza en mí”.

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