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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (29 page)

BOOK: Hijo de hombre
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Pero, en un momento imprevisible para todos, la inconcebible regeneración comenzó. La glándula incorruptible revivió en su feminidad ardiente y destruida. Nadie volvió a traspasar la estera. Pero nadie creyó en su voluntad de purificación. De nada le valió. El pasado impuro y cercano la tenía presa en su jaula como a una cotorra. No la habían juzgado antes. La juzgaban ahora, cuando ella era otra. Salu’í seguía siendo para todos, la putita de la laguna, la «lora» del barrio
Psitacosis
, que también a ella debía su nombre. La iban a expulsar del campo. El barrio alto hizo sentir el peso de su honorabilidad sobre las casuchas equívocas del bajo. Una comisión de damas ensombrilladas presentó sus quejas al Comando de la guarnición. En eso cayó la guerra y la evaluación de la población civil salvó a la pecadora del destierro.

Los convoyes se llevaron a las asustadas mujeres que huían a Puerto Casado del peligro de las bombas. La única que se quedó en la base fue precisamente la que unos días antes hubo de ser arrojada como un bicho apestado. Se acordaba de eso porque aquel día cayó sobre el campo la manga de mariposas, al comienzo de la sequía. Eran millones y millones. Venían en oleadas sucesivas. Pronto la llanura se puso a tiritar bajo ese manto de lava dorada y aleteante. Hasta el verde de la laguna se volvió amarillo. El aire estaba tan espeso, que asfixiaba. Las señoras se marcharon en los camiones tosiendo y escupiendo mariposas.

Al día siguiente entró a trabajar en el hospital, todavía vacío, que a partir de Boquerón se atracó de la despachurrada carne de cañón. Un poco después llegó Juana Rosa. Y fueron dos. Dos seres chimbos con polleras, en la marejada de hombres cenicientos.

Y ahora estaba allí, parada en el terraplén, en medio de repentinos fogonazos.

Todo el convoy se ponía en movimiento con un apuro ciego y desordenado. Él se iba y la dejaba. Avanzó unos pasos y se detuvo, luchando consigo misma. Volvió la espalda a la laguna y subió corriendo hacia el hospital.

7

El cielo se había puesto tirante. Bronco y cóncavo, resonaba raspando por el zumbar de máquinas aéreas y los estampidos de sucesivas explosiones. Tres
Junkers
bolivianos sobrevolaban la base en cerrada formación, arrojando sus bombas. El suelo se abría a diestro y siniestro en ardientes penachos de tierra y metralla. Hombres, vehículos y animales se atropellaban entre estas súbitas erupciones. Como remate, los incursos picaban, peinando el vórtice en vuelo rasante con las ráfagas de sus automáticas. A pelo y contrapelo. Desde arriba sí que verían la loma de Isla Po’í como un alborotado hormiguero, un takurú destripado a bombazos.

Los improvisados puestos de defensa comenzaron a funcionar, pero no disponían de verdaderas baterías antiaéreas, sino de unas pocas piezas de tiro rápido que estaban escupiendo cintas enteras de balas
dum–dum
. No podía esperarse mucho de ellas. Sin embargo, los
Junkers
se desplegaron en abanico, perseguidos tenazmente por las blancas pelotillas que reventaban a su alrededor. Uno de ellos se alejó echando humo por la cola. Los restantes ganaron altura y siguieron evolucionando en complicadas figuras coreográficas, enteramente pintados de rojo por el fulgor del ocaso. Las hélices trituraban fuego puro, más rojo aún que los lengüetazos de sus ametralladoras.

Con menos precisión ahora las bombas proseguían su obra destructora, levantando al azar los instantáneos surtidores, que volvían a desplomarse en una espesa lluvia de tierra y fragmentos. Dos cayeron casi juntas sobre la laguna, arrancando de ella una sola tromba anaranjada. Los ranchitos del borde quedaron envueltos en llamas. Algunos caían al descampado. La deflagración de los explosivos prendía en los pajonales grandes fogatas, como para la ceremonia ritual de una tribu.

El pánico del primer momento acabó transformándose en un vertiginoso zafarrancho de salvamento. Las tropas ayudaban a los camilleros a meter los heridos en los tucas. Los camastros viajaban a la disparada en la compacta cerrazón. En un momento, los refugios quedaron repletos. Entonces las camillas fueron llevadas al monte. A veces, las tunas y las uñas de gato de los guaimipirés se enganchaban al pasar en las mantas y las vendas, descubriendo de golpe muñones recién cosidos. Una bomba cayó sobre esa concentración de espectros yacentes. La malla de enmarañados arbustos la protegió en parte, pero una camilla voló y se incrustó en la copa de un samuhú con un brazo enredado entre los hierros retorcidos.

Los camilleros no se dejaban acobardar. Volvían a la carga. Corrían agachados, casi pegados al suelo, arrastrando los bultos gimientes. Entre ellos, la animosa Salu’í viboreaba más temerariamente que ninguno. Cargaba las angarillas, dirigía, orientaba, mandaba a los demás, como una clase en el combate. Desgreñada y con los ojos ardientes, su pequeña figura se engrandecía entre la polvareda y el humo. En un momento dado, arrastró de los brazos a un hombre que tenía amputadas las dos piernas, y logró guarecerlo bajo los árboles. Iba y venía con una lata dando de beber a los más necesitados. Distribuía pastillas coagulantes para contener las hemorragias y reparaba como podía los vendajes. Un muchacho esquelético, que agonizaba, se aferró a su mano murmurando:

—¡Mamá… mamaíta!…
¡Anima chereyatei!

[7]

Ella cerró los ojos. Desde el fondo de la muerte alguien la llamaba con ese nombre, para ella fabuloso. La garra de hueso y piel se aflojó. Sustrajo su mano lentamente. Bajó los párpados sobre los glóbulos vidriosos. Se fue rápidamente.

El convoy aguador, entretanto, había conseguido refugiarse indemne en el bosque. No faltaba un solo camión.

La zambra delirante comenzó a decrecer. Las máquinas amarillas se fueron despintando. Agotada su mortífera carga, los bombarderos se alejaron oscuros, cuando los tardos
Potez
se hacían presentes en el horizonte como tardíos espectadores. La gritería surgió clamorosa de entre los escombros.

8

La noche cayó de golpe. El olor de la pólvora y la chamusquina de los incendios flotaban en el aire. Persistía una gran actividad. Grupos de hombres bullían en todas direcciones, transportando cargas, acabando de apagar los focos de fuego o removiendo escombros. Los heridos habían vuelto a ser llevados al hospital desde los tucas y los improvisados refugios del bosque. Solamente los cadáveres estaban quietos donde habían caído. Faroles y linternas zigzagueaban en la oscuridad. Las siluetas se volvían repentinamente blancas cuando entraban en el haz proyectado por los faros de los camiones.

A la orilla del montecito espinoso se movía una sombra. No llevaba linterna ni farol. Daba por el contrario la impresión de huir de la luz. Era Salu’í. Buscaba algo entre los cadáveres. De pronto se inclinó sobre uno de ellos. Pero enseguida lo dejó por otro, menos sucio de tierra y sangre, con el fusil terciado a la espalda. Después de mirar a su alrededor, lo tomó de los brazos y lo arrastró hasta que la maleza los ocultó por completo.

Allí le sacó el fusil y lo empezó a desnudar.

9

El convoy se puso en marcha lentamente. Unos tras otros, los camiones costearon la laguna, en busca de la boca del Camino Viejo. Algunos ranchos de la orilla continuaban ardiendo en montones incandescentes, que se duplicaban en la superficie como si ardiesen bajo agua.

Silvestre Aquino encabezaba la columna. Los faros de su camión proyectaban una luz amarillenta. Hacía el efecto de ir derramando por delante oleadas de huevos rotos. Cristóbal Jara cerraba la marcha con su cascajo. Aturullado en el asiento, más pequeño y rechoncho que nunca, iba Gamarra tratando de dormitar a pesar de los barquinazos. El furgón sanitario rodaba delante, conducido por Rivas y llevando a Argüello como camillero. Eran los «voluntarios» escogidos por Jara. Los tres complueblanos suyos de Sapukai. Así lo había elegido a él Silvestre Aquino, cuando se formó el convoy, poco después de su llegada a la base, y los forajidos del estero eran otra vez, por virtud de la guerra, «soldados de la patria».

Nada unía tanto en los trances difíciles como el ser
oyovalle- guá
, pedazos de la misma tierra natal. No había mejor base que ésta para la mutua confianza. Jara los designó con ademanes. No los nombró siquiera, no les preguntó si querían o si se animaban a ir. Los marcó simplemente con su mano y los duros pronombres, que a partir de ese momento tenían un valor impersonal.


Nde… jha nde… jha nde…

La picada se cerró sobre ellos y la marcha se hizo más lenta y fatigosa. El hueco irregular del camino retrocedía ante los camiones. A campo abierto, el convoy eslabonado por los fanales formaba una sola fila de chatos gusanos de luz, arrastrándose entre la vegetación enana, hasta que un pique o desmonte se los volvía a atragantar. En esos momentos cada camión navegaba solo en su respectivo trozo de noche. A veces, en algún recodo, un samuhú avanzaba despacio hacia el camión con su hidrópica barriga, o silueta de vaga apariencia humana surgían de la maleza. No eran más que tunas o arbustos espinosos, trajeados de polvo, erguidos a la luz de los faros. Restos de vehículos y osamentas de animales aparecían también de tanto en tanto, jalonando los pasos difíciles de la ruta balizada por la aviación enemiga.

En los descampados y cañadones, la noche era distinta. Olía a viento, a resinas, a pirizales húmedos. Los camiones boqueaban respirando a pleno pulmón, luego del aire sofocante de los piques indios, densos de polvo, de mosquitos, saturados por la fetidez de la chinche de monte y el orín del zorrino. El cielo verdinegro titilaba arriba con el chisperío de las constelaciones y el campo abajo, con el de los muãs, como si estrellas y cocuyos fueran una sola cosa, mientras el vasto espacio voltejeaba a sus espaldas blandamente. Pero a medida que avanzaban, la tierra se iba poniendo más seca. Las ruedas patinaban en los arenales. Los viejos motores jadeaban espasmódicamente. La mayor parte del tiempo debían desarrollar todo su régimen. El tambor de los diferenciales araba las entrehuellas o se incrustaba en los montículos y entonces había que bajar a desengancharlo, cavando debajo a pala y machete. Las manos de los camioneros iban crispadas sobre las palancas de cambio. Bloqueadas de golpe o embaladas a fondo, las cajas de velocidad producían continuos rechinamientos. Tenían que apelar a todas las fuerzas y combinaciones del engranaje para desprenderse del blando pero implacable brazo de la ruta que no quería dejarlos pasar. Avanzaban tragándose poco a poco la picada que los tragaba a ellos en sus fauces fibrosas y polvorientas. Más de dos horas les había llevado la legua y media de camino, y faltaban no menos de quince hasta el comando divisionario. Pero no eran solamente estas fatigas. Existía además el peligro de los cuatreros y satinadores, tanto amigos como enemigos, que los camioneros debían afrontar sin más armas que el herrumbrado mosquetón y unas cuantas bombas de mano en sus bolsas de víveres.

El cansancio y el sueño comenzaban a roerlos. No habían ingerido más que un jarro de aguachento cocido, antes de partir de la base. Por el bombardeo, no hubo más rancho que ése.

Entraron en un cañadón liso y ancho como un lago. A lo lejos, la mancha amarilla del puntero bogaba en busca del paso. Cristóbal Jara observó que se detenía ante el boquete del cañadón. Poco después, el destello cremoso se puso a parpadear con alguna insistencia.

—¿Qué le habrá pasado a Aquino? —comentó Gamarra, desperezándose—. Parece que está señeando.

Jara no contestó. Miraba tenso hacia adelante, con la cara excavada de sombras por el foquito del tablero.

10

La silueta surgió esfumada por el polvo y afrontó el camión con los brazos en alto, en medio del camino. Esta vez no se trataba de una mera apariencia. La figura humana se fue perfilando cada vez más nítidamente en la seca gelatina que derramaban los faros. Silvestre Aquino frenó de golpe.

—¡Güepa pora! —masculló—. Desertor…, seguro.

—¡O cuatrero bolí! —dijo el ayudante de Otazú, recogiendo el mosquetón y encañonándolo.

Aquino hizo titilar los faros para encandilar al desconocido, que avanzaba lentamente, sin bajar los brazos.

—¡Altooo…! —barbotó Otazú, algo espeluznado, manipulando el cerrojo.

La silueta se detuvo. Los brazos le cayeron al costado, pero nada había en ella de agresivo ni desafiante. Era un soldado pequeño, sin equipo de guerra. Ni siquiera cargaba fusil.

—¿
Mävaiko-nde
? —gritó Aquino el clásico santo y seña guaraní, repitiéndoselo de inmediato en castellano.

El soldado no contestó.

—¿Amigo o enemigo? —insistió Aquino.

Se le vio abrir la boca, pero ningún sonido salió de esa mueca. Echo a andar de nuevo hacia el camión. Entonces Aquino se recostó contra el respaldo. En su semblante, el asombro se mezclaba ahora a una placidez casi risueña.

—¡Voy a tirarle! —farfulló Otazú.

—No hace falta.

—¿Por qué, mi sargento?

El soldadito se acercó. Una expresión a la vez inquieta y decidida le contraía el semblante en la ictérica luz. A dos pasos del camión se detuvo otra vez. En ese instante acabaron de reconocer a Salu’í. Los cabellos cortados a cuchillo, sobresalían del sombrero en blancos mechones. La ropa del soldado muerto le colgaba por todas partes, overa por los oscuros y apelmazados lamparones.

—¿Adónde vas, Salu’í? —preguntó Aquino, casi paternalmente.

—¿Puedo subir? —dijo ella solamente.

—¿Viniste a refrescarte un poco? —preguntó Otazú, mordaz.

Ella no lo miró siquiera. Esperaba que le hicieran lugar.

—¡Dale pues asiento! —ordenó Aquino.

Otazú salió al estribo, malhumorado y hostil.

El camión arrancó y entró en la picada. De la punta de la cola, el convoy reanudó la marcha, ahora otra vez en la tiniebla compacta de polvo, en la que los conos de los faros penetraban como a tornillo para abrir paso a los armatostes oscuros. Aquino y Otazú se ataron trapos a la cara.

Ella iba absorta. Fumaba sin descanso los cigarrillos de Juana Rosa, hamacándose en los barquinazos entre dos enmascarados. De vez en cuando tosía, ahogada.

—¿Cómo te animaste a venir así? —le preguntó Silvestre con la voz pastosa.

—No había otra manera.

—¿Sabe Kiritó que has venido?

—Se negó a traerme.

—¿Por qué no me dijiste que querías venir?

—El jefe de la misión es él.

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