—Te salvaste raspando, Rivas —siguió diciendo.
—No se muere en la víspera, compañero.
—Argüello entabló, el pobre.
—¡Por arruinado! No se apuró en bajar.
—Se apuró en morir…
Con la cara hundida en la huella, el camillero se achicharraba, inmóvil, en el bailoteo de los reverberos.
La barba de Silvestre, dura como espartillo terrado, también se movía bajo el sombrero, raspándole el pecho, al hablar de vez en cuando con Salu’í, sentada en el camión.
—No viene… —murmuró ella.
—Ya estará viniendo.
Hubo una larga pausa. Las moscas lamían una latita vacía, entre los suyos. Arriba, entre las ramas, temblaba un resplandor anaranjado. Era el aro de bronce del radiador.
—No acaba uno de conocer a la gente —dijo de pronto Silvestre, bajo el sombrero—. Creí que lo tuyo era un capricho no más… Un capricho de mujer loca… —
sarakí
, dijo él en guaraní la exacta palabra—. Un capricho así es más que la vida… ¡Estás naciendo de nuevo Salu’í!
Ella lo miró, pero no dijo nada. No tenía nada que decir.
Al atardecer los camiones formaban pequeños grupos dispersos a la orilla del bosque, esperando aún la orden de partida. Aquino ambulaba por el cañadón, observando alternativamente el cielo y los embudos abiertos por las bombas. Los escombros carbonizados del aguatero humeaban todavía. Más adelante, obstruyendo el paso, se erguía la mole diminuta y fatídica del sanitario. Aquino se dirigió hacia allí con pasos nerviosos. Nadie supo en el primer momento qué se proponía. Rodeó el furgón, inspeccionándolo por todos lados, y se detuvo a unos pasos de la bomba.
En ese momento, entraba en el abra el camión de Jara, con Otazú en el pescante, enlunado y de mala vuelta, y el rechoncho de Gamarra, saludando a gritos a todo el mundo, derrochando las mejores ocurrencias de su repertorio.
Desde lejos, Aquino les hizo una seña imperiosa. Gamarra se calló, pero Jara siguió avanzando. Aquino volvió a alzar el brazo. Su voz retumbó en el cañadón.
—¡Altoo…!
Jara frenó, mirándolo intrigado, sin comprender lo que ocurría o iba a ocurrir. Aquino señaló la bomba.
—¡Voy a sacarle la muela!
Los distintos grupos de hombres se levantaron y se pusieron a observar curiosos los movimientos del jefe del convoy. Lo vieron echarse al suelo y reptar hacia la bomba, sobre el mismo surco que había trazado al patinar. Un rumor de inquietud se propagó de uno a otro, apiñándolos en una creciente expectativa. Por encima de ellos, Salu’í tenía fijos los ojos en el camión de Jara. El vidrio polvoriento resplandecía con el último fulgor del ocaso, de modo que no podía ver la cara del conductor, tapada por ese reflejo a la vez brillante y opaco que traducía de alguna manera sus ansias más secretas.
La mano de Silvestre se aproximó lentamente al artefacto y empezó a manipular el detonador que parecía atascado, con el rostro cubierto de gruesos goterones, la barba apelmazada de tierra y blanca como la de un viejo. Al fin empezó a desenroscar la pieza.
En torno al cañadón, las caras de los demás estaban crispadas por la angustia de ese pequeño chirrido que no terminaba nunca, barridas por un luctuoso aire de zozobra. Un vívido fogonazo de fotografía las ennegreció de repente, alumbrando hasta la última gota del terreno. El terrible fragor hizo retemblar el cañadón, apagándose poco a poco en la profundidad del bosque, mientras el aire de la explosión volvía a desplomarse en una lluvia incandescente de tierra y partículas, tan lenta y pausada, que nunca iba a acabar de caer.
Al resplandor de los faros y de la fogata que consumía los restos del sanitario, la veintena de hombres silenciosos trabajaba activamente para rellenar los embudos. Cristóbal Jara se esforzaba a la par de ellos. Daba algunas breves y tajantes órdenes, que apuraban la agitación de la palas y machetes, de caras y torsos embreados de sudor. Salu’í traía ramas y volcaba las brazadas en los hoyos. En un momento dado, su mirada se encontró con la de Cristóbal. Éste pareció fijarse en ella, como si la hubiera visto por primera vez. Hubo entre ambos una levísima suspensión, que pasó inadvertida. Él se volvió y redobló sus esfuerzos para acabar de tapar y alisar el cráter. Con la pala fue matando el fuego. De pronto, entre unos espinos encontró un objeto blando y mojado. Era el sombrero de Silvestre. Se agachó a recogerlo y lo guardó casi a escondidas en el bolsillo del pantalón.
—¡Listo! —gritó—. ¡Traigan los camiones!
Los hombres se desparramaron hacia la espesura. Cristóbal dio maquinalmente unos pasos. Se detuvo al costado del camino, junto a dos toscas cruces hechas con ramas. Allí, en los embudos que les servían de sepultura, yacían los dos compañeros, los dos
oyo-valle-guá
, pedazos gemelos de la tierra natal, en los hoyos de sacrificio. Allí, a sus pies, pero infinitamente lejos. Se agachó y recogió un puñado de tierra seca del desierto. La dejó caer sobre ellos, en un vago gesto de despedida, acaso de instintiva rebelión. Infancia y destino, el tiempo de la vida, lo que quedaba detrás y lo que ya no tenía futuro, se desmenuzaban en ese chorro árido que caía de su mano, en la fatal pesantez que todo lo devuelve a la tierra, pensando quizás que toda la tierra muerta del Chaco no iba a alcanzar cubrirlos, a tapar esos agujeros del tamaño de un hombre.
Los camiones ya estaban encolumnados en el camino. A paso rápido se aproximó al suyo. Ordenó a Rivas que condujera el camión de Aquino. Otazú subió con él. Al volverse, Cristóbal vio a Salu’í parada ante él, cargando el botiquín y los paquetes de venda.
—Subí —le dijo.
Gamarra la ayudó, tomándole parte de la carga.
El camión de Jara arrancó de golpe y tomó la punta.
De nuevo la selva se abría delante de los faros en la tortuosa picada. Las ramas espinosas arañaban las chapas, el techo de la cabina y el tanque. Las ruedas gemían patinando a trechos en la arena removida de las huellas. Cristóbal desenredaba extraños ritmos en su caja de velocidades, haciendo que el camión avanzara aferrándose a la más ligera depresión, a una mata de yuyo, el labio partido de una huella.
Los tres tosían y escupían el agrio tufo del polvo, Salu’í miraba como hipnotizada la franja luminosa que marchaba delante de ellos. No sentía ni la picazón de los mosquitos que se enredaban zumbando en sus crenchas. Gamarra se enrolló de nuevo en su manta y encajó el paquete en la cabeza en un ángulo de la chambrana.
El camión de Rivas y Otazú iba ahora en la cola. Naufragaban enmascarados en la marejada impalpable y asfixiante.
—¡Viaje desgraciado! —dijo Otazú con voz estropajosa.
—Empezó mal —asintió la otra voz de trapo.
—Y va a terminar mal… ¡Llevamos la muerte delante! —dijo Otazú lanzando la cabeza en un gesto resentido.
—¿Por quién decís? ¿Por Salu’í Pikó?
—¡Y claro!…
Las gomas patinaron en un bache arenoso, impidiendo a Rivas con su chillido oir el resto.
—¿Qué habrá venido a buscar? —preguntó Rivas.
—Se largó detrás de Jara. Viene escapada del hospital. Oí cuando le contaba su asunto a Aquino.
—¡Mujer y basta!
—Me acuerdo antes de la guerra… —dijo Otazú con despreciativa jactancia—. Todos íbamos a su rancho. ¡Hasta yo la trinché!
—Pero ahora se hace la santularia… No quiere jugar más a la sortija… —rió el otro, cloqueando.
—Nos trajo la yeta. Este viaje va a terminar mal, te digo. Ya murieron Aquino y Argüello. Y no sabemos todavía lo que nos espera. Recién hicimos la mitad del camino.
—Claro, a mí me gustaría estar en Sapukai, tomando una cerveza helada en el boliche de Matías sosa —dijo Rivas, poniendo los ojos en blanco.
—Y a mí en Luque, tomando tereré junto a mi pozo, que fabrica hielo entre los culantrillos.
Un bandazo les hizo morder el trapo.
—¡Monte de mierda! —rezongó Otazú, escupiendo con asco en la oscuridad.
—Sí, no estamos en el Parque Caballero —chacoteó el otro.
Otro pozo arrancamuelas los juntó en un choque de cabezas.
—Sabés,
Amberé
—dijo Otazú, sacándose de nuevo el trapo—. A veces me siento en la picada como una mosca…
—¿Mosca?
—Sí, un hombre pero como una mosca. Siento que se me empieza a hinchar el vientre. Y entonces, de repente, me enredo todo en una tela de araña y las patas peludas de una tarántula grande como el camión se echan sobre mí…
—Yo creo que lo que vos tenés es otra cosa, Otazú —le dijo el otro, mirándole de reojo.
—No, te digo… Es cierto. Me siento así mismo…
—Pero si vos sos capaz de pegar fuego a un río, Otazú.
—¿No te parece que en un descuido podríamos volver? —dijo girando la cara de golpe.
—¿Volver?
—A la isla Po’í… Ahora que venimos en la cola, podemos.
—Nos pueden pillar —dijo Rivas, algo renuente.
—Yo volví una vez. Y me salió bien. Conté que me cuatrearon en el camino. Gané un día de descanso en la base. Cociné y comí bien por lo menos, en lugar de ir a luchar con el reparto de la línea.
—Pero el agua hace falta allá —dijo Rivas con algún escrúpulo.
—¡Un camión más o menos no va a matar la sed de diez mil hombres!
A la hilacha luminosa del cuadrante. Salu’í vio que la cara de Cristóbal se contraía. El ruido de un motor llegaba en ese momento hasta ellos. El traquido se venía acercando. El bulto descabezado de Gamarra se movió en el asiento.
—¡Camión, paíto! —dijo parpadeando, al salir de la doble oscuridad, hecho una sopa, como si reflotara en un arroyo.
Las facciones de Cristóbal acusaron su contrariedad, buscando un improbable lugar para el cruce. No había el menor resquicio. La maraña inextricable se cerraba sobre el camión como una tapia de estaqueo. La apertura de una plataforma lateral tampoco era posible allí, donde los árboles enterraban sus troncos a pique de las huellas hondas y arenosas.
—¡Cayó la bola, señores! —farfulló Gamarra—. ¡Cruce en Garganta de Tigre! ¡Cuando el burro…! —se pegó un tarascón, al recordar que Salu’í iba con ellos.
El ruido del motor se acercaba hinchado de otro rumor, semejante al jadeo de muchos cuerpos que vinieran empujando el lento avance del vehículo.
—¡No vayas a recular, Kiritó! ¡
Anike
!
Los faros aparecieron en un recodo y se clavaron de lleno en el aguador. Gamarra se tapó los ojos cocinados de sueño. Cristóbal también parpadeó encandilado. Aminoró la marcha. Los dos camiones se detuvieron nariz a nariz. Era un transporte de heridos. Ahora se percibían claramente los quejidos de la carga amontonada en el interior. El conductor sacó la cabeza y gritó, agitando el pulgar por encima del hombre.
—¡Atrás, los compadres! ¡Mis pasajeros vienen un poco apurados!
Cristóbal ya había hecho el cambio y el camión estaba retrocediendo sobre su propia sombra. Gamarra saltó al pescante y empezó a gritar:
—¡A recular…, a recular!
Los camiones empezaron a retroceder, a la voz
¡A recular
…,
a recular!
, transmitida de uno a otro, hasta que no fue más que un
lar… lar… lar…
en un eco ululante perdiéndose hacia atrás. Los motores, exigidos al máximo, taparon de nuevo a medias la ronca quejumbre del cargamento humano, que sólo mudaba de diapasón en los barquinazos. Se entreveían los cuerpos apilados, piernas y brazos espinudos, miembros y torsos con vendajes pegoteados, semblantes cadavéricos, la garra quemada de alguna mano engurruñándose en las oleadas de tierra y de insectos que manchaban la luz.
Otazú y Rivas se atareaban falsamente en el simulado desperfecto. Esperaron que el rumor de los motores se apagara poco a poco. Entonces bajaron la tapa del motor. Estaban solos en el cañadón. Otazú se acercó al grifo y lo abrió. Bebió hasta que le vinieron hipos. El otro hizo lo mismo. Pero no lo volvieron a cerrar. El chorro caía con sofocado ruido sobre la arena. Cuando dejó de gorgotear, el runruneo impreciso y remoto también se había apagado y luego, como brotado de ese mismo silencio, surgió el gran trémolo de la noche en la selva, demasiado grave y profundo, para que fuese perceptible. Algo como la música del gualambau que los indios hacen zumbar en los dientes encerrándola en la garganta y en el pecho, mientras danzan y danzan en torno a sus hogueras sagradas. En la franja gelatinosa de los faros, se extendía un manchón blanco en medio de las huellas, como un coágulo de luna, erizado de huesitos negros. Pero no había luna. Era el lienzo de tierra calcinado por la ignición del sanitario. Hacia el fondo estaban las dos cruces solas, esperando. El camión dio un viraje completo y pasó ante ellas.
—¡Silvestre nos hubiera mandado fusilar! —murmuró Rivas.
Agachado y torvo, Otazú se friccionaba maquinalmente la mejilla donde recibiera el bofetón.
Filtrándose por los intersticios del ramaje, el cielo legañoso del amanecer cabeceaba a contramarcha de los camiones, en la picada llena todavía de noche. La vegetación fue raleando. Desembocaron al fin en un descampado, larvas chorreadas de tierras y telaraña, expelidas del intestino boscoso sobre el mar gris del desierto, sembrado de pálidos islotes.
Prendido a los parantes, sobre la espiga de la carrocería, Gamarra intentaba el recuento de la columna, poniéndose una mano sobre los ojos inyectados de sangre, igual a un búho que la selva hubiera dejado adherido allí, incapaz de mirar el sol naciente.
—Diez no más somos… Parece que falta el camión de Otazú —dijo descolgándose penosamente de su improvisado observatorio y metiéndose otra vez por la chambrana, en medio del bamboleo de la marcha.
Desde el oeste, por encima de las islas, llegaban el estruendo de los cañones y el tableteo de las ametralladoras. Mucho antes de salir a campo abierto ya los habían escuchado. En el último tramo, sobre todo, tuvieron la sensación de ir rodando sobre esa trepidación que atoraba la picada de sordas ventosidades y tolondrones. Lo sentían en las gomas de las ruedas y en los dientes. Ahora el ruido tenía mucho espacio donde retozar y también estaba más cercano.
—¡Isla Samuhú! —informó el gárrulo hombrecito a la pasajera, tendiendo el brazo hacia uno de los islotes—. Allí está el comando de la división. Un poco más adelante están las líneas. ¡Amanecieron bravas hoy!
Salu’í permanecía callada. Cristóbal conducía concentrado sobre el volante, en dirección a la ribera de bosques que estaba más allá de las islas.