Sólo así se podía explicar que nadie notara el comienzo del viaje, o que a nadie le importara ese hecho nimio en sí, aunque incalculable en sus proyecciones, en su significación. La noche del desastre había durado más de dos años. Iba a durar mucho más tiempo para la gente de Sapukai, en esa especie de lenta, dolorosa, inexplicable ceguera, de estupefacción rencorosa en que se arrincona una mujer violada.
Sólo así se podía explicar que el hombre, la mujer y el niño al regreso del yerbal, al cabo de su inconcebible huida por páramos de suplicio y de muerte, hubieran logrado refugiarse primero en el vagón, convertido en su morada, en su hogar, y luego empujarlo lentamente por el campo sin que nadie lo advirtiera.
En un principio el hombre y la mujer habrían trabajado al amparo de la doble oscuridad, la del estupefacto y aplastante vacío, la de las noches sin luna; habrían trabajado sin duda hasta en las de tormenta, en las ateridas noches de lluvia y frío. Ahora se sabían o se imaginaban ciertos detalles.
Con ceras silvestres encolaban cocuyos a los bordes de las ruedas para encarrilarlas sobre la almadía de quebracho. Ahora podía imaginarme la sonrisa implacable del hombre al ver voltear las ruedas en las tinieblas con las pestañas parpadeando por las motas fosfóricas de los muãs. De esas ruedas untadas de fuego fatuo habría salido la leyenda de que el vagón estaba embrujado.
Durante el día, daba la impresión de estar siempre inmóvil; lo que se deslizaba o parecía a los ojos de los demás sería la tierra, como en lenta erosión de las barrancas.
Acabó por desaparecer.
La sugestión de su presencia persistió sin embargo en el corte que se había ido ensanchando hacia el campo. Espejismos, alucinación. Vaya uno a saberlo. Podía ser también, a su modo y a su escala, un fenómeno semejante al de las estrellas muertas cuya luz continúa incrustada en el cosmos milenios después de su extinción. Así se habrían habituado a ver el vagón sin verlo, durando con su presencia fantasmal donde ya no estaba. Salvo que la explosión lo hubiera hecho volar para dejarlo allí, enclavado a leguas y leguas de la vía muerta. Pero el vagón no voló. Se alejó lentamente, en una marcha imperceptible y tenaz sobre los rieles de quebracho. Y ya en la tierra salvaje y desierta, merodeadores, vagabundos, parias perseguidos y fugitivos, hasta los leprosos de la colonia fundada por el médico ruso, habrían ayudado al hombre, a la mujer y al chico a empujar el vagón para compartir un instante ese simulacro de hogar que avanzaba por la llanura o retrocedía hacia el pasado, sin rumbo, sin destino, pero desplazando una victoriosa, impávida, salvaje, alucinada atmósfera de seguridad, de coraje, de misterio, lo que también a ellos les comprometía a guardar el secreto.
Meras conjeturas, versiones, ecos deformados. Acaso los hechos fueran más simples. Ya no era posible saberlo. Sólo que habían comenzado veinte años atrás. No quedaban más que vestigios, sombras, testimonios incoherentes. Ese vagón hacia el cual me encaminaba tras el único baqueano que podía llevarme hacia él, era uno de esos vestigios irreales de la historia. No esperaba encontrarlo; más aún, no creía en su existencia, muñón de un mito o leyenda que alguien había enterrado en la selva.
El aire caldeado me pesaba en la nuca. El armadillo me pesaba en la bolsa, húmeda con su sangre y mi sudor. Contrariado lo extraje asido por las cortas patitas escamosas y revoleándolo sobre mi cabeza lo arrojé lejos. Cayó entre unos matorrales produciendo un quejido seco y sordo como el
jha
… de los hacheros al descargar el hacha contra el tronco. Cristóbal Jara giró sobre el rostro inescrutable y me miró por la rajita de los párpados, con esa leve mueca que no se podía definir si era de comprensión o de burla.
Llegamos a la picada. Atardecía, pero el calor todavía chirriaba entre el follaje. Yo me detuve un momento, tratando de orientarme. Hice correr un poco más adelante, sobre la ingle, la funda del revólver, para tenerlo a mano. El banqueano tornó a mirarme. Creyó probablemente que la picada me infundía cierto miedo o que sospechaba de él. Su semblante terroso era el paisaje en pequeño, hasta en los rastrojos de barba. Ahora la rictus de burla y lejanía se marcó más evidente a un costado de la boca. Tal vez no era eso: nada más que fastidio, simple apuro de llegar, para cumplir una tarea.
Porque menos que el de conductor de camión de la ladrillería, su verdadero oficio posiblemente era éste. Aprovechaba los viajes hasta las olerías de Costa Dulce para llevar de cuando en cuando, con permiso del patrón, a algún cajetillo curioso que quería ver el vagón metido en el monte. El propio dueño de la ladrillería era quien concertaba estos menudos gajes de turismo para su chofer, sobre todo ahora que por la sequía se pasaba la mayor parte del tiempo en la fonda y en el boliche bebiéndose el precio de las últimas quemas.
Cristóbal Jara, impasible como en todo, servía de baqueano al forastero, inconsciente quizás de que traficaba con algo que un sueño insensato había dejado en el monte como un vigía muerto: o acaso sabiéndolo a su modo y orgulloso de mostrar a los demás esa inútil cosa sagrada que tocaba a su sangre, como lo supe después.
Lo presentí esa misma mañana en que fueron a buscarme a la casa donde me alojaba, una fonda de la orilla cuya propietaria, inmensa y charlatana, la popular Ña Lolé, ejercía una especie de matriarcado vitalicio sobre la gente de paso por Sapukai.
Hacía poco que yo había llegado al pueblo. Yo no recordaba haber contratado el viaje. El hombrecito retacón entró en mi pieza y me despertó. Lo veía en la penumbra con la cabeza grande y mofletuda moviéndose a tientas alrededor del catre. Se acecó y me bisbiseó al oído:
—Vamos. Kiritó le espera…
Él mismo fue a la cocina a traerme unos mates. Oí que las muchachas de servicio le hacían bromas en el corredor. Algunas lo llamaban Gamarra; otras,
Mediometro
. Este apodo era el que mejor lo retrataba. Los adiposos chillidos de Ña Lolé, desde su cuarto, espantaron al corro gallináceo. Poco después Mediometro entró con el mate. Me vestí lentamente, mientras sorbía la bombilla, amarga la boca todavía por la caña, abombada la cabeza por la borrachera de la noche en el corredor del boliche con los parroquianos, desconocidos para mí. Por eso no quise preguntar nada al petiso.
Afuera estaba el camión, un Ford destartalado. Llevaba un tosco letrero con el nombre de la ladrillería y del propietario. Sobre el borde del techo se leía un refrán en guaraní pintado más toscamente aún con letras verdes e infantiles.
Subí junto al chofer y partimos. De paso, dejé constancia en la jefatura de mi imprevista excursión; estaba obligado a hacerlo. No fueran a creer que me había fugado a poco de llegar.
El aire puro y fresco del amanecer acabó de desperezarme. Me parecía ver el pueblo por primera vez. Como aquella lejana noche de mi infancia en que dormimos en medio de los escombros de la estación destruida por las bombas, Sapukai seguía obrando sobre mí un extraño influjo.
—¿Dónde estaba la estación vieja? —pregunté al guía.
Tendió el brazo hacia un baldío que estaba frente a la estación nueva y el taller de reparaciones del ferrocarril. Se veían aún algunas piedras ennegrecidas. Allí, una noche de hacía veinte años, en mi primer viaje a la capital, me había acostado entre las piedras junto a la Damiana Dávalos a esperar con los otros pasajeros el trasbordo del alba. Aquella noche lejana estaba viva en mí, al borde del inmenso tolondrón de las bombas, de donde parecía sacar toda su pesada tiniebla. La luna salió un rato, pero el hoyo negro la volvió a tragar.
Tendido entre las piedras aún tibias por el sol de la tarde, junto a la lavandera que dormitaba con el crío enfermo en sus brazos, me costó agarrar el sueño. Me apreté más a ella, pero lo mismo tardaba en dormirme. Su blando cuerpo de mujer turbaba mi naciente adolescencia. La voz tartajeante de un viejo en alguna parte se pasó todo el tiempo contando los pormenores de la explosión. Cuando se calló el viejo, del otro lado de un pedazo de tapia, empezaron a oírse los arrullos, las risitas y los sofocados quejidos de una pareja cuyas rodillas golpeaban sordamente el trozo de pared. Así que no era posible dormirse. La Damiana Dávalos también suspiraba y se removía débilmente de tanto en tanto bajo mis tanteos. Allí fue cuando entre la muerte y el recuerdo del horror, entre el hambre y el sueño, entre todo lo que ignoraba y presentía, succioné su pecho en la oscuridad robando la leche del crío enfermo que dormía apretado en su brazos, traicionando también a medias al marido emparedado en la cárcel. Así yo había descubierto el triste amor en la oscuridad junto a unas ruinas, como un profanador o un ladrón en la noche.
Acaso en ese mismo momento, en un lejano toldito de palmas de los yerbales, este mismo Cristóbal Jara que ahora iba a mi lado, que era ya un hombre entero y tallado, buscaba entonces con sus primeros vagidos la leche materna, mientras el cuello del padre se hinchaba en el cepo de la comisaría. A veinte años de aquella noche, después de un largo rodeo, podía completar el resto de una historia que me pertenecía menos que un sueño y en la que sin embargo seguía tomando parte como en sueños.
Escupió su naco y se internó en la maleza que había invadido la antigua picada. De tanto en tanto descargaba a los costados certeros machetazos, franqueándome el paso.
Cuando el levantamiento agrario del año 12 estaba prácticamente vencido, las guerrillas rebeldes, después de una azarosa retirada, se concentraron y atrincheraron en el recién fundado pueblo de Sapukai cuyo nacimiento había alumbrado el fuego aciago del cometa y que ahora se disponía a recibir su bautismo de sangre y fuego.
El capitán Elizardo Díaz, que había apoyado la rebelión de los campesinos con su regimiento sublevado en Paraguarí, tomó el mando de los insurrectos. Se apoderaron de la estación y de un convoy que estaba allí inmovilizado con su dotación completa. Ahora no les quedaba más que la vía férrea para intentar un último asalto contra la capital. En un plan desmesurado, desesperado como ése, sólo el factor sorpresa prometía ciertas posibilidades de éxito; podía hacer que el audaz ataque lograra desorganizar los dispositivos de las fuerzas que defendían al gobierno permitiendo tal vez su copamiento. Eran probabilidades muy remotas, pero no había otra alternativa para los revolucionarios. En cualquiera de los casos, la muerte para ellos era segura.
El capitán Díaz ordenó que el convoy partiera al anochecer de aquel 1º de marzo, con toda la tropa, su regimiento íntegro más el millar de voluntarios campesinos, armados a toda prisa.
En su arenga a las tropas del comandante rebelde mencionó la histórica fecha de la muerte del mariscal López en Cerro Korá, al término de la Guerra Grande, defendiendo su tierra, como el compromiso más alto de valor y de heroísmo.
—¡Nosotros también —los exhortó— vamos a
vencer o morir
en la demanda!…
Casiano Jara había levantado a la peonada de las olerías de Costa Dulce, unos cien hombres, la mayor parte de ellos reservistas que habían hecho el servicio militar en los efectivos de línea. Casiano acababa de casarse con Natividad Espinoza. Tenían su chacrita plantada en tierra del fisco, cerca de las olerías. Natí cuidaba los plantíos, Casiano trabajaba en el corte y horneo de los ladrillos. Pero él no dudó un momento en plegarse al combate, contra los politicastros y milicastros de la capital que esquilmaban a todo el país. Por eso no le costó convencer a los hombres de las olerías. Se presentaron como un solo hombre en correcta formación por escuadras a ese valeroso capitán del ejército, tan distinto a los otros, que no habían trepidado en salir en la defensa de los esquilmados y oprimidos. Díaz los recibió como un hermano, no como un jefe; los ubicó en el plan de acción y confirmó en el mando de sargento de la compañía de ladrilleros al vivaz y enérgico mocetón, que se convirtió en su brazo derecho.
Los preparativos de la misión suicida se cumplieron rápidamente.
Entretanto, en un descuido, el telegrafista de Sapukai encontró manera de avisar y delatar en clave la maniobra que se aprestaba, incluso la hora de partida del convoy. El comando leal, ni corto ni perezoso, tomó sus medidas. En la estación de Paraguarí cargaron una locomotora y su ténder hasta los topes con bombas de alto poder. A la hora consabida la soltaron a todo vapor por la única trocha tendida al pie de los cerros, de modo que el mortífero choque se produjera a mitad del trayecto, un poco después de la estación de Escobar.
A último momento, sin embargo, surgió aquella imprevista complicación que iba a hacer la catástrofe más completa. El maquinista desertó y huyó. Esto demoró la partida del convoy. En la noche sin luna, la población en masa acudió a despedir a los expedicionarios. La estación y sus inmediaciones bullían de sombras apelmazadas, en la exaltación febril de las despedidas. Las muchachas besaban a los soldados. Las viejas les alcanzaban cantimploras de agua, argollas de chipá y tabaco, cachos de banana, naranjas. Cantos de guerra y gritos ardientes surgían a todo lo largo del convoy. ¡
Tierra y libertad
!… era el estribillo multitudinario coreado por millares de gargantas enronquecidas en la quieta noche de marzo.
De pronto, sobre el tumulto de las voces se oyó el retumbar del monstruo que se acercaba jadeando velozmente encrespado de chispas. Se hizo un hondo silencio que fue tragado por el creciente fragor de la locomotora. A los pocos segundos, el fogonazo y el estruendo de la explosión rompieron la noche con un vívido penacho de fuego.
Y bien, ese cráter hubo que rellenar de alguna manera. En veinte años el socavón se recubrió de carne nueva, de gente nueva, de nuevas cosas que sucedían. La vida es ávida y desmemoriada. Por Sapukai volvieron a pasar los trenes sin que sus pitadas provocaran siniestros escalofríos en los atardeceres rumorosos de la estación, única feria semanal de diversiones para la gente del pueblo.
Pero no todos olvidaron ni podían olvidar.
A los dos años de aquella destrozada noche, Casiano Jara y su mujer Natividad volvieron del yerbal con el hijo, cerrando el ciclo de una huída sin treguas. Desde entonces su hogar fue ese vagón lanzado por el estallido al final de una vía muerta, con tanta fuerza, que el vagón siguió andando con ellos, volando según contaban los supersticiosos rumores, de modo que cuando en las listas oficiales Casiano Jara hacía ya dos años que figuraba como muerto, cuando no por las bombas sino con un rasguño de pluma de algún distraído y aburrido furriel lo habían borrado del mundo de los vivos, él empezaba apenas el viaje, resucitado y redivivo, un viaje que duraría años, acompañado por su mujer y por su hijo, tres diminutas hormigas humanas llevando a cuestas esa mole de madera y metal sobre la llanura sedienta y agrietada.