—¡Ay… juepete! —dijo Taní, por todo comentario, pescando con el anzuelo de la uña el betún de ámbar de su oreja.
—Jocó no quiso aceptar el premio. Siguió peleando.
—¿Ya estaba un poco así? —preguntó Corazón.
—Todavía no —dijo José del Carmen—. Poco después rompimos las líneas del enemigo. A mí me trasladaron a Toledo. No supe más nada de Jocó. Dicen que eso le empezó en Gondra, cuando se cavó el túnel que llegó a salir detrás de la fortificación de los bolivianos. Él sólo tiró más de cien granadas de mano y fue uno de los primeros que entraron en la posición, al frente de su compañía. Lo citaron en la orden del día. Continuó en el frente. Allí quería estar… ¿No le oyeron? Como era muy callado y seguía siendo zambo y valiente en los combates, seguramente no le notaron nada extraño hasta el último. Al fin y al cabo, lo que él quería era pelear. Y eso era lo que allá se necesitaba…
Hubo un silencio. Por centésima vez, Hilarión escupió su encono sobre el charquito negro que se había formado al pie de su muleta.
En ese silencio volví a sentirme solo de repente. Más solo que otras veces. Yo estaba en mi pueblo natal como un intruso. Me hallaba sentado a la mesa de un boliche, junto a otros despojos humanos de la guerra, sin ser su semejante. Como en aquel remoto cañadón del Chaco, calcinado por la sed, embrujado por la muerte. Ese cañadón no tenía salida. Y sin embargo estoy aquí. Mis uñas y mis cabellos siguen creciendo, pero un muerto no es capaz de retractarse, de claudicar, de ceder cada vez un poco más… Yo sigo, pues, viviendo, a mi modo, más interesado en lo que he visto que en lo que aún me queda por ver. Un tiempo el sufrimiento me hizo solitario y orgulloso. Después la desesperación se volvió tranquila y humilde y me hizo contemplativo. Pertenezco a una clase de gente para la cual no cuenta el futuro y cuya soledad no es más que su incapacidad de amar y de comprender, con la cara vuelta al pasado, a sus imágenes hechizadas de nostalgia. El éxtasis del ombligo privilegiado… decía el Zurdo en el penal. Pero para estos hombres sólo cuenta el futuro, que debe tener una antigüedad tan fascinadora como la del pasado. No piensan en la muerte. Se sienten vivir en los hechos. Se sienten unidos en la pasión del instante que los proyecta fuera de sí mismos, ligándolos a una causa verdadera o engañosa, pero a algo… No hay otra vida para ellos. No existe la muerte. Pensar en ella es lo que corroe y mata. Ellos viven, simplemente. Aun el extravío de Crisanto Villalba es una pasión devoradora como la vida. La aguja de la sed marca para ellos la dirección del agua en el desierto, el más misterioso, sediento e ilimitado de todos: el corazón humano. La fuerza de su indestructible fraternidad es su Dios. La aplastan, la rompen, la desmenuzan, pero vuelve a recomponerse de los fragmentos, cada vez más viva y pujante. Y sus ciclos se expanden en espiral. En todo Itapé, como en muchos otros pueblos, fermenta nuevamente la revuelta, en una atmósfera de desasosiego, de malestares y resentimientos. A los ex combatientes se les niega el trabajo. Los lisiados desde luego no tienen cómo hacerlo. Por eso las muletas de Hilarión Benítez tanquean a cada rato, rencorosamente. Recomienza el éxodo de la gente hacia las fronteras en busca de trabajo, de respeto, de olvido. Pero quedan muchos. Los agricultores, los peones del ingenio, los obrajeros, braceros y mensúes han comenzado a organizarse en movimientos de resistencias para imponer salarios menos negreros y voltear los irrisorios precios oficiales. Queman las cosechas o las amontonan en inmensas parvadas sobre los caminos. Tienen que ir los camiones del ejército a limpiar las rutas, amojonadas por inmensas fogatas. Las montoneras vuelven a pulular en los bosques. El grito de
¡Tierra, pan y libertad!
… resuena de nuevo sordamente en todo el país y amanece «pintado» todos los días en las paredes de las ciudades y los pueblos con letras gordas y apuradas.
Algo tiene que cambiar. No se puede seguir oprimiendo a un pueblo indefinidamente. El hombre es como un río, mis hijos…, decía el viejo Macario Francia. Nace y muere en otros ríos. Mal río es el que muere es un estero… El agua estancada es ponzoñosa. Engendra miasmas de una fiebre maligna, de una furiosa locura. Luego, para curar al enfermo o apaciguarlo, hay que matarlo. Y el suelo de este país ya está bastante ocupado bajo tierra. «¡Los muertos bajo tierra no prenden!…».
Temo que un día de estos vengan a proponerme, como allá en Sapukai, que les enseñe a combatir. ¡Yo a ellos…, qué escarnio! Pero no, ya no lo necesitan. Han aprendido mucho. El camión de Cristóbal Jara no atravesó la muerte para salvar la vida de un traidor. Envuelto en llamas sigue rodando en la noche, sobre el desierto, en las picadas, llevando el agua para la sed de los sobrevivientes.
El sarcasmo de la suerte se me impuso patente, cuando pensé de improviso que el único que debió morir en aquel fúnebre cañadón del Chaco, estaba ahora aquí, en reemplazo de Melitón Isasi…
Me encontré riendo fuerte, histéricamente, hasta las lágrimas.
Todos me miraron. El silencio volvió a espesarse.
—¡Se rieron de él hasta el final! —oí que decía Hilarión—. ¡Los propios compañeros! ¡Con esas cruces hechas de zuncho de barril!…
Recordé entonces que estábamos hablando de Crisanto Villalba. Hilarión mencionaba la befa de las condecoraciones.
—¡Fue peor que burlarse de un muerto! —murmuró el viejo Apolinario Rodas, sin cara, sin edad, el inmenso sombrero pirí.
—Pero para él esas cruces son de verdad —dijo Corazón.
—¡Por eso mismo! —rezongó Hilarión.
A lo lejos, sobre la carretera parpadeante de opacos destellos, se desvanecían las nubecitas de polvo que habían levantado los pasos de Crisanto y de su hijo.
Un poco después del cementerio pasaron delante del cerrito.
El sendero sinuoso subía hasta el rancho del Cristo. Desde abajo parecía estaqueado contra el cielo. De la cabeza gacha caían las crenchas moviéndose en al airecito caliente de la tarde. Pero Crisanto Villalba no miró hacia arriba. No sabía siquiera que en ese mismo lugar también a él lo habían vengado. Quizás de haberlo sabido tampoco le hubiera importado, indiferente a todo lo que no fuera el gran eco que ahora ocupaba su vida.
Apolinario Rodas había dicho que antes del Chaco, Crisanto era el mejor agricultor de Itapé. Sus compañeros sabían que el agricultor de Itapé había sido entre ellos el mejor combatiente. La chacra destruida, la irrisión de las tres cruces no negaban lo uno ni lo otro. Pero ahora no era ni agricultor ni soldado. Nada. Nada más que un despojo manso, indómito, vivo aún por la obstinada inercia de la vida o acaso por la terrible salud del sueño que el Chaco había incrustado en él.
A un costado, entre las tacuarillas y los matojos de espino cerval del que sacaban las coronas, estaba el manantial de Tupá- Rapé. En los alrededores las casuarinas siseaban tenuemente en el aire, un tono más alto que el murmullo del manantial. Se acercaron los dos y bebieron arrodillados, primero de chico. El padre contemplaba fijamente el borbollón. Las avispitas y las mariposas blancas revolaban sobre ellos. Cuchuí apresó dos de ellas y las pegó al pecho con saliva sobre las manchitas del mal, mientras el sargento, de rodillas, cargaba su caramañola.
Desde lo alto del cerrito, sentada en su banqueta bajo el alero del rancho, la guardiana los vigilaba atentamente. Era una mancha pintada en la luz. María Rosa, la loca de Caroneví, no reconoció a su nieto ni a su yerno.
Sin reparar en ella, Crisanto se levantó, se persignó lentamente imitado por Cuchuí. Después retomaron la carretera y siguieron viaje. Cuchuí capturó otros dos panambí-ñú y los volvió a pegar con unto de la lengua sobre los lunares blancuzcos.
Sus dos sombras se fueron alargando poco a poco hacia atrás, sobre el camino.
Estaban llegando a Cabeza de Agua.
Al salir de la picada se podía sentir ya la presencia invisible del arroyo, del lado en que el monte mostraba una verdura más tierna. El aire también tenía otro olor. Sobre los cerros lejanos de Ybytyrusú, el sol se achataba contra las puntas bañándolas de fuego. La luz cambiaba de color rápidamente, girando y mareándose contra el cielo calcinado, sobre los cocoteros y el esqueleto espinoso de los yukeríes. Los pájaros surgían de la maraña pero chocaban contra el calor y volvían a caer chirriando en el monte.
Cuchuí trotaba detrás del padre, comiendo las guayabas que arrancaban al pasar y que le ponían la boca punzó, rociada de los huesitos redondos.
Atravesaron un potrero, luego el rozado viejo con los troncos semiquemados que estaban echando retoños nuevos, y entraron en un bananal de grandes hojas caídas, que se rompían a su paso con rajaduras de caja de guitarra. A veces Cuchuí desaparecía por completo entre las palas amarillas, pero al rato volvía a surgir, pisándole siempre a su padre los talones, con la porra del pelo llena de abrojos y de espinas de cardo. Cruzaron después un mandiocal asfixiado por el vicio. Oían escapar bajo sus pies las sabandijas asustadas en veloces regueros de susurros y crujidos. Cerca de un takurú, una víbora desenrolló y escondió su gorda cinta pavonada entre los yuyos. Costearon un buen rato la cabecera del cañal oculto por la espera maraña y volvieron a salir al camino, que sólo dejaba ver a trechos entre la maleza los raspones colorados de la tierra, en el antiguo carril de las llantas. Mazorcas negras de maíz colgaban a los costados, de los tallos rotos y leñosos. En un claro vieron cruzar pesadamente el camino a un tatúmulita, bamboleando el córneo y alforzado carapacho. Cuchuí pegó un tironcito al envoltorio de la manta.
—Vamos a agarrarlo, taitá. Para nuestra cena…
—No,
che ra’y
… —dijo Crisanto, llamándole también por primera vez con el nombre de hijo y una inusitada dulzura en la voz—. Vamos a dejarlo que viva. Total, ya comiste.
—
¿Jha nde?
—Yo no tengo hambre…
Dijo esto último en castellano. De improviso también surgía en su boca una lengua, un sonido parásito. Cuchuí lo miró sin entender. Crisanto le repitió entonces la frase en guaraní. El tácito acuerdo se restableció entre ellos, uno de esos silencios en que la gente sigue conversando sin mirarse, sin necesidad de pronunciar palabra. Cuchuí caminaba otra vez tras su padre, tratando de acomodar sus pasos al ritmo de los suyos, pero sus piernas eran cortas. A cada rato perdía el compás y tenía que volver a trotar para acortar la distancia, en medio de los remezones lentos y ácidos que los envolvían con el polvo.
El hombre avanzaba cada vez más despacio, con un aire que pasaba alternativamente del asombro a la indiferencia. Estaba en su chacra y no la reconocía. Como al bajar del tren, unas horas antes, iba pisando otra vez una tierra desconocida y extraña, más salvaje aún por la erosión del olvido. Desde su propia sombra arrastraba y ponía cautelosamente los pies en esa luz primordial que no le recordaba nada, tanteando como un ciego el áspero secreto, el aciago perfume de esa tierra que se emboscaba a su paso.
Salieron a un limpión. Inclinado entre el yuyal, no lejos de allí, el rancho los miraba en el rosado y flotante resplandor del ocaso. Los miraba ciego y muerto con sus agujereadas paredes de adobe. El hombre se paró en seco y tendió la mano al chico, no tanto para protegerlo de la brusca aparición como para apoyarse en él. Aislados vestigios de su vida muerta aparecían aquí y allá, en la sesgada claridad. Contra un horcón se hallaba recostado un escaño. De un alambre atado a un palo roto, colgaban los ennegrecidos pingajos de una enagua de mujer. La devastación de la soledad triunfaba en todas partes mostrando a dos sombras el campo de batalla después de la derrota. El trapo que pendía lacio de la tacuara podía ser una bandera de rendición que asomaba medrosamente desde la culata del rancho.
El silencio debió crecer e hincharse hasta los cerros lejanos. Y en ese silencio, el murmullo del arroyo saldría del monte y se arrastraría convertido en un retumbo que rebotó contra el rancho e hizo cabecear al hombre apoyado en el chico.
Estuvo inmóvil un instante todavía, pasando quizás de una edad a otra, de un recuerdo a otro recuerdo, hasta descubrir lo que ignoraba y que ahora bruscamente sabía por mediación de la propia tierra. Entonces arrojó de un empellón al chico entre los yuyos. Él mismo se agacharía tenso y vibrante. Manoteó en la bolsa de víveres y extrajo uno de los locotes. El envoltorio de las cruces cayó al suelo.
—¡Compañía Villalba…, salto adelante, carrera maar…! —gritó de nuevo como en cien combates cuerpo a cuerpo. Se incorporó de un salto, frotó el extremo del pimiento negro contra la muñeca y lo lanzó delante de sí a la carrera.
Hubo un fogonazo y una explosión y el rancho voló en pedazos, como la casamata de una trinchera.
Una tras otra, el sargento arrojó contra la imaginaria posición enemiga las doce bombas de mano que había traído del Chaco, como reliquias. Fue abriendo un ancho boquete en el plantío invadido por el yavorai y rajando el anochecer con el estruendo los relámpagos amarillos de las explosiones.
Entre asustado y alegre, completamente sordo, Cuchuí contemplaba desde el matorral a su padre, que corría de un lado a otro gritando salvajemente y arrojando las granadas. Creía sin duda que estaba jugando a mostrarle esa guerra de la que tanto había oído hablar.
Cuando llegué al galope, Crisanto estaba tranquilo, sentado sobre un takurú. Cuchuí lo contemplaba sin atreverse a romper su silencio. Manchando de sombras, miraba distraído crecer la noche a su alrededor, atado a lo invisible, de nuevo aplastado por esa helada resignación, en medio de la infinita paz que lo rodeaba. El olor de la pólvora era allí el único rastro de su extinguido furor. Pero aun esa mancha violeta se desvaneció pronto. Un rato después no nos veíamos las caras. Yo oía mi voz en la oscuridad, como la de otro. Él no quiso saber nada de volver al pueblo.
—
No
… —dijo tan sólo, como la tajante afirmación de su tiniebla.
¿Qué debía hacer con él? No lo supe en ese momento.
Los días están pasando. He dudado entre dejarlo que sobreviva en su extravío o procurar su curación. ¿Y si después de todo, lo que el sargento había hecho volar eran los restos de su propia alma? En esa locura que ha vuelto a ser mansa e indiferente después de destruir a bombazos las ruinas de su rancho y su chacra, ignora por lo menos el fracaso irremediable de su existencia.