—¡Tenemos que escapar de aquí! —le dice esa misma noche.
Se lo repite varias veces, mientras tiembla. Ella piensa al principio que es el delirio de la fiebre. Pero después de pasarle el ataque, él continúa insistiendo roncamente.
—¡Tenemos que escapar de aquí! ¡Cuánto antes!…
—¡Cómo, che karaí!
—¡No sé…, pero tenemos que escapar!
La cara de tierra lívida tiene esa burbuja obsesiva sobre la grieta de la boca.
—¡Imposible! —murmura Natí, de rodillas sobre la estera, junto al cuerpo de su marido que parece deshuesado.
Está empezando a comprender. Como un eco de su propio pensamiento, oye que Casiano le dice:
—Kurusú me habló…
Sus ojos se encuentran como al regreso de una enorme distancia, colmados de vergüenza los de ella, de una desesperación casi rastrera los de él.
—¡Me trateó para comprarte! ¡Por trescientos patacones!…
Se carcajea furiosa, desamparadamente.
—¡El anticipo!… ¡El precio de nuestra deuda!…
Ríe como loco. Los espumarajos de rabia le llenan la boca. Nuevas contracciones lo contorsionan con un oleaje tardío de fiebre, hasta que la cabeza empapada de un sudor viscoso se derrumba a un costado y se queda exánime, con sólo ese pujido de su anhelar que le araña la garganta como una uña.
Natí trata de calmarlo. Le fricciona todo el cuerpo con vinagre y lo arropa en el calamaco andrajoso y las cobijas de bayeta, más destrozadas todavía que el poncho comprado en la tienda guaireña.
Por encima de Casiano, que respira débilmente bajo ese sueño más pesado sin duda que una selva entera de troncos, los ojos húmedos de Natí se tienden hacia adelante, escrutan el silencio, la oscuridad implacable del yerbal. Pero nada hay tan negro y callado como su desgracia.
Mira fijamente dentro de esa noche hasta sentir que se apagan los latidos de su corazón, hasta no sentir más nada.
Nada más que esas pataditas que de tanto en tanto le pulsan las entrañas.
La obsesión de la fuga se incubó en Casiano como otra fiebre. Él se la contagió a Natí. En los escasos momentos que se veían la cultivaban como una enfermedad secreta que podía ser más mortal que la otra, pero que también era la única de la cual podían esperar una problemática salvación. Por lo menos no atacaba con los espasmos, los sudores fríos y el desmadejamiento de huesos y tendones que demolían a Casiano en el estaqueo de la terciana.
Esta otra fiebre por los menos no salía para fuera. Sólo esa temperatura alta y constante, enloquecedora, que quemaba el borde del ojo, cosía la boca y salía por el aliento.
Trataron de convencer a otros. Pero los demás estaban muy acobardados. Además, no se habían aplacado del todo los recelos con que en un comienzo habían mirado a Casiano, favorecido con casuales ventajas. De cabecilla de la rebelión en las solerías de Costa Dulce, allá lejos, había ascendido en cierto momento a imaginaria del urú en los barbacuás. En los yerbales nunca se sabía cuál era el momento en que el hombre más hombre se doblaba.
—Lo ablandó su mujer —comentaban a sus espaldas algunos compueblanos.
Ni siquiera oír hablar del asunto. Era realmente una locura. Los más antiguos trataron a su vez de disuadirlos. Por eso Casiano y Natí decidieron arrejar ellos dos. Por el hijo.
—No quiero que nazca aquí… —pensaba y decía continuamente Casiano.
En eso también los dos estaban de acuerdo.
Por su parte, Juan Cruz Chaparro parecía decidido igualmente a esperar; se lo había dicho al mensú en el monte. Miraba engordar tranquilamente a Natí del ombligo para abajo, sin molestarla más. A veces no más que una sonrisa burlona; la de quien se divierte a solas con su propio pensamiento. Otras, daba incluso la impresión de haberlo olvidado por completo. Pero en ocasiones la insultaba en la proveeduría, sobre el jarro de caña, como si su gravidez le molestara tanto o más que la degradación de las prostitutas, a quienes también injuriaba soezmente cuando se le cruzaban en el camino.
Casiano y Natí planearon minuciosamente cada detalle de la fuga. Estudiaron los movimientos de los capangas, el mecanismo de la vigilancia, las rutas posibles, las tretas que se podían emplear, las probables debilidades de sus centinelas, sus propias limitaciones. Sólo esa impotencia evidente les daba cierta ventaja. Si hombres probados no habían podido burlar la inmensa trampa de ríos, montes y esteros, menos aún lo podrían un hombre comido por la malaria y una mujer encinta.
Durante días y noches se movieron mentalmente en ese laberinto del que sólo ellos tenían la clave. Pero también a ellos se les escapaba la punta del hilo y entonces caían en una oscura desesperación, sintiéndose ya perdidos en la selva, acorralados por los perros contra los esteros, cazados a tiros por los perseguidores.
Cuatro meses habían pasado desde el encuentro de Casiano y Chaparro en la picada.
El momento propicio pareció llegar cuando Aguileo Coronel bajó a Villa Encarnación para unas diligencias, nadie sabía de qué carácter, y Juan Cruz Chaparro fue a Foz de Yguasú para vigilar con el jefe del resguardo el contrabando de yerba que se hacía periódicamente por allí.
Si perdían esta oportunidad, no habría de seguro otra en quién sabe cuánto tiempo. Era mucho más de lo que Casiano y Natí hubieran podido esperar. Tal vez demasiado. Una tentación que parecía fabricada por el mismo Añá. No se recordaba en Takurú-Pukú, en muchos años, una ausencia simultánea del habilitado y del comisario. Siempre solía quedar uno de ellos. Podía incluso tratarse de una emboscada.
Casiano y Natí se escaparon esa noche.
Al amanecer el capataz del acarreo notó la ausencia del sapuqueño. Pensó en el ataque de malaria, aunque no era su día. Por las dudas avisó a los capangas de la comisaría.
Por las dudas, las comisiones se movilizaron en su busca.
No tuvieron que rastrear mucho. A pocas leguas del poblado lo encontraron en un desmonte viejo, arrodillado junto a Natí, que se estaba retorciendo con los dolores de la parición.
Al principio no la vieron a ella. De cara al sol, Casiano gesticulaba implorando ante los negros caballos. A su lado estaba el hacha. No había ninguna matula de viaje, ni avíos para una larga marcha. Sólo esa parturienta que se revolcaba en la maleza con los dientes apretados por entre los cuales se filtraban sus quejidos.
Los capangas se sintieron un poco desconcertados. Eso no se parecía a una fuga. Así que no tuvieron necesidad de balearlos. Por las dudas, sin embargo, uno quedó de guardia. Los demás se volvieron, riéndose a carcajadas del chasco. Por un momento, las risas de los capangas que se alejaban y los estertores del parto tejieron un extraño contrapunto en ese agujero del monte.
A mediodía llegó una carreta. Casiano no podía salir de su asombro, ante ese inconcebible rasgo de humanidad. Pareció que iba a ponerse a llorar de la emoción.
Con el picador, un mensú como él, alzaron a Natí, que seguía retorciéndose, y la pusieron en el plan. Regresaron. El capanga iba detrás, vigilando.
Durante el traqueteo del viaje, nació la criatura. Casiano se sacó los sudados despojos de su camisa y envolvió con ellos al recién nacido.
—¡Cristóbal, Natí!…
Los vagidos eran fuertes, como pequeños gritos.
—¡Jho…, che rá’y!
Hasta el rostro de capanga a horcajadas en el caballo, volvía a tener una expresión vagamente humana, mientras su sombra caía sobre la cuna rodante del carro.
A Casiano lo metieron preso en el cepo de la comisaría. Por las dudas. Hasta que llegaron de regreso el patrón y el comisario, pues, a pesar de todo, había algunos indicios sospechosos en la actitud del mensú.
En el cepo, por tres veces, los temblores de la terciana descuajaron sus huesos. Pero ni aún así lo soltaron. Tampoco le dejaban ver a su mujer ni a su hijo.
Entre uno y otro temblor volvió Chaparro. Pero sólo diez días después llegó el habilitado en una lancha que traía a remolque una chata corral donde se hacinaba el nuevo cargamento de mensús enganchados en los puertos de abajo.
Una silueta ensotanada entró en el calabozo. La mancha negra se movía a ciegas en la oscuridad buscando al preso.
—¿Dónde estás, mi hijo?… —farfulló en voz baja.
Los pies tropezaron contra la pesada madera del cepo. Se le escapó una palabrota, que estranguló en un siseo piadoso. Al trastabillar, para no caer se apoyó con las manos sobre la masa yacente y blanda del cautivo. Se acuclilló junto al hedor. Las manos tantearon el cuerpo. La cabeza en el cepo silbaba penosamente a través de la boca rota por una patada del comisario durante los primeros interrogatorios.
Se agachó sobre ella.
—Soy el Paí de Encarnación, mi hijo —susurró la voz deformada con un exceso de piedad—. Me han traído para confesarte…
Esperó un rato. El preso seguía inmóvil, con su penoso estertor.
—Te van a ajusticiar al amanecer por haberte querido escapar. Yo he procurado salvarte la vida, defenderte. Pero parece que no hay caso. Están muy enojados… —se interrumpió de nuevo—. Todos tenemos que morir, mi hijo. No se muere en la víspera, sino el día marcado por Dios. Es necesario que te prepares. Me vas a contar todos tus pecados…, con toda confianza. Para que pueda perdonarte y rezar contigo por la salvación de tu alma… Te van a estaquear sobre las hormigas, para que te coman vivo. Si me cuentas quiénes se iban a escapar contigo, te prometo que voy a conseguir con ellos que no hagan esa barbaridad. Y si me cuentas todita la verdad, a lo mejor te perdonan la vida…
El preso sólo echaba a la cara del otro el aliento rancio de su boca rota. El cura se apartó un poco y escupió con asco.
—¿No vas a hablar? ¿No vas a confesarte? —se corrigió enseguida.
Entonces el preso comenzó a balbucir palabras a borbotones, agitándose en el cepo. Largos párrafos incoherentes, voces de mando, reconcentradas frases de despedida. El nombre de Natí surgió muchas veces. Luego otra vez las órdenes frenéticas como para un asalto. El cuello se le hinchaba por el esfuerzo en el orificio del cepo, que parecía a punto de ahorcarlo. Las palabras morían en los espumarajos de los estertores.
Con un ademán de fastidio, no colérico ni siquiera irritado sino aburrido, el otro se levantó y salió dejando el preso que volvía a desbarrancarse en su chapurreo de enajenado.
Afuera lo esperaba Chaparro.
—Lárguenlo… —ordenó el habilitado con la cara chorreada, sacándose a tironazos la sotana—. Ése está más loco que mi abuelita. Perdemos el tiempo con él.
—Aunque sería bueno liquidarlo ahora —sugirió el comisario—. Ya está sobrando aquí. Tiembla más que trabaja. Y a más ahora, si se le reviró el juicio. Un buen estaqueo serviría como ejemplo.
—No —dijo Coronel—. No es un ejemplo propasarse con un infeliz.
—Para aprovechar la bolada no más… —insistió Chaparro.
—¡Lárguenlo, he dicho! —bramó Coronel poniendo punto final a la discusión. Sus labios gruesos y lampiños de mestizo temblaban de ira.
Los hombres estaban extrañados.
Un rato después, entumecido por los quince días de cepo, el cuello quemado por el agujero de madera, Casiano Jara salió tambaleando de la comisaría. Hacía extraños visajes con los ojos cocinados por la luz.
A Coronel le daba a veces por rasguear la guitarra y cantar desentonadamente algunas polcas, para «recordar sus tiempos».
Esa noche estaba en vena. Se empeñaba en sacar de la guitarra y de su memoria una nueva canción, de la que todavía no se mostraba muy seguro.
Chaparro y los demás capangas, que se habían reunido para celebrar el regreso del patrón, lo escuchaban entre serviles y dicharacheros. Chaparro hacía bromas sobre el cura y sobre el mensú que había perdido el juicio en el cepo. Se notaba que quería borrar la mala impresión de la tarde, rehabilitarse festivamente con el patrón. Pero éste no le hacía caso, luchando con la guitarra.
El jarro de guaripola andaba de mano en mano en el ruedo machuno del corredor.
Afuera, la tiniebla empezó a tiritar en un suave aguacero.
—Escuchen esto,
lo’mitá
… —dijo Coronel—. Un nuevo compuesto que aprendí en Villa Encarnación. Nuevito. Recién se canta por allá. Especial para nosotros… El Canto del Mensú. Todavía no sé muy bien, pero algo va a salir…
Anivé angana, che compañero,
oré korazö reikyti asy
…
[*]
Balbuceó la voz aguardentosa, llena de tristeza. Acaso el cantor recordaba su juventud, sentía su vida muerta, más muerta y perdida aún que la de los mensús. Volvía una y otra vez torpemente, tal un escolar desaplicado, al estribillo del canto, mezclando las palabras que le faltaban o sobraban en las divisiones de la melodía.
—¡No hacen la propaganda! —dijo Chaparro—. ¡Para fomentar el turismo hacia los yerbales!…
Se rieron a carcajadas. Coronel sudaba y se desgañitaba sobre el brazo de la guitarra, buscando la medida del Canto del Mensú, entre muecas y pucheros como si de pronto fuese a llorar.
Acodada en la ventana, una mujer contemplaba el ruedo, escuchando el canturreo. Los largos cabellos le caían sobre el hombro. No se le vía el rostro. El reflejo de un farol empujaba su sombra y la echaba a los pies de los hombres. La miraban de reojo de tanto en tanto, sin atreverse demasiado.
Después desapareció.
El canto estropajoso se perdía en la oscuridad rayada por la lluvia.
17oré korazö reikyti asy
…
De rodillas en el toldito de palmas, Casiano levanta al crío. Queda un momento tembloroso, aferrado al trozo palpitante y dormido de su propia carne, cuyo nacimiento ha frustrado la primera huida y ha metido su cuello en el cepo.
No quiero que nazca aquí
… Pero aquí ha nacido, en lo hondo del yerbal, como ese canto que había podio escapar, pero que ahora suena de nuevo en la boca nefanda.
El crío rompe a lloriquear. Natí acaba de atar con varios nudos al bulto con el avío para la marcha. Lo hace lentamente, como si luchara entre dos contarios sentimientos.
—¡Vamos! —la apura Casiano.
—¿Y la lluvia, che karaí?
—¡No importa! ¡Vamos!
—¡Por Cristóbal! ¡Es demasiado chico!
—¡Tenemos que llevarlo…, sacarlo de aquí!
La mujer dobla la cabeza, contagiada por esa otra fiebre que brilla en los ojos mortecinos del hombre con una fuerza casi sobrehumana.