—Siempre me despreciaste.
—Yo no desprecio a la gente.
—A mí, sí… Hasta anoche. Me alzaste en tu camión, contra tu voluntad.
—Yo te ordené subir. Ésa era mi voluntad.
Cristóbal dejó fluir una larga bocanada de humo contra el insistente zumbido de los mosquitos.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Él la miró.
—¿Me desprecias por lo que soy?
—Cada uno es lo que es. Y nadie puede despreciar a otro.
—Si uno es malo, por ejemplo, ¿no crees que se pueda cambiar?
—A cada rato uno cambia, pero eso sólo le importa a cada uno.
Ella le pidió el cigarrito con un gesto. Él se lo puso en la boca, hasta que el humo le salió por la nariz.
—A veces…, a veces pienso que no sentís compasión por nada ni por nadie. Sin embargo, ahora… —se interrumpió, movió la cabeza, apartó suavemente la mano con el cigarro—. Allá eras el único amigo de aquel indio Kanaití. ¿De qué hablabas con él cuando ibas a la toldería?
—De las cosas del monte, de su raza.
—Tenías una manera de escucharle…
—Sabía mucho, sabía siempre más.
—¿Te contó aquella leyenda mackká de las wöro, que salen a bailar en los cañadones con su cinturón de muãs para traer las lluvias?
—No. Él me hablaba de otras cosas.
—No recuerdo bien… Sólo sé que esas mujeres bailan y bailan toda la noche con la luna nueva a la espalda y su chumbé de muãs… Bailan y bailan, hasta que el cielo comienza a sudar y se pone a llover. Eso decía el indio… No sé si será cierto…
—Y ha de ser. Ellos no se equivocan.
—Te quiero preguntar otra cosa, Cristóbal…
—Mejor que duermas —le cortó el.
—No tengo sueño.
—Mañana nos espera lo más duro.
—Tal vez la muerte —dijo ella con acento apacible, casi feliz, no preguntando, sino casi segura.
—Tal vez.
—Dormiré entonces. El sueño será luego… —no había tristeza en su voz, ningún énfasis, ninguna amargura. Sus palabras eran festivas. No hay tristezas en el guaraní; las palabras salen recién inventadas, sin tiempo de envejecer. Para decir
el sueño será largo
…, dijo:
Jho’ata che’ari keraná pukú
…, sugiriendo un sueño a pata suelta, lleno de infinita molicie, de imágenes alegres, con una mosca haciéndole cosquillas en la nariz.
Una nube de bordes traslúcidos ocultó la uña incrustada en el cielo y apagó el vidrio. También el cigarrito, fumando por los dos, se había consumido.
—¿Crees en el milagro, Cristóbal?
—¿Milagro?
—Que ocurra algo imposible. Eso que sólo Dios puede hacer…
—Lo que no puede hacer el hombre, nadie más puede hacer —dijo él, ásperamente.
—Sí… Tal vez eso es la fuerza que hace los milagros.
—No sé. No entiendo lo que se dice con palabras. Sólo entiendo que soy capaz de hacer. Tengo una misión. Voy a cumplirla. Eso es lo que entiendo.
—Yo también estoy empezando a comprender muchas cosas, Cristóbal. Antes de morir, Aquino me dijo que yo estaba naciendo de nuevo. Tal vez tenía razón. Estar aquí, a tu lado… y no sentir vergüenza… me parece imposible… —hablaba en un susurro, como si estuviera conversando en voz baja consigo misma.
Jara aplastó el pucho contra la culata del fusil y lo arrojó a la oscuridad. Pasó el brazo lentamente por encima del hombro de ella y la atrajo sobre el suyo, donde la cabeza de mechones cortados a cuchillo se acurrucó, vencida por el peso de su propia felicidad.
La refracción de la luz solar recortaba violentamente la silueta del camión avanzando sobre las depresiones del extenso arenal. El motor jadeaba a más no poder. Las ruedas adelantaban centímetro a centímetro sobre los cueros vacunos puestos como alfombra sobre la arena. Salu’í los iba colocando uno tras otro, a medida que se desplazaba el camión. Mongelós y Gamarra empujaban detrás y vigilaban el equilibrio del tanque que se bamboleaba peligrosamente al descompensarse en las ondulaciones. Cristóbal se aferraba al volante, clavados los ojos en la cegadora blancura de la arena.
Iban pasando cerca de una piedra en forma de hongo, que surgía oscura y sin reflejos en medio del resplandor salitroso.
—¡Sí…, por aquí es! —anunció Mongelós, señalando la piedra—. ¡El aerolito! ¡Más allá está la boca de la picada! —agregó mostrando un hueco oscuro en el bosque ceniciento, que parecía petrificado.
Gamarra contemplaba curioso la piedra, cuando de pronto se fijó con susto en la parte baja del camión. Las ruedas traseras estaban humeando y empezaban a echar pequeñas lenguas de fuego.
—¡Altooo…! —gritó—. ¡Se está quemando el espartillo!
Cristóbal detuvo el camión y bajó a ver lo que ocurría, pero ya Mongelós y Gamarra apagaban las llamas de los neumáticos arrojándoles una lluvia de arena. Cuando la cubierta dejó de humear, Cristóbal subió y trató de poner en marcha el motor, sin conseguirlo. Descendió de nuevo y levantando el capó, revisó el encendido. Lo hacía con una sola mano. La otra enguantada en el sombrero de Aquino, colgaba inerte a un costado, rezumando su barro sanguinolento. El brazo estaba violáceo y tumefacto, por el avance de la gangrena. Salu’í lo observó con espanto.
Hubo un pesado silencio. No se escuchaba el distante cañoneo. Sólo el armónico bajo e inaudible se freía al sol, sin molestar a los ruiditos que hacía Cristóbal en el motor.
—Es extraño —dijo Mongelós—. Sigue el silencio hacia allá, lo’mitá…
—¡A lo mejor cayó Boquerón! —dijo Gamarra con una mueca que quería ser de optimismo.
—A lo mejor. Estaban empezando a romperse las líneas.
—Hoy se cumplen veinte días del cerco —apoyó Gamarra—. Si cae Boquerón, seguro se acaba la guerra.
—Vaya uno a saber…
El creciente zumbar de una máquina aérea les volcó la cara hacia arriba. Un
Junker
apareció sobre el bosque y pasó sobre ellos en vuelo bajo y recto, sin percatarse aparentemente del notorio blanco que ofrecía el camión sobre el arenal.
—¿No ven? —dijo Gamarra, frotándose las manos, cuando el avión enemigo se perdió entre los árboles—. ¡Están todos asustados! ¡Terminó la guerra! ¡Piii… puuuu!
La voz imperiosa de Cristóbal los llamó a la realidad.
—¡Listos…, vamos!
La lenta y penosa marcha prosiguió como antes. Salu’í agachándose y levantándose, colocaba los cueros que recortaban dos redondeles oscuros sobre la blanca llamarada de la arena, al paso del camión. Cristóbal hacía girar el volante buscando el chaflán de las ondulaciones y con la misma mano engarfiaba el cambio, saltando de uno a otro, para ubicar el punto sensible en el plano de ataque de las ruedas. La otra mano en alto, monstruosamente hinchada dentro del sombrero, esbozaba sobre el vidrio lanudo una cabeza alerta y larval. ¡La cabeza de Silvestre Aquino, cercenada por la bomba! Sus ojos parpadeaban en el polvo, contemplando a Cristóbal. Tenía que mirar fijamente la arena, más allá del vidrio, para apagarlos en ella y saber que eran suyos. Pero, de pronto, en un descuido, estaban otra vez ahí, profundos, borrosos, zahoríes, inventando el camino, empujando la marcha. Porque ahora no había más que avanzar, avanzar siempre, avanzar a toda costa, a través de la selva, del desierto, de los elementos desencadenados, de la cabeza muerta de un amigo, a través de ese trémolo en que vida y muerte se juntaban sobre un límite imprecisable. Eso era el destino. Y qué podía ser el destino para un hombre como Cristóbal Jara, sino conducir su obsesión como un esclavo por un angosto pique en la selva o por la llanura infinita, colmada con el salvaje olor de la libertad. Ir abriéndose paso en la inexorable maraña de los hechos, dejando la carne en ella, pero transformándolos también con el elemento de esa voluntad cuya fuerza crecía precisamente al integrarse en ellos.
Lo que no puede hacer el hombre, nadie más puede hacerlo
…, había dicho él mismo. Y había muchos como él, incontables, anónimos. No estribaba acaso su fuerza en la simplicidad de acatar una ley que los incluía y los sobrepasaba. No sabían nada, ni siquiera tal vez lo que es la esperanza. Nada más que eso: querer algo hasta olvidar todo lo demás. Seguir adelante, olvidándose de sí mismos. Alegría, triunfo, derrota, sexo, amor, desesperación, no eran más que eso: tramos de la marcha por un desierto sin límites. Uno caía, otro seguía adelante, dejando un surco, una huella, un rastro de sangre, sobre la vieja costra, pero entonces la feroz y elemental virginidad quedaba fecundada.
Envuelto en una nube de polvo, el camión rodaba ahora por la picada sobre el agudo chillido de las ruedas, con el tanque cubierto otra vez por la carona overa de los cueros.
Giboso y encogido ente las ramas de un quebracho, un bulto estaba al acecho. Tan inmóvil que parecía momificado. Resto de algún onza, macaco o kirikirí. Salvo que a esas alturas ya no había animales. La momia sin embargo se movió. Bajo una visera de hule dos rajitas oblicuas parpadearon de sorpresa ante el avance del diminuto camión con aspecto de animal mitológico, que veía crecer por momentos en el tajo telescópico de la picada. Las cuencas oblicuas giraron hacia abajo agitadamente. La boca de dientes amarillos se entrompó en un chistido de aviso.
—¡Ya estamos cerca del cañadón! —gritó Mongelós señalando el corpulento quebracho que apareció en un recodo—. ¡Un poco más y llegamos!…
Un nutrido tiroteo cortó sus palabras. Sombras kakis irrumpieron sobre el camino en una salvaje gritería. Cristóbal lanzó el camión contra la maraña, pero ya era tarde. Derribó de un empellón a Salu’í entre los matorrales y él se escurrió por la abertura, del otro lado. El fuego graneado de los atacantes se centró sobre Mongelós y Gamarra, que no tuvieron tiempo de saltar de la carrocería. Cayeron retorciéndose bajo los impactos que picotearon sus cuerpos con fofos chasquidos. Cristóbal se incorporó de entre los yuyos y levantó un brazo para apoderarse del mosquetón que estaba en la cabina, pero un balazo le destrozó la mano. Se dejó caer, se arrastró un trecho y quedó inmóvil.
Los agresores llegaron a rebato, en una batahola de tiros y alaridos. Sus zapatones pasaron rozando la ensangrentada mano de Cristóbal. Se precipitaron sobre el grifo en un demente forcejeo de caras, manos y bocas ululantes, disputándose el chorro a dentelladas, a arañazos, a culatazos. Los más impacientes balearon el tanque, que empezó a soltar enrulados chorritos a través de los cueros.
—¡Pronto…, apúrense! ¡Rápido…, que van a aparecer los pilas!… —gritó alguien con presillas de suboficial, en el remolino de espectros feroces. No lo oyeron. Los dientes crujían sobre el bronce en el sordo y epiléptico jadear de los cuerpos.
—¡Rápido, pues, chingados! —los apremió de nuevo el suboficial—. ¡Rápido…, rápido! ¡Vamos a incendiar el camión!
El apelotonamiento empezó a clarear. Algunos salían del entrevero como borrachos y se tumbaban a vomitar el exceso de agua, ingerida de golpe, con los organismos deshechos. Otros se demoraban aún en el grifo, o arremangaban los dientes para recibir los chisguetes que lanzaban los cueros, luchando contra los empujones de los que querían llenar sus cantimploras.
—¡Rápido…, rápido…, que viene los pilas! ¡Vamos a incendiar el camión!…
Un relámpago de sulfúrico resplandor estalló a sus espaldas y el abanico de esquirlas volteó a algunos. Los restantes, como arrancados a su estupefacción por el desplazamiento de aire del estallido, salieron de estampía hacia el bosque. Una nueva explosión reventó en el aire, deflagrándolo en chorros de gases verdes y amarillos y rojos, tras la desatentada huida del tropel.
Cuando se disipó en parte la polvareda y el humo, se vio a Salu’í entre la maleza, rebuscando y agachándose para sacar otra bomba de mano del bolsito de Gamarra. Estaba desgreñada y terrible en su aureola de tierra. Iba a raspar la granada contra el guardabarros del camión, cuando vio del otro lado a Cristóbal, que se aproximaba tambaleante al pico, procurando cerrarlo con los dientes. Salu’í se arrimó y lo ayudó. Después, con palitos, fue taponando las aberturas. De pronto se fijó en la mano derecha de Cristóbal.
—¡Mi Dios! —murmuró, y la expresión de su semblante se oscureció súbitamente.
Se le juntó e hizo que él le echara un brazo al hombro. Avanzaron apoyándose mutuamente, pues ella trastabillaba también, no sólo bajo el peso de Cristóbal, sino además por el de ese rosetón que se iba extendiendo a su espalda.
Se sentaron en el estribo. Sacó del asiento el botiquín y empezó a vendarle la herida.
—¡Hay que seguir!… ¡Tengo que llegar!… —mascullaba Cristóbal con el semblante crispado en una tensión obsesiva, bajo su máscara enchastrada de tierra y de sangre.
Los movimientos de Salu’í eran trémulos, penosos, pero la expresión de su semblante se fue serenando, como si la voluntad obsedida de él se le contagiara e impusiera. Cuando terminó el vendaje, Cristóbal trepó con gran esfuerzo al camión ayudado por ella. Se sentó al volante y se miró las dos manos vendadas, no con un sentimiento de impotencia, sino como cavilando una extrema solución. Una vez más dijo entre dientes:
—¡Tengo que llegar!
Salu’í lo contemplaba con los ojos empañados.
—En el cajón de herramientas hay alambre. Sácalo —le ordenó.
Salu’í contorneó el motor apoyándose en él, hacia la otra abertura. Trató de que sus movimientos parecieran naturales. Intentó subir, pero no pudo. Desde el suelo, abrió la tapa del cajón y sacó el rollo de alambre. Regresó con él haciendo la vuelta de la misma manera.
—Aquí está.
—Átame este brazo al manubrio.
—Salu’í hizo lo que le pedía. Su rostro estaba lívido y empapado de sudor
—¡Más fuerte! —le dijo, al notar que había aún un pequeño juego entre el antebrazo y el votante.
Dio otras vueltas al alambre y ajustó las ligaduras, hasta que él dijo:
—Bueno… Ahora éste, al cambio… —le tendió el otro brazo.
Ella amarró la muñeca a la palanca con iguales ligaduras. Tuvo que meterse más por la chambrana para poder alcanzar y manipular con el alambre. Sus movimientos se iban debilitando. De tanto en tanto, la sacudían convulsivos temblores. Llegó un instante en que se detuvo, pasándose la mano por los ojos, como despegándose un vahído.
—¡Pronto! —la urgió, con cierta brusquedad.
Se apuró a concluir la atadura. Cortó el alambre y remató las puntas. Entonces su mano se demoró un segundo sobre la mano vendada de Cristóbal, cerrando los ojos, como si se despidiera.