—Le repito por última vez. Es por su bien. Se está jugando la vida. Dígame de una vez lo que sepa y terminemos este asunto.
Las dos mitades del hombre yacente no se movieron; sólo el puño crispado subía y bajaba en la respiración.
—¡Teniente Vera!… —barbotó el oficial—. ¿Me ha oído? —lo removió con la punta de la bota.
—Yo no sé nada… —dijo solamente sin volver la desgreñada cabeza; era una voz neutra que subía no del temor ni del cansancio, sino de una absoluta desgana parecida a la desesperanza.
—Usted sabe muy bien lo que estoy preguntando. De nada le va a servir hacerse el desentendido ahora. Usted mismo contó todo aquella noche… —se volvió hacia el civil—. ¿No es cierto, señor jefe?
—¡Claro, capitán! No sé por qué se niega a dar los detalles —se agachó sobre él—. Aquella noche, en el boliche de Matías Sosa, usted estaba borracho, pero me enteró de lo principal.
—Lo que se dice en una borrachera no tiene valor… —la voz opaca se asordinó aún más contra la pared de ladrillos.
—¡Sin embargo, usted dijo la verdad! —farfulló el capitán—. ¿Quiere decir entonces que usted, borracho, es más digno que estando en su sano juicio? Usted estaba confinado aquí, por delito de sedición. Había dado su palabra de honor de respetar el Código y los Reglamentos. ¡Usted, Miguel Vera, todo un oficial de planta de la Escuela Militar! —el capitán se iba exaltando—. ¿Así cumplió con su honor de ciudadano y de soldado?… ¡Complicándose con esos bandidos que querían sembrar la muerte y la ruina en este pacífico pueblo!… —se contuvo con esfuerzo—. Menos mal que usted los delató.
—Yo no delaté a esos hombres… —dijo otra vez la voz monótona y lejana, que parecía venir del otro lado de la pared.
—No; usted los denunció. No hizo sino cumplir con su deber —dijo el oficial, como ayudándolo.
—Estaba borracho…
—¡No!… —gritó—. ¡Un borracho miente! En cambio, todo lo que usted dijo resultó cierto. La montonera existía… ¡Usted mismo se prestó a adiestrar a esos maleantes, les enseñó el reglamento de combate y hasta la fabricación de explosivos! ¡Es una falta gravísima!
—¡Usted se metía en el monte con el pretexto de ir a cazar, engañándome a mí, que respondía por su lealtad! —intervino de nuevo el jefe político—. Menos mal que en su borrachera…
—No —le cortó el oficial, mirándolo significativamente—. Usted no estuvo borracho ni es un delator. Prefiero pensar que quiso rehabilitarse ante su propia conciencia…
Algo que no se escuchó bien, un murmullo ininteligible, subió del piso.
—¿Cómo…, qué dice?
No repitió ni intentó aclarar lo que dijo, si era que acababa de decir alguna cosa. El puño cayó a un costado. En el vaivén del pecho, a la luz del sol, se marcaban las costillas bajo la sucia camisa desabotonada.
—No sé cómo no se da cuenta de que estoy tratando de ayudarle, como camarada. Tenemos que encontrar atenuantes, mejorar su posición antes de que sea tarde. De lo contrario, no creo que un consejo de guerra vuelva ahora a conmutarle la pena…
Se escuchó otra vez el gorgoteante murmullo, pero los dos pedazos del hombre siguieron inmóviles sin más que ese lento balanceo del pecho bajo la barra del sol, en la que el aliento removía diminutos torbellinos de partículas luminosas.
—Le conviene hablar, teniente Vera —apoyó el jefe político—. La confianza mata al hombre. Usted nos entregó la cabeza de la víbora. No se guarde la cola en el bolsillo.
—Lo que necesito saber ahora son las ramificaciones de este foco rebelde. Usted, que lo formó, debe saber algo…
—No sé nada…
—Tiene que saber por lo menos dónde está escondido el prófugo. No pudo haberse escapado del bolsón. Mis hombres lo vieron por última vez parapetado tras un caballo muerto, tratando de cubrir la huida de los suyos. Déme alguna pista. Ese Cristóbal Jara era de su confianza. Dígame dónde está.
—No sé nada… ¡Déjenme en paz! —tornó a repetir la voz incolora con un resabio de amargura y de asco.
—¡Usted es un miserable! —barbotó el capitán—. ¡Lo entregaré a la justicia militar! ¡Veremos cómo se defiende! —salió haciendo crujir los zancajos, seguido por el jefe político.
El número trancó la puerta del calabozo y su ocupante volvió a quedar a oscuras.
La persecución continuó incansable. Tres días atrás había sido capturado el último grupo que resistió en un horno hasta que se le agotaron los proyectiles. Fueron cazados a tiros. Entre los sobrevivientes se hallaba Silvestre Aquino, el cabecilla de la montonera, con el muslo atravesado por un balazo. Lo torturaron bestialmente; hubo hasta simulacros de fusilamiento, pero no sacaron en limpio gran cosa.
Desde entonces los efectivos del escuadrón de caballería batían a todas horas los bañados y las selvas de Kaañavé, en un radio de varias leguas en torno a las ruinas del vagón, que había sido el cubil clandestino de los montoneros. Los restos carbonizados seguían humeando en medio del monte. Frente al esqueleto de hierro, que ahora sí se parecía a un vigía muerto aunque todavía erguido, había un puesto de guardia. Los retenes se escalonaban de trecho en trecho o formando en torno a los bañados un verdadero cordón, mientras las patrullas barrían los recovecos de un lado a otro con los cascos de sus caballos.
Hurgaron uno por uno los ranchos de Costa Dulce. Sólo ante las inmundas cabañas de los leprosos se detuvieron, pero las vichaban a distancia, los oficiales con sus gemelos, desde los puestos de centinela que las flanqueaban.
El cargamento de carne rebelde puesta en vagón, ya estaba en viaje. Pero seguían buscando a ese único hombre que había hecho la hazaña de escapárseles de las uñas, desluciendo un poco la fulminante acción de la caballería de Paraguarí.
Procuraron hacer hablar a los viejos, a las mujeres y a los chicos de las olerías y los arrozales, con amenazas y hasta con
promesas de bastimentos y de dinero. Pero nadie sabía nada o nadie podía despegar los labios, esos dientes apretados por el encono muy nuevo de lo que habían visto hacer y por aquel otro resentimiento más antiguo, agrandado ahora por la salvaje represión tan semejante, en la memoria de los adultos, a la del año 12, con la que se aplastó el levantamiento de los campesinos y que volvía como entonces a despoblar de sus hombres al estero.
Allanaron también las casas del pueblo. Lo revolvieron todo, de arriba abajo. Registraron la iglesia, los corrales, los pozos, hasta el último aljibe. En determinado momento daban la impresión de que estaban buscando un botín muy valioso, escondido por la complicidad general, y no al hombre que solía conducir al destartalado camión de una ladrillerías, cuyo dueño naturalmente tampoco sabía nada. Don Bruno Menoret andaba más borracho que de costumbre. Se lo podía ver todo el santo día esparrancado en una de las sillas del boliche de Matías Sosa, quejándose con la lengua tartajeante de lo mucho que la sublevación de las olerías le estaba perjudicando. Lo más que pudo sacarle el comandante del escuadrón no era un secreto para nadie.
—Vea usted, general… —le había dicho el catalán testarudamente, con sus
eles
muy guturales.
—Capitán…, capitán Mareco —corrigió fastidiado el otro.
—No se enoje porque le regale dos o tres graditos más… Pronto los va a tener de todos modos. ¡Salud! —empinó una copa imaginaria—. Bueno, vea, capitán… Ese Cristóbal Jara era un buen muchacho, sabe usted. Trabajador como él solo. Me cumplía al pelo. No sé cómo pudo malearse. De vez en cuando solía llevar también en el camión a los turistas y cajetillas que vienen aquí para conocer el vagón metido en el monte. Pero lo hacía con mi permiso, para ganarse unos pesos de propina. ¡Yo qué iba a saber de lo otro!… Ese vagón transportado sin rieles, hace veinte años, por Casiano Jara, el padre de Cristóbal, es el recuerdo de la otra insurrección. Usted sería un rapaz entonces, pero debe haber oído hablar de ella, ¿verdad? Ese vagón es la curiosidad del lugar… Nadie sabe cómo aquel loco pudo hacerlo. Los extraños pagan con gusto sus patacones para verlo y para el hijo es un orgullo mostrarlo. Yo no le podía prohibir eso…
—Lo que le pregunto es si llevaba a ese oficial confinado aquí —le interrumpió colérico el capitán de labios gruesos y rostro mate, con los ojos encanados por los días sin sueño y la nerviosidad de la lucha, imbuido de su autoridad, con una pasión y orgullo de mando muy juveniles.
—Lo llevaba, sí… Creo que lo llevaba con permiso del propio jefe político. No lo sé. El mismo teniente contó aquí lo que preparaban los muchachos en el bañado. ¿Por qué no se lo preguntan a él? El jefe también lo oyó… Por eso están ustedes aquí, ¿no es cierto? Yo no sé nada… ¡Qué voy a saber de esas cosas! Yo soy un hombre de trabajo… ¡Jamás me he metido en política!
El capitán se levantó de golpe y salió del boliche, sospechando sin duda que el catalán se refugiaba en una simulada borrachera para burlarse de él.
Montó en su brioso doradillo y se fue al galope a recorrer los retenes.
Cerca de los hornos estaba el camioncito vacío, en el mismo lugar donde lo habían dejado la tarde que precedió el ataque. Al costado de la cabina se leía el tosco y orgulloso letrero:
Ladrillería
LA ESPERANZASapukai
En el reborde del techo, campeaba en letras más toscas todavía, como pintadas a dedo, el lema:
Mba’eve nda cheapurai
…,
avaré nda cheyokoi
…
[4]
Ese nombre y ese refrán sobre el cascajo abandonado entre los cobertizos y malacates desiertos, en medio del desolado pasaje del estero con sus montículos de lodo seco y sus zanjones como cráteres lunares, sugerían una broma, la inminencia de una sorpresa o de un juego preparado por muchachones. De un momento a otro, saltando de detrás de los montículos, podía aparecer riendo el conductor. Pero los dos centinelas de retén, adormilados en el asiento, con los fusiles entre las piernas, anulaban esa impresión volviéndola casi fúnebre. Asegurados por torzales a un guayabo, los caballos sin desensillar pastaban los raquíticos yuyos resollando fuerte a cada rato para expeler los chinches de monte que se les metían por los ollares.
—No sé hasta cuándo nos va a tener aquí el comando… —dijo uno de los conscriptos, rascándose de pronto energéticamente bajo la gorra; el largo sable que colgaba al costado tañía con sus movimientos en la chapa del camión—. ¡No podemos ni bañarnos en el arroyo por culpa de los lázaros!
—Al capí le da rabia que haya volado ese peón —contestó el otro—. Habrá volado de veras, porque ni el rastro dejó… —la blusa desgarrada en varias partes mostraba el pecho lampiño.
—¡Y qué a nosotros!
—Recién no más ascendió y quiere acreditarse.
—Ya agarramos a todos. ¿Qué más quiere?
—Ese uno que escapó le pica en el forro. ¡Parece un pombero luego!
—Nos está dando más trabajo uno solo que haber agarrado vivos a los noventa —las uñas del pulgar y del índice esculcaban los duros y negros cabellos; abajo, el sable seguía machacando tenuemente.
—Ya estará llegando al Alto Paraná donde hay más montoneros esperando el momento de levantarse todos juntos.
—Pero allá también hay más destacamentos del ejército rastrillando los focos revolucionarios. ¿No te acordás que mandaron al sur a otro escuadrón de nuestro regimiento como refuerzo?
—Entonces va a caer por allá —dijo el de la guerrera rota, sin convicción, cómo no deseándolo—. Lo van a agarrar sin falta. Por qué se apura entonces.
—Pero nuestro escuadrón es el mejor de Paraguarí. Por eso el capí está enojado. Lo quiere agarrar él. ¿Oíste lo que dijo ayer? ¡Cómo un triste peón se va a escapar de nosotros!
—El capí Mareco es de escuela y de buena familia. Por eso es muy orgulloso.
—Él será orgulloso pero yo tengo todo el culo roto ya por el apero, ¡qué joder! —dijo el que se buscaba piojos bajo la gorra, destripando con los dientes el que acababa de cazar.
El otro se rió. Luego los dos se quedaron en silencio contemplando cómo ardía la tarde entre los cocoteros, con el sol inmenso que parecía llenar todo el cielo sin una nube. A lo lejos, por encima del monte, se levantaba derecha una columnita de humo.
—Tarda en quemarse todo ese vagón, ¡ch’a! —dijo el más joven—. ¿No estará empayenado de veras?
—¿Viste, Juandé, que no hay mujer joven aquí en Sapukai? —dijo el de los piojos, mudando de tema.
—Ha de haber, pero están asustadas. Parecen todas viejas.
—O se habrán escondido por miedo a nosotros.
—Matamos a diez de esos peones de las olerías. Donde mueren los hombres las mujeres envejecen de golpe. En la última revolución pasó lo mismo en mi pueblo. Yo era chico, pero me di cuenta. Cuando mataron a papá, a mamá se le volvió todo blanco el cabello.
El otro sólo atendía al reclamo sordo e insistente.
—Me hubiera gustado entrar alguna de quince para divertirme un poco, sí… —se tiró la gorra sobre los ojos y se retrepó apretando el fusil entre las piernas—. Dicen que entre los leprosos hay una maestra de Karapeguá, la hija de un francés. Parece que todavía es muy linda. Algunos la vieron allá en los ranchos, cuando bajaban hacia el arroyo. Nosotros estábamos enterrando los cadáveres.
Hubo otra pausa más larga que las anteriores, en la que sólo se escuchó el crujir de los dientes de los caballos. Los moscardones zumbaban acosándolos.
—Yo no sé por qué vinimos a matar a estos prójimos —dijo el de pecho lampiño, casi para sí—. ¡Meta bala sin compasión! No habían hecho nada todavía.
—Orden es orden —replicó el otro, que parecía dormido bajo la gorra—. Nosotros estamos sirviendo a la patria y se acabó. Para qué vamos a plaguearnos de balde.
—No entiendo eso, Luchí. ¿Servir a la patria entonces quiere decir matarnos los unos a los otros?
—Éstos se quisieron levantar contra el gobierno.
—Porque el gobierno apreta desde arriba.
—Para eso es gobierno.
—Pero no aprieta a sus correligionarios.
—¡Guaúnte! Papá es liberal y abuelo también era liberal. Pero nunca salieron de pobre. Nuestra chacrita de Limpio cada vez es más chica porque hay más que comemos y la tierra no crece.
—Papá no era ni liberal ni colorado. Y lo mataron. Porque quiso esconder su caballo de los gubernistas, como ser, de nosotros ahora.
—¿Esconder su caballo?
—Un parejero malacara que no tenía contrario en todo Kaaguasú. Lo metió en la pieza cuando llegaron las fuerzas, como nosotros aquí de repente. Papá se escondió junto al malacara en el trascuarto. Durante tres días estuvieron allí, esperando que se fueran las tropas. Una tarde el malacara relinchó. Los soldados entraron y se quisieron llevar a los dos. Papá se retobó y entonces lo balearon y se le llevaron al parejero. Todavía me acuerdo de mamá lamentándose sobre el cadáver y retando a los soldados. Papá tenía ojos abiertos. Miraba hacia afuera. Yo pensé que estaba mirando cómo el sargento hacía tornear a su malacara mientras lo llevaba, sin poder decir nada. Pero ya estaba muerto y las moscas se estaban juntando sobre su sangre en el suelo.