—¡Subí, vamos! —ordenó él, sin mirarla, pisando el botón de arranque.
Al límite de sus fuerzas, Salu’í se desplomó de bruces al costado del camión. Cristóbal sacó la cabeza y la miró. Por primera vez vio el manchón que ahora cubría toda la espalda y le inflaba un globito rosáceo cerca de un hombro, bajo la empapada tela de la chompa. Un estupor doloroso desencajó aún más sus facciones. Por primera vez pareció vacilar. Fue tan hondo y desamparado su gesto, que mostró hasta el hueso cómo vacilaba por primera vez en su vida, mordido por ese dilema para el que no había opción. El tiempo volaba. Él estaba atado al camión. Ella, a la tierra, por su agonía. En un esfuerzo sobrehumano, Cristóbal apretó y soltó los pedales suavemente, hizo retroceder el camión y lo devolvió a las huellas en una maniobra muy lenta, llena de un infinito, de un tierno cuidado, de modo que las ruedas no fueran a lastimar el cuerpo yacente de Salu’í y apenas removieran sobre su cara un tenue mechón, una mano de polvo, una impalpable y definitiva caricia. La contempló una vez más. El pequeño surtidor aún latía en la espalda. Una mano se aferró a una plantita y quedó quieta. Entonces Cristóbal puso en marcha el camión y ya no volvió a mirar atrás. Las ruedas se quejaban sobre el suelo liso y firme de la picada, cada vez más rápido. A lo lejos, las gomas empezaron a soltar dos negras ramazones en los remolinos que iban borrando la traqueteante silueta.
Un rato después entraba en el cañadón, aparentemente abandonado. Avanzó a la deriva con las ruedas en llamas, bamboleando por entre las armas y bagajes y los bultos esparcidos bajo los árboles calcinados. Varias ráfagas de ametralladora, imprecisas, balbuceantes, como disparadas por un ebrio o un loco, astillaron finalmente los vidrios, pero el camión siguió avanzando en zigzag, avanzó unos metros más. Se detuvo. Al chocar contra un árbol se detuvo. Un gran chorro de agua salió por la boca del tanque sobre las llamaradas que llenaban de sombras el cañadón de nuevo silencioso. La bocina empezó a sonar, trompeteando largamente, inacabablemente.
El camionero estaba caído de bruces sobre el volante, en la actitud de un breve descanso.
Bajó el tren lentamente, titubeando con desgana. Daba la impresión de que le costaba reconocer el lugar o de que no tuviera mucho interés en quedar allí. Los ojos se le achicaron bajo el pesado resplandor de la siesta. Aplastó sobre la frente el ala del arrugado sombrero que llevaba una cucarda pegada al cintillo, y acabó de descender la plataforma de uno de los coches de segunda, apoyando casi a tienta los pies descalzos en el andén. En medio del barullo y de los empujones, al principio no se fijaron en él. Yo sí; yo lo vi enseguida, pero me quedé observándolo disimuladamente porque imaginé lo que iba a pasar y no quería ser el primero en notar su llegada. Estaba estrenando el cargo; debía guardar las apariencias, el espíritu de autoridad. Ese hombre nos ponía de nuevo ante ciertos hechos irremediables; al menos para nosotros. A él mismo, sin duda, le costaba hacerse cargo de ellos. Quizás a eso se debía su actitud de despego, de rechazo.
Miró alejarse el convoy. Entonces, su indecisión se mezcló al desaliento como si de pronto sintiera que lo habían abandonado en un desierto. Giró la cabeza hacia las casas y los ranchos que flotaban en el polvo, a la sombra de las ovenias y de los paraísos chamuscados por el sol. Acaso le resultaba difícil de verdad reconocer su pueblo al retorno, luego de los tres años de guerra, no porque el pueblo hubiese cambiado mayormente en ese tiempo, sino porque los cambios se habían producido en él, en la parte de adentro de los ojos, y no acertaba a ubicarlos en el exterior.
Miró la carretera que partía en dos el caserío. A lo lejos, el montículo verdinegro de Tupá-Rapé palpitaba en las refracciones. La visión del cerrito pareció orientarlo.
Echó a andar con lentitud. El polvo se enroscó a la escuálida figura del ex combatiente. Subió hasta la picuda cara de pájaro donde la piel reseca se pegaba al hueso, curtida, grabada a fuego por los espinos del Chaco, por los gránulos morados y apagados de la pólvora que le embijaban los pómulos terrosos, uno de ellos arado a quemarropa por el tajo de una bala.
Estaba cambiado, sí; pero a él no lo reconocieron de inmediato.
—¡Miren quién llegó! —gritó uno—. ¡El sargento Crisanto Villalba!…
Pero aún ese nombre sonaría extraño para él. No hizo ningún gesto. No hizo caso. Siguió andando lentamente, como si además de miope hubiera llegado sordo.
La noticia levantó un reguero de exclamaciones y comentarios entre la gente aglomerada en torno a la estación. Se arrimaron varios hombres, también con andrajos del uniforme de campaña; uno de ellos apoyado en sus muletas. A otro le faltaba la mitad de un brazo. Tenía la manga de la blusa doblada y sujeta con alfiler de gancho. El recién llegado se detuvo y los miró con su cara impasible, más oscura del lado de la cicatriz por el reviro del sombrero.
—¡Por fin llegaste, Jo!… —tanteó Eligio Brisueña, agitando hacia él la manga vacía, sin animarse todavía a completar el apodo.
—¡Oú Jocó! —gritó alguien.
Los otros al oír eso se descosieron.
—¡Jocó!…
—¡Jocó!…
—¡Jocó!…
Ése seguía siendo su verdadero nombre. Nombre de pájaro. Se arremolinaron a su alrededor. Estaba parado en el polvo que no cesaba de lamerlo, como entre gente extraña cuyas caras no conocía o no recordaba. Los miraba con su negra cara de garza, un poco encorvado por el peso de la abultada bolsa de víveres que apretaba bajo un brazo con cierta desconfianza. Las llamitas de los ojos volvieron a parpadear en las cuencas profundas. No era falta de visión seguramente. Toda esa sombra que traía dentro era la que le impediría ver en la luz meridiana. No volvía ciego; acaso desmemoriado tan sólo. El famoso verdeolivo del Chaco estaba lleno de remiendos y zurcidos hechos pacientemente. Tres pedacitos de cinta tricolor, tan desteñidos como la cucarda del sombrero, se hallaban cosidos al bolsillo izquierdo de la chompa, atestiguando las tres cruces que vendrían dentro de la bolsa de víveres. Llevaba la manta arrollada en bandolera. De uno de los bolsillos asomaba la achatada cuchara de lata. Gruesas venas y nervios como sogas le subían por el cuello.
Me hicieron llamar. No tuve más remedio que ir. Lo acorralaban en una actitud especial, entre respetuosa y condescendiente todavía, algo incómodos, pero bulliciosos, contentos de recuperar al compueblano, al retrasado compañero de allá lejos.
Me metí entre ellos. Le palmeé amistosamente el hombro.
—¿Qué tal, Crisanto?
En la bolsa de víveres hubo un apagado ruido de hierros que entrechocaban blandamente. Pensé que sería el plato y el jarro del equipo. Venía con todo encima.
—¿No te acordás del teniente Vera? —le dijo Pedro Mártir, señalándome.
—No…
En realidad, Crisanto me conocía poco. Yo había salido de Itapé siendo muchacho.
—Ahora es nuestro alcalde…
—Ah…
—¡Se acabaron los jefes políticos! —escupió Hilarión Benítez, apoyándose en sus muletas—. Ahora tenemos alcalde… Por primera vez un compueblano, tan siquiera.
—Ah…
—¡
Jha
… Crisanto cha!… —dijo Corazón Cabral, señalando los trocitos de cinta en el bolsillo de la chompa—. ¡El único ex combatiente condecorado del pueblo de Itapé!
Una imperceptible sonrisa jugó sobre la boca dura del recién llegado.
Un chito harapiento se coló en el grupo y se puso a mirarlo, con aire adormilado. Tenía la boca amelcochada con jugo de naranjas agrumado por el polvo. La costra seca le chorraba sobre el pecho, moteado por las manchitas blancas del albarazo.
—¿Y qué tal, Jocó ch’amigo? —preguntó Taní López—. ¡Qué dice el hombre!
—Nada. Silencio… —dijo al fin con esa voz mansa y seca, que no salía de su voluntad.
—Tardaste en venir —dijo Hilarión, como si le hiciera un reproche.
—Ya cerró un año desde que se hizo el Desfile de la Victoria —dijo Corazón Cabral, clavándole sus ojos burlones.
Tardó un rato en responder. Le costaba encontrar la voz o hacer funcionar el mecanismo que la ponía en movimiento.
—Me quedé allá —dijo.
—¿En el Chaco? —preguntó Pedro Mártir.
—No, en Asunción.
—¿Y a hacer qué? —dijo Eligio Brisueña.
—En el acantonamiento. Esperando la desmovilización.
—¡Para qué iban a apurarse! —farfulló Hilarión Benítez—. ¡Total, ya te sacaron el sebo del cuero!
—Pero te tiró la querencia —dijo Taní López.
—Vine…
—Primero llegué yo —informó Hilarión—. Cuando en el Hospital Militar entregaron mi nueva pierna de petereby… Después, el cabo Brisueña.
—Para mí no hubo brazo de madera —dijo éste.
—Punteamos la retirada hacia aquí —continuó Hilarión—. ¡Ya éramos estorbo! Después vinieron los otros… Taní López, Pedro Mártir, José del Carmen…
—¡Y yo! —dijo Corazón Cabral, interrumpiéndolo.
—Después llegaron los hermanos Goiburú —continuó Hilarión—. Como siempre, uno tras otro, como butifarras, para volver enseguida a la cárcel cuando lo desgraciaron a Melitón Isasi…
Tuvo que parar. Todos lo mirábamos con muda reconvención. Taní López afiló nerviosamente contra la blusa la uña del meñique, larga como pezuña de kaguaré.
—¡Llegaron todos! —dijo amoscado Hilarión, rompiendo el silencio. Creyó necesario hacerse el gracioso para aflojar el malestar que había provocado. Señaló a Taní López—: ¡A éste ni a cañonazos le pudieron trozar la uña!
Nadie rió.
—Creíamos que ya no ibas a volver, Crisanto —le dijo el viejo Apolinario Rodas, cuya cara no se veía bajo el inmenso sombrero de pirí—. ¿Vas a quedarte ahora en tu valle?
—No sé. A según…
Algo aburrido, en medio del rumoreo, el chico se ocupaba en pasar los dedos por la muleta de Hilarión Benítez.
—Tu bolsa está bien abuchada —dijo Corazón Cabral, golpeándola un poco. Volvió a repetirse el blando sonido—. ¡A lo mejor viene llena de libras esterlinas! —se congració.
—No. Un poco de requecho no más…
Soltaron las carcajadas, como en desahogo. Yo no pude reírme. Eran algo excesivas. Una risa adrede que brotaba no del buen humor sino de ese difuso malestar que nos envolvía.
Una vieja con al hábito de la Orden Terciaria, estiró la manga Corazón Cabral y lo sacó un momento del corrillo. Le cuchicheó algo al oído. Él asintió molesto, irritado contra la vieja, que de seguro le hablaba de algo demasiado obvio. Se desembarazó de ella como pudo y regresó junto a nosotros.
En ese momento a Hilarión Benítez volvía a escapársele otra imprudencia.
—Aquí está tu hijo, Crisanto —puso la mano sobre las greñas del zaparrastroso mitaí que le frotaba la muleta.
El silencio se arremangó de nuevo sobre el ruedo. Hilarión escupió con fuerza, irritado contra sí mismo. El chico rayaba el polvo con el pulgar del pie. Veíamos brillar entre las crenchas los ojillos duros y negros, parecidos a los del padre. Entonces éste se fijó en él por primera vez.
—Eh…, Cuchuí —murmuró solamente sin alegría, sin asombro, sin ternura. Nada más que un saludo de pájaro a otro pájaro.
Empujado por Hilarión el chico avanzó hacia Crisanto y se quedó junto a él, no se sabía si con miedo o con algo de vergüenza. Para animarse empezó a rascar levemente la rugosa tela de la bolsa. Crisanto apartó con la mano la uñita enlutada de tierra, como si espantara un tábano.
—¡Viva el sargento Crisanto Villalba! —gritó Corazón Cabral, para zanjar de algún modo la situación.
—¡Vivaaa…! —coreamos todos.
—¡Tres hurras al valiente hijo del pueblo, al invicto sargento Jocó! —volvió a gritar Corazón, entusiasmado con el éxito—. ¡Hip…, hip…, hip!…
Se había juntado mucha gente. La pequeña multitud vitoreó con un entusiasmo un poco falso. Yo sentía que mis gritos trataban de exaltar no al ex combatiente del Chaco, sino a esa triste sombra parada a la luz cenital, la escueta, la indomable sombra de un hombre.
—¡Qué hacemos aquí a la luz de la luna! —dijo Corazón Cabral—. Vamos al boliche de Cantalicio para bautizar tu regreso —invitó. Los ojos oscuros bailoteaban radiantes en la cara sanguínea, mojada de sudor—. ¡Vamos al boliche!
—¡Vamos…, yo pago la vuelta, señores! —dije.
—No… —se resistió—. Tengo que irme ya a Cabeza de Agua…
—No, Jocó —porfió Corazón—. No te vamos a largar. Caíste prisionero. Después de tanto tiempo, no vas a hacernos este desaire. No todos los años sale una guerra como la que acaba de terminar.
Hubo un remolino de entusiasmo.
—¡
Jho
…, sargento Villalba, héroe del glorioso Boquerón! —halagó Eligio Brisueña—. ¿Te acuerdas de la Punta Brava donde yo perdí el brazo y donde ganaste tu primer ascenso agarrando a uña limpia la pieza bolí?
—¡Salto adelante… Compañía Villalba!… ¡Carrera maaar!… —tronó Corazón, aprovechando el momento y parodiando el somatén de tantos entreveros.
—¡Salto adelante… Compañía Villalba!… ¡Carrera maaar!… —tronó Corazón, aprovechando el momento y parodiando el somatén de tantos entreveros.
Crisanto parpadeó vivamente. La quijada se distendió, pero no dijo nada. Sólo estranguló un irreconocible sonido. Por primera vez, algo parecido a la emoción chispeó en sus pupilas, arañado por el grito de guerra en algún nervio hondo y sensible, transportado de golpe sin duda a algún ardiente cañadón, en medio del humo de la pólvora, del tableteo de las ametralladoras y de la explosión de las granadas. Alcanzó a amargar vagamente un ademán de lanzamiento. Quizá no fuera sino un espasmo reflejo de los músculos, del recuerdo. Luego se quedó quieto, petrificado, palpitante la filuda nariz, hinchadas las sogas del cuello, centelleantes y oblicuos los ojos. Estuvo así un instante. De pronto oiría otra vez las voces, las risas, vería las caras torcidas, las muecas, los guiños de complicidad.
Los ojos volvieron a apagarse, a fruncirse los párpados. Se dejó conducir como un buey mansejón. Cuchuí trotaba a su lado. Era una procesión triste y silenciosa, a pesar de los gritos y las risas. El silencio iba dentro. Llevábamos casi en peso a un hombre con tres cruces, una por cada año de combates y sacrificios, de furiosos soles, de furiosas y estériles penurias en el infinito desierto boreal, en cuyo vientre hervía el furioso y negro petróleo.
Por eso hacíamos ruido, como cuando antaño caía la langosta y debíamos ahuyentarla con el tamboreo de las latas y el humo de las quemazones. Hacíamos ese ruido para aturdir a Crisanto, para ocultarle el rastro, la devastación de la plaga. Lo arrastrábamos hacia el boliche para ayudarlo a olvidar por anticipado lo que acaso ignoraba todavía.