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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (14 page)

BOOK: Hijo de hombre
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Salen uno detrás del otro, él con el niño en brazos, arrastrando a la lenta madre. Sus sombras agachadas y cautelosas dan un largo rodeo y se pierden en el monte.

A sus espaldas, el canto tartajea con voz de borracho:

Oimé aveiko ore-kuera entero

ore sy mimí jha ore valle hjory

[3]

18

—¡Se acabó la música! —dijo Coronel levantándose.

Los otros también se levantaron.

—Ahora voy a tocar mi otra guitarra… —agregó el habilitado ojeándolos con esa mueca entre sádica y desvalida, de la que sabía asomar el diente enchapado—. Vengan, les voy a mostrar la encarnacena que me traje…

Entró, Chaparro y los otros se quedaron en la puerta esperando.

—¡Flaviana! —llamó.

De la habitación contigua salió la mujer. Con un leve contoneo avanzó lentamente unos pasos. El vestido floreado se le ajustaba al cuerpo. Los largos cabellos negros la hacían aparecer más alta y opulenta.

—Flaviana, quiero que te vean un poco mis compís. Vení más acá… —le indicó el farol que colgaba del techo.

Se adelantó hacia el redondel luminoso. Una sonrisa jugaba en la boca grande y carnosa, casi de mulata. Los ojos debían ser negrísimos porque no se le veían.

—¡Con ésta no fallo! —alardeó el habilitado—. ¡Tiene las clavijas de seda! ¡Siempre está bien templada!… ¿Ayepa, Flaviana? —la halagó pechándola un poco con el abdomen.

—No sé… —dijo ella en un movimiento que hizo ondear los cabellos. La voz se le parecía. Cálida, opulenta, sensual.

Los hombres, apelotonados en la puerta, estaban inmóviles.

—A ver, sácate un poco de ropa. Quiero que te aprecien bien…

Ella se quedó seria. No se decidió pronto. Pensó que era una broma del patrón.

—Desnúdate, te digo… —ordenó la voz algo estridente de Coronel—. Total, ellos son de confianza. Sácate el vestido…

Él mismo le pegó un tirón que rompió los breteles. Los senos saltaron afuera. La muchacha se agachó. Los cabellos le cubrieron la cara. El vestido se deslizó a lo largo del cuerpo, se trancó un poco en las anchas caderas. Un rápido contoneo lo ayudó. Cayó al suelo, cubriendo los pies descalzos. Bajo el vestido estaba completamente desnuda.

19

Caminaron toda la noche a marcha forzada. Cada vez que Casiano caía, Natí lo ayudaba a levantarse, le infundía fuerzas, lo empujaba sin descanso en esa marcha enloquecida y desesperada, que se abría paso en la selva por picadas y desmontes.

El alba lamió poco a poco las tinieblas, puso de pie a los árboles chorreantes, coloreó pedazos de cielo donde había cielo y mostró esas dos sombras que iban huyendo de espaldas a la creciente luz, chapaleando en los arroyitos rojos que había dejado la lluvia.

Al salir a un descampado escucharon más nítido el canto de los gallos. Se miraron a un mismo tiempo con esperanza y espanto.

—¿Oís, Casiano?

—Sí… Desde hace un rato. No quería creer.

—Seguro estamos llegando a un pueblo.

—No… Falta mucho.

—¿Y esos gallos?

—No sé…

Casiano bajó la cabeza. Estuvo a punto de derrumbe nuevamente. Natí también comprendió de golpe. Creían haberse alejado bastante, pero ahora descubrían que habían estado dando vueltas todo el tiempo alrededor del poblado de Takurú-Pukú, como atados a un invisible malacate, embrujados por su magia siniestra. Ahora comprendían por qué durante toda la noche los ladridos de los perros se apagaban a la distancia en la lluvia y reaparecían una y otra vez en distinta dirección. Igual que el retumbo del río. Y esa rara sensación de que la tierra era la que caminaba bajo el agua, girando gomosa sobre sí misma sin ir hacia ninguna parte.

Era el único detalle que no habían previsto en sus planes, lo único que no habrían podido siquiera imaginar o soñar.

Tal vez eso a pesar de todo los salvaba por ahora, pues las partidas iban a buscarlos sin duda mucho más allá de ese radio de apenas una legua, donde ningún «juído» se hubiera atrevido a permanecer. Pero estaban los perros y ellos no se engañaban tan fácilmente.

Siguieron corriendo a la deriva, siempre de espaldas a la claridad que crecía con los rumores, de espaldas a esas lúgubres clarinadas que anunciaban a los fugitivos el amanecer de su perdición.

Se internaron en un bañado crecido con el chaparrón de la noche. Las aguas cenagosas fermentaban bajo las veteaduras rojizas que habían dejado los raudales.

Los dos fugitivos avanzaron en dirección a una franja de monte, hundiéndose hasta las rodillas en el barro, sofocados por las miasmas, sin intentar defenderse siquiera de las picaduras de los insectos que flotaban en miríadas entre el vapor escarlata de las emanaciones. Natí llevaba al crío envuelto en los andrajos empapados de su manto. Casiano iba delante abriéndose paso con el machete entre las cortaderas.

—¡Es un karuguá! —gimió Natí en un soplo, con la visión anticipada del tembladeral tragándose a los tres.

—No… Hay arena abajo… —mintió él a sabiendas para tranquilizarla.

Se detuvieron a tomar aliento junto a un islote donde sobresalían entre el matorral varias matas de tártago y llantén. Natí con gran esfuerzo se puso a arrancar algunos cogollos. Casiano la miraba boqueando, hundido hasta las caderas en el caldo pestilente e hinchado del tremedal.

—¡Vamos ya! —dijo.

—Voy a llevar esto. Es bueno para tus llagas…

Una matraquita empezó a crepitar en la maleza del islote con un ruido semejante al chasquear de varias rodajas de huesos en una vaina de cuerno. Casiano y Natí se miraron de golpe.

—¡Mboi chiní! —murmuraron al unísono.

El irritado chasquido del crótalo les erizó la piel con la urticación del pavor, arrancándolos al momentáneo descanso. Natí alzó en alto al crío instintivamente, para defenderlo de las mordeduras de la cascabel. Ya la veían saltar sobre ellos por el aire. Casiano procuró despegar los pies de la ventosa del barro. Resbaló y cayó desapareciendo por completo de la superficie.

Por un instante, que a ella se el antojó interminable, Natí no vio de él más que una o dos burbujas que se rompieron en fofas explosiones. Avanzó unos pasos y manoteó en el agua gelatinosa, tratando de no mojar al crío, pero ya Casiano se incorporaba tambaleante, negro de barro, arrojando barro negro por la nariz y la boca.

—¡Vamos…, vamos! —tartamudeó entre sus arcadas.

Se alejaron hacia la punta del monte, chapoteando en el agua negra, pechando el vaho rojizo e irrespirable del bañado, que los fue desdibujando con encanecidas pinceladas.

Las aguas se cerraron poco a poco sobre el rosario de ampollas que reventaban flemosamente sobre el barro. Junto al islote sólo quedaron los estrujados cogollos de llantén.

20

Alrededor de las estacas del toldito destruido, los perros atraillados gruñen ferozmente husmeando y colmilleando entre lo restos del pequeño hogar desmantelado a culatazos y a puntapiés.

Más que perros semejan cerdos flacos y hambrientos hozando frenéticamente sobre los vestigios de una frustrada comilona, los que recién ahora al advertirlo, al sentirse burlados como cerdos, se están transformando en perros cervales para el venteo de los fugitivos, cuyo olor acabará de seguro por llenar toda la extensión del yerbal en esos olfatos infalibles. Los pavonados hocicos frotan los restos de ropa, el jergón de guiñapos esparcidos sobre la estera que servía de cuna al recién nacido, algún plato de barro, alguna ollita de hierro desportillada. Los perros plañen husmeando el hueco de los cuerpos esfumados, las siluetas incorpóreas estiradas allí como en el estanque y encarnándose de nuevo bajo el afán sanguinario de esas pupilas de ámbar que relampagueaban zigzagueantes a ras de la tierra negra y húmeda.

Por encima de las cadenas de las traíllas que hinchan y amoratan las muñecas de los capangas, las caras también están hinchadas y amoratadas. Especialmente, la del habilitado, por la falta de sueño, por el exceso de caña, de cópula. Pero sobre todo, por la rabia sorda que le provoca la fuga de ese mensú a quien mandó sacar del cepo y perdonó la vida.

Juan Cruz Chaparro lo mira de reojo con un gesto de suficiencia.

Cansado de desgañitarse apostrofando a sus hombres, Aguileo Coronel está ahorquetado sobre sus cortas piernas en un torvo silencio del que sólo se mueve para lanzar un salivazo amarillo sobre los restos del ranchito. Colmillea también contra el viento echando un visteo por el contorno. El diente de oro no se apaga. Adrede lo deja secarse al aire en una mueca casi cabalística. En sus momentos de buen humor suele decir que cuando él quiere sobre el enchapado le hormiguean señales como las de una palanquita de telégrafo. Ahora no luce precisamente buen humor, pero se ve que está esperando en el morse del colmillo alguna puntada indicadora.

—¿Qué esperan cabrones? —vocifera de pronto con un grito de lata.

Los capangas se ponen en súbito movimiento tironeando de los perros. Chaparro les aúlla rápidas órdenes, entre los ladridos de la jauría.

—¡Rastreen hacia el sur! ¡Toda la costa del río! ¡Seguro procurarán pasar al otro lado! ¡Un chasque irá a Morombí avisando a todos los puestos del interior!… ¡Usted, Lovera! ¡Vamos…, listos, pues!

—¡A su orden, mi ¡jefe! —dice el interpelado.

Los hombres corren hacia la comisaría donde ya están ensillados los caballos.

—¡Leguí!… —grita aún Chaparro.

Un hombre de gran sombrero pirí se para en seco y regresa.

—¡Nosotros iremos hacia el paso del Monday!

—¡Sí, mi jefecito!… —responde el ensombrerado, evidentemente satisfecho y orgulloso por lo que para él significa una distinción. Pronuncia las palabras con dificultad. Tiene los labios rajados.

—¡Yo le dije luego, patrón! —masculla Chaparro al pasar frente al habilitado.

Éste no le responde y regresa lentamente hacia la administración.

A poco, el suelo de Takurú-Pukú retiembla en todas direcciones bajo el redoble de los cascos, los disparos de los winchesters y el ladrar de los perros.

En la comisaría, con el cuello en el cepo, está el centinela que abandonó la guardia para acercarse furtivamente a la administración y contemplar a través de la ventana la silueta desnuda de la encarnacena.

Ahora ella también abotagada por el sueño, con cara de borracha bajo el enmarañado bosque de pelo, sale al corredor atraída por el estruendo, sin entender lo que pasa.

21

En vez de tirar hacia el sur, los perros empezaron a rastrear hacia el norte, sobre las vueltas de ciego dadas por los fugitivos alrededor del poblado.

Los capangas estaban desorientados. Todo sucedía al revés de lo que esperaban. Algo inexplicable dislocaba el mecanismo habitual del rastreo. Los perros llegaban hasta el estero de aguas fangosas hinchadas por la lluvia. Pero allí perdían el olor de los fugitivos entre las pútridas emanaciones. Y volvían a empezar. A la tercera vuelta inútil, las jaurías fueron obligadas a latigazos a costear al río hacia el sur, cada vez más lejos, para flanquear los montes y bañados impenetrables.

Las espectrales siluetas no aparecían por ninguna parte.

22

Dentro de la isla boscosa, el estero desemboca en un riacho, Casiano y Natí lo vadearon, sin encontrar ningún lugar que les pareciera relativamente seguro. Al fin, en un recodo, entre un denso remolino de plantas acuáticas, se detuvieron. Casiano no podía más. El ataque estaba contragolpeándolo ya por adelantado, al cabo del esfuerzo sobrehumano que había tenido que realizar.

Sobre las gruesas raíces de un ingá se sentaron, sin sacar los pies del agua estancada entre las barrosas orillas. La copa inclinada del ingá volcaba sobre ellos su goteante bóveda de follaje. El crío rompió a llorar como dentro de un pozo. Natí le dio de mamar, jadeando todavía.

En ese momento escucharon por primera vez los lejanos ladridos, del otro lado del estero. Entre las negras y viscosas raíces, como entre los tentáculos de un kuriyú, Casiano temblaba delirando con los dientes apretados, bajo nubes de mosquitos y jejenes que Natí procuraba en vano espantar. Hasta el crío lo miraba, calladito, como con lástima.

—¡Nos van a agarrar!…

—¡Se van, che karaí! —musitó ella, desencajada.

—¡Nos van a agarrar… tarde o temprano!

Los ladridos se alejaban de verdad. Por dos veces más los escucharon, a intervalos parejos, en la misma dirección. Los perros seguían girando. Después no volvieron a oírlos más, salvo él en su delirio, mientras se retorcía bajo la helada y tiritante quemadura de las convulsiones.

—¡Los perros!… ¡Oís los perros…, cómo ladran!…

Natí apretaba a su hijo y se apretaba a su hombre, procurando infundirle su calor en lo hondo de la húmeda caverna de hojas que ya estaba caldeada como un horno por el sol del mediodía, aún invisible para ellos. Un tornasolado vapor humeaba en la penumbra.

Cuando se le pasó la fiebre, Casiano sintió hambre. Natí sacó de su matula un trozo de cecina y se la alcanzó. Él lo apartó de sí con un instintivo gesto de repulsión, friccionándose aterrado las muñecas.

—¡Es charque no más, che karaí!

Poco a poco, esforzándose mucho, tomó la tira de carne seca y la empezó a masticar maquinalmente, pero cada vez con más ánimo, a pesar de los labios rotos, muy hinchados. Luego los dos se hartaron con la fruta sedosa agridulce del ingá.

Más repuesto, Casiano se agachó sobre el agua negra y lodosa. Ella creyó que iba a beber. Sólo extrajo del fondo un puñado de arcilla y la entregó a Natí para que le masillara las llagas de la espalda en las que se cebaban los mosquitos. Después se embadurnó todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, con esa capa nauseabunda. Finalmente, tomó el crío para que Natí también pudiera forrarse de lodo. Ella movió la cabeza.

—Todavía tengo ropa —dijo.

—No es solamente contra los mosquitos —insistió él—. Es también contra los perros… Para que no nos huelan… —parecía recuperado de esas ráfagas que lo enajenaban por momentos.

Entonces Natí se agachó a su vez sobre el agua y extrajo el barro saturado de catinga vegetal. Lo fue extendiendo sobre las ropas, sobre la cara, sobre los brazos y las piernas, como si revocara con adobe una tapia de estaqueo. Sólo dejó limpio el lugar de los senos.

Parecían dos negros disfrazados para el torín de San Baltazar. Dos propios cambarangáes, macho y hembra, con todo y el embeleco de un niño blanco robado para el candombe.

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