Read Historia de la mujer convertida en mono Online
Authors: Junichirô Tanizaki
Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror
“Seguro, antes del próximo domingo se va a armar un escándalo. Te vas a meter en tremendo lío. No sabes, idiota, lo que te espera”. Me colmaba de felicidad pensar de esta manera, mientras, en apariencia, seguía tratando a Yasutaro con el mismo cariño.
Mi truco dio su resultado el domingo en la mañana, tal como había calculado. Zenbei aguardó hasta que se fueron todos los empleados para ocuparse de Yasutaro, que se encontraba todo relajado bromeando conmigo, y lo empezó a interrogar severamente enfrentándolo a la vaina del cuchillo, que constituía una evidencia inobjetable.
—¿Te haces el tonto ante esta evidencia? Eres un tipo incorregible que no tiene ningún futuro. ¡Qué descaro! Mírame bien, malcriado, ¿todavía vas a decir que no?
—Por más que insista, no puedo admitir algo que no he hecho. Piense con calma, hombre, y verá. ¿Qué clase de idiota iba a dejar un objeto que tenga su propio nombre en esa maleta? —alcanzó a decir Yasutaro, pero no podía disimular su palidez delante del rostro de su contrincante, desfigurado por la furia.
—¿Quién podría haber sido sino tú? Vas a ver cómo te entrego a la policía si no dices la verdad. A ver, ven conmigo.
La ira de Zenbei no era la de un adulto que se dirige a un niño para amonestarlo. Rebosando de la rabia que surgía desde el fondo de su alma, fijó su mirada enloquecida en su enemigo y empezó a arrastrarlo a la fuerza hacia el zaguán.
Cogido por el cuello, Yasutaro se resistía con desesperación, agarrándose a la columna y al armario, pero ante la fuerza superior de su rival no pudo hacer más nada sino dejarse arrastrar a lo largo del piso. Nadie decía ni una palabra. En medio de aquel silencio horroroso, cada quien dedicaba todas sus energías a intentar superar al otro en esa competencia singular.
De pronto se sintió un enorme estruendo: era Yasutaro que había caído de espaldas en el zaguán, quién sabe si había tropezado con algún objeto o si se había enredado en sus propios pies. Lanzando un chillido estridente que resonó por toda la casa, Yasutaro, en su desesperación, le mordió una pierna a Zenbei con las fuerzas que aún le restaban.
—¡Mierda, carajo! —Zenbei repitió varias veces ese insulto sin dejar de darle patadas a Yasutaro, a ciegas, en la cara, en las piernas, lo que acabó en un tremendo escándalo, algo nunca antes visto.
Yo observaba con calma aquella escena. El cuerpo de Yasutaro, que el traje con las solapas levantadas y las mangas enrolladas dejaba casi al descubierto, forcejeaba violentamente de dolor, un dolor aún más intenso que el de la vez pasada, y pataleaba en el vacío. Se pudo ver con nitidez cómo se contraían los músculos alrededor de esa nariz chata y horriblemente fea.
Como consecuencia lógica de aquel acto, no tardé en comenzar a manifestar mi odio hacia Yasutaro de manera directa y a maltratarlo con mis propias manos, ya sin intentar ocultar mi naturaleza demoniaca. Finalmente, me acostumbré a acosar a cualquier sirviente de la casa sin escrúpulo alguno.
“En esta casa no nos dura ninguna sirvienta, por causa de tu carácter violento”, solía decir mi madre. Cada vez que llegaba una sirvienta nueva, me ocupaba de consentirla con exageración durante cierto tiempo, y comenzaba a odiar a las que llevaban más tiempo en casa, con las cuales me había encariñado en apariencia. Así sucesivamente se turnaban mis sentimientos. Yo necesitaba tanto a las sirvientas queridas como a las odiadas.
Me gradué en la escuela primaria, luego en la secundaria y al fin en la preparatoria, para continuar mis estudios en la universidad. Debo confesar, sin embargo, que cuando odio a alguien sigo dominado por el mismo sentimiento que experimenté en mi niñez. La única diferencia consiste en que ahora no lo manifiesto en mis actos, o mejor dicho, no me siento capaz de hacerlo.
Creo que el odio, al igual que el amor, brota de una fuente mucho más profunda que el interés práctico o la conciencia moral. Yo no sabía odiar de verdad hasta que descubrí el instinto sexual.
—Has adelgazado aún más en estos días, pero ¿qué te pasa? Te ves pálido.
Al oír hablar así a su amigo T, con quien se encontró de casualidad en la esquina de Owari, se sintió más cansado de lo que estaba para seguir su camino, recordando lo que había hecho la noche anterior con Aguri. Desde luego, T no podía saber nada cuando le hizo aquel comentario. La relación que sostiene con Aguri se ha vuelto tan pública que a T no le hubiera extrañado si los hubiera encontrado caminando juntos por la avenida Ginza. Sin embargo, este comentario fue como una puñalada para un hombre tan pretencioso y, a la vez, nervioso, como Okada. Recientemente todo el mundo le ha estado repitiendo la misma frase: “Has adelgazado”. De hecho, ha adelgazado en el tramo de un año de una forma tan notoria que ya comienza a sentir miedo. Especialmente en estos últimos seis meses, la carne y la grasa que lo cubrían con holgura se le han ido despegando cada día, como si lo hubieran estado esculpiendo. A veces se le notaba la diferencia en un mismo día. Se había acostumbrado a revisarse el cuerpo ante el espejo a diario después del baño para cerciorarse de su grado de deterioro, pero ante la velocidad de la decadencia ya estaba perdiendo las ganas de mirarse. Hacía tiempo, mejor dicho apenas un par de años atrás, le decían que su cuerpo era afeminado. Cuando estaba en el baño público con sus amigos, presumía de su cuerpo bromeando: “Mira, con esta postura parezco una mamacita, ¿verdad?, ten cuidado, no te vayas a calentar”. Especialmente se veía muy femenino de las caderas hacia abajo. Hasta se embelesaba largamente ante el espejo, acariciándose las nalgas redondas y blancas, tan tiernamente pronunciadas como las de una adolescente. Con esas formas grasientas que le desfiguraban los muslos y las pantorrillas, disfrutaba, cuando se bañaba con Aguri, comparando sus piernas, tan feas como las de un cerdo, con las de ella. Ambos se sentían muy contentos al observar que, en contraste con esas piernas, parecidas a las de una granjera, destacaba la belleza de las piernas, tan esbeltas como las de las mujeres occidentales, de Aguri, quien por aquella época apenas tenía quince años. Tan traviesa todavía aquella niña, que a veces lo incitaba a acostarse boca abajo para pisotearle los muslos, como si fueran pelotas de goma, o caminaba balanceándose sobre sus piernas o se le sentaba encima. Pero ahora, da lástima ver estas piernas tan enflaquecidas. Si antes se le formaban hoyuelos, lindos como nabos atados fuertemente por un cordón, alrededor de los tobillos y las rodillas, ahora se le notan, quién sabe desde cuándo, huesos filudos que se mueven lentamente debajo de la piel. Las venas resaltan como lombrices. Las nalgas se le han puesto tan planas que, al sentarse en algo duro, siente un golpe fuerte como el choque de dos tablas de madera. Las costillas, que no se le veían hasta hace apenas unos meses, ahora empiezan a revelar su presencia una por una desde el vientre hasta el cuello, y se horroriza ante su pecho casi translúcido que le recuerda la maqueta de un esqueleto en el curso de fisiología de su época escolar. Hasta la enorme panza, que había cultivado por su hábito de comer en abundancia, se le ha vuelto cada día más cóncava, y parece como si muy pronto dejara ver el estómago. Los brazos afeminados, de los cuales presumía cada vez que podía, por haber sido tantas veces objeto de elogio incluso entre las mujeres, ahora parecen tan asexuales —ni femeninos ni masculinos—, que ya ni sirven para hacer bromas con su amada, como lo hacía antes con esta frase: “Estos brazos te conducen al insondable misterio de la feminidad”. Son más bien un par de palitos. Un cuerpo andante del cual cuelgan dos lápices. De cada uno de los huesos y de cada una de las coyunturas, se van perdiendo interminablemente músculos y grasa, a tal grado que le parece un milagro, o mejor dicho, una bondad inmerecida, seguir todavía vivo y de pie con este cuerpo tan horriblemente enflaquecido. Pensar de esta manera le trastorna los nervios, amenazándolo con un vértigo repentino. Se siente como si se desplomara de espaldas, víctima de una parálisis cerebral, temblando de las rodillas hacia abajo. Obviamente, no se trata tan sólo de problemas de sentimientos o de nervios, que ciertamente lo ponen peor. Sabe sin lugar a dudas que ése es el precio que está pagando por los placeres y lujurias de que ha gozado sin freno hasta ahora, pero le está saliendo muy caro, pues hasta tiene que aguantarse una diabetes. No le sirve de nada arrepentirse, pero le parece demasiado cruel que la cuenta le haya llegado tan temprano y, para colmo, que hayan empezado a aparecer síntomas, no en el interior, sino en el exterior del cuerpo que tanta confianza le inspiraba. Le dan ataques de llanto cuando se le ocurren ideas tristes: “Sin haber cumplido siquiera cuarenta años, ¿por qué tengo que ponerme tan débil?”
—Mira, ¡ese anillo, que es de aguamarina! ¿No es cierto? Ay, me quedaría muy bonito —Aguri se detuvo de repente halándolo con fuerza por la manga y contempló el interior de la vitrina—. ¿No crees que me quede bien? —le dijo al tiempo que extendía la mano hacia la nariz de Okada, abriendo y cerrando los cinco dedos delante de sus ojos.
Posiblemente por el efecto de un rayo solar que se refleja brillantemente en la atmósfera luminosa de la avenida Ginza en aquella tarde de mayo, los dedos, tan tiernos y esbeltos, destacan por su tono particularmente sensual, como si nunca hubieran tocado objetos más duros que las teclas de un piano. Cuando visitó un cabaret de Nan-king en su viaje a China, Okada tuvo, por casualidad, la oportunidad de observar los dedos, colocados encima de la mesa, de una dama china, de cuyo nombre ya no se acuerda. Al tener ante sus ojos esa mano, tan elástica y hermosa, que la asociaba en su mente con una flor de invernadero, se le ocurrió que las manos de las mujeres chinas representaban la belleza suprema, que poseían una delicadeza imposible de comparar con ningún otro objeto del mundo. Pero la mano adolescente que tiene ahora allí delante sería idéntica a la mano de la dama china si no fuera por su tamaño y por unos toques más humanos. Más que flores de invernadero, las manos de esta niña parecen yerbas silvestres debido a su calidez humana que, en lugar de corromper, las vuelve más familiares que las de la dama china. Cuán lindo sería ver estos dedos criados en una macetita como si fueran pensamientos…
—Mira, ¿qué te parece? ¿No me quedará bien?
Al decirlo, coloca su mano sobre el pasamano de la vitrina, y estira sus dedos hacia arriba. Su atención se desvía de la aguamarina para posarse en su propia mano.
Okada no puede recordar cómo le contestó. Mirando el mismo punto que Aguri, sintió que su mente se llenaba espontáneamente de imágenes ilusorias que giraban en torno a esta mano tan bonita. Se acuerda que siempre jugueteaba en los momentos más íntimos con esas manos —ramitas carnales que le inspiran una profunda ternura—, aplastándolas sobre la palma de su propia mano como si fueran de arcilla, guardándolas sobre su pecho debajo del vestido, tragándoselas con gula, tocándolas con sus brazos o con la barbilla; y se acuerda también que, mientras él mismo ha venido envejeciendo sin remedio, las manos de la chica han rejuvenecido extrañamente año tras año. A los catorce o quince años, lucían marchitas con un tono amarillo oscuro y llenas de arrugas finas, pero ahora su piel muestra una tersura impecable de blancura seca con una tenue humedad que inunda, aun en el pleno frío y duro invierno japonés, todos los poros, de una forma tan suave y viscosa que hasta parece empañar el anillo de oro. Las manos cándidas, las manos pueriles, las manos tan débiles como las de un bebé, pero a la vez tan sensuales como las de una prostituta… ¿Cómo es posible que, ante estas manos tan juveniles que no han dejado de procurarme dichas y placeres, haya yo envejecido tanto? De tan sólo verlas, se me revuelve la cabeza en un torbellino de imágenes que acuden a mi mente al recordar los juegos secretos que esas bellas manos guardan celosamente. Cuando las mira con atención, esa pequeña parte del cuerpo de Aguri se convierte en la mente de Okada en otras cosas: a pleno día en la avenida Ginza, ya no son solamente las manos las que resplandecen en su desnudez, sino también los hombros, los senos, el vientre, las caderas, las piernas… Cada una de estas partes toma formas extrañamente sugestivas en su imaginación viciosa y veloz. No sólo se ven, sino que también se hacen sentir con su peso ligero de cuarenta kilos… Okada experimenta un repentino mareo, siente que se encuentra al borde mismo de un desmayo, y se mantiene firme para no caer de espaldas… ¡No seas idiota! —se dice a sí mismo para liberarse de sus ilusiones—. Endereza los pies tambaleantes…
—Entonces, ¿me acompañas a Yokohama para hacer compras?
—Por supuesto.
Empezaron a caminar, al tiempo que conversaban, en dirección a Shinbashi. De modo que ahora están camino a Yokohama.
Aguri ha de estar feliz hoy, ya que recibirá muchos regalos. En Yokohama se consigue cualquier cantidad de cosas, que seguramente le quedarán bien, en sitios como Arthur Bont, Lane Crawford del barrio Yamashita, o en esa joyería del comerciante indio con un nombre complicado, o incluso en la tienda de ropa de los chinos.
—Tú eres la belleza exótica, a ti no te sientan los vestidos tradicionales, que son totalmente ordinarios e innecesariamente caros. Mira a las europeas o a las chinas, que saben sacar el mayor provecho de su color de piel o de la fisonomía de sus rostros, sin gastar tanto dinero. Debes aprender de ellas.
Estas palabras emocionaron a Aguri con una ingenua expectativa. Mientras camina, piensa que pronto su piel blanca, que ahora despide con aliento sereno un tenue sudor tibio bajo el bochorno del incipiente verano, se va a desprender de este kimono “ordinario” de franela para sentir la suave textura del vestido occidental encima de la carne trémula de sus piernas y de sus brazos, y se imagina a sí misma vestida con una blusa semitransparente de seda o de lino, calzada con zapatos finos de tacón alto, adornada con aretes en sus orejas y collares en su cuello para exhibirse en las calles de Yokohama, como si fuera una europea. Cada vez que se cruza con una mujer occidental que coincide con la imagen de sí misma que guarda en su mente, Aguri no la pierde de vista y acosa a Okada con preguntas insistentes: “¿Qué tal ese collar? ¿Y ese sombrero?”. Okada la comprende perfectamente, y cada una de las jóvenes occidentales que pasa se le asemeja sin ninguna duda a Aguri vestida al estilo occidental… Le dan ganas de comprar cualquier prenda para ella… Y entonces, ¿por qué se siente tan deprimido? Pronto comenzará una serie de juegos divertidos con Aguri. Este clima tan agradable, con viento calmado y el cielo transparente de mayo, hace feliz a uno donde sea. “Las cejas pintadas de negro, con calzado rojo, de cuero”… Sí, la vestiré con ropa nueva y ligera, combinándola con zapatos de cuero rojo, y lucirá como un pájaro maravilloso. La conduciré al viaje en tren en busca de un nido secreto para gozarla a solas. Puede ser algún balcón con una hermosa vista al mar profundo y azul; o bien una cabaña cerca de las aguas termales, desde donde se pueda apreciar a través de la ventana el paisaje de montañas con árboles reverberantes; o puede ser también un hotel escondido de la colonia extranjera. Ahí comienza el juego, que nunca ha dejado de soñar despierto… podría afirmar que sólo ha vivido para disfrutar de ese juego enloquecedor… Allí yace tendida como un jaguar… sí, como un jaguar con aretes y collares. Aunque está tan domesticado desde que era un cachorro y conoce cabalmente los gustos extraños de su amo, este jaguar suele fastidiarlo con su vitalidad y ligereza. Manosea, araña, golpea, brinca… hasta lo destroza con sus colmillos para chuparle los huesos… Ah, ¡la delicia de ese juego! Sólo de pensarlo, su alma se trastorna en un éxtasis exquisito. Tan excitado se siente, que le tiembla el cuerpo sin poder controlarlo. De repente, tiene un nuevo y fuerte ataque de vértigo y casi se desmaya… Se le ocurre que, ahora, a sus treinta y cinco años, cae muerto aquí en esta avenida para no levantarse nunca más…