Natí desde atrás podía adivinar el brillo alucinado de los ojos. Lo siguió sumisamente. Al final de una vía muerta, entre árboles talados y quemados por las ráfagas de metralla, había un vagón menos destruido que los otros.
Hacia allí se dirigieron.
Luego de traquetear bastante tiempo por el camino de tierra lleno de baches, que culebreaba entre plantíos de algodón y cañadulce, como a tres leguas del pueblo viró de pronto y metió el camión por un atajo hacia la isleta boscosa donde estaban las ladrillerías. Eso fue un poco después de haber pasado el leprosario. Varias figuras macilentas asomaron a los marcos sin puerta de los ranchos o despegaron de la tierra sus deformes cabezas, bajo los árboles, gritando roncamente a nuestro paso:
—¡Adiós, Kiritó!
Cristóbal Jara sólo agitó hacia ellos su mano en señal de saludo.
—¿Y ésos? —le pregunté.
No me respondió. No pareció oírme siquiera. Me volví. Unos cuantos chicuelos desnudos, con los vientres enormes, siguieron un trecho al camión correteando y alborotando con sus chillidos de pájaros enfermos.
El hombrecito retacón que venía en la parte trasera les hacía cómicas morisquetas. Después se sacó de los bolsillos algunas galletas y las fue arrojando una a una.
—¡Vito, lo’mitaí! —gritó varias veces.
Los chicos ventrudos se dejaron caer al costado del camino y se revolcaron en la arena de las huellas disputándose las galletas.
Entre los ranchos vi la cabaña redonda de troncos levantada muchos años atrás por el médico ruso que había fundado la leprosería, un tiempo antes de su inexplicable fuga. Lo veía de nuevo arrojado del tren a golpes y puntapiés por los furiosos pasajeros, cayendo de rodillas sobre el rojo andén de tierra de la estación de Sapukai, acusado de haber querido robar una criatura.
Allí estaba su casa, intacta, acaso un poco más negra con esa costra escamosa que deposita el tiempo en la madera. No más que la casa, porque él se había esfumado y nadie sabía dónde estaba. Después de tantos años los sobrevivientes continuaban esperando empecinadamente quizás el regreso de su benefactor. Testimonio de esa espera lo daban su desamparo, esas criaturas que iban naciendo y creciendo entre pústulas, ese pequeño pueblo de desdichados de Costa Dulce, que se iba desarrollando a espaldas del otro, como una joroba tumefacta, entre los harapos de monte.
Pensé que en cada rancho habría de seguro como reliquia una imagen destrozada a hachazos, aquellas que el Doctor degolló poco antes de irse tal cual había venido.
Un tumbo del camión me volvió a la realidad.
—Dicen que los leprosos suelen caer a veces a las farras del pueblo. ¿Es cierto eso?
Mi acompañante volvió a ignorarme, a no oírme.
Un poco antes de la leprosería estaba el cementerio. Vimos a una mujer atareada carpiendo los yuyos entre las cruces. La ayudaba un muchachuelo rubio y de ojos celestes.
El hombrecito le gritó también:
—¡Adiós, María Regalada!
El camión siguió traqueteando por un buen rato. Por fin llegamos a una limpiada entre cocoteros. Debía de ser su lugar de estacionamiento habitual porque el limpión estaba cruzado en todas direcciones por las huellas viejas y nuevas de las gomas. Del otro lado de la isla divisé el cobertizo de paja, chato y largo, de la olería, el horno para cocer los adobes, el malacate donde se molía y desmenuzaba la arcilla. A trechos se levantaban los montículos de barro seco y resquebrajado como piedra. La llegada del camión espantó a una bandada de taguatós posados en ellas. Se dispersaron chasqueando el aire con sus flojos aletazos.
No había humo ni fuego ni ruidos. Todas las olerías de Costa Dulce estaban abandonadas ahora por la sequía.
Cerró el contacto y descendió de un salto. El otro se descolgó como una oruga de una hoja. Cristóbal Jara le gruñó algo parecido a una orden. A mí, con gesto, me hizo comprender que debíamos continuar la marcha a pie.
—¿Hasta aquí solamente? —pregunté señalando el camión, algo acoquinado por el calor.
—Está el Kaañavé —explicó el hombrecito—. No se puede pasar.
Mi guía echó a andar. Retiré del asiento mi cinturón con el revólver, que me lo había quitado durante el trayecto. El hombrecito me miraba curioso, sin esconder su curiosidad. Mientras me ceñía de nuevo el cinto, le pregunté:
—¿Usted no se va?
—No. Yo me quedo. A guardiar un poco… —se retrajo como arrepentido de haber soltado una indiscreción; su natural expansiva era más fuerte que él.
—¿A guardiar qué?
—Y… el camión —dijo al azar.
Me largué tras el baqueano y lo alcancé no sin apretar el tranco. Las resquebrajaduras de la tierra gredosa, blancuzca ahora con la capa de salitre calcinada por la refracción, las cortaderas duras y quebradizas con sus colgajos de polvo, indicaban la proximidad y a la vez la ausencia del agua sobre la extensión del estero evaporado.
Nuestras dos sombras se iban achicando en el sofocante mediodía, hasta que acabaron de desaparecer bajo nuestros pies, descalzos los de él, enfundados los míos en botas de campaña.
Hablaba poco y de mala gana. Menos aún en castellano. Respondía con monosílabos sin volver los ojos siempre ocupados delante de sí, mirando a través de las rajaduras de los párpados zurcidos por la luz como costurones.
De él sólo sabía su nombre y algo de esa extraña historia que me habían contado en el pueblo sobre la fantástica marcha del vagón destruido a medias por las bombas.
Durante el viaje en el camión de la ladrillería, entre barquinazo y barquinazo, tenté a tirarle la lengua, traté de sobornar su silencio con esos pequeños recursos que siempre dan resultado y acaban por establecer la comunicación entre los hombres: una palmada cordial, el halago esquinado, la indirecta pregunta. Hasta conseguí que bebiera de mi caramañola algunos sorbos de caña. Pero él parecía reservar su complicidad para otra cosa. A lo sumo, la boca a veces parecía replegarse en el imperceptible amago de una mueca que no sería de burla, pero que lo parecía porque era la sonrisa de ese silencio acumulado en él y que él mismo de seguro ignoraba, pero que lo saturaba por completo.
Lo más que conseguí sacarle, cuando sesteamos en la barranca del arroyo, a la sombra de un tayí, fue el detalle de los rieles de quebracho que debían haber usado para mover el desmantelado armatoste de hierro y madera. Ensambló las manos huesudas y las desplazó sobre el suelo, despacio, sin despegarlas, con una lentitud desesperante, casi maliciosa de tan exagerada. Pensé en algo semejante a los tramos portátiles de los pontoneros. Ese detalle me trajo también el recuerdo de mi fallido examen de logística en el último curso de la Escuela Militar, una asociación absurda en ese momento, después de las cosas que habían pasado.
Pero aun esa alusión a los rieles de madera podía ser una idea mía. El gesto que quiso sugerirlo fue ambiguo. La quijada cetrina se apoyaba al hablar sobre las rodillas, mirando siempre a lo lejos al bailoteo opaco de la luz sobre los matorrales.
—¿Cómo? —le incité.
—Poco a poco… —dijo; el tajo de la boca apenas se movió.
—¿Cuánto tiempo?
Se miró los dedos de las manos sopesándolos. ¿Quiso indicar cinco o diez meses o años en la manera indígena de contar el tiempo, o tan sólo la inconmensurable cantidad de esfuerzo y sacrificio que puede caber en las manos de un hombre?
—¿Por aquí fue por donde lo trajeron?
Quedó callado, encogido, rascándose con la uña el protuberante calcañar. No hubo manera de hacerle decir nada más; probablemente no sabía nada más o ya lo había dicho todo.
El arroyo, aun sin agua, me parecía en verdad un obstáculo insuperable; no tanto para el camión. Mucho más para el vagón, cuando debió cruzarlo sin puente por alguna parte, tal vez por algún vado muy playo.
—¿Se seca a menudo el Kaañavé?
—El curso principal. Éste es un brazo no más.
—La sequía está durando.
—Sí.
—Así no trabajan las olerías.
—No.
Sobre el lecho arenoso centelleaban los cantos rodados y alguno que otro espinazo podrido de mojarra, cubierto de hormigas.
Pensé en el destino de ese arroyo. En el Kaañavé bebían y se bañaban los leprosos. Era el único remedio que tenían para sus llagas, el único espejo para sus fealdades. Ahora estaba seco; pero no siempre lo estaba. El afluente buscaba el tronco de agua. Luego el arroyo bajaba mansamente hacia otros pueblos. En sus recodos también bebían y se bañaban los sanos, lavaban montones de ropa lavanderas de Akahay y Karapeguá.
Con la misma inconsciencia había pasado seguramente el vagón, indiferente a los vivos y a los muertos. Miré de improviso a Cristóbal Jara. Él pensaba sin duda en otra cosa, que no era ni el arroyo ni el vagón. Pero nada decía esperando tal vez el momento.
En eso apareció el hocico del tatú en un agujero de la barranca. Esperé a que asomara toda la cabeza, saqué el revólver y le disparé un tiro. El armadillo se hizo una bola y quedó quieto. Recogí la bestezuela que goteaba sangre y la metí en mi bolsa.
Se levantó y echó a andar de nuevo, los carapachos de los pies raspando la tierra, cada uno parecido a un achatado, córneo armadillo, como el que iba goteando a mi costado. Yo no hacía más que seguirlo pasivamente. Su espalda, llena de cicatrices, estaba aceitada de sudor bajo los guiñapos. No tendría veinte años, pero desde atrás parecía viejo. Seguro por las cicatrices o por ese silencio, que aun de espaldas lo ponía taciturno e impermeable, pesado y elástico, al mismo tiempo.
Durante horas y horas trajinamos por maciegas hervidas de tábanos y sol, espacios imprecisables entre un cocotal y otro, entre una isleta y otra de bosque, distancias difíciles de apreciar por las marchas y contramarchas. Ni una carrera, nadie, ni siquiera el pelo de algún borrado caminito entre los yukeríes y karaguatales encarrujados. Nada. Sólo el resplandor blanco y pesado rebotando sobre la tierra baja y negra, escondiendo todavía la costa del monte.
En vano estiraba los ojos. No podía ser tan lejos.
Ya había perdido la cuenta de hacia qué lado del horizonte habíamos dejado el pueblo. Tampoco podía ubicar el rancherío de los lazarientos ni la ladrillería ni el cauce del arroyo. Entré en sospecha de que el baqueano me estaba haciendo caminar más de lo necesario. Lo haría para despistarme; acaso para aumentar el valor de su trabajo. Vaya uno a saber por qué lo haría.
O quizás verdaderamente ése era el camino.
Me costaba concebir el viaje del vagón por esa planicie seca y cuarteada, que las lluvias del invierno y el desborde del arroyo transformaban en pantano. Se me hacía cuesta arriba imaginarlo rodando sobre rudimentarios rieles de madera, arrastrando más que por una yunta de bueyes o dos y tres aun cuatro yuntas en las lomadas, por la terca, por la endemoniada voluntad de un hombre que no cejó hasta meterlo, esconderlo, hasta incrustarlo literalmente en la selva.
Es decir, sí; ahora que marchaba detrás del guía impasible, sin otra cosa para contemplar que las cicatrices de su espalda y las cicatrices del terreno, el cielo arriba turbio, una verdadera lámina de amianto, podía tal vez concebir el viaje alucinante del vagón sobre la llanura; un viaje sin rumbo y sin destino, al menos en apariencia razonables.
Podía ver al hombre eligiendo pacientemente el terreno, emplazando los durmientes y las pesadas secciones de quebracho, unciendo las yuntas de bueyes enlazadas al azar en el campo o en los potreros; podía verlos picaneándolas, exigiendo a las bestias escuálidas que cubrieran en esas pocas horas de la jornada nocturna un nuevo y corto tramo sobre los rechinantes listones, azuzándolos con su apagada y ronca voz, con una deses-peración tranquila en sus ojos de enajenado. Así siempre, bajo el tórrido sol del verano o en las lluvias y las heladas del invierno, inquebrantable y absorto en esa faena que tenía la forma de su obsesión. Y esa mujer junto a él, contagiada, sometida por la fuerza monstruosa que brotaba del hombre como una virtud semejante al coraje o a la inconsciente sabiduría de la predestinación, atendiendo y cuidando los mil detalles del viaje, pero atendiendo y cuidando además al hombre y al crío de meses, esa pequeña liendre humana nacida y rescatada del yerbal, cuyos días iba marcando el lentísimo y por eso mismo vertiginoso voltear de las ruedas del vagón; el pequeño crío lactante transformado en niño, en muchacho, en hombre, a través de leguas y leguas y años y años y ayudándolos también a empujar con su primeras fuerzas el arca rodante y destrozada, inmune sin embargo a la locura del progenitor, como los hijos de los leprosos o los sanos del pueblo no estaban necesariamente condenados a contraer el mal, puesto que las defensas del ser humano son inagotables y se bastan a veces para anular y transformar ciertos estigmas al parecer irremediables.
Todo esto podía entender forzando un poco la imaginación.
Yo sabía la historia; bueno, la parte pelada y pobre que puede saberse de una historia que no se ha vivido.
Lo que no podía entender era que el robo del vagón primero y el viaje después —ambas cosas se implicaban— pasaran inadvertidos. Ese viaje lentísimo e interminable tuvo forzosamente que haber llamado la atención; tuvo que haber transmitido su locura —como lo hizo con la mujer— a un número cada vez mayor de gente, pues era demasiado absurdo para que el vagón pudiera avanzar o huir tranquilamente a campo traviesa sin que nadie hiciese algo para detenerlo; el jefe político, el juez o el cura, cada cual en su jurisdicción, puesto que hasta de brujería se habló. La delación de un simple telegrafista había bastado para frustrar la maniobra de los insurrectos y provocar la catástrofe. Pero en el caso del vagón todos se callaron. El jefe de estación, los inspectores del ferrocarril, los capataces de cuadrillas. Cualquiera, el menos indicado, habría podido alzar tímidamente la voz de alerta. Pero eso no sucedió. Una omisión que a lo largo de los años borronea la sospecha de una complicidad o al menos un fenómeno de sugestión colectiva, si no un tácito consentimiento tan disparatado como el viaje. Es cierto que el vagón ya no servía para nada; no era más que un montón de hierro viejo y madera podrida. Pero el hecho absurdo estribaba en que todavía podía andar, alejarse, desaparecer, violando todas las leyes de propiedad, de gravedad, de sentido común.
El espanto y el éxodo, la mortandad que produjo la terrible explosión, dejaron por largo tiempo, como el cráter de las bombas, una desmemoriada atonía, ese vacío de horror o indiferencia que únicamente poco a poco se iría rellenando en el espíritu de la gente, igual que el cráter con tierra.