—Usted es Gabriel Bermejo, ¿no es verdad?
El viejo lo miró con sus pupilas blancuzcas. La boca desdentada se encogió, parecía silbar la muerta melodía. Pero no dio señales de haber entendido. Sólo se oía el tintineo de la cadena de roldana contra el banco. El mitaí se paró también, tocándose las orejas y los ojos.
—Agüelito ko é’sordo y ciego. No ve ni oye nada voí…
El que había sido desterrado por hacer trincheras de papel, hizo otro gesto sin sentido que hubiera podido parecer de burla si no le hubiéramos visto la cara. Sacó un billete y lo tendió al chico, que le atajó desconfiado.
—Esto niko e’papel debarte. Dame nicle, patrón…
Los otros se rieron de la salida del mitaí. En sus manos la tierra formaba vetas endurecidas sobre las chorreaduras de las naranjas. Eran manos de viejo, pero los ojos chicos y duros se clavaban en las cosas con la fuerza y la fijeza de un halconcito.
Todos le tiraron níqueles en el sombrero. Hasta el hacendado, para no ser menos, aunque de mala gana. Yo escondí mis zapatos nuevos bajo el banco.
Pasaron a otro vagón. El traqueteo de las ruedas se llevó el rejonear de la cadena.
—¿Cuándo le vino el mal?
—Un poco después de nacer.
—Capaz entonces que le viene del padre. Los hombres siempre son los más enfermos.
Damiana quiso protestar. Pero no podía. Yo sabía que estaba muy enojada por la forma en que le temblaban las manos. La vieja se metía en todo, escarbaba y escarbaba como una gallina en un montón de basura.
Damiana sufría el ahogo de la vieja. Se caía de sueño, pero sólo el enojo la mantenía despierta. Y esa voz maligna que zumbaba como un tábano encerrado en un jarro de lata.
Para comprar su silencio rebuscó bajo el banco, sacó y le dio su canasto del avío. También el de la gallina asada. Yo lo vi, pero no quise protestar.
—Me bajo en Villarrica —dijo la vieja, apañando el regalo.
Damiana respiró con alivio. No le importaba el avío. A mí tampoco, con tal de que la vieja nos dejara en paz. A mí me interesaban los otros, los que hablaban entre ellos con risitas contenidas pero que a causa del cloqueo de la vieja no los podía escuchar.
—Voy a visitar a mi nueva nuera que va a tener familia. La pobre no puede manejarse sin mí. Le he hecho nacer los tres hijos que tiene. Éste va a ser el cuarto. Yo tengo muy buena mano para estas cosas. Mi nombre es Inocencia Romero. Adiós, manté, che ama mí…
Una estación y otra. Siempre parecía la misma. La misma gente en los andenes. Caras de tierra en sequía. Las casas, los campos dando vueltas hacia atrás. Todo igual, como si el tiempo no se moviera sobre el trompo inmenso y lento.
En una de las estaciones subió una pareja. Eran muy jóvenes. Parecían recién casados. Se sentaron casi al fondo del coche. No se largaban las manos, entre arrumacos y besuqueos.
El sueño, el calor, el polvo, nos apretaban contra la madera del banco. Yo me dormía a remezones. El crío de Damiana empezó a llorar otra vez. Ella lo tapó con el manto, pero no le quiso mamar. Volví a sentir un poco de rabia contra el crío, rejuntándoseme de nuevo la saliva de las ganas. En medio del sueño, de la sed, del hambre, los pechos de Damiana me goteaban su jugo dulce en la boca como la goma del mamón. Los mordía con ansias en los cabeceos. Me desperté con un poco de vergüenza, aunque pensé que ella no podía adivinar mi sueño.
Vi que el gringo extendía los brazos diciendo algo que no se podía entender. Las manos se aproximaban unidas en un hueco, como una hamaca, balanceándose despacio. En actitud de recibir.
Damiana se encogió todavía más contra el duro respaldo. Entonces el gringo se inclinó hacia delante y acarició la cabeza de la criatura. Desde ese momento dejó de llorar. Se enderezó en el regazo de la madre y se puso a mirar al gringo, tranquilo y en silencio. El hombre también contemplaba a la criatura. Algo como una sonrisa jugaba en la cara del extranjero, en la boca fina, en los ojos celestes, mientras las aletas de la nariz prensaban ansiosamente el aire espeso de polvareda y humo.
Me fijé de reojo en Damiana. Entendí que el miedo la volvía a acobardar y que ahora se lamentaba de que la vieja ya no estuviera a su lado. El silencio del gringo la aturdía más que la habladuría de la comadrona.
Me recosté contra ella para que me sintiera.
La vi borronearse. Igual que en el río, cuando su sombra caía sobre la arena del fondo y las mojarritas pasaban a través de ella con sus agallas y aletas como gotas de sangre, picoteando las espumas del jabón. Le veía las rodillas y los muslos redondos. Yo estaba tendido ceca del río. Contemplaba a la madre con un poco de vergüenza, como si estuviera haciendo algo malo. De pronto la Damiana se transformó en la Lágrima González. Yo pegué un brinco. La Lágrima dejó de lavar, se sacó la ropa de un tirón y se echó al agua desnuda.
Estábamos llegando a Sapukai. Atardecía.
Desde lejos vimos la estación y las casas destruidas por las bombas, el hoyo grande como una plazoleta, que trozaba las vías.
—¡Allí están los rastros de la revolución! —bramó el hacendado, tendiendo el brazo por la ventanilla.
Eso me acabó de despertar.
Estaba contando el hecho de aquel convoy revolucionario que iba a atacar por sorpresa y que resultó volado por la locomotora que los gubernistas lanzaron contra él, desde Paraguarí.
Todos sabíamos eso, pero al gordo, por lo visto, le gustaba hablar y presumir.
—Ahora tendremos que dormir es Sapukai y seguir recién mañana, al amanecer. No sé por qué no hacen el trasbordo al llegar. Por lo menos, mientras terminan de arreglar el terraplén. No costaría nada, ¡caramba digo! Así desde hace más de cinco años. Desde que está allí el agujero ese. ¡Ganas de jorobar la paciencia!
—Reclame eso también a los poguasús del gobierno —le dijo Ozuna—. Para eso son sus correligionarios.
El hacendado no se dio por aludido.
—Hasta ahora —dijo— los cuadrilleros siguen sacando huesos de cristianos de la salamanca…
En eso sentí los alaridos de Damiana. Tenía medio cuerpo fuera de la ventanilla, los cabellos enredados por el viento, gritando como una loca.
—¡Me robó mi hijo…, me robó mi hijo!
Las ruedas y el viento comían sus gritos. Los pasajeros se alborotaron. Nadie entendía lo que pasaba.
En medio del desbarajuste, a las cansadas, entró el gringo con el crío en brazos. Venía calladito, como si flotara en medio de una tormenta. Los ojos celestes del gringo eran los únicos mansos en medio del furor y del ruido.
Damiana lo atropelló con los ojos fuera de las órbitas y le arrancó de los brazos a su hijo. Los hombres se abalanzaron sobre él. Quiso explicar algo, pero no le dieron tiempo o no le entendieron. No estaban para entender nada. El estanciero de Kaazapá, que empuñaba el revólver, lo tumbó en el pasillo, de un culatazo.
Cuando el tren se detuvo ante las ruinas, lo echaron a empujones y a patadas. Cayó de rodillas sobre el andén, sangrando por la nariz y por la boca, llena la cara de moretones, la camisa rota por los tironazos. Alguien le arrojó el saco y la libreta azul. Los recogió a ciegas, se levantó, anduvo unos pasos como un borracho. Lo volvieron a tumbar. Entonces se quedó quieto, de bruces, sobre la tierra colorada, hasta que vinieron los guardias de la jefatura y lo manearon con el látigo del teyú-ruguai.
Por entre la gente arracimada en las ventanillas y los que se habían reunido en el andén, lo vimos alejarse entre los guardias, alto, encorvado, con las manos atadas a la espalda.
Damiana no miró. Temblaba todavía, friccionando al crío que dormía en sus brazos. Algunas mujeres la rodeaban zaraguteando sobre ella todas juntas, atolondradamente, mientras el resto de los pasajeros desembarcaba.
A mí me gustó la idea de pasar la noche en Sapukai. Iba a ver de cerca el pueblo que había sufrido esa cosa terrible, de la que aún se hablaba a lo largo de la vía férrea.
Grupos de pasajeros curioseaban las ruinas. Bajé yo también y me metí entre ellos. Vimos los vagones destrozados. Uno estaba a más de mil varas de la estación, en un desvío, como si hubiera volado por el aire para caer allí, casi entero.
La gente del pueblo andaba como muerta. Al menos me pareció.
Cuando volví, el hacendado estaba tratando de convencer a la Damiana para llevarla a dormir a la fonda. Llegué de atrás, así que pude oír lo que le decía.
—Usted es muy joven y muy linda. Necesita un compañero.
—No, gracias. Tengo un compañero…
—¿Quién? ¿Ese mita’í que venía a su lado? —le tembló el abdomen con esa risa que no llegaba nunca a la cara. Se tocó la cartuchera donde llevaba el dinero. Iba a insistir, pero entonces ella le volvió la espalda y me vio a mí.
Vino a mi encuentro y me dijo:
—Hay que bajar los bultos…
Los de segunda nos acomodamos entre los escombros para dormir.
Hacía calor. Extendimos el pequeño equipaje y nos acostamos sobre una manta que sacó Damiana de su atado. Cerca de nosotros, detrás de un trozo de pared, se tendió la pareja de recién casados.
La noche cayó de golpe sobre el pueblo.
A mí me parecía oler todavía la pólvora pegada a los yuyos, a los ladrillos, a la tierra. Del otro lado del pedazo de tapia seguían los arrumacos y besuqueos. De tanto en tanto la oía quejarse a ella despacito, como si el otro le hiciera daño jugando. También oía sus risas. Por eso no pude dormir pronto.
En otra parte, la voz temblona de un viejo, posiblemente alguno del pueblo, relataba interminablemente a un pasajero detalles de la catástrofe.
Al caer en el primer sueño vi el relámpago y el trueno de la explosión. Veía correr a muchos hombres sin cabeza por la zanja, cubiertos de sangre, con las ropas en llamas. Me desperté y me encontré junto a Damiana, muy apretado a ella. Volví a sentir el hambre que se me hizo insoportable cuando noté que Damiana estaba tratando de dar de mamar de nuevo al crío.
Procuré retomar el sueño, pero lo más que conseguía era una especie de excitada modorra que me hacía confundir todas las cosas. Damiana estaba quieta ahora, durmiendo tal vez. Cuando me di cuenta, me encontré buscando con la boca el húmedo pezón. Probé la goma dulzona de la leche. Pero ahora de verdad. La probé de a poco primero, apretando apenas los labios, con miedo de que Damiana sacara de mi boca esa tuna redonda y blandita que salía de su cuerpo. Pero ella no se movió. Tampoco a nosotros podían vernos. Nadie se iba a burlar de mí que mamaba en la oscuridad como un crío de meses. No sé por qué se me vino de nuevo en ese momento el recuerdo de la Lágrima González. No quería pensar en ella. Entonces chupé con fuerza, ayudándome con las manos, hasta que el seno quedó vacío y Damiana se volvió de costado con un pequeño suspiro.
Yo me dormí sin soñar más nada.
Las pitadas de un tren en maniobra nos despertaron al alba para el trasbordo. Sombras rosadas se movían ya rápidamente por los bordes del tolondrón para subir a los vagones que estaban del otro lado.
Yo no pude encontrar uno de mis zapatos. Algún perro hambriento se lo habría llevado. Así que sólo tuve que guerrear con mis pies la mitad de lo que me había costado empaquetarlos la mañana anterior.
Damiana seguía buscando entre los yuyos, con el crío en brazos. Pero el tren apuraba. Nos fuimos corriendo entre los montones de tosca y pedregullo, yo detrás con mi maletín y la burujaca de Damiana.
Con un pie descalzo iba tocando la tierra de la desgracia.
De aquel viaje, de aquel cruce en el alba sobre la revuela salamanca, de todo lo que hasta allí había sucedido, nada recuerdo tan bien como la llegada a Asunción.
El gentío se apretujaba en las pilastras del grosor de un hombre. Damiana, mareada, se me agarraba del brazo.
Nos costó salir a los corredores. Allí, los pilares eran todavía más gruesos y más altos. En grupos de cuatro sostenían los arcos mordidos por los cañonazos. Sobre el techo de la inmensa estación blanca, festoneado como un encaje, había un jardín. El olor de los jazmines, más penetrante que el humo, nos cayó en la cara.
Vimos las casas altas, las calles empedradas, los carruajes tirados por caballos, los tranvías cuarteados por yuntas de mulitas de un solo color, que avanzaban entre los gritos de los mayorales.
Enfrente había una plaza llena de árboles. De trecho en trecho, algunas canillas de riego escupían chorritos de agua. Dejé a Damiana en la balaustrada y me metí corriendo entre los canteros. Lleno de sed, me agaché a beber junto a una de las canillas. En ese momento, boca abajo contra el cielo, entreví algo inesperado que me hizo atragantar el chorrito. En un rincón, entre plantas, una mujer alta y blanca, de pie sobre una escalinata, comía pájaros sin moverse. Bajaban y se metían ellos mismos chillando alegremente en la boca rota. Se me antojó sentir al chasquido de los huesitos.
Avanzan más rápido en la maciega del monte. Más rápido no pueden. Empujados por el apuro, por el miedo ya puramente animal, se cuelan a empujones. Por momentos, cuando más ciegas son las embestidas, la maraña los rebota hacia atrás. Entonces el impulso de la desesperación se adelanta, se va más lejos, los abandona casi. El hombre machetea rabiosamente para recuperarlo, para sentir que no están muertos, para tajear una brecha en el entramado de cortaderas y ramas espinosas que trafican y retienen sus cuerpos como los grumos del almidón en un cedazo, pese a estar tan flacos, tan aporreados, tan espectrales.
La mujer lleva al crío nacido hace poco. Su cabeza, para contrapesarlo, se tuerce a un lado con los cabellos hirsutos, en el cansancio atroz que la derrenga. Ya no siente los brazos, que le han puesto como de madera, con ese cuerpecito que late arriba.
Los tres van casi desnudos, embadurnados de arcilla negra. Menos que seres humanos, ya no son sino monigotes de barro cocido que se agitan entre el follaje. Bajo la costa cuarteada, sus cuerpos humean en el húmedo horno de la selva que les va chupando los últimos jugos en la huida sin rumbo.
El sol debe estar tumbándose poco a poco hacia el poniente. La maraña ralea desteñida de su verde furioso, teñida por la rojiza claridad. Al final salen a una antigua picada en desuso. La siguen un trecho, hasta que oyen apagado y cercano el sonido del río. En el semblante terroso del hombre se marca una mueca indefinible. Se detiene y vuelve hacia la mujer. Al fin le habla, por primera vez desde quién sabe cuánto tiempo.