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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (11 page)

—¿Oís, Natí? —dice la voz raspada por la sed.

—Sí… —murmura la otra máscara en la que sólo se mueven los ojos.

—¡Puede ser el Monday!

—Puede… ¡
Tamó-ra’é
!

—Hemos andado mucho… —masculla el hombre con un resto de orgullo, que por el momento lucha y se sobrepone a su temor.

—¡Un poco más y podemos salvarnos!… —agrega.

Continúan avanzando con renovada energía por la picada invadida maleza. A poco, sin embargo, es la mujer la que deja escapar un pequeño grito.

—¿Oís, Casiano?

Vuelven a detenerse. A sus espaldas, más fuerte que el retumbo del agua, se escucha el rumor de unos caballos.

—¡Por Dios… nos alcanzan! —gime la mujer.

La máscara del hombre está lívida, surcada de arrugas.

—¡Vamos a escondernos en el monte!

Corren hacia la enmarañada espesura.

—¡Sabía que nos iban a agarrar!… —susurra el hombre entre dientes, sin que le oiga la mujer.

Se filtran agachados, encogidos, empujados por el ponzoñoso miedo que sólo les ha dado un momento muy corto de alivio. El hombre va regando un líquido negruzco. La mujer corre combada sobre el crío, cubriéndolo con la cabeza. De nuevo parecen animales acosados, embretados en una trampa sin salida.

2

Ningún «juído» ha conseguido escapar con vida de los yerbales de Takurú-Pukú.

Esta certeza, esta leyenda, fermentada en la sangre, en la imaginación de los «mensús» como las miasmas palúdicas de un estero, se levanta ante los que soñaban con escapar y ponía hueras sus esperanzas. De modo que pocos soñaban con eso. Pero si alguien se animaba a cumplir el sueño, el desertor quedaba a medio camino. Y la leyenda engordaba con ese nuevo «juído», pescado por los colmillos de los perros y los winchesters de los capangas.

Nadie había conseguido escapar.

A veces alguno volvía medio muerto delante de los caballos y las traíllas, como escarmiento, para acabar en el estaqueo, ante el terror impotente de los demás.

Ni los niños se salvaban de las balas, del cuchillo o del lazo.

Takurú-Pukú era, pues, la ciudadela de un país imaginario, amurallado por las grandes selvas del Alto Paraná, por el cinturón de esteros que forman las crecientes, infestados de víboras y fieras, por las altas barrancas de asperón, por el río ancho y turbionado, por los repentinos diluvios que inundan en un momento el bosque y los bañados con torrenteras rojas como sangre. Pero, sobre todo, por la voluntad e impunidad de los habilitados. Estaban allí para eso. Tenían carta blanca para velar por los intereses de las empresas, aplicando la ley promulgada por el presidente Rivarola, un poco después de la Guerra Grande, «por la prosperidad y progreso de los beneficiadores de yerba y otros ramos de la industria nacional…». Actuaban, pues, legalmente, sin una malignidad mayor que la de la propia ley. El artículo 3º decía textualmente: «El peón que abandone su trabajo sin el consentimiento expreso de una constancia firmada por el patrón o capataces del establecimiento, será conducido preso al establecimiento, si así lo pidieren éstos, cargándose en cuenta al peón los gastos de remisión y demás que por tal estado origine.»

De modo que muy pocos eran los que se arriesgaban a correr el albur de que estos gastos de «remisión» se les cargaran en cuenta.

Lo más que había conseguido escapar de Takurú-Pukú eran los versos de un «compuesto», que a lomo de las guitarras campesinas hablaban de las penurias del mensú, enterrado vivo en las catacumbas de los yerbales. El cantar bilingüe y anónimo hablaba de esos hombres que trabajaban bajo el látigo todos los días del año y descansaban nomás que el Viernes Santo, como descolgados también ellos un solo día de su cruz, pero sin resurrección de gloria como el otro, porque esos cristos descalzos y oscuros morían de verdad irredentos, olvidados. No sólo en los yerbales de la Industrial Paraguaya, sino también en los demás feudos. Enquistados como un cáncer en el riñón forestal de la república, a tres siglos de distancia prolongaban, haciéndolas añorar como idílicas y patriarcales, las delicias del imperio jesuítico.

La voz del mensú se quejaba:

Anivé angana, che compañero,

oré korazö reikyti asy

[2]

Ni los perros ni los capangas ni los montes ni los esteros habían conseguido atajar el Canto del mensú.

Era el único «juído» del yerbal.

3

Casiano Jara y su mujer Natividad llegaron a Takurú-Pukú en uno de los arreos de hacienda humana que hicieron los agentes de La Industrial, un poco después de aplastado el levantamiento agrario del año 1912, aprovechando el desbande de los rebeldes y el éxodo de la población civil.

Casiano y Natí se engancharon en Villarca. No hacía mucho que se habían casado. Eran de Sapukai.

Casiano Jara estaba en el convoy rebelde, entre los expedicionarios del capitán Elizardo Díaz, que iban a caer sorpresivamente sobre la capital. Natí se hallaba entre el gentío que se había reunido en la estación para despedirlo al grito de ¡
Tierra y libertad
!, aquella trágica noche de marzo. La delación del telegrafista frustró los planes. Los gubernistas lanzaron contra el convoy una locomotora cargada de bombas.

No todos los sobrevivientes de la terrible masacre consiguieron escapar del degüello y de los fusilamientos en masa que remataron la acción punitiva del gobierno. Casiano y Natí se salvaron por milagro. Las rachas de fugitivos de la vencida rebelión anduvieron vagando varios días por los montes Guairá, desesperados y hambrientos. Huían hacia el sur; en busca de las fronteras argentinas, siguiendo la vía férrea, pero a distancia, para no caer en manos de las comisiones militares.

En Villarrica tuvieron noticias de que la represión había amainado y de que los rafladores de La Industrial estaban tomando gente para el «trabajado» de Takurú-Pukú.

Casiano Jara y su mujer, casi todos los de su grupo, se enrolaron en la columna de carne de cañón para los yerbales, contentos, felices de haber encontrado esa encrucijada en la que a ellos se les antojó poder cuerpear a la adversidad.

Además recibieron la plata piripí del anticipo.

—¡Es la cimbra de la rafla! —alertó uno—. No hay que agarrar…

Nadie le hizo caso. Estaban deslumbrados.

Con los billetes nuevos y crujientes, Casiano compró ropas a Natí en la gran tienda «La Guaireña». Ella se las iba probando y vistiendo en un trascuarto del registro. Cuando se levantó el ruedo para ponerse el calzón de mezclilla, Casiano entrevió, después de mucho tiempo, qué firmes y torneados muslos morenos tenía su mujer. Hasta un collar de abalorios, una peineta enchapada con incrustaciones de crisólitos y un frasco de perfume le compró. La sacó de allí emperifollada como una verdadera señora de capilla. Él se compró un par de alpargatas, un poncho calamaco, un solingen, un pañuelo para’í y un sombrero de paño.

En un espejo manchado del registro se vieron las figuras. Un hombre y una mujer paquetes, emperejilados como para una función patronal.

Salieron que no eran ellos.

Con los últimos patacones comieron también a lo cajetilla en una fonda céntrica. La primera comida decente después de meses de comer raíces y sandías podridas arrancadas al pasar en los cocués hechos taperas.

Iba a ser también la última. Pero aún no lo sabían. Su ingenuo entusiasmo por el nuevo destino les tapaba los ojos.

—A lo mejor, Natí no es tan malo allá como se cuenta —dijo Casiano, satisfecho, mirando la calle a través de las rejas de la ventana.

—¡Dios quiera, che karaí! —murmuró Natí con la cabeza gacha sobre el plato vacío, como si dijera amén.

4

Al amanecer, la columna se puso en marcha para cubrir las cincuenta leguas que había hasta el yerbal, después de cruzar la serranía de Kaaguasú.

Tardaron menos de una semana en llegar, arreados por los repuntadores a caballo, que a gatas los dejaban descansar algunas horas por noche. Pronto consumieron sus provisiones. Tomaban agua al vadear los arroyos, como los caballos de sus cuidadores.

Antes de entrar en la selva virgen, cruzaron por un vado el río Monday. Era el portón de agua de los yerbales. Algunos todavía hacían bromas.

—¡Mondá… y! ¡Agua de los ladrones! ¡Enjuáguense la boca, los mitá!

Los hombres quisieron bañarse. No los dejaron. Había apuro.

Los perifollos de Natí habían vuelto a su condición de andrajos. La paquetería masculina de Casiano y de los otros, también. La selva igualadora arrancaba a pedazos toda la piel postiza, toda esperanza. Las puntas de las guascas trenzadas y duras como alambre, las picaduras de garrapatas y mosquitos, de víboras y alacranes, los primeros temblores de las fiebres, los primeros remezones del temor, los despertaron a esa realidad que los iba tragando lenta pero inexorablemente.

Algunos quedaron por el camino interminable. Los repuntadores probaban a levantarlos a punta de látigo, pero el vómito negro o la ponzoña de la ñandurié era más fuerte que ellos. Los dejaban entonces, pero con un poco de plomo en la cabeza, para que se quedaran bien quietos y no se hicieran los vivos, así de entrada.

Los que marchaban delante oían de tarde en tarde, a sus espaldas, el tiro del despenamiento. Era un compañero menos, un mártir más, un anticipo que se perdía en un poco de bosta humana.

Ahora lo sabían. Pero ya era tarde.

—¡Erramos, Natí! —dijo Casiano mientras marchaban—. Caímos de la paila al fuego…

—¡Qué cosa…, che karaí!

—Pero no te apures… ¡Sólo estaremos un tiempo!

Los ojos verdosos de ella estaban turbios. Dos hojas estrujadas, como esas que iban pisando los caballos de los repuntadores sobre la tierra negra de la picada rumbo a Takurú-Pukú.

5

El yerbal era inmenso. Nadie conocía sus límites. Cualquier rincón podía ser el centro. El poder del habilitado Aguileo Coronel se extendía implacable sobre la extensión del feudo, a través de mayordomos, capataces y capangas, a lo largo del río, de los esteros, de las picadas, de los puestos más lejanos.

Del otro lado del Paraná comenzaban los yerbales de las Misiones argentinas. Los mensús paraguayos pensaban en ellos con nostalgia, como los condenados del Infierno deben pensar en el Purgatorio.

Aguileo Coronel surgía de pronto en los desmontes, la cara oscura bajo el casco blanco, erguido en su tordillo manduví, vigilando el paso de los mineros que desfilaban por el pique de a veces más de legua y media, doblados bajo su carga de hojas de ocho arrobas, dos veces más alta y diez veces de más bulto que la piltrafa de piel y hueso que jadeaba debajo.

A menudo se le ocurría controlar el pasaje del raído desde el caballo, siempre flanqueado por Juan Cruz Chaparro, comisario de la empresa, que también lo era del pueblo de Takurú-Pukú. Tuerto y corpulento, picado de viruelas, Chaparro era la odiosa sombra del habilitado, tal vez más odiada que él mismo. Lo apodaban a sus espaldas Juan Kurusú, o Kurusú simplemente, porque era eso: la sombra de la cruz en que penaban los peones. Y también porque la punta del látigo de Chaparro sabía vibrar rápida y mortal como la víbora de la cruz.

El romanaje era donde la autoridad de Aguileo Coronel resplandecía en todo su poder. En ese momento, más que en ningún otro, porque allí se tasaba el precio del sudor y del esfuerzo que eran necesarios para traer de la mina esas ocho arrobas de hojas y acarrearlas de picada a picada, por leguas y leguas, en un fardo atado a la frente con coyuntadas de cuero crudo.

Sólo cuando las hojas de las romanas se hundían hasta el fondo, el diente de oro del habilitado brillaba en una mueca. Las libras de más eran despreciadas. Pero si faltaba una sola, Coronel mandaba rechazar la carga con grandes gritos que retumbaban en el desmonte, en las espaldas, en los huesos del inútil, con los ecos de los guascazos de Chaparro.

Era un día perdido. Había que arañar más de la mina en busca de las ocho horas justas. Por eso, al final de la jornada, los mineros se alegraban cuando veían brillar en lo alto esa mueca colmilluda, ese pequeño relámpago de oro encendido desde abajo por la aguja de las romanas en el agujero de la boca del habilitado.

—¡Cabal eté, che patrón!…

Todos arrejaban por traer las libritas de más, para recibir ese premio, aunque no se anotaran en las planillas.

En las noches se recortaba, pequeño y retacón, contra el fuego de los barbacuás, viendo a los peones chamuscarse las manos en el overeo del ramaje. La sombra alta de Chaparro, detrás.

Arriba, encaramado en la boca centelleante del horno, hasta el urú los contemplaba embrujado, como un pájaro o una serpiente de dos cabezas, descuidando su tarea de vigilar el sapecado.

Ni el urú se libraba a veces del coletazo del teyú-ruguai de Chaparro. Uno de ellos resbaló y cayó una noche al fuego, en medio de una discusión con el comisario. Nadie intentó rescatarlo porque ya al caer, el 45 de Chaparro lo había fulminado de un tiro en la sien. Mientras el cuerpo del urú se retorcía y crepitaba en las llamas, Kurusú aullaba que el miserable, el muy desgraciado, el hijo de mil putas había querido saltar sobre el patrón machete en mano. Todos sabían que el urú, arriba, no tenía machete.

Aguileo Coronel lo hizo callar con un gesto. En el silencio que siguió, se sentía del chisporreteo de las hojas y la respiración del fuego zumbando en la boca del horno, en medio del olor de la carne quemada y del humo verde y ácido que hacía llorar los ojos a las sombras agachadas. Contra el resplandor del barbacuá, el ojo tuerto de Chaparro brillaba azul sobre el hombro del patrón, espiando la recua de fantasmas inmóviles y atemorizados que lagrimeaban en el humo.

Aguileo Coronel miraba fijamente el fuego viendo cómo se crispaba y saltaba entre las hojas el urú muerto. Ya lo reemplazarían. Siempre había uno nuevo. Nadie llegaba a viejo. No se les escapaba nadie.

6

Al principio, sin embargo, Casiano y Natí no la pasaron del todo mal. Ella se conchavó en el pueblo, en uno de los expendios particulares de caña. El paulistano Silveira y su mujer, dueños del boliche, eran considerados con ella. Muchas veces Natí lloró a escondidas sobre el hombro de Ña Ermelinda, que la consolaba con su vozarrón machuno. La tenían como a una de la familia, y Natí para pagarles su bondad trabajaba como un hombre en el alambique o en el mostrador.

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