A Casiano lo pusieron a canchar la yerba en una de las barracas de etapa. También estaba mucho mejor que los otros, aunque un poco menos bien que Natí. Atacaba mboroviré durante todo el día y muy frecuentemente hasta la medianoche, si es que no lo mandaban trepar de imaginaria a la boca del horno, en reemplazo del urú, para vigilar la quemazón. Él vio caer al fuego al capataz herido de muerte por balazo de Chaparro. Así que sabía a qué atenerse. No se podía cometer el más ligero descuido.
Como canchador o como imaginaria del urú se desempeñaba a satisfacción de los capataces. Por eso al comienzo los peones le tomaron cierta ojeriza. Pero él seguía trabajando con algo muy semejante a buena voluntad, sin mezquinar el cuerpo al trabajo, sin reparar en las agotadoras jornadas de 14 y 16 horas, porque había un momento de la noche o de la madrugada en que después de andar más de una legua al trote, podía tumbarse junto a Natí, en el galpón del expendio, entre las bordalesas, cerca del embarcadero.
Ella se levantaba a calentarle el yopará frío, cubierto por la pella de sebo, o le asaba sobre las brasas unas tiras de charque, o le tostaba una espiga de maíz. Casiano comía sin ganas, mareado por el tufo del fuego que había respirado durante horas, tundido por el esfuerzo que se le empozaba en los tendones haciéndolo temblar de la cabeza a los pies con ramalazos de chucho. O tal vez fuera ya la malaria que le estaba pudriendo la sangre con sus huevos malignos.
Natí le pasaba las manos por los pegoteados cabellos. A la luz de los carbones encendidos hablaban más con los ojos que con las palabras, y en la oscuridad con sólo estar juntos. No necesitaban más para comprenderse, puesto que entre un hombre y una mujer todo está dicho desde el comienzo del mundo. Ellos se juntaban y apoyaban en esa humilde comprensión de plantas, de animales, de seres purificados por la desgracia. Sus vidas podían romperse juntas, pero no separarse. Eso era lo que tal vez su cariño les hacía creer.
Se acostaban muy apretados sobre el pirí sintiendo el pulso de la correntada entre las toscas, entre sus dos cuerpos, hasta que el sueño los encajaba, los mezclaba aún más el uno en el otro, y se iban como piedra hasta el fondo.
Así transcurrió el primer año. Fue como un siglo. Pero ellos por lo menos estaban juntos.
Al comienzo del verano llegó a Takurú-Pukú uno de los dueños de la compañía en visita de inspección.
Los mensús lo supieron por el arribo del barco blanco y afilado que habían visto remontar el río a ras del agua como una garza real con las alas desplegadas.
El habilitado, el comisario, la cadena de capataces y capangas, a lo largo y a lo ancho del yerbal, todos se pusieron muy activos, más torvos y exigentes que nunca.
Sólo por eso sabían que el gran patrón había llegado.
A él no lo vieron. Desde la administración a las minas más lejanas se rumoreó el nombre del gringo. En labios de la peonada sonaba igual al nombre del santo patrono de la yerba, que había dejado la huella profunda de su pie en la gruta del cerro de Paraguarí, cuando pasó por el Paraguay, sembrando la semilla milagrosa de la planta, de esa planta antropófaga, que se alimenta de sudor y sangre humana.
—¡Oú Santo Tomás!
—¡Oú Paí Zumé!
Se susurraban unos a otros los mineros bajo los fardos del raído, con un resto de sarcasmo en lo hondo del temor casi mítico que difundía la presencia del gran Tuvichá extranjero. El patrono legendario de la yerba y el dueño de ahora del yerbal se llamaban lo mismo.
El yate de míster Thomas volvió a irse aguas abajo, esquivando como al vuelo las rompientes.
Apenas se apagó su estela, Aguileo Coronel mandó que las expendidurías privadas de caña pasaran a poder de la administración. No iba a haber más mostrador que el de la empresa.
Algunos se resistieron, entre ellos Silveira, quien por ser paulistano creyó poder capear la situación. Pensó que era un capricho de Coronel y que se le pasaría.
—Es cosa del gringo —dijo Ña Ermelinda—. Coronel no hace nada sin orden del míster.
—Eu fico aquí —bravateó Silveira, en un media lengua lusoguaraní.
—No te van a dejar, Alfonso —le previno su mujer con el vozarrón extrañamente ahuecado por un presentimiento—. ¡Ellos quieren quedarse con todo!
—¡Eu fico aquí…, aunque sea cabeza pr’a baixo!…
Lo mataron a tiros una noche cuando cerraba la puerta del boliche. Quedó, pero cabeza
pr’a baixo
. Como los que no eran extranjis y se animaban a desafiar el poder del Coronel.
Natí contó en secreto a Casiano que había visto al propio Chaparro, detrás de un árbol, disparando contra el brasilero. Como cuando asesinara a mansalva al urú en el barbacuá. Las huellas de su 45 eran, por otra parte, inconfundibles, tanto como en una agüería maliciaban que el ojo izquierdo y azulenco le daba al comisario Kurusú su endiablada puntería.
—No necesitaba apuntar —dijo un mensú, y su frase se convirtió en refrán—. El ojo empayenado ve más que el ojo del
urukure’á
…
Las demás familias del pueblo también fueron ahuyentadas por la tolvanera de violencia que levantó la venida del pájaro blanco.
Algún nuevo tiroteo en la noche, alguna quemazón como de casualidad en las casas de los que se empeñaban en quedarse, apuró al resto. Tuvieron que malvender sus cosas y soltarse como el camalote, aguas abajo.
Aguileo Coronel confiscó así, casi de balde, alambiques, pipones, pilas enteras de bastimento, montones de cecina agusanada, para sus proveedurías. Se le podía ver en la ventana de la administración contemplando el éxodo con aire de triunfo. El colmillo de oro le brillaba en la penumbra.
Con el último grupo de familias que cruzó el río y emigró hacia Foz de Yguasú, se fue la viuda del paulistano.
Casiano y Natí envidiaban a los que se iban. Ellos no podían. No tenían para malvender más que su sudor, pero el débito de la cuenta chupaba íntegro los jornales de Casiano. No había forma de achicarlo, de hacerlo desaparecer. A todos les pasaba lo mismo. Por más que hacían, sólo ganaban para salvar los gastos de comida y de ese poquito de olvido que era la caña. Las ropas costaban más de diez veces su valor real. Por eso la deuda del anticipo quedaba siempre intacta. Estaba allí para atramojar al mensú. Era su cangallo. Ya no los soltaba. Sólo bajo tierra podía zafarse de ella.
Ahora lo sabían. Pero ya era tarde.
Casiano y Natí tuvieron que levantarse un toldito con ramas y hojas de pindó. Ella pasó a trabajar en la proveeduría.
Y una noche no entra acaso y le dice:
—Voy a tener un hijo.
Casiano no sabe si alegrarse o ponerse más triste. Encuentra al fin una cara alegre para su tristeza.
—Bueno… —dice solamente.
Ha olvidado que puede tener un hijo. ¡A buena hora le daban la noticia! Sin embargo, debe de ser bueno tener un hijo. La sangre se lo dice con ese nudo en la garganta que no le deja hablar. Debe de ser bueno, aunque sea allí en Takurú-Pukú, donde sólo las cruces jalonan las picadas. Ve sobre los carbones los ojos oscuros de Natí enredados en ese misterio que está germinando en ella, lo único eterno que pueden hacer un hombre y una mujer sobre la tierra, aunque sea en tierra de cementerio.
Entonces dice:
—Ahora hay que pelear por él.
—Ahora hay que pelear por él.
—Si es hombre lo vamos a llamar Cristóbal. Como su abuelo…
El anciano de barba blanca, que había fundado Sapukai con otros agricultores el año tremendo del cometa, atravesó la crujiente pared de palmas y les sonrió en la oscuridad. Se tomaron las manos. Natí sintió que las de él estaban húmedas. También los ojos del mensú suelen echar su rocío, que es como el sudor del ánima sobre las penas cuando todas desde adentro le pujan por ese poquito de desesperanza atada al corazón con tiras de la propia lonja, más difícil y más pesada que el fardo del raído.
Sí, la vida es eso por muy atrás o muy adelante que se mire, y aun sobre el ciego presente. Una terca llama en el barbacuá de los huesos, esa necesidad de andar un poco más de lo posible, de resistir hasta el fin, de cruzar una raya, un límite, de durar todavía, más allá de toda esperanza y resignación.
Ahora Casiano y Natí lo saben sin palabras, entre un anciano muerto y un niño que aún no ha nacido. Ahora también saben por qué su pueblo lejano se llama
Grito
, en guaraní. Recuerdan la última vez que vieron a Sapukai, agujereado salvajemente por las bombas.
Están bien despiertos. El viento de la noche araña las paredes de pindó. La correntada pulsea las barrancas. —A lo mejor, podemos llegar a tiempo para que te desobligues allá…
Por eso Casiano trabajaba con ahínco. Hago con todo mi cuerpo un brazo, una mano, un puño…, pensaba. Vivo apretando los dientes. Quiero que el haber de mi cuenta gane al débito. A lo mejor, puedo saldar al fin la deuda de aquel anticipo de 300 patacones. A lo mejor, la trangalla queda desarmada y vamos a poder escapar, regresar, sin nada, pero con ese hijo que está por nacer.
—¡Tan lindo sería, che karaí! —murmuraba Natí, como aquella vez en la fonda, con la cabeza gacha sobre el plato vacío, aunque ahora sin tanta seguridad, solamente para que Casiano no sufra.
—Y se habrán olvidado de lo que pasó.
—Tal vez. Van para dos años, Casiano.
—Puedo trabajar otra vez en la olería. O de no, en nuestra kapuera. Estará dando bien el algodón y el maíz. Puedo probar también el arroz en el bañado.
—Sí…
Tratan de engañarse, como si soñaran despiertos. Pero el tolondrón de las bombas se abre delante de ellos tragando esa kapuera llena de maleza o de seguro recuperada por el fisco, con todo lo clavado y plantado por el puerco revolucionario Casiano Jara.
No paró aquí el despinte para ellos. Se podía decir que recién comenzaba.
En el pueblo abandonado sólo quedaron unas cuantas mujeres. Aventajadas prostitutas al extremo de su degradación, o viudas que se volvían tales para seguir subsistiendo.
Natí clareó entre ellas, joven, robusta, de nuevo lozana por la naciente maternidad que aún no salía de caja.
Juan Cruz Chaparro le echó encima el ojo tuerto.
Kurusú no era un atarantado. Tenía paciencia. Sabía tomarse su tiempo. Si habían pasado casi dos años para descubrir a la guaina del sapuqueño entre el regazo del mujerío, bien podía esperar un poco más. Total el tiempo en Takurú-Pukú no pasaba para él. Además, en medio de la abyecta sumisión del hembraje, le gustaba esa hembra un poco dura de boca al tirón de la rienda. Se la iba aponer blandita como la boca de una yegua parejera. Pero despacio, sin dar mucho que ver; no fuese a despertar la voracidad siempre pronta de Coronel, abriéndole los ojos sobre la presa.
El primer resultado fue que a Casiano lo mandaron a acarrear leña para los barbacuás, el trabajo más cruel del yerbal; más todavía que el acarreo del raído. El peso de la carga era también de unas ocho arrobas como mínimo, pero en lugar del fardo de hojas aterciopeladas, los troncos hacían sangrar la espalda del mensú a lo largo de su caminata de leguas por picadas y remansos selváticos.
Casiano ya no podía venir por las noches a tumbarse junto a Natí en el toldito de palmas. Se tenía que construir pequeños refugios de ramas donde le tomara la noche en medio del monte, o los torrenciales aguaceros. Sólo alguna que otra vez llegaba desgajado por las convulsiones de las fiebres, con los hombros y las paletas enllagados, comido por las uras y los yatevús.
Él todavía no sospechaba lo que estaba ocurriendo. Creía en un cambio desgraciado de su suerte. Lo había estado temiendo siempre.
—Tenía que suceder. Vivimos bien mucho tiempo… —dijo a Natí, tratando de consolarla y consolarse.
Pero ella sabía la causa del cambio. Cuando curaba con remedios de yuyos y unto sin sal las espaldas llagadas de su hombre, no veía las huellas de los troncones sino el rastro sangriento de las espuelas de Chaparro, que se estaba poniendo cada vez más cargoso, aunque todavía le daba por ese galanteo lento del mata-mata que disfruta con el mareo de su presa, mientras la va atando e inmovilizando con hilos de baba.
Una tarde, en el monte, salió al encuentro de Casiano. Estuvo a punto de pecharlo con el caballo.
A boca de jarro también le dijo:
—Jara, me gusta tu mujer. Te doy por ella 300 patacones…
El ojo tuerto tenía el color de la ceniza. Casiano, doblado bajo los troncos, empezó a tiritar.
—Y puede ser también que te deje ir de aquí —agregó el comisario con gesto amistoso —. Si pagas tu deuda.
La carga de leña de Casiano era ahora la que parecía temblar en un ataque de malaria. Él, abajo, tenía la boca amoratada, con aquellos dientes que le crujían como si estuviera mascando tierra.
—Hablá. ¿No te gusta el trato?
—No…, no… —tartamudeó Casiano con una voz tan débil y lejana, que Chaparro se dio vuelta creyendo que le hablaba otro.
—¿Por qué?
—Es… mi… mujer… —castañeteó la boca agarrotada.
—Ya sé, vyro. Por eso te estoy ofreciendo 300 patacones… Ni uno más ni uno menos. Tu deuda en la administración. Podrás pagar y volverte a tu valle. A nadie se la ha presentado una bolada como ésta en Takurú-Pukú. Por lo menos desde que yo soy aquí autoridad.
—No…
—¡Hay que aprovechar! ¡Que es una concubina últimamente!
—No es mi concubina… Estoy casado con ella…
Chaparro tuvo una explosión de risa.
—¡Casado con ella! ¡Ja!… ¡Es lo mismo, vyro maleta! Concubina o esposa, aquí es lo mismo. Mujer, al fin y al cabo. Con un agujero entre las piernas. Eso no más es lo que vale…, si es linda…
—Va a tener…
—¿Qué es lo que va a tener?
—¡Un hijo!… —tembló la voz bajo la carga de monte.
Era una confesión ridícula, absurda; algo así como la debilidad sentimental de un condenado a muerte. Sin embargo, surtió su efecto; un efecto también absurdo y ridículo.
—¿Un hijo?
—Sí… está de cuatro meses…
—Entonces quiere decir que yo estoy tuerto de los dos ojos. Para no ver…
Parecía una charla de comadres a la puerta de una iglesia.
—Vamos a esperar entonces un poco más.
Se fueron los dos por la picada. Chaparro delante, con la pierna enganchada en la cabeza del recado. Detrás, el fardo de troncos arrastrándose casi a flor de tierra, sobre las patas de una cucaracha.