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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (5 page)

Lo creyeron disgustado todavía por el incidente.

El sacristán lo siguió un trecho. Iba más rengo y cabizbajo que nunca.

13

En el silencio engrudado de luna y relente dormía el pueblo.

Los ranchos y los árboles se esfumaban en la lechosa claridad que ponía sobre ellos una aureola polvorienta.

A la sombra de un cocotero, junto al alambrado que circundaban la plazotea del templo, cuatro hombres dormitaban tumbados sobre el pasto. Uno de ellos era Macario.

Un leve rumor le sobresaltó y le hizo incorporarse.

Más que ver adivinó que unas sombras emponchadas se acercaban cautelosamente por el corredor hacia el Cristo reclinado en la pared. Al principio parpadeó incrédulo. Todavía las cataratas no le tapaban las pupilas pero ya veía poco. El leve ruido volvió a llegar hasta él. Descubrió el inconfundible rumor de los machetes marca Gallo de la jefatura, asordinados por los ponchos de los
tajhachíes
.

—¡Pedro Mártir…, Eligio…, Taní! —despertó a los muchachos que estaban junto a él.

Los cuatro se pusieron de pie de un salto, recogieron sus machetes, atravesaron el alambrado y se lanzaron corriendo hacia los intrusos que ya se apoderaban de la talla.

—¡No toquen eso, desgraciados! —gritó Macario desde atrás.

Los ladrones, tomados de sorpresa, soltaron la imagen y se replegaron contra la tapia, desenvainando los yataganes. Detrás de un hombre, el semblante varioloso, blanco de luna, del sacristán, semejaba una máscara de samuhú. Se dejó caer y reptó entre los yuyos arrastrando la pierna, hacia el campanario. Los dos guardias emponchados se adosaban a la oscuridad, escurriéndose cada uno por un extremo del corredor.

14

Macario llevó el Cristo a su rancho, ayudado por los otros.

Con el sueño roto sobre las caras, muchos se les unieron por el camino. Pero nadie hablaba, ni preguntaba nada. El polvo tragaba el ruido de sus pasos. Después del tumulto, el silencio pesaba de nuevo extrañamente en esa calma inundada por el lechoso resplandor.

Cuando salían a la plazoleta, la campana sonó con una tos nerviosa. Se volvieron a mirar hacia el inclinado campanario y vieron una sombra acurrucada en lo alto. Nadie pensó en el campanero. La pequeña procesión reinició su marcha, con la imagen a cuestas de Pedro Mártir, Taní y Eligio. Ellos habían sido los mejores alumnos de Gaspar, lo habían enterrado en el monte después de darle el último adiós. Ahora llevaban en hombros su último trabajo.

Desde arriba, el campanero, abrazado a uno de los travesaños, contemplaba el lento y silencioso remolino humano que se llevaba el pedazo de madera con la forma del Redentor. Lo veía del tamaño de un recién nacido, blanco y desnudo sobre los hombros oscuros. Se miró las manos. Pensó tal vez que él había estado a punto de quemar eso, que era algo más que un trozo de monte.

El brazo enganchado se desanudó poco a poco. Había metido la cabeza casi por completo en el hueco de la campana, cuyo zumbido aún le apretaba las sienes. El deshilachado cabo de soga oscilaba delante de los ojos arrasados de lágrimas. Cuando el zumbido acabó de morir en el hierro, se le escapó un sollozo por entre los dientes apretados. Tendió la mano hacia la soga y manipuló un rato con ella.

Hubo un sordo pataleo sobre las tablas. La campana volvió a repicar espasmódicamente por un rato, hasta que la pata rígida se hamacó en el aire y todo se arremansó de nuevo en la quietud de la noche.

15

Tres días con sus noches deliberaron junto al Cristo, casi sin palabras.

Alguien, quizás el mismo Macario, recordó que la lluvia había empezado a caer cuando pasaban frente al cerro. Se les antojó que era muy parecido al cerro del Calvario. Allí debía estar, pues, el Cristo leproso. Al aire libre y cerca del cielo.

La idea prendió en un clamor y se esparció por el pueblo.

El rancho de Macario acabó por estar rodeado a todas horas de una rumoreante multitud. Durante esos días, el viejo mendigo fue el verdadero patriarca del pueblo. Un patriarca cismático y rebelde, acatado por todos.

Entre todos desbrozaron el cerrito. Macario, ayudado por Pedro Mártir, por Eligio Brisueña y por Taní López, construyó la cruz en la que clavaron la imagen, luego de pegarle con cola una renegrida cabellera de mujer que alguien les alcanzó en medio del trajín. Sólo después, cuando vieron a María Rosa con la cabeza monda bajo el manto rotoso, se dieron cuenta de que ella había dado sus cabellos para el Crucificado.

Lo irguieron en la misma cumbre del cerrito. También levantaron, para protegerlo, el redondel de espartillo, semejante a la choza del abra donde había nacido.

Los disturbios que el Cristo había provocado y que seguramente seguiría provocando, probablemente fueron la razón que movió a la Curia a ceder, autorizando la bendición de la imagen. Más que autorizarla, la impusieron, contra la voluntad del propio Macario.

—Nuestro Cristo no necesita la bendición de ellos —dijo con un gruñido. Pero tuvo que ceder, porque el cisma no había prendido lo suficiente.

16

El Viernes Santo se celebró por primera vez en el cerrito de Itapé.

De Asunción vino el padre Fidel Maíz, uno de los mejores oradores sagrados de la época, para inaugurar el Calvario y predicar el sermón de las Siete Palabras.

Todo el pueblo se volcó al cerro para la celebración de ese ritual que era un triunfo a medias de Macario y los suyos.

El orador sagrado conmovió a la muchedumbre y la ganó para sí. La voz de Paí Maíz era famosa por su calidez y potencia y dominaba con una tersura incomparable el guaraní, como en los tiempos de Montoya.

No le costó convencer a los itapeños de que el Hijo de Dios en su infinita humildad había permitido que su imagen naciera de las manos de un leproso, como dos mil años antes quiso nacer en un pesebre.

—Este privilegiado cerrito de Itapé —agregó el predicador— se va a llamar desde ahora
Tupá-Rapé
, porque el camino de Dios pasa por los lugares más humildes y los llena de bendición…

Así se llama hasta hoy.
Tupá-Rapé
, que en lengua india significa
Camino-de-Dios
.

—Yo no estuve de acuerdo —dijo ya entonces Macario—. No había por qué cambiar el nombre. En todo caso, el cerrito del Cristo leproso se hubiera debido llamar
Kuimbaé-Rapé
. Así lo llamaba él:
Camino-del-Hombre
.

—Porque el hombre, mis hijos —decía repitiendo casi las mismas palabras de Gaspar—, tiene dos nacimientos. Uno al nacer, otro al morir… Muere pero queda vivo en los otros, si ha sido cabal con el prójimo. Y si sabe olvidarse en vida de sí mismo, la tierra come su cuerpo pero no su recuerdo…

Para el hijo de uno de los esclavos libertos de El Supremo, ésta era, acaso, la única eternidad que podía aspirar el hombre. Redimirse y sobrevivir en los demás. Puesto que estaban unidos por el infortunio, la esperanza de la redención también debía unirlos hombro con hombro.

—Tiene que ser la obra de todos…

Él decía todo esto porque evidentemente la realidad no correspondía a sus deseos.

—Yo ya soy muy viejo. Me fundí. Ustedes tienen que arrejar…

No le entendíamos. Pensábamos que eran cosas de su chochera.

Poco después empezó a decaer rápidamente. Para las fiestas del Centenario, del año siguiente, ya tenía los ojos tapados por las cataratas. Día a día estaba más entumido, más doblado hacia la tierra, no tal vez por el peso de la edad sino por el último fracaso que lo aplastaba con más fuerza que sus noventa años.

Se fue quedando solo, ciego, sin memoria, en el peor de los olvidos, el de la indiferencia. Lo recuerdo de aquella época.

Un puñado de polvo lanzado por la mano de un chico podía borrarlo.

17

Las vías férreas avanzaban sobre el tendido abriendo un roja rajadura por el valle.

Después de rebasar el cerrito, ya se podían ver las puntas de los rieles centelleando en el campo.

Itapé iba a desperezarse de su siesta de siglos, pero el pueblo volvía a dividirse en dos bandos irreconciliables haciendo que el jefe político y el cura recobraban su aflojado poder.

Macario vagaba a lo largo del camino, escuchando el retumbo de los durmientes bajo las palas y los picos de los cuadrilleros, que trabajaban como forzados.

—¡Adiós, Macario! —le gritaban al pasar.

Si se acercaba le daban alguna poquita cosa de sus provisiones bien magras. Granos de maíz tostado, algún pedazo de mandioca, lo que podía caber en el buche de un pitogüé.

Una mañana de invierno, lo encontraron duro y quieto sobre la helada, entre sus guiñapos blancos, al pie del cerrito. Lo alzaron sobre una zorra y lo trajeron al pueblo, entre las herramientas. El ruido de las ruedas sobre los flamantes rieles fue su responso.

Lo enterraron en un cajón de criatura.

II
Madera y carne
1

—¡
Allá va el Doctor
!

Dice la gente de mañanita cuando, envuelto en tierra y rocío, Sapukai gira lentamente hacia la salida del sol con su caserío aborregado en torno a la iglesia mocha, a las ruinas de la estación.

Junto a los rieles que se pierden en el campo con sus tajos brillantes y en arco como los de una luna nueva, los escombros ennegrecidos tiritan, coagulados todavía de noche. Los cuadrilleros están rellenando poco a poco el socavón dejado por las bombas, pero el agujero parece no tener fondo. Allí yacen también las víctimas de la explosión: unas dos mil personas, entre mujeres, hombres y niños. Cada tanto tumban adentro carretadas de toscas, tierra y pedregullo, pero siempre falta un poco para llegar al ras.

Las encías de fierro flotan en el aire temblequeando peligrosamente sobre los pilotes provisionales, cada vez que pasa el tren sobre el cráter.

Puede ser que el relleno se vaya sumiendo por grietas hondas y haya que seguir echando más, hasta que ese pueblo de muertos enterrado bajos las vías, se adquiete de una vez.

En todas partes, alrededor, se notan todavía los lengüetazos de la metralla, los vagones destrozados, restos de lava negra sobre la tierra roja, coágulos de la erupción. Porque aquello fue realmente como si reventara un volcán bajo los pies de la gente.

Hay muchas paredes parchadas con adobe, techos de paja o de cinc remendados con troncos de palmera partidos por la mitad y con mazos de paja brava, que van tomando hacia las crucetas el color del maíz maduro bajo el naciente sol.

Por el camino que viene de Costa Dulce, donde están las olerías, y que sale al pueblo costeando la vía férrea, avanzan el perro y el dueño, olvidados del desastre, indiferentes a todo.

Es decir, ahora viene el perro solo.

Los pastos bostezan su aliento de agua, el camino su aliento de tierra. El perro anda despacio, sin apuro, entre el vaho que le come las patas y lo pone soñoliento y barcino como perro de ceniza. Colgado de los dientes, el canasto de palma se bambolea a cada movimiento de la cabeza pelecha.

El pueblo puede decirse que acaba de despertarse a su paso.

Los carreteros han salido hace rato hacia las capueras, cuando el lucero desteñía su fuego en el último cuarto de cielo. Los hacheros también hacia el monte, con el ojo del hacha al hombro brillando entre dos luces. Pocos hombres, porque los que no fueron liquidados por la explosión y por la degollina y los fusilamientos que siguieron después, se dispersaron a los cuatro vientos. Las olerías de Costa Dulce quedaron despobladas por completo. Nadie quedó allí, porque todos se habían plegado a la rebelión de los agrarios. Nadie después, en mucho tiempo, tuvo interés en seguir cortando adobes y quemándolos, que desde el momento mismo de su fundación, el año del cometa, parecía cargar sobre sí un destino aciago.

Ciado
,
aigüé
, decían los naturales, pensando en el signo nefasto.

Así que para esta hora temblorosa del alba, también las mujeres, los viejos y los chicos se van a las chacras, a los plantíos, al corralón del faenamiento. Por un rato, a esta hora más que a ninguna otra, el pueblo quedaba desmayado, como muerto, con el solo chirriar de alguna roldana sobre un pozo o el monótono retumbo de algún mortero en el ñembisó a dos palos del maíz para el locro o la mazamorra de alguna casa principal.

Fuera de este taquicárdico corazón de madera o el insistente pespunte de los gallos, el alba en Sapukai no tiene el sonoro despertar de otros pueblos, pese al taller de reparaciones del ferrocarril, que ahora está cerrado.

No hay repiques en la iglesia, desde que la explotación descuajó también el campanario y volteó la campana, que ahí quedó de boca enterrándose a medias entre las ortigas, manchadas por las deyecciones de las palomas.

A esa hora muerta del pueblo, cuando el sol se trepa a la cordillera de Itakurubí hinchando como un forúnculo morado el Cerro Verde, pasa el perro cerca de las vías. Y si no sale el sol pasa lo mismo. Todos los días, haga tiempo bueno o malo, temático el animal estrena el camino que viene del monte donde se halla abandonado a medias el tabuco del doctor, rodeado por los ranchos de los leprosos, entre el cementerio y las olerías de Costa Dulce.

Ni las lluvias consiguen detenerlo.

—¡
Allá va el Doctor
!

No lo dicen con palabras; lo dicen sin ironía, sólo con el pensamiento acostumbrado ya a esa sombra familiar y en cierto modo benéfica todavía, a pesar de lo ocurrido.

Porque un tiempo el Doctor fue el amigo, el protector de Sapukai.

Había caído allí cuando aún no estaban cicatrizadas del todo las marcas del luctuoso acontecimiento, de modo que sin proponérselo quizás contribuyó primero a desviar la atención de los sapuqueños absortos todavía, a pesar de los años, más de un lustro, en su desgracia. Luego se dedicó a ayudar a los más necesitados y desvalidos, sin que en eso hubiera tampoco cálculo o interés, llegando a fundar a la vera de su rancho esa leprosería que ha ido prosperando.

Un hombre así era el Doctor. Casi lo ven andando todavía tras el perro.

2

Recostada en un horcón del rancho que está cerca del cementerio, la María Regalada también lo mira pasar con los ojos dormidos para afuera, recordando.

Detrás del perro ve la sombra alta y delgada, que para ella no es sombra. Como tampoco para el perro. Pero no hay sombra. Va el perro solo, lento, neblinoso, husmeando por el camino un rastro que sólo él entiende, que ya no está, acompañado por el olor de su dueño, los ojos legañosos, sin más que la canasta rota y sucia, donde gotea su baba sin soltarse en dos largos hilos de plata. Ida y vuelta la legua y media, desde el monte al almacén de don Matías Sosa, pasando por el cementerio, cerca del cual está el rancho de la María Regalada.

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