Ahora lo veía trotar junto al padre, rumbo al boliche, entre las piernas y el ruido de los hombres.
Las tres cruces estaban sobre la sucia y percudida mesa, junto a la cual rodeábamos a Crisanto. Eran pequeñitas, burdamente hechas, sin ninguna inscripción bajo la pátina de herrumbre que las recubría.
—…Cruz de Boquerón… Cruz del Chaco… Cruz del Defensor… —las enumeró Taní López pellizcándolas una por una con la guampita del meñique—. ¡Lindo recuerdo, Jocó!
—Sí… —murmuró, otra vez como en un eco, apartando la mano de Taní.
—Algo es algo… dijo el que se contentó con lamer la grasa de la paila… —refraneó Corazón Cabral.
—¿Pero cómo fue para que te dieran las condecoraciones? —preguntó algo capciosamente Hilarión Benítez—. No había cruces ni medallas para los suboficiales y los clases. Por lo menos hasta que nosotros vinimos. Sólo papel de balde con tu hoja de servicio… —se volvió hacia mí—. ¿No es cierto, mi teniente?
Yo me quede callado, pensando en otra cosa.
—A mí me dieron —dijo Crisanto, después de una pausa, sin el menor asomo de desconcierto. Y luego, humilde—: Seguro me correspondía.
—¿Y cuándo fue?
—Pocos días antes de cerrarse el acantonamiento de los movilizados. Ya no éramos muchos. Se hizo la formación. Me llamaron. Yo di tres pasos al frente, mientras tocaban a corneta y el tambor, y el propio ministro de guerra me entregó las cruces.
—¡Güepa pora! ¡El propio ministro de puro fino!
—Me prendió las cruces al pecho, me abrazó y me dijo: «¡En nombre de la patria agradecida!…». Todos gritamos: ¡Viva la patria!… Y el ministro se fue, rodeado por sus ayudantes.
—¡El propio ministro de guerra ch’…! —volvió a exclamar Corazón—. ¡Qué les parece! ¡No es sudor de perro! ¡Y nosotros aquí, más duros que el chipá del Calvario!
Hubo algunas risitas contenidas.
Hilarión hizo una mueca y miró fijamente a Crisanto.
—Pero, no pensaste… —le dijo y se calló.
—En lo que tiene que ser no se piensa —le cortó el otro con una inconmovible seguridad—. Se le pone el pecho y se acabó.
—¡Por lo menos una vez hicieron justicia! —dijo Corazón Cabral, contemporizador—. ¡Tan siquiera el sargento Crisanto Villalba no salió orejano en la baraja de las condecoraciones!
—Sí —dijo—. Aquí están…
Levantó el jarro en el que había un resto de caña. Todos creímos que lo iba a beber. Pero él se limitó a inclinar el jarro vertiendo cuidadosamente una gota sobre una de las cruces. Le temblaba un poco la mano. Después las frotó con el pulgar, muy despacio, temático, ayudándose con la saliva y el aliento. La mesa enclenque también temblequeaba con los movimientos. Bajo la deshilachada bocamanga apareció la muñequera de lija que se usaba para lanzar granadas de mano en los asaltos. Estaba negra y coriácea de mugre.
Las cruces fueron quedando bruñidas y readquirieron un oscuro reflejo. Entonces las envolvió de nuevo en el sobado trozo de diario con prolijos dobleces, de modo que no se tocaran entre sí. Alzó la bolsa sobre las rodillas y guardó el paquetico. Escuché otra vez el blando ruido en el fondo y vi de refilón unos bultos oscuros como locotes secos. Todo el desmedrado «requecho» del sargento. Iba a decirle algo, pero sólo se me ocurrió:
—¿Estás contento de volver, Crisanto?
Quedó pensativo, como esforzándose en penetrar la pregunta. Sus labios se movieron dos o tres veces antes de que se escucharan sus palabras.
—Yo no quería… —dijo.
—¿No querías qué? ¿Desmovilizarte?
—No, no quería.
—Pero hace más de un año que la guerra terminó, Jocó.
—Eso es lo que siento —dijo él con verdadera tristeza en la voz—. ¡Se acabó nuestra guerra tan linda!
Nos miramos sin saber qué decir. La inminente carcajada tampoco estalló esta vez. No esperábamos que dijera eso. Pero lo había dicho con el tono de quien se resigna a un hecho irremediable. Estaba serio. Él no se burlaba, no había dicho un chiste. No mentía.
—¡Eso sí que está lindo! —dijo Corazón, traduciendo en cierto modo nuestra sorpresa—. Yo creía que eso solamente lo decían los oficiales «galletas» de la intendencia de Puerto Casado. ¡Para ellos sí terminó la guerra tan linda! Para ellos y para los emboscados de la retaguardia. Pero no para un combatiente que arrejó y se chupó en el frente los tres años. ¿Por qué dices eso, Jocó? Para nosotros es bueno que esa guerra de porquería haya terminado.
—¡Total, para lo que sirvió! —farfulló Hilarión—. Ahora, los poguasús del gobierno están perdiendo en el papel lo que nosotros ganamos en el terreno… —se fue exaltando—. ¡Dejamos allá brazos y piernas! ¡Sembramos los huesos de cincuenta mil muertos!… ¿Para qué? ¡Los hombres bajos tierra no prenden!
—Bueno, Hilarión… —trató de atajarlo Pedro Mártir.
—¡No…, qué bueno!… —bramó él—. Dicen que ganamos una guerra… ¿Pero qué es ganar una guerra, si me quieren decir? Para nosotros, al menos… —se pasó con rabia el brazo por la frente sudada—. ¡Mírenlo a Eligio…, él ganó la guerra! ¡Ahora ya no puede hacerse ni siquiera la puñeta! —escarró un gargajo y se quedó callado.
Eligio Brisueña agitó el muñón del brazo, mientras algunos se reían. Crisanto permaneció al margen del bullicio. No pareció haber oído siquiera a Hilarión. En la pausa que se hizo, dijo arqueando un poco las cejas.
—Al principio yo no quería creer… Se decía que la guerra iba a volver a empezar en cualquier momento. Yo esperaba. Quería volver allá…
—¿Al Chaco? —preguntó Taní López.
—Sí. Al frente. Quería volver a guerrear. Yo debí quedarme luego allá. Eso era vida. Mandar una patrulla de reconocimiento, una compañía, avanzar por los cañadones, tomar al asalto una posición enemiga…
—¡Jho…, sargento Villalba…, héroe de Algodonal y Mandeyú- pecuá! —lo vitoreó Corazón.
—Mandar, obedecer, combatir… ¡Eso era vida! —repitió—. No quise abandonar un solo día la línea, mi regimiento, mi división.
—Cierto, Jocó —dijo José del Carmen, que hasta entonces no había despegado la boca—. Me acuerdo de aquella vez que tomaste prisionero a un bolí en la aguadita de pirizal, cerca de Gondra. Le correspondía un mes de permiso —dijo a los otros—. De premio. Pero él no aceptó.
—Para qué. Allá estaba bien. En mi puesto. Después vino el cese del fuego. Yo quería quedarme. Pero me trajeron engañado. Decían que después del Desfile, me iban a volver a mandar al Chaco.
—¡Y no cumplieron su palabra! —dijo Corazón.
—Yo esperaba en el acantonamiento. Me dieron la baja. Después también el distrito militar se cerró. Me echaron afuera. Empecé a trajinar sin rumbo. Iba al Ministerio, iba al puerto a vichear los transportes… Una vez subí y me escondí en la bodega del
Pingo
. Pero los marineros de la prefectura me sacaron…
Lo podía imaginar merodeando los muelles del Puerto Nuevo, con los ojos secos y obsedidos clavados a través del río en el remoto horizonte del Chaco, fijo en el cerebro ese pensamiento apenas trémulo, pero tenaz, insobornable, como la aguja de una brújula descompuesta. Podía seguir su ansiedad, su gradual e imperceptible desaliento al ver que no se embarcaban más tropas. Ya no había bandas de música ni banderas ni muchedumbres enardecidas de entusiasmo patriótico. Los güinches volvían a cargar fardos de algodón, de tabaco, de cueros, de tanino. Y descargaban cajones y cajones, del tamaño de los ranchitos de estos hombres. Desclavaban las tablas y salían autos de lujo de muchos colores. Imaginaba a Crisanto mirándolos indiferentes salir de los cajones, tan distintos a los destartalados vehículos del Chaco, camuflados de verde y de tierra.
—Gasté todo el dinero que me dieron —dijo—. Yo no sentí ni un chiquito, porque ese dinero no era mío. Me habían dado por defender a la patria. Y eso no se cobra…
—¡Defender a la patria! —barbotó otra vez Hilarión, dando un tacazo con su muleta—. ¡Las tierras de los gringos fuimos a defender!… ¡Nosotros también somos la patria y quién nos defiende ahora!
—Gasté hasta el último centavo —siguió diciendo Crisanto, con el mismo acento monótono—. Esperaba. Dormía por las noches en el corredor de la Estación Central, en la recova del puerto. Me llevaron preso por vago. Menos mal que se me antojó enterrar la bolsa en un baldío.
—Te hubieran robado hasta tu requecho —dijo Hilarión.
—En la policía militar revisaron mi foja de servicio. Entonces me dieron un pasaje y me entregaron al comisario del tren. Y aquí estoy… —se calló como fatigado de haber hablado tanto de una sola vez, o como si lo hubiera dicho todo descubriendo de golpe, a pesar de las bromas, el precioso secreto de su reserva, de su esperanza, de su fracaso. Los labios quietos y delgados se apretaron en un tajo; el ala del mugriento sombrero, sobre los cantos de la cara.
—Ahora estás aquí otra vez —dijo Eligio Brisueña, como para alentarlo—. En tu pueblo. Entre tus compañeros. El único que faltaba entre los que quedaron vivos… —la media manga con el muñón adentro se agitaba como un bicho enojado, en contraste con la suavidad de su voz.
—Jocó, mi hijo… —susurró el viejo Apolinario Rodas—. Eras el mejor agricultor de Itapé. Todos te vamos a ayudar. Tienes que levantar tu coga, limpiar tu cañal…
—No sé. A según…
En un ángulo de la pieza, Cuchuí acuclillado procuraba atar el piolín de las longanizas que había comido a la cola de un gato. El piso de tierra estaba sembrado de oscuros pellejitos de tripa, entre los escupitajos amarillos.
Crisanto se levantó para irse. Cuchuí abandonó el gato y se fijó en su padre. Los demás tornaron a revolverse incómodos y el barullo arreció de golpe. Nos habíamos olvidado un poco del problema. Pero el problema estaba allí, cerca, lejos de todas partes, aguardando minuto a minuto una improbable solución tan difícil como continuar reteniendo a Crisanto en la ignorancia de la última desdicha que lo acechaba, mediante el ingenuo ardid de ese agasajo que no podía durar eternamente.
—¡Más que dios se lo pague manté, los señores! —dijo con humilde gratitud, pero también con algo de bochorno.
—No, Jocó. Todavía es temprano. Ahora vamos a jugar un trucazo —dijo Corazón.
—No soy contrario rico para una pierna —dijo con una sonrisa—. No me sobra ni un real.
—No importa, Jocó. Estamos entre amigos. Apuntaremos a dedo. Si perdemos, yo voy a ser compí tuyo, me vas a pagar después… ¡Cantalicio!… —gritó Corazón al bolichero—. ¡Un lindo tereré con cepacaballo para enfriar el estómago! ¡Carrera maaar pueee…!
—¡A su orden, mi cabo! —dijo el bolichero, despegándose del mostrador donde escuchaba la conversa. Empezó a maniobrar con la guampa, la bombilla y la cantimplora, en repentina actividad.
—A desensillar, Jocó —insistió Corazón, tirándole un brazo.
—Quiero llegar a Cabeza de Agua antes de la entrada del sol. Es largo el camino.
—No te faltará un catre para dormir y descansar esta noche en el pueblo. Mañana temprano, después de matear, te vas con la fresca.
—No… —dijo liberando el brazo—. Más que muchas gracias. Me voy no más…
Ya salía y nadie lo hubiera podido retener un solo minuto más.
Cuchuí lo siguió. Costearon la plazoleta sombreada de paraísos y enfilaron por la carretera, que empezó a humear bajo el tranco largo y regular de Crisanto y los saltitos de pájaro de Cuchuí.
Los vimos perderse en un recodo, sin que Crisanto se hubiera dado vuelta una sola vez para ver si su hijo lo seguía.
—¡Pobre Jocó! —dijo Corazón—. ¡Se le acabó la linda guerra!
—Recuerdo… —dijo José del Carmen, casi hablando para sí—. Después del repliegue de Saavedra, la división de León Caré se trancó cerca de Gondra. Nos parapetamos como pudimos en nuestras posiciones. Yo estaba en la compañía de Jocó. Durante la retirada recibió un balazo en la cara. La herida ya se le estaba agusanando, pero él seguía firme en su puesto. La lucha era a muerte. No había tropa suficiente. Los bolivianos también se fortificaron frente a nuestras líneas y hostigaban por los flancos. Por un pelo nos salvamos de caer nosotros en el corralito, que usábamos contra ellos a cada momento. Pero los bolís también ya lo estaban aprendiendo. A un pelo estuvimos del desbande. Entonces
León Caré
mandó desplegar la bandera sobre el árbol más alto del monte y nos habló mano a mano recorriendo la línea… —se interrumpió porque le alcanzaban la guampa del tereré con la verdosa espuma de la yerba hasta el borde. Dio una chupada a la bombilla y agregó a través de una burbuja que se le rompió en la boca—: ¡Eso guapeó por nosotros!… Hicimos pata ancha en la posición… Veíamos el
¡Vencer o morir!
del mariscal López brillando en nuestras bayonetas…
José del Carmen miraba a lo lejos el desierto vacío. Ahora sólo brillaba la bombilla de lata del tereré clavada en la guampa, que andaba de mano en mano. Nosotros también veíamos la bandera de combate enredada en los árboles…, al jefe de ojos acerados y tranquilos, llamado el
León Rengo
y querido hasta el fanatismo por sus soldados, azuzándolos con el viejo lema de la Guerra Grande, ese lema que resumía el destino de un pueblo cuya fatalidad ancestral parecía residir en la guerra.
—…Así estuvimos casi un mes —prosiguió José del Carmen—, pulseándonos en pequeños ataques y contraataques. Teníamos que romper el cerco de alguna manera. Pero peleábamos a ciegas. Necesitábamos informaciones, saber algo del enemigo. Entonces se llegó a ofrecer un mes de permiso por un prisionero vivo. ¡Nada menos que un mes de permiso! ¿Se dan cuenta, lo’mitá?
—¿Fue cuando Jocó agarró al bolí? —preguntó Taní López, que se cavaba un oído con el largo y corvo cuernito del meñique.
—Sí. Había encontrado un pozo indio en un pirizal, tapado por el guaimipiré y los llantenes. Nadie supo cómo, porque todo estaba seco alrededor. Jocó olía el agua bajo tierra. Allí se puso a esperar día y noche. Sabía que tarde o temprano también el enemigo iba a encontrar la aguadita. Y así fue. Una tarde por fin cayó al pozo un bolí. Era un bolí chiquito, flaquito. Jocó escondido entre el yavorai lo dejó entrar en confianza. Tenía que agarrarlo vivo para conseguir el permiso. Arrodillado sobre el pozo, el bolí tomó agua como para un caballo. Después se desnudó y empezó a bañarse, echándose agua con las manos, como los perros. En ese momento, Jocó saltó sobre él y lo agarró. Pero el bolí mojado y asustado se le escapaba de las manos, viboreando como anguila. Se desprendió y echó a correr. Todo lo que le faltaba de grande al bolí le sobraba de ligero. Jocó lo alcanzó y volvió a liarse con él. Se le iba a escapar otra vez. Entonces no tuvo más remedio que sacar su yatagán. Le puso la punta contra el vientre. Para asustarlo no más. Pero el bolí se sacudió en la desesperación y la hoja se le hincó hasta la mitad en la verija. Comenzó a quejarse sin consuelo y a atajarse con las manos la punta de la tripa que se le salía por el agujero. Jocó estaba más asustado todavía que él. Le pasaba la mano por la cara. No sabía qué hacer. Fue y trajo agua del pozo, le lavó la sangre, la porquería, le metió para adentro el intestino y le taponó el ojal con la hoja machucada de llantén. Pero el bolicito seguía quejándose, cada vez más despacio. Jocó se desesperó. Se le iba a morir no más. Lo alzó en brazos como a un guachito de teta que hubiera encontrado en el monte, y empezó a hamacarlo como si tratara de hacerlo dormir cantándole un arrorró… «¡Cállate na, bolí!…», le decía. «¡No llores na, bolí!… ¡No te mueras na, bolí!… ¡No te vayas na a morir!…». Así llegó al comando, con el bolí todavía vivo en sus brazos…