La sepulturera le asignó el rincón más distante y agreste del campo santo, casi ya en el campo campo, no en sagrado, pese a las protestas del cura y al gimoteo ininteligible de la mujer, la que después de todo parecía contenta de derramar esas lágrimas.
Era la única sepultura que no tenía paño y que siempre estaba llena de yuyos.
Un atardecer la María Regalada estaba regando los almácigos de la huerta. Había llegado como siempre, casi furtivamente, por el atajo del monte, después de cerrar el portón del cementerio.
De pronto escuchó un ruido sordo como el de un cuerpo que se desploma. Se incorporó golpeada por un mal presentimiento y se quedó escuchando en silencio. Después se aproximó poco a poco y espió la choza a través de la maleza. Vio un bulto oscuro yaciendo en el piso. Pero no era el Doctor.
Se acercó un poco más entre las plantas y entonces lo que vio se le antojó un sueño.
El Doctor estaba arrodillado en el suelo. De sus manos caía un chorro de monedas de oro y plata que brillaban a los últimos reflejos, formando entre sus piernas un pequeño montón.
Le vio el rostro desencajado. Los ojos celestes estaban turbios, al borde de la capitulación, como la vez en que no pudo salvar a su padre, como otras veces en que también había sido vencido por la muerte.
La rubia cabellera, al ir agachándose sobre el montón de monedas, acabó de taparle por completo la cara. A la muchacha le pareció oír algo semejante a un quejido. Luego de un rato lo vio erguirse de nuevo y comenzó a recoger las monedas con los dedos crispados y a embolsarlas en unos trapos viejos, cada vez con mayor rapidez y desesperación.
A su lado estaba volcada la talla del San Ignacio.
Nadie lo supo, porque desde entonces la puerta de tacuaras no se abrió para nadie, ni siquiera para María Regalada. Él salía con los ojos brillantes y ansiosos, como si ahora de veras le faltara el aire.
Cerró con una pared de estaqueo un pequeño trascuarto en la culata del rancho. Allí atendió a partir de entonces a los enfermos.
Nadie se explicó por qué el Doctor empezó a rechazar los presentes de los más pobres o el escaso dinero que aceptaba a los más pudientes, y pedía, lo exigían sus gestos y palabras febriles, que le pagaran las curaciones con viejas tallas, con las imágenes más antiguas que sus pacientes pudieran conseguir.
La gente de Sapukai creyó que el Doctor se había vuelto de repente religioso, místico; pensó que él iba también para santo con sus alpargatas rotosas, su larga cabellera, el bastón, el perro y el ayaká de palma.
—¡Si se parece cada vez más al Señor San Roque! —murmuraba Ña Lolé al verlo pasar, tocaba también ella por el hálito nuevo y tremendo que manaba del Doctor.
Pero este efecto chocaba con otro, no menos inexplicable.
Comenzó a ir de nuevo al boliche, a cualquier hora. Bebía caña hasta salir a los tumbos, tembloroso, desgreñado.
No atendía ya sino a los que llegaban al tabuco con alguna vieja imagen al hombro. Él la sopesaba ávidamente en el aire, los ojos de maníaco hurgueteando las grietas de la talla. Luego la entraba con un nuevo gesto de anticipada decepción en el rostro flaco y demacrado. Sólo después miraba los ojos de sus pacientes, no con la celeste serenidad de otro tiempo sino con turbia desgana, como ausente.
Anduvo así unos meses, borracho, enloquecido, más callado que nunca.
Al fin desapareció.
La María Regalada fue la primera en descubrir las imágenes degolladas. No se animó a tocarlas por temor de que sangrasen a través de sus heridas la sangre negra del castigo de Dios.
Ignora por qué el Doctor ha querido destruirlas a hachazos. No lo supo cuando las vio así por primera vez, la noche de la víspera en que el Doctor iba a desaparecer con el mismo misterio con que llegó.
Esa noche, borracho, endemoniado, farfullando a borbotones su lengua incomprensible, la retuvo con él y la poseyó salvajemente entre las tallas destrozadas.
Fue la única vez que entró en el rancho, la última noche de su estada en el pueblo.
No sabe por qué ha sucedido todo eso. No lo supo entonces. Tal vez no lo sabrá nunca.
La imagen de San Ignacio es la única intacta entre tantos destrozos. Al caer de su peana, el choque la desfondó. Un hueco profundo ha quedado al descubierto en su interior. Por su peso, la María Regalada imaginó siempre que fuera maciza. Tampoco esto le importaba. Pero lo que no cesa de preguntarse es por qué el Doctor respetó esa sola imagen. Aun la destrucción de las otras es un enigma. Pero ella no quiere saber. Quiere seguir estando en medio de ese sueño despierto que le embota la cabeza y el corazón, pero no su esperanza de que regrese el Doctor.
Al día siguiente de su huida, la María Regalada volvió al rancho. En una hendija del piso encontró un tostón de oro, sucio de tierra. Sobre él entrevió algo que se le antojó el perfil barbudo y lejano del Doctor. Lo pulió hasta que tomó el color del sol y lo guardó caliente en el seno.
Los leprosos, primero, vinieron a gemir en torno a la ausencia del Doctor.
Poco después todo Sapukai desfiló por la cabaña de troncos para ver el estropicio.
Y entonces el Doctor fue el
hereje
que, en un ataque de rabia o de locura, como cuando quiso tirar al chico por la ventanilla del tren, había degollado a los santos.
Nadie, sin embargo, se atreve a hablar mal del Doctor.
—Yo dije que no iba a aguantar… —sentencia el juez ladeándose en las disminuidas tertulias.
Algo hay en el fondo de todo esto difícil de comprender para todos. La gente de Sapukai sigue pensando que el Doctor no fue un mal hombre. Perdura su presencia, el recuerdo de lo bueno que hizo, pero también de su locura final, que parece prolongarse mansamente en la muchacha y en el perro. En ella, de otra manera.
La María Regalada no habla con nadie. Ella sólo habla de sus cosas con sus muertos. Y con el perro, cuando viene del boliche con la canasta entre los dientes, en medio de la cerrazón que el polvo y el rocío levantan por las mañanitas.
En torno al tabuco abandonado se agitan los fantasmas muermosos que van a beber al arroyo. Fuera de ellos, una paz, una inmovilidad casi vegetal, se extiende sobre la tierra negra de Costa Dulce.
Sólo el destrozado vagón parece seguir avanzando, cada vez un poco más, sin rieles, no se sabe cómo, sobre la llanura sedienta y agrietada. Tal vez el mismo vagón del que arrojaron años atrás al Doctor, de rodillas, sobre el rojo andén de Sapukai, en medio de las ruinas.
Toda la mañana estuve guerreando para meter en los zapatos mis pies encallecidos por los tropezones y las corridas, rajados por los espinos del monte, por los raigones del río, en todo ese tiempo de libertad y vagabundaje que ahora se acababa, como se acaban todas las cosas, sin que yo supiera todavía si debía alegrarme o entristecerme.
Me ponía las medias. Me las volvía a quitar. Los pies eran siempre más grandes que esos zapatos nuevos, que también habían salido de la venta del petiso, los primeros que iba a ponerme en mi vida, y que se retobaban como si hubieran sido hechos con el cuero del propio doradillo. Yo forcejeaba y ellos seguían mañereando. Y había que oír sus chillidos con olor a tanino renegando de mis pies. Me fui a lavarlos por tercera vez en la cocina con espuma de ceniza y agua de divi-divi, hasta más arriba de los tobillos. Pero ni el guayacán negro ni la lejía pudieron raspar la costra. Me lijé los talones con la piedra de afilar. Sólo me faltaba trozar los dedos. Los pies ya estaban más blancos y hasta más chicos, pero aún no cabían. Entonces vino la Rufina y me los bañó en almidón, con lo que entraron al fin y los zapatos dejaron de chillar.
Después del mediodía fuimos todos a la estación, yo delante empujando los zapatos para lucirlos y también para no sufrir al aire de despedida de los que venían detrás más callados, papá, mamá, mis hermanas, el viejo Donato con el maletín de cuero al hombro, la Rufa con el canasto del avío. Ella misma había asado la gallina.
Los trabajos para levantar la fábrica estaban parados. No se podían traer las maquinarias, a causa de la gran guerra que estaba rompiendo el mundo del otro lado del mar, aunque algunos decían que ya había terminado. De modo que el silencio agrandaba las cosas y los sentimientos. Yo avanzaba por el terraplén pensando en que después de todo era agradable presumir con zapatos nuevos. Lo malo estaba en la amenaza de esa escuela en la capital, a la que tenía que asistir calzado y peinado todos los días del año.
—Si quieres entrar en la Escuela Militar —me decía papá—, tienes que terminar el sexto grado. Hasta para ser milico hay que estudiar.
En Itapé sólo teníamos hasta el tercero de la primaria, desde los tiempos en que Gaspar Mora había levantado la escuelita rural de dos aguas y horcones labrados.
Mamá sufría con aquel sueño mío de llegar alguna vez a ser cadete.
—Déjalo —mascullaba papá, como si dijera «que aprenda por sus propias costillas»—. El país es un gran cuartel. Los militares están mejor que ninguno.
—Sí, pero hay una revolución cada dos años —se plagueaba mamá, mirándome como si yo ya estuviera con el fusil al hombro.
—Pero en cada revolución mueren más particulares que milicos. Después de todo, si no le gusta puede dejar. Yo fui seminarista. Agarré mal el rumbo. Pero la tonsura no me impidió ser un buen agricultor. Hay que ver las cosas por dentro. Después se sabe. Déjalo…
A escondidas yo los oía discutir. Pero el uniforme de cadete, azul con vivos de oro, la gorra y el espadín me deslumbraban. Tenía que llegar hasta él en la ciudad desconocida a través de la escuela, a través del viaje en ferrocarril por esas vías que yo había visto tender, durmiente a durmiente, atravesando el pueblo. Para su inauguración fue precisamente cuando pasaron los cadetes de la Escuela Militar escoltando a la comitiva presidencial en el tren adornado con banderas y corona de palmas. Pecho afuera, erguidos en las plataformas, los gallardos muchachos fueron más aplaudidos que el propio presidente. Otro tanto sucedió a su regreso de Villa Encarnación.
De esas dos veces de ver las hermosas figuras marciales, se me quedaron pegadas a los ojos.
Pensaba en todo eso mientras avanzaba por el terraplén. También en la Lágrima González, mi compañera de banco, un poco más grande que yo. Ella repicaba el riel para las entradas y salidas y me había dado un beso al terminar el año, en la velada de la escuela. El sabor de su boca tibia y esos senitos duros que se habían apretado contra mí aquella noche, entre los árboles, mientras los demás cantaban el himno, era lo que ahora hormigueaba en mí como algo frustrado y sin embargo dulce todavía, por los mismo que lo iba a perder.
En el andén nos esperaba ya la Damiana Dávalos con su crío, entre la gente que se iba aglomerando para la llegada del tren.
Las chiperas comenzaban a trajinar con sus canastas repletas y las alojeras chapurreaban en sus puestos, fumando sus cigarros, en cuclillas ante sus latas y cántaros de refresco, cubiertos de moscas y cavichuíes. María Rosa, la chipera chiflada de Carovení, vagaba con sus ojos sonámbulos, llevando a horcajadas a su hija, a la sombra del inmenso canasto vacío.
Los mellizos Goiburú se fijaban de reojo en mis zapatos nuevos. Comentaban entre ellos, se reían burlonamente y hacían correr sus zafadurías entre la chiquillada. Oía sus risas y silbidos, los inimitables bichofeos de los mellizos. Yo me hacía el desentendido, hinchándome despreciativo en mi ropa nueva. Pero en el fondo los envidiaba. Con gusto hubiera tirado el traje y los zapatones flamantes al medio de la trocha para juntarme de nuevo con ellos, quebrar trompos y jugar a las bolitas en el pica, bala o joyo, o liarme a moquetes bajo los paraísos y las ovenias de la plazoleta. Yo era un desertor. Sentía tristeza y vergüenza, a pesar de las ropas, de los zapatos, del viaje, de la escuela lejana, del futuro honor de cadete, más lejano todavía.
En eso apareció la Lágrima González del bracete con la Esperancita Goiburú, hermana de los mellizos. El orgullo apagó mi tristeza. Les volví la espalda, a pesar de que estaban más lindas que nunca; ella, sobre todo: la Lágrima, con sus larguísimas pestañas, la cara morena siempre arrebatada y esa sonrisa que le ponía hoyuelos a los costados de la boca y dejaba entrever la blancura se sus dientes. Anduve unos pasos arrastrando los zapatos como si llevara espuelas y las hiciera trastear sobre los ladrillos, igual que el jefe político Orué.
El tren apareció en el corte de Hernandarias. La máquina repechó pujando la loma. Se hizo cada vez más grande y cubrió el andén, la estación, la gente, con su ruido, con la sombra de sus vagones, con el penacho de humo que brotaba de su entraña de fierro.
Corrimos hacia los coches de segunda.
—¡Cuídalo bien, Damiana! —le recomendó mi madre.
—Sí, la señora…
Subió y se acomodó en uno de los asientos. ¡Pobre la Damiana Dávalos! Estaba apocada por la emoción del viaje, la enfermedad del crío, las noches sin dormir y el cansancio.
En medio del trajín, mi padre izó su burujaca y mi maletín, el canasto con la gallina asada y el avío de la lavandera. En su regazo el crío miraba calladito el agitado apelotonamiento.
Papá me arrancó a las despedidas y me empujó por la plataforma.
—¡Adiós… Edelmira, Coca! —grité a mis hermanas, para que se me desinflara el pecho, pero mirando en realidad hacia donde estaban Lágrima y Esperancita.
Las muy guarangas se reían.
La pitada del tren hizo crecer de golpe el rumoreo. El zumbido del vapor aplastó las conversaciones, los gritos, el trajín. Las caras y las siluetas del andén se fueron borrando en una especie de cerrazón ácida.
Chac
…,
chac
…,
chac
… El convoy se alejó arrastrándose cada vez más rápidamente.
Miraba atolondrado por la ventanilla. La estación se deslizaba hacia atrás. Todo parecía disparar hacia atrás en una creciente velocidad. El manchón de gente se fue achicando. Al rato no fue más que un manchón de hormigas destiñéndose al sol.
A los lados de las vías pasaban corriendo los postes de telégrafo y más allá, un poco más lentamente, las casas, los ranchos, los árboles, los animales pastando en las últimas calles del pueblo, el corralón, el cementerio, pasaron persiguiéndose sin alcanzarse. Volteaban a lo lejos, como si la misma tierra diera vueltas alrededor del tren. El pueblo se enterró en el campo, detrás de los montes del Tebikuary. Mojé los dedos con saliva y me agaché a lustrar un poco mis zapatos.