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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (25 page)

25 de agosto

Pesebre no me conoce y yo ignoraba que existiera hasta que lo vi. Los mismos ojos oscuros y reidores de la madre. Pudo ser hijo mío. Es sólo mi ordenanza. La guerra lo ha puesto a mi cuidado, por casualidad. Las leyes inflexibles del azar, está visto, eligen las entrañas del caos para cumplirse.

31 de agosto

La aviación enemiga asomó la nariz. Una máquina sobrevoló la base, ametrallándola y dejando caer algunas bombas. No hubo bajas. La tropa asistió divertida a las evoluciones del solitario
junker
. Muchos de estos improvisados soldados campesinos no han visto en su vida un avión. Media hora después de su alejamiento, aparecieron jadeando por sus asmáticos caños de escape dos
Potez
paraguayos aumentando la algazara. No faltó alguna burlona rechifla al paso de los carromatos aéreos, que se adueñaban tardíamente del cielo de la base como dos pavos de monte entre guineas.

Se están construyendo apresuradamente
tucas
, para refugios. Grandes zanjas, con palizadas de troncos como techos.

Durante la instrucción, un convoy aguatero pasó a corta distancia. Entre los camiones requisados para el cuartel maestre, reconocí de pronto la charata ladrillera de Sapukai. Al volante, como era de esperarse, Cristóbal Jara, el único evadido del estero. Lo vi detrás de la cortina de polvo. Pero para él, estoy seguro. El huesudo y negro perfil, tendido hacia adelante. Taciturno y reconcentrado como siempre. En otro camión iba Silvestre Aquino. De poco les ha servido escapar. La guerra, pues, los ha vuelto a rehabilitar también a ellos transformándolos de forzados «políticos» en galeotes del agua para los frentes de lucha, donde se va a lavar el honor nacional. Tenían el desierto alrededor, como un muro. Ahora lo tendrán de camino. Por un instante descuidé el simulacro de ataque a una trinchera enemiga, que estábamos realizando cerca de la laguna, contra una zanja de desperdicios. Los tiros de fogueo me volvieron a la realidad.

5 de septiembre

Reunión en el casino de oficiales, lleno de bote en bote. El comandante en jefe ha querido saludar personalmente a los cuadros de las fuerzas que iniciarán la reconquista del Chaco. Empresa casi utópica y él, el soñador de esta utopía, por la que hasta hace poco se ametrallaba a la gente. Pequeño y circunspecto, el teniente coronel Estigarribia no trata de imponer su presencia. El uniforme sin presillas le va muy holgado. Hace el efecto de un hombre que ha crecido fuera de la ropa en una especie de grandeza un poco inhumana y fatídica, bajo su apariencia de buen padre de familiar. «Ésta va a ser una guerra de comunicaciones —dijo de pronto con voz pausada y gangosa el ex discípulo de Foch, como si hablara consigo mismo—. Triunfará el ejército que consiga dominar las comunicaciones del enemigo. Sobre todo, el que consiga llevar agua a sus líneas. Porque ésta va a ser la
Guerra de la Sed
… —agregó después de una pausa subrayando claramente sus últimas palabras—. ¡Brindo por nuestra victoria!…». Extraño brindis. Extraña estrategia. Extraño jefe.

Del otro lado está Kundt, el mercenario teutón. Dos escuelas europeas van a enfrentarse en un salvaje desierto americano, con medios primitivos, por intereses no tan primitivos. Es también una manera de actuar la civilización sobre un contorno inculto, encallado en el atraso del primer día del Génesis. Pesebre que mira, hurgándose la nariz, mientras escribo. Lo miro y se va, luego de juntar maquinalmente los talones. En lugar de escribir, hubiera querido conversar con él, preguntarle cosas… Pero el reglamento exige no dar confianza a un subalterno. La moral de la tropa en campaña se nutre de estas desconfianzas.

7 de septiembre

Nuestro regimiento forma parte de las fuerzas de cinco mil hombres, cuyo objetivo es retomar el fortín Boquerón. La orden general de operaciones nos ha destinado a la primera columna (el grueso del destacamento), que hará su marcha de aproximación por el Camino Viejo. La segunda columna marchará por el Camino Recto. En el momento previsto, convergerán sobre el fortín para caer sobre él con un golpe de tenaza y partirlo como un coco. Escuadra por escuadra, he revisado minuciosamente a los 136 hombres, bisoños pero animosos, de mi compañía, e impartido las instrucciones correspondientes a los comandantes de sección. Todo está a punto.

Al romper el día nos pondremos en marcha. Falta poco. Ya está aclarando. No es todavía la luz sino el imperceptible retirarse de las tinieblas. El sordo fragor de la base, que no cesó en toda la noche, yace aplanado en una pesada calma chicha, a la espera de la señal de partida. Comienzan a perfilarse las siluetas de los cobertizos, las masas de hombre y de material, chorreadas de lívidas sombras, entre el polvo insomne y tenaz. Cerca brilla el fuego del vivac donde hierven los tachos del cocido para la tropa. Muchos ya están despiertos. Muchos, al igual que yo, de seguro no habrán pegado los ojos en toda la noche. Espían el móvil horizonte color malva que se despelleja por momentos. Pero, sobre todo, la claridad que arde entre pirizales y llantenes. Es la laguna. La laguna de Isla Po’í, bautizada ya con el ambicioso nombre de Laguna de la Victoria. No hay otra aguada en todo el sector. A su orilla, diminutos y oscuros, se recortan los camiones aguateros cargando sus tanques. Más que en el cielo, el nacimiento de la luz se hace ominoso en el tajamar, lleno a medias de un agua cuya existencia y cuya edad son un enigma. Palpita allí, en el bajo vientre de la loma, en la horqueta de los dos caminos que llevan al campo de batalla. En la penumbra del alba, semeja una vulva infinitamente suave, orladas por el vello de la vegetación acuática, fermentando bajo sus grandes manchas de moho, de un olor casi sexual. Es el único signo de vida en medio de la planicie reseca. Bandadas de charatas madrugonas revuelan sobre ella, chillando de sed, como en un presagio. De esa vulva trémula depende la suerte de la lucha…

5

9 de septiembre (Frente a Boquerón)

Copioso nos ha salido el bautismo de sangre. El golpe de pinza se ha vuelto contra nosotros. Los asaltos en masa y al descubierto se estrellaron contra las primeras líneas de la defensa enemiga, sin haber podido localizar siquiera el reducto, escondido en el monte. Enfrente, hacia el sudeste, se extiende en media luna un abra de más de mil metros de anchura, lisa y pelada como plaza de pueblo. Una saliente del bosque avanza sobre el campo raso hacia el gollete del cañadón. Una y otra vez, atolondradamente, las unidades divisionarias volvieron a la carga, desgranándose como mazorcas de maíz bajo el torrente de metralla vomitado por las enmarañadas troneras. Especialmente, ante la cuchilla de la Punta Brava, erizada de fuego. Nuestras propias baterías cooperaron en la matanza con sus impactos reglados al tanteo. Las granadas de morteros y de obuses abrían grandes brechas en nuestro escalón de ataque, en lugar de caer sobre la posición enemiga. Las alas arremangadas de los regimientos se arremolinaban y superponían, batiéndose entre sí, en la confusión infernal. Nuestro batallón, ubicado en la reserva, también fue metido como relleno en la desbarajustada línea. No tardó más que los otros en desbaratarse. Ni a balazos pudimos contener el desbande de sus efectivos. Mi compañía fue diezmada en la primera embestida. Entre los desaparecidos figura mi asistente.

A media mañana, el ataque frontal estaba totalmente paralizado. Sobre la plazoleta del cañadón ha quedado un gentío de muertos, hasta donde se alcanza a divisar con los prismáticos. Durante todo el día continuaban tiritando a ratos, como atacados de chucho, bajo las ráfagas de las pesadas bolivianas. Paseé largamente el vidrio por esa aglomeración de bultos tumbados en extrañas posturas. Casi puedo asegurarme que mi asistente no está entre esos muertos que tiemblan al sol calcinante.

Nutrido tiroteo de hostigamiento. Nuestros cañones ciegos continúan tronando en la espesura con su engallado pero inútil retumbo y los morteristas haciendo toser acatarradamente sus
Stokes
, entre el crepitar de la fusilería y de las automáticas. Las caravanas de heridos taponan las sendas en un macilento y sanguinolento reflujo hacia la retaguardia.

Anochece. Desmoralización. Cansancio. Impotencia. Rabia. Nubes de mosquitos, enormes como tábanos, nos lancetean sin descanso. No hay defensa contra ellos. Me arde en el codo el rasguñón de bala ganado durante el repliegue. Pero más me arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro. No ha llegado el agua a las líneas. Esperándola, uno escupe polvo.

10 de septiembre

El Comando, impertérrito, ha ordenado el desarrollo de la maniobra de envolvimiento. Las unidades, reorganizadas a todo trapo, se han lanzado de nuevo a la lucha. Con más cautela que ayer, es cierto, aunque con idéntico resultado. Hoy contamos, sin embargo, con una protección adicional: los muertos amontonados sobre la herradura. Al amparo del pestilente parapeto nos arrastramos como pudimos buscando al acaso el corazón del reducto. Todos se preguntan dónde está el fortín. Ante la muralla espinosa que protege a Boquerón, nos hallamos empeñados en algo semejante al juego de la gallina ciega. Danzas y contradanzas en el Cañadón de la Muerte, al son de una espeluznante música de fondo, cuyos oleajes de fuego y de plomo nos despluman sin conmiseración. Desde arriba, los aviones con el distintivo auriverde desovan sobre nosotros en vuelos rasantes, sus tandas de bombas y abren sus espitas de metralla. En cambio, sobre el fortín mismo sueltan pequeños paracaídas que en gracioso planear descienden con chorreantes paquetes de hielo para la plana mayor del reducto semisitiado. El comando boliviano cuida el bienestar de su gente. Uno de estos empapados farditos de arpillera y aserrín cayó en nuestras líneas. El efecto de la barra de hielo fue casi tan desastroso como el estallido de una bomba.

11 de septiembre

Calor sofocante. Cada partícula de polvo, el aire mismo, parece hincharse en una combustión monstruosa que nos aplasta con un bloque ígneo y transparente. La sed, la
muerte blanca
trajina del bracete con la otra, la
roja
, encapuchadas de polvo. Al igual que los camilleros, los transportadores de agua no se dan tregua. Tampoco dan abasto. No habrá más de una decena de camiones empeñados en arrimar el precioso líquido para los efectivos de dos divisiones. Desde la base de apresto, los proveedores acarrean al hombro las latas por los intrincados vericuetos de la selva, a lo largo de los cuales gran parte de su contenido se derrama, se evapora o se piratea. En 48 horas, los oficiales hemos recibidos media caramañola y la tropa apenas medio jarro de agua casi hirviendo, por cabeza. La carne enlatada de la «ración de fierro», no hace sino estimularla de un modo exquisito. Pelotones enteros desertan enloquecidos de la línea de fuego y caen por sorpresa sobre los vehículos aguateros o los esforzados coolíes de las latas. Una pareja de ellos fue despachurrada a bayonetazos, a pocos metros de nuestra posición. Hubo que ametrallar a mansalva, por vías de ejemplo, a los cuatreros arrodillados todavía junto a las latas vacías, chupando la sanguaza que se había formado en el atraco. El brindis de Estigarribia ha empezado a cumplirse con admirable precisión.

Al anochecer. Pesebre reapareció en la línea. Contó su historia, sin inmutarse. Según él, desde el calamitoso debut, anduvo perdido en los laberintos del monte y luego deambuló de un puesto a otro, hasta poder encontrar el suyo. En los ojos oscuros le brilla una astuta satisfacción. Extrañamente, el peregrinaje parece haberle quitado la sed.

12 de septiembre

Nuestras líneas se han estabilizado de una manera muy precaria. Es más bien un equilibrio inestable. Las deserciones y el cuatreraje del agua disminuyen, tras los rigurosos escarmientos. Ahora ha surgido una nueva fórmula de pirateo: las «autoheridas », de los que quieren beneficiarse con los privilegios de las legítimas: evacuación o agua. Cuatreros, desertores y autoheridos son fusilados sumariamente. La disciplina se va restableciendo poco a poco.

Hay indicios de que el sitio va a ser largo. Los jefes de unidades, desde batallón para arriba, han mandado cavar tucas individuales en sus P. C. Jaulas semisubterráneas de un metro de profundidad empaladas con troncos y tierra. Pesebre me ha venido con la impertinencia de que nuestro comandante se ha hecho llevar su chapapa hasta los tres metros.

—¡Caven más…, caven más! —dice que ha exigido a sus asistentes.

—¡Pero ya va a salir la quirosén, mi comandante!… —dice que le ha dicho uno de ellos.

No es solamente la astucia de Pesebre y su taimado sentido del humor. Son las miasmas de subversión y desaliento que flotan en el ánimo de la tropa: «Quirosén», pero no agua. Vuelvo a ver a los escuálidos soldaditos de la columna de Isla Po’í por el Camino Viejo, aplastados por los equipos de guerra, con las caras a la espalda, sin poder despegar los ojos de la verde y resplandeciente laguna, que ahora se ha convertido en una obsesión para los sitiadores, tanto o más que la conquista del propio fortín.

13 de septiembre

Patrullaje de reconocimiento. El camino de Yujra —la vía de acceso más importante al reducto— ha sido interceptado por nuestras tropas. El enlace con el ala norte es inminente. El Comando necesita conocer la ubicación y profundidad de las defensas en ese sector de la retaguardia enemiga, para completar la encerrona. Pero los bolivianos tienen bien camuflado el trasero de Boquerón. Se diría que su pudor es excesivo.

Lento arrastrarse de culebras, chaireados por la llama seca de los pajonales y el
yarovai
de
guaimipiré
, sobre más de un kilómetro de tierra caldeada. Veinte hombres escogidos, sin más protección que sus andrajosos verdeolivos, me precedían, enchastrados en el engrudo humeante y rosáceo del sudor. No logramos gran cosa en la descubierta, pero en cambio sorprendimos otro aspecto edificante del drama de la sed. En el islote de un pirizal, la aguadita de un pozo indio ha quedado en tierra de nadie, batida simultáneamente por una pesada boliviana y por la de un retén paraguayo. Oculto entre los matorrales, observé cómo el binóculo ese dechado de naturaleza muerta. Bajo el ángulo convergente de fuego hay un tendal de cadáveres, apilados alrededor del pozo. Algunos han alcanzado a hundir la cara en el tajamar y allí se han quedado bebiendo hasta la eternidad. Otros se abrazan estrechamente, quietos y saciados. Uniformes kakis y verdeolivos confundidos, hilvanados por cuajarones carmesíes, cosidos a una indestructible fraternidad.

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