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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (4 page)

María Rosa trató de llegar al abra con su pequeña carga de agua y provisiones. Pero no pudo. Se extravió en el monte, cegada, extraviada por el maléfico
yvaga-ratá
, que también le acabo de quemar el alma. Después de varios días reapareció gesticulante.

—¡Ya no está…, se fue! —murmuraba con tranquila desesperación—. ¡Lo llevó el cometa!

Cuando el miedo aflojó, Macario y otros llegaron a la entrada del pique. Encontraron que las últimas provisiones no habían sido retiradas. Las hormigas se estaban llevando los restos enmohecidos.

Empezaron a llamarlo a gritos. La oquedad del monte sólo devolvía ecos pastosos. Lo rastrearon hacia el arroyo. Allí lo encontraron, de bruces sobre los guijarros y la arena del cause seco.

Estaba muerto de varios días.

Allí mismo, junto al álveo, cavaron la tierra friable con sus machetes y lo enterraron. Macario labró una tosca cruz de palosanto y la plantó a la cabecera de la tumba.

Volvieron silenciosos y apabullados hacia el cañadón. Se sentían culpables.

—La muerte de Gaspar pesaba sobre nosotros —dijo Macario—. Íbamos a recoger la guitarra y quemar la choza…

9

Por la abertura que hacía de puerta entrevieron en el interior la silueta de un hombre desnudo, adosado al tapial.

Se quedaron clavados por el estupor.

—Un frío de muerte nos cuarteó las carnes… —contaba Macario.

El hombre estaba inmóvil, con la barba hundida en el pecho y los brazos extendidos. La penumbra no les dejaba ver bien. Pareció no tener pelos y su desnudez era enfermiza, flaca, casi esquelética.

Acababan de enterrar a Gaspar Mora y el rancho ya tenía otro ocupante. Tardaron en recuperar el habla. Un hálito sobrenatural les había paralizado la lengua.

—¿Quién…, quién anda ahí? —pudo gritar al fin Macario.

El hombre continuaba sin moverse, con la cabeza gacha y los brazos abiertos, como avergonzado de estar allí.

Macario volvió a ensayar la pregunta, esta vez en castellano, con idéntico resultado. El desconocido no hizo el menor gesto. Su mudez, su inmovilidad les arañaba la piel erizada de pavor. Tuvieron la sensación de que aunque pasaran mil años ese hombre no se movería ni les haría caso. Quizás también estaba muerto y sólo se mantenía en pie por un milagroso equilibrio, las largas espinas de los brazos agarrados a la oscuridad.

—Al principio pensamos en un habitante de otro mundo —nos decía Macario—. Pero era un hombre. Tenía el bulto y la traza de un cristiano. Y estaba allí parado, quieto, mirándonos con su silencio y sus brazos extendidos…

Entonces, sublevados, enfurecidos por el miedo, irrumpieron en el rancho. Macario levantó el machete contra el intruso. Al resplandor de la hoja inmovilizada en el aire, vieron que era un Cristo de madera, del tamaño de un hombre.

—Gaspar no quería estar solo… —murmuró el viejo.

Durante el tiempo de su exilio lo había tallado pacientemente, acaso para tener un compañero en forma de hombre, porque la soledad se le habría hecho insoportable, mucho más terrible y nefanda quizás que su propia enfermedad.

Allí estaba el manso camarada.

Le sobrevivía apaciblemente. Sobre la pálida madera estaban las manchas de las manos purulentas. Lo había tallado a su imagen y semejanza. Si un alma podía adquirir forma corpórea, ésa era el alma de Gaspar Mora.

Alguien propuso enterrar la talla junto al cuerpo del leproso.

—¡No! —dijo terminantemente Macario—. ¡Es su hijo! Lo dejó en su reemplazo…

Los demás asintieron en silencio.

—Tenemos que llevarlo al pueblo —dijo Macario.

10

Lo cargaron en hombros y regresaron por la picada, entre el siseo del resquebrajado follaje. En la hondura del monte el tañido ululante del
urutaú
acompañó sus pasos como el doblar de una luctuosa campana. Macario iba detrás con la guitarra.

El polvo los aguardaba en la marcha lenta y borrosa que sacaba a un Cristo de la selva, como descolgado de una inmensa cruz.

De pronto, una sombra escuálida se les unió. Era María Rosa. La ropa se le caía en pedazos. La sangre seca de los rasguños y desolladuras veteaba su piel en todas direcciones. Clavó la mirada demencial en el Cristo.

—Debe tener sed… —dijo.

En la mano llevaba la cantimplora. La levantó. De uno de los picos cayó un chorrito de agua. Pero nadie le hizo caso.

Luego de un rato de marcha, empezó a cantar con voz rota y débil ese estribillo casi incomprensible del Himno de los Muertos. Se interrumpía a trechos y recomenzaba con los dientes apretados.

El canto ancestral se apagó por fin en sus labios. Caminaban lentamente con la cantimplora en la mano, detrás del encorvado Macario, que llevaba la guitarra al hombro.

La procesión de ese extraño Descendimiento avanzaba por la picada, sin rumbo, sin hogar, sin destino, por la sola vasta patria de los desheredados y afligidos.

Tan absortos iban con su carga, que al salir al campo no se dieron cuenta de que el tiempo había cambiado. El cielo candente y translúcido se rajaba en finas estrías y se estaba encapotando. Los nubarrones parecían más oscuros por los intermitentes fulgores que apuñaleaban sus vientres. Ráfagas del olvidado olor de la lluvia caían sobre el polvo. Un poco después la penumbra se cernía ya a ras del Cristo y tiznaba las caras de sus portadores en las que los ojos brillaban a cada refucilo.

Al pasar frente al cerrito cayeron las primeras gotas. Goterones de plomo derretido. Al entrar en el pueblo, la torrentada de la lluvia caía sobre ellos deslomándolos, entre los relámpagos y los aletazos del viento. El Cristo chispeaba como electrizado.

Se encaminaron hacia la iglesia, chapoteando hasta las rodillas en los revueltos raudales. La puerta estaba cerrada. Oían el opaco zumbido de la campana rota golpeada por la lluvia. Entraron al Cristo en el corredor, al reparo del alero. Lo recostaron de pie contra la tapia, como lo habían encontrado en la choza, y se sentaron en cuclillas a su alrededor. María Rosa permaneció en la lluvia, desleída toda ella en una silueta turbia irreal. Los hombres aparentaban no verla. Sólo el Cristo extendía hacia ella los brazos.

11

Allí y en esa posición tuvo que esperar varios días, hasta la llegada del cura, que sólo venía a Itapé los domingos quebrados del mes.

Macario le refirió lo acontecido. Pero el cura, que ya estaba enterado, se opuso en redondo a la entrada de la imagen en el templo, pese a la agüería de milagro que empezaba a orearla. Había traído la lluvia del monte. No era tal vez un precio suficiente. Podía tratarse de una coincidencia. El cura miraba de reojo la talla, con un dejo de invencible repugnancia en el gesto, en la voz. En verdad la facha del Cristo no impresionaba bien. Le faltaba el pelo. Las vetas de la madera le jaspeaban la cara y el pecho de manchas escamosas y azules.

—Es la obra de un lazariento —dijo el cura—. Hay el peligro del contagio. La Casa de Dios debe estar siempre limpia. Es el lugar de la salud…

Se extendió sobre la extraña vitalidad de los bacilos. Mientras hablaba se había estado reuniendo mucha gente. Lo escuchaban sin convicción, con los ojos vacíos, fijos en la talla.

El cura percibió que no entendían muy bien sus explicaciones. No encontraba en guaraní las palabras adecuadas para describir técnicamente el mal y los riesgos de la contaminación.

—…No podemos meter adentro esto… —dijo, pero se interrumpió al notar la creciente resistencia que encontraban sus palabras—. Sí…, mis queridos hermanos… Es cierto que tiene la figura de Nuestro Señor Jesucristo. Pero el enemigo es astuto. Usa muchos recursos. Es capaz de cualquier cosa por destruir la salvación de nuestras almas. Es capaz de tomar hasta la propia figura del Redentor… —recogió el aliento y prosiguió en tono de admonición—: Y si no, piensen bien quien talló esta imagen… ¡Un hereje, un hombre que jamás pisó la iglesia, un hombre impuro que murió como murió porque…!

—¡Gaspar Mora fue un hombre puro! —le interrumpió el viejo Macario con los ojos ásperamente abiertos.

Un rumor de aprobación apoyó sus palabras. El cura quedó desconcertado.

—¡Fue un hombre justo y bueno! —insistió Macario—. Hizo su trabajo. Ayudó a la gente. Todo lo que hizo tenía fundamento. En todas partes hay huellas de sus manos, de su alma limpia, de su corazón limpio… Donde suene un arpa, una guitarra, un violín, lo seguiremos oyendo. Esto fue lo último que hizo… —dijo señalando al Cristo—. Lo trajimos del monte, como si lo hubiéramos traído a él mismo. No está empozoñado por el mal. La lluvia lo lavó y purificó cuando lo traíamos. ¡Y mírenlo! Habla por su boca de madera… Dice cosas que tenemos que oír… ¡Óiganlo! Yo lo escucho aquí… —dijo golpeándose el pecho—. ¡Es un hombre que habla! ¡A Dios no se le entiende…, pero a un hombre sí!… ¡Gaspar está en él!… ¡Algo ha querido decirnos con esta obra que salió de sus manos…, cuando sabía que no iba a volver, cuando ya estaba muerto!…

La gente estaba en un hilo. Nadie imaginó que el viejo mendigo podía animarse a tanto contra el mismo cura; que supiera decir las cosas que estaba diciendo.

Macario no discutía la religión. Eso se veía a las claras. Sólo su sentido. La mayoría estaba con él. Se veía quiénes eran. Los cuerpos tensos, la expresión de los semblantes tocados por sus palabras.

Pero unos pocos permanecían fieles al cura. Su cara estaba contraída por la ira. Comprendió que debía ganar tiempo.

—¡Ahí tienen la prueba!… —dijo tendiendo el brazo hacia Macario; la reprimida cólera ponía silbantes sus palabras—. ¡El hermano Macario hablando mal de Dios…, cometiendo sacrilegio, justo aquí, bajo el techo de la iglesia! ¡Esa imagen está endemoniada! ¡Así tenía que ser…, puesto que la hizo un hereje! ¡Nos va a traer el castigo de Dios!

—¡Vamos a quemarla! ¡Vamos a quemarla ahora mismo y que se acabe la cuestión! —gritó junto al cura, con la voz descompuesta, el puestero Nicanor Goiburú, padre de los mellizos.

Algunas voces se unieron a la suya sin mucho entusiasmo, más por compañerismo o por temor, que por otra cosa. El puestero tenía fama de corajudo y cuchillero. Revoleaba los ojos inyectados en sangre, a uno y otro lado, buscando apoyo.

—¡Cierto! ¡Mejor quemarla de una vez… —dijo uno mirando el suelo y escupiendo su bolita de naco, como si le quemara la boca.

—¡Nosotros lo trajimos y nosotros lo llevaremos! —bramó Macario con toda su voz.

Hubo un impetuoso remolino. La multitud se dividió en dos bandos y la gritería se hizo ensordecedora.

El puestero desenvainó el cuchillo y se abalanzó contra Macario, que ya había cargado la imagen sobre sus espaldas, cayéndose de rodillas por el peso. Alguien desvió el brazo de Goiburú y la punta del facón sólo alcanzó a astillar el hombro del Cristo. Varios puñales y machetes empezaron a centellear bajo el sol rodeando y protegiendo la retirada de Macario y los suyos con el Cristo a cuestas. Las mujeres y las criaturas chillaban despavoridas. La cascada campana rompió también a repicar a rebato.

El cura vio que el remedio resultaba peor que la enfermedad.

Con los brazos en alto gesticuló para hacerse escuchar y restablecer el orden. Al fin lo consiguió a medias, desgañitándose. El jaleo fue amainado poco a poco bajo su trémulo vozarrón.

—¡Calma…, calma, mis hermanos! —gritó a la enardecida multitud—. ¡No nos dejemos arrebatar por la violencia!… —su actitud se volvió más humilde; entrelazó los dedos sobre el pecho—. A lo mejor, el hermano Macario tiene razón y yo estoy equivocado. A lo mejor el Cristo tallado por Gaspar Mora merece entrar en la iglesia… Quien sabe si en la hora de su muerte no se arrepintió de sus pecados y Dios le perdonó… Yo no me opondré a que la imagen tenga un lugar allí adentro. Pero hay que hacer las cosas bien. Primero hay que bendecirla…, hay que consagrarla. Éste es un asunto muy delicado. Déjenme consultar a la Curia, y entonces se resolverá del modo que más convenga a los intereses de la santa religión… ¿No es esto lo justo?

La gente acató en silencio el armisticio pedido por el cura.

Macario y los suyos estaban inmóviles, las caras enlodadas de polvo y sudor. Se miraron entre ellos y fueron a recostar nuevamente el Cristo contra la tapia, en el corredor. La multitud se dispersaba en un opaco rumoreo.

12

Esa misma tarde, mientras se despojaba de los ornamentos, el cura habló en la sacristía con el campanero, un muchacho rengo y granudo, que también hacía de sacristán.

—Después de mi ida, esa imagen debe desaparecer. No quiero fomentar la idolatría entre mis feligreses…

El muchacho estiró el cuello largo y escrofuloso y miró al cura sin entender. El incensario, del que se hallaba descargando cenizas aún humeantes, tintineó al chocar contra el suelo.

—Cuando me vaya, vas a hacer lo que dijo Goiburú —prosiguió el cura en el tono a la vez confidencial y autoritario que había adoptado con el muchacho.

—¿Cómo, Paí?

—Lo que oíste. Vas a quemar esa talla a escondidas, de noche, sin que nadie te vea, en el monte. Después enterrarás las cenizas y te coserás la boca. ¡Mucho cuidado! Le echaran la culpa a Goiburú, a quien sea… Que sé yo… Será mejor. Esto tiene que acabar —se dijo a sí mismo—. ¿Me has oído?

—¿Quemar al Cristo, Paí?… ¿Yo? —hipó el campanero.

La cara granujienta estaba desencajada entre el temor que le inspiraba la orden y la duda de no haber comprendido bien. El incensario caído, parecía un cascarudo de plata acollarado por cadenas, respirando tenuemente su aliento de humo aromático. La nuez subía y bajaba por el pescuezo del muchacho.

—¿Yo? —tornó a gorgotear.

—Sí, vas a quemar eso… —farfulló el cura dando un tironazo al cajón de la cómoda.

—¡Quemar el Cristo! ¡
Jhake ra’ é
!

—¡No está bendito todavía! Hasta ahora es un trozo de madera no más.

—¿Y cómo, Paí? —bisbiseó el muchacho, mirando de reojo hacia afuera—. Desde que lo trajeron del monte hacen guardia por turno para cuidarlo. ¡Y tienen sus machetes!

—Irás a ver en mi nombre al sargento de la jefatura. Él te dará ayuda… —se veía que él mismo no estaba muy seguro de lo que decía. Sus palabras se apagaron en un murmullo difuso.

Se enfundó el guardapolvo y fue a la Casa Parroquial, donde revisó el sobado cuaderno de anotaciones mientras le cebaban mate. Poco después pidió su cabalgadura y se alejó de prisa por el camino, rumbo a Borja, sin saludar a nadie, contra su costumbre. No se quedaba siquiera para la misa del domingo.

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