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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (7 page)

De modo que aquella noche volvieron al tema del fugitivo eslavo.

—Y si por un suponer, el gringo es un malevo internacional, ¿no es mejor echarlo a tiempo de aquí? —dijo Altamirano.

—Mientras no haga nada feo, no —dijo el juez—. ¿No sabés la Constitución?

—Digo —insistió un poco humillado el secretario—, a lo mejor se entiende con los revolú.

—¿Con los de allá? —preguntó despectivo Galván.

—No, con los de aquí.

—Eso dejá por mi cuenta —le sobró el jefe sacando pecho—. Si este tipo es un espía, lo voy a saber por sus movimientos. Y entonces le daré su merecido. Yo no lo voy a fusilar sobre un techo… ja…, ja…

Pero hasta entonces era todo lo que sabían de él. Nada más que eso: un nombre para ellos difícil de pronunciar; la sombra de un hombre quemado por el destino. Lo demás, sospechas, rumores, el polvillo de su hollín que les entraba su basurita en el ojo.

No se le vio más por el pueblo.

7

Un tiempo después alguien vino con la noticia de que estaba levantando su rancho en el monte hacia Costa Dulce, sobre el Kaañavé, entre el cementerio y las olerías abandonadas. Un rancho redondo, distinto a los demás. Sus actos continuaban siendo incomprensibles. Se alimentaría de los pakuríes y naranjas agrias que abundaban en el monte, o cazaría mulitas y esas nutrias parduscas del estero, sabrosas al asador.

Tampoco pasaban de ser suposiciones.

El pesquisa destacado por el jefe en su seguimiento, contó que se pasaba al borde del arroyo pescando, o bien tirado en el suelo del tabuco. No le había podido tampoco sonsacar una sola palabra.

—Sea lo que sea —dijo el cura esa noche, en un intervalo del truco—. Ese hombre ha renunciado al mundo, a sus pompas y a sus obras…

—¡Pero no a la caña! —le interrumpió el coimeador de los alambiques clandestinos.

—…Como los antiguos ermitaños —concluyó algo corrido el cura.

—¿También se emborrachaban? —chusqueó de nuevo Altamirano.

Cuando se calmaron las risas, el juez se puso de costado en la silla, como lo hacía cada vez que le venían los dolores del recto, y dijo algo sentenciosamente:

—Puede ser como usted dice, Paí. Pero un hombre como éste… tiene mucha vida. Es joven todavía. Todo eso que está detrás. No sé. Me parece que no tiene pasta de ermitaño. Se puede regar sal sobre un campo para que no crezca nada, ni siquiera los yuyos. Pero es difícil matar la tierra del todo. De repente las viejas semillas prenden otra vez por los agujeros que abren las lluvias…, o los gusanos, y echan por allí todo su vicio. El hombre también.

—¡Pucha, este don Clímaco sabe hablar! —dijo el secretario, no se sabía bien si halagándolo o burlándose.

—No es más que la pura verdad —dijo el juez, sin darse por entendido—. Usted sabe eso mejor que nosotros, Paí. De balde se echa uno ceniza sobre la cabeza, si se tiene la sangre fuerte. Veremos ése cuánto aguanta…

8

Después sucedió que iba a cambiar su nombre y su posición en Sapukai, dando en parte la razón al párroco.

Una tarde, al pasar por el cementerio, el gringo vio que la María Regalada se revolcaba entre las cruces, gimiendo de dolor, ante las impotentes miradas de su padre.

Entró a grandes zancadas, auscultó a la muchacha. La alzó en vilo y la llevó a casa del sepulturero.

Él mismo puso a hervir agua, tomó un cuchillo pequeño y empezó a sacarle filo sobre una piedra, sin pronunciar palabra y sin que el sepulturero se atreviera a interrumpir sus rápidos y precisos preparativos.

Una sola vez preguntó:

—¿Qué va a hacer, señor?

Como el otro ni aparentó oírlo, el pobre Taní Caceré se quedó mudo, revoleando los ojos angustiados al vaivén del gringo.

La María Regalada yacía inerte; apenas alentaba ya débilmente. La puso sobre la mesa y rasgó las ropas. El extranjero se lavó cuidadosamente las manos y lavó el sitio donde haría el tajo. Retiró el cuchillo del agua hirviendo y sajó el vientre moreno que latía al sol de la parralera.

Lo que parecía inconcebible se realizó. Taní Caceré, atragantándose, refirió los extraños manipuleos del gringo hasta el momento en que cosió de nuevo el vientre abierto de su hija.

Nadie lo quería creer. Lo cierto fue que la María Regalada sanó. Las mujeres vieron la herida que empezaba a cicatrizarse con seis estrellitas a cada lado. Ña Lolé Chamorro vino expresamente del pueblo en una carreta para ver el prodigio. Y allí mismo se fue al tabuco del gringo para mostrarle el lobanillo que tenía en la nuca.

9

A los pocos días la muchacha pudo volver a su trabajo, que para ella era como un juego.

María Regalada tenía entonces quince años. Mientras su padre cavaba de tanto en tanto un nuevo hoyo, ella correteaba bajo las casuarinas del cementerio, carpiendo los yuyos alrededor de las cruces de madera, arreglando y zurciendo las deshilachadas estolas o tirando las flores que se pudrían. Era casi como trabajar en una chacra. Ella lo hacía con gusto. Sabía a quién pertenecía cada una de las cruces. Entre las sepulturas estaban la de su madre, la de su abuelo José del Rosario, las de otros parientes, de amigos. En el centro del campo santo se apiñaban innumerables crucecitas sobre la gran fosa común donde se habían hacinado los cadáveres que se salvaron de ser enterrados en el cráter.

Para María Regalada todos los muertos eran iguales. Formaban su vecindario. Ella cuidaba de su sueño y de su bienestar bajo tierra. Les tenía respeto, pero no miedo. La muerte no era asi para ella más que la contracara quieta de la vida.

El puesto del sepulturero ha sido siempre codiciado en Sapukai.

El éxodo de la Guerra Grande llenó de «entierros» esta región de valles azules. Tres siglos atrás los jesuitas tenían en ellos sus estancias cuyas cabeceras llegaban hasta el cerro de Paraguarí, donde los Padres habían dejado la leyenda de la aparición de Santo tomé, superponiéndola hábilmente, delicadamente, como lo hacía siempre, al mito Zumé de los indios, que también había aparecido por allí en tiempos en que el sol era todavía una deidad menor que la luna. Los indios hicieron como que creyeron. Pero eso no importa ya a nadie.

En una caverna del cerro, marcadas hondamente en el basalto, se ven las huellas de los pies del santo patrono de la yerba mate, y cuando hay viento se oye su voz resonando gravemente en las concavidades.

Sobre estos valles, especialmente sobre los de Paraguarí, Pirayú y Sapukai, en noches de amenaza de mal tiempo suelen revolotear a flor de tierra las mariposas fosforescentes de los fuegos fatuos. Aun hoy suele ocurrir que al cavarse una tumba nueva salga desenterrado un cántaro con su tripa de monedas y chafalonías del Éxodo o un santo de madera del tiempo de los jesuitas, para dar lugar al muerto.

El puesto de sepulturero en Sapukai es casi una dignidad.

Pero también desde la Guerra Grande, cuando menos, una generación tras otra, los hombres de la familia Caceré, la más pobre de todas, la más humilde e iletrada, se han transmitido esta dignidad de un modo dinástico. Y nadie les ha discutido este derecho.

El cementerio es así mucho más antiguo que el pueblo, fundado por el año del Centenario, casi todavía bajo el brillo del Cometa. No es quizás el único lugar del Paraguay donde más de un pueblo nuevo ha sido fundado junto a algún cementerio secular.

Allí fue donde José del Rosario, abuelo de la María Regalada, encontró una talla de San Ignacio, al cavar una fosa al pie de un laurel macho de más de cien años.

Cuando el gringo salvó a su hija, Taní Caceré llevó la talla para obsequiársela. El otro se resistió gesticulando, pero Taní fue más terco que él.

—Usted curó a mi hija —le dijo en guaraní—. No tengo dinero. No voy a esperar que usted se muera para pagarle con mi trabajo. Últimamente, el santo es suyo y se acabó…

Le dejó la imagen recostada contra la tapia…

10

Sapukai empezó a hacerse lenguas de la «zapallada» del forastero.

Poco después extirpó a Ña Lolé el quiste sebáceo del cogote. Enseguida curó a un tropero, a quien había conocido en la fonda, y que incluso toda una mañana se pasó haciendo burlas del gringo con las chivatas embravecidas por la primavera.

El tropero llegó al tabuco boqueando malamente sobre el caballo, ahogado por el garrotillo. El gringo lo salvó de ir a parar a uno de los hoyos de Taní Caceré. Tampoco quiso recibir el dinero ni el revólver ni el caballo del tropero agradecido. Sólo le aceptó el perro, que durante los tres días de estar en el tabuco se había encariñado extrañamente con el silencioso morador.

Luego curó el asma a la mujer de Atanasio Galván y a él de cierta cosa que no se sabía y que demandó un largo tratamiento con depurativos a base de milhombre y zarzaparrilla. Al juez de paz le aplacó sus viejas almorranas que le tenían siempre inclinado sobre la silla, con una nalga afuera. Y hasta el mal hígado del cura mejoró con los remedios del gringo, que se reveló como un experto herbolario. Se metía en el monte y salía con brazadas de plantas y yuyos medicinales. Sus
pojhá-ñañá
se hicieron famosos e infalibles.

Desde entonces lo llamaron el Doctor.

Los recelos, las burlas, las murmuraciones, se cambiaron gradualmente en respeto y admiración. Ya nadie hablaba mal de él. Una vaga denuncia de los médicos de Villarrica y Asunción por ejercicio ilegal de la medicina, se perdió en el vacío de un largo expedienteo, parado por el influyente ex telegrafista.

Había dejado de ser el
gringo
y no era todavía el
hereje
.

11

La gente comenzó a agolparse todos los días alrededor del tabuco redondo, cada vez en mayor cantidad. Desde las compañías más distantes y hasta los pueblos vecinos venían enfermos y tullidos en busca de curación, a pie, a caballo, en carreta. También los leprosos. El Doctor los atendía a todos, uno por uno, calladamente, pacientemente, sin hacer distinciones, negándose a cobrar a los más pobres, que optaron entonces por traerle algunos una gallinita; otros, huevos y bastimentos, o telas de
aó-poí
, para remudar sus andrajos.

Construyó un alambique rudimentario donde destilaba esencia de hojas de naranja y un bálsamo medicinal para los lazarientos, que reemplazaba con ventaja al aceite de chalmugra.

Las damas de la comisión parroquial se hacían atender, casi todas, por el Doctor, a quien en sus tiempos de vagabundo, no habían querido permitir que durmiera en el corredor de la iglesia.

Por aquella época atendió también y curó a un lunático enfermo de terciana, que habitaba uno de los vagones destrozados por la explosión, en compañía de su mujer y de un hijo de corta edad. Se llamaba Casiano Amoité. Cuando regresó al pueblo después de una larga ausencia, pocos reconocieron en él a Casiano Jara, el cabecilla de las olerías de Costa Dulce.

Ese vagón fue el que más tarde parecía alejarse misteriosamente por el campo sobre ruedas de fuego.

Claro, una leyenda, otro rumor más, de los que viboreaban entre esa pobre gente a la que el infortunio había echado en brazos de la superstición.

12

Desde que sanó, la María Regalada iba también por su cuenta a la cabaña de troncos llevando al Doctor ollitas de locro, que éste compartía con el perro, fragantes sopas paraguayas y mbeyús mestizos.

Nunca le agradeció sus atenciones ni le dirigió la palabra, ni siquiera después de la muerte del sepulturero. A Taní Caceré no lo pudo salvar, por más que hizo, del vómito negro que lo consumió en pocos días y lo tumbó en una de las fosas que él acostumbraba a cavar por adelantado, «para que del trabajo no me caiga encima de repente» —decía—. No le cayó más el trabajo, pero le cayó encima la tierra. Alguien bisbiseó que el Doctor lo había dejado morir adrede.

La María Regalada ocupó su lugar, el que dinásticamente le correspondía, por primera vez una mujer, a lo largo de generaciones. No dejó por eso de ir a la choza del monte, puesto que el morador no se lo prohibía.

—Tiene mal la cabeza por él… —decía Ña Lolé en la fonda a los troperos e inspectores de alcohol, que a veces preguntaban todavía con interés por la sepulturera, a quien suponían dueña de unos buenos cántaros de «entierro».

—¿Y el gringo, qué hace?

—Nada. Ni le habla. Quiere más al perro, parece. Pero eso es lo que la tiene mal a María Regalada.

—Seguro se entienden.

—No. Lo hubiera sabido. A mí no se me escapa nada.

—A lo mejor, para casarse.

—El Doctor es casado.

—Nunca se sabe de los gringos. Saben engañar a nuestras mujeres.

—¿Y entonces qué les queda a ustedes, amancebados viejos? ¡Sinvergüenzas, que tienen engañadas a sus mujeres toda la vida!

Los interlocutores reían. La mujerona del fondín sabía poner el dedo en la llaga, pero también sabía ser agradable. Más de una de sus chivatas se había ido como barragana de alguno de sus huéspedes. Y había una, bien colocada, que le enviaba regalitos todos los años, por el día de la Virgen de los Dolores, que era el de su cumpleaños.

—El Doctor no es mal hombre…

Su voz ronca rezumaba gratitud. Después de aquel tumorcillo de sebo, le había curado una pulmonía.

La María Regalada se libró así tanto de las murmuraciones como del galanteo de los hombres de paso, que mirarían no sus ojos verdosos de moneda sino las verdes monedas oxidadas de los cántaros sin ojos de los Caceré.

Alternaba el cuidado de sus cruces con el cultivo de la huerta, con el barrido del patio y la cocción del puchero para le veintena de leprosos, que esperaban como ella el retorno del Doctor.

No se animaba a entrar en el rancho. Sentía acaso que allí, en esa habitación centrada y llena con esos despojos que sabía, el Doctor estaba más distante de ella que sus muertos del cementerio o que esos moribundos deformes de los ranchos. A las cruces, a sus muertos, por lo menos, podía contarles sus cosas, hablarles de él, sin vergüenza.

El vagón de los Amoité seguía avanzando imperceptiblemente. Tal ves los leprosos ayudaban a los tres moradores a empujarlo.

Cuando lo estaba por averiguar, el jefe político también murió de muerte natural con los auxilios de la santa religión.

Los únicos que estuvieron en el entierro, además de su mujer y del Paí Benítez, que hizo el responso, fueron los soldados de la jefatura, que llevaron turnándose de árbol en árbol, bajo el rajante sol, el solitario ataúd negro.

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