Cuando me levanté, apareció el cerrito en un recodo, casi al alcance de la mano. Desde su rancho de espartillo en lo alto, el Cristo leproso nos miraba pasar, clavado en la cruz negra, los cabellos de mujer moviéndose en el aire caliente de la siesta, como si estuviera vivo, en medio de las mariposillas amarillas que subían del manantial, entre los reverberos.
Hubo un trueno largo y sordo. Las ruedas pasaban sobre la alcantarilla del arroyo. Damiana se santiguó con los ojos clavados en el Cristo. Las otras mujeres también.
El retumbo murió en el último vagón. El rumoreo de las charlas recomenzó.
Lo último que vi fue la cruz de Macario Francia, en la falda, entre los espinos cervales. Era todo lo que quedaba del esclavo liberto que había rescatado al Cristo de la selva y que ahora dormía allí, no en el cementerio, sino al pie del calvario de Itapé, enterrado en un cajón de criatura.
Entre el ruido de las ruedas escuché sus últimas palabras:
El hombre, mis hijos, tiene dos nacimientos… Uno al nacer; otro al morir.
El cerro también disparaba hacia atrás. Al galope, al galope, pensé, con el Cristo a caballo. Desapareció por fin detrás de la masa verdeante que giraba al paso del tren, como un trompo inmenso y lento, lanzado a dar vueltas por el piolín de las vías.
Sólo entonces me fijé en el hombre que dormitaba en el asiento de enfrente. Al principio me costó distinguirlo. El sol y el polvo entraban a raudales por las ventanillas. Del otro lado del chorro polvoriento, el hombre se fue aclarando. Era un gringo delgado. No se parecía a los polacos de las colonias ni a los alemanes que habían venido a levantar la fábrica y que se habían vuelto a ir por la guerra. Pero era un gringo. Eso estaba a la vista. Sus largas piernas le hacían viaje incómodo, encogido en el duro banco de madera. Sus rodillas casi tocaban al borde del otro, por lo que Damiana no podía arrimarse a la ventanilla. Bajo el sombrero de fieltro le salían mechones de un rubio muy claro, tirando al color de las chalas. La ropa y las botas estaban bastante sufridas. Llevaba el saco de lana doblado sobre el canto de las piernas. Del bolsillo salía el borde gastado de una libreta azul, sobre la que se alcanzaba a ver unas letras doradas, que vaya a saber qué decían. La camisa se le pegaba al cuerpo, mostrando las huesudas costillas. Cuando se removía en el asiento para cambiar de posición, unas rajitas celestes brillaban entre los párpados hinchados de sueño y cansancio. Molesto por el sol, levantó los brazos y bajó las celosías, trancadas de tierra. Se aturrulló de nuevo en su rincón enrejado ahora de sombra. Entonces me di cuenta de que él había estado contemplando también el Cristo y hasta podía recordar vagamente que se había persignado. Aunque pude equivocarme, ver mal. Acaso él no se habría movido en todo el tiempo. Las rajitas celestes chispeaban de cuando en cuando entre las barras de sombra ribeteadas de polvo y luz.
Damiana lo miraba con recelo.
A nuestro costado, en la otra fila de bancos, también hablaban del Cristo. Tres hombres flacos y uno con facha de estanciero. Éste contaba a los otros la historia, deshilachándola, como si pasara los dedos al tanteo por una trama rota. No la sabía muy bien o la contaba mal a sabiendas, para marear a los otros.
—Los itapeños están orgullosos de él. Dicen que hace milagros.
—Bueno —dijo uno—. Donde hay fe siempre hay milagro.
—Si eso fuera cierto, Núñez —dijo otro como con un poco de rabia en la voz—, Itapé. Kaacupé, Tobatí, Kaazapá, todos los pueblitos con santos milagreros, serían los más adelantados en la república.
—Claro —dijo el interpelado—. La fe estorba al progreso. Eso lo sabemos.
—¿Viste, Itapé? —insistió el otro—. Todo está allí como hace un siglo, antes de la Triple Alianza, como antes de las revoluciones.
—Estaban levantando una fábrica de azúcar… —dijo el hacendado.
—No sería por el Cristo, seguramente.
—Aquí pudo ser distinto —dijo el estanciero, pasándose un pañuelo por la ancha cara húmeda. En uno de los dedos chispeó un anillo amelonado.
—¿Distinto? ¿Por qué distinto? —preguntó la voz amargada.
—El Cristo de Itapé al principio fue un hereje…
Se rieron como de un buen chiste. Hasta el de la voz rencorosa se rió. Y la barriga del estanciero, enchapada de plata, también saltaba de la risa que no le llegó a la cara. ¿Por qué viajaría en segunda, como nosotros?…
—¿Es cierto que lo hizo un leproso? —preguntó uno de los hombre flacos—. Aquel Gaspar Mora… Un músico, creo, o constructor de instrumentos.
—Es otra de las bolas que se cuentan —dijo socarronamente el gordo.
Yo le hubiera saltado a la cara para arañarla con los diez dedos, pero no podía juntar toda mi rabia porque de tanto en tanto miraba las rajitas celestes parpadeando en la sombra, frente a mí. También me mareaba un poco la piedra gastada del anillo del estanciero, su cinto chapeado y el 38 largo brillando en la cartuchera, bajo la blusa, con su cabo de nácar un poco amarillo de tabaco en los bordes.
Me entristecía pensando en Macario Francia, que no le habría dejado mentir.
—Y ustedes, ¿de dónde vienen? —preguntó.
—Del desierto.
—Ajá… ¿Por la última revolución?
—Parece.
—Menos mal que los cívicos les dejan volver pronto —gruñó el gordo.
—Nosotros no nos metimos —dijo uno a quien llamaban Ozuna—. En el levantamiento, quiero decir.
—El golpe los agarró de rebote, seguro.
—Núñez y yo estábamos por recibirnos de abogados. Cuéllar trabajaba en el diario
Patria
.
—Haciendo trincheras de papel —dijo Cuéllar sin reírse.
—Nos conocimos en el lanchón que nos llevó río abajo, al destierro.
—Ahora volvemos los tres juntos —dijo Núñez.
—Yo soy cívico. Tengo mi estancia en Kaazapá. Tampoco me metí. Y lo mismo me comieron las vacas. Así que…
—Las revoluciones se comen todo lo que encuentran —le interrumpió Núñez con su voz que parecía arañar el huesito de su nariz un poco ganchuda.
—Voy a Asunción a reclamar daños y perjuicios a los poguasús del gobierno. Ya que mis correligionarios son ahora los que mandan.
—Usted, por lo menos… Le comen las vacas pero puede reclamar indemnización. ¿Y los que se murieron?
—Ésos ya no necesitan nada… —dijo el estanciero.
—Claro —dijo Ozuna—. A ésos los come la tierra.
—Bueno, bueno… —dijo el estanciero, conciliador—. No hay que hacerse mala sangre. Es el destino, dijo el sapo que se murió bajo la tabla —la barriga le volvió a temblar con su risa subterránea—. Vamos a comer nosotros también. Estamos por llegar a Borja. Allí hay buen chipá.
El tren se detuvo. Se repitió lo de Itapé. Los pasajeros subían y bajaban alborotando el pasillo.
Del otro lado, sobre el andén, las vendedoras voceaban sus mercancías. En las caras de barro seco, bajo los canastos, los puchos humeaban en los graznidos de pájaro.
Todo era igual.
El gordo taponaba, descabezado, la ventanilla. Pasó la mano hacia atrás y la metió en una cartuchera más pequeña, detrás del revólver, también enchapada con virolas de plata. Sacó un puñado de patacones y compró chipá y bananas. Por la cara de tierra de la vendedora viboreó la centellita azul que despedía el brillante. Pidió también un jarro de aloja y lo bebió sin respirar con todo adentro, las ramitas de caá-piky, las cáscaras machucadas de milhombres y las moscas muertas.
Yo me moría de sed.
El traqueteo del tren recomenzó a disparar las cosas hacia atrás en el gran trompo verde que iba dando vueltas al revés con las casas, los campos, los animales, los montes lejanos.
—¡A merendar, los señores!
El hacendado repartió a sus compañeros las argollas de los chipás y unas tupidas manos de bananas de oro. Comieron los cuatro con hambre, amistados por el movimiento de sus bocas.
Damiana, llena de sueño y cansancio, de su vago temor, se había olvidado de nuestro avío. Así que la boca se me remojó con las ganas. Pero no pedí ni con los ojos ni con las manos. Quería mostrarle mi hombría, ser yo quien la acompañaba, no quien iba a su cuidado. Ella iría pensando en su hombre preso en la cárcel de Asunción. A veces, en el río, cuando iba a lavar la ropa, me hablaba de él. El rostro agraciado de la Damiana se ponía entonces triste y como ansioso. Su cuerpo joven quedaba inmóvil sobre el agua. Yo veía su sombra en la arena del fondo, atravesada por las mojarritas que venían a picotear los pedacitos de jabón. Pero ahora por el sueño y el cansancio parecía ajada, un poco envejecida por el polvo.
El gringo seguía dormitando. A veces sacaba los ojos del sueño y nos miraba un rato desde una nación que yo no podía saber cuál era.
El crío se echó a llorar con pujidos de rana. Damiana se cubrió con el manto y le dio de mamar. De repente un golpe de viento hinchaba el manto mostrando las mamas rosadas llenas de venas azules, mojadas por la leche. A mí se me hacía agua la boca. Me entró un poco de rabia por el crío enfermo que desperdiciaba toda esa riqueza.
—¿Qué es lo que tiene tu hijo?
Damiana pestañeó sorprendida. Una vieja estaba sentada a su lado, echándose viento con una pantalla de mimbre sobre la que se hallaba cosida una estampa del Corazón de Jesús.
—¿Qué tiene?
—No sé —dijo Damiana a regañadientes—. Lo llevo al doctor. Vamos a Asunción.
—¡Che Dios, tan lejos! —cloqueó la vieja—. A lo mejor no es nada. A lo mejor con remedios de yuyos no más se cura.
—Ya probamos de todo. Pero el ataque volvió.
—¿Qué clase de ataque?
—Cuando le viene el pasmo se le sueltan los huesitos y echa espuma por la boca.
—Ya sé. Pilesia se llama eso. La muerte en pie. Yo sé cómo se cura. Cogollo de ruda, anís en grano y semilla en eneldo en agua hervida y enserenada.
—Ya probamos.
La vieja observó al crío entornando los ojos. Sobre la nariz chata se le formaron unas arrugas. Torció ligeramente la boca para acomodar el cigarro. Un lunar carnoso con un solo pelo largo y blanco se le movió sobre el labio. El Corazón de Jesús estaba quieto en el mimbre. No quería darse por vencida.
—Hay que darle también leche de burra en ayunas.
—Le dimos leche de cabra.
—No es lo mismo. Tiene que ser leche de burra. Los animales también traen su signo. Como los cristianos. Yo lo hubiera curado. Una lástima. Porque el inocente es muy lindo. ¡Ojalá se cure! Pero los médicos de Asunción son muy pijoteros. Lo único que saben hacer es cobrar. No sé para qué lo lleva tan lejos. Si vamos a eso, también en Villarrica hay buenos médicos.
—No es solamente por eso. Voy a ver también a mi esposo.
—¿Trabaja allá?
—Está en la cárcel.
—¡Ay…, juepete! ¿Desgració a alguien, pikó?
—No. Lo llevaron preso los cívicos, en la última revolución.
—¡Pobre! ¡Jha…, política! —farfulló la vieja hamacando fuerte al Corazón de Jesús—. ¡Cuándo van a aprender nuestros hombres a no meterse!
—A Cirilo lo llevaron de balde. No conoce todavía a su hijo. Por eso lo llevo. Para que lo vea.
—Ah, bueno entonces…
El gringo escuchaba o parecía escuchar el monótono diálogo que la vieja se empeñaba en mantener, punteándolo con la decorada pantalla.
También en Borja había subido el viejo con la guitarra. Lo llevaba a remolque de una cadena con astroso chiquilín.
El viejo se sentó al borde de un banco y comenzó a tocar, agachado, consumido, esquelético. Así emergían las ruinas misioneras de entre los árboles, forradas por el musgo y la cantárida.
Pensé enseguida en Gaspar Mora, en Macario Francia.
El sonido de la guitarra, también rajada en varias partes, subía como el zumbido de un mamangá y la crinuda cabeza volcada sobre la caja, marcaba un compás que sólo él debía sentir. Mientras el viejo tocaba, el chico lustraba los níqueles contra sus andrajos, después de pasarlos por la lengua.
—¡Así andan estos pobres! —dijo Cuéllar.
—Ya no se puede viajar tranquilo… —se quejó el estanciero kaazapeño—. Los trenes están apestados de mendigos y ladrones… —manoteo rayando los ojos de todos con la piedra de su amelonado.
—Sí —apoyó Núñez a su compañero—. Parece que han llegado a hacerse indispensables. Los grandes ladrones y criminales, sobre todo. Son los que mandan.
El gordo hizo una mueca de disgusto. Iba a hablar pero se calló.
—Yo sé quien es ese viejo —dijo Cuéllar, zanjando la situación.
—¿Lo conoce?
—No.
—¿Y entonces? —boqueó al estanciero.
—¿Oye lo que toca? Un trozo de la gavota de Sosa Escalada. Todavía se lo puede reconocer.
—Yo apenas si puedo saber cuando tocan una polca —dijo el cívico—. Y a gatas. Lo más que sé es el Campamento Cerro León y la Diana Oré-Kuera, que es la polca de mi partido.
Entre el ruido de las ruedas sonaba apagada la música del viejo, sentado al fondo del vagón. Veíamos la cabeza caída sobre el pecho, la cadena atada con alambre al diapasón.
—Todos han terminado así —dijo Cuéllar—. Los grandes guitarristas del Paraguay han muerto o se han fundido todos en la desgracia. O por la caña. La miseria y el olvido. Gaspar Mora se escondió, leproso, en el monte. Dejó el Cristo. Agustín Barrios tuvo que dar su último concierto en una plaza y escapó. Nadie sabe dónde está. Ampelio Villagra también. Dicen que anda tocando en los cafetines de Buenos Aires, con la lengua cortada. Marcial Talavera se pegó un tiro. Vestido con su ropa de domingo, se acostó en un catre mirando el cielo a través de una parralera. Metió el caño del revólver en la boca y se hizo silencio. Yo escribí un artículo sobre la imposibilidad que tenían nuestros artistas de vivir en su patria. Me metieron preso.
—No solamente los artistas —dijo Núñez—. Éste es el país de la tierra sin hombres y de los hombres sin tierra, como dijo alguien.
—Pero en el caso de los músicos, la cosa es más triste —dijo Cuéllar—. El último que faltaba es Gabriel Bermejo. Hace años me contaron que andaba ciego y borracho ambulando por los pueblos.
—¿Y usted cree que éste…? —señaló el cívico.
—No sé… Qué podemos saber.
El viejo terminó de tocar. El chico tomó la guitarra casi tan grande como él, y tironeó la cadena que la amarraba a la cintura del viejo. Éste se levantó y avanzó trastabillando a lo largo del pasillo, a la sirga del chico, que iba tendiendo su sombrero de paja a los pasajeros, mientras abrazaba la guitarra. Cuando pasaban por nuestro lado, Cuéllar puso una mano sobre el brazo del viejo.