¡Pobre Jiménez! Mientras restallaban los cascotes sobre el remendado cajón, pensé en lo que quiso decirme aquella tarde. Sabía que no era nada referente a las carnadas ni a las pirañas. Yo pude ayudarlo, quizás. Ya estaba semiasfixiado y necesitaba urgentemente algo semejante al tratamiento de respiración artificial. Una sola mirada de simpatía puede a veces salvar la vida de un hombre. Pero su irredimible estupidez me irritaba. Adiviné, sin que me lo dijera, para qué quería escapar. De haberlo logrado, no habría adelantado gran cosa en el terrible desierto en que se achicharraba. Así, al menos, descansa.
Mañana comenzará la indagatoria. Se hablará de todo menos de eso, desde luego. Zayas no las tiene todas consigo en este episodio. Ha cambiado de actitud, por las dudas. Pero de seguro no cuenta con nuestras declaraciones para mejorar su situación. Por primera vez ha muerto un hombre en el islote, desde que lo habilitaron como destino.
20 de marzo
Llegó el nuevo comandante, acompañado por el juez instructor. Zayas, bastante humillado, los recibió en el embarcadero, falsamente amable.
El capitán Quiñónez no ha perdido tiempo. Como primera medida, a pesar del domingo, minuciosa revista de los penados con todo y los equipos, libros y papeles personales incluidos.
Conozco a Quiñónez desde los tiempos de la Escuela Militar. Pertenece a una promoción anterior. Pasados algunos años, acabamos siendo juntos oficiales de planta del establecimiento. Hasta fuimos amigos, nos tuteábamos. Él se hace ahora el desentendido. Esto facilita las cosas para ambos. Un poco antes de la conspiración, Quiñónez fue trasladado, a su pedido, a una de las guarniciones del norte. De allá lo han mandado a Peña Hermosa, a reemplazar al indolente Zayas. De Quiñónez no se puede decir tampoco que haya escalado posiciones. Pero a él no le importan estas cosas. Es un hombre respetuoso de los reglamentos, de la disciplina, de las jerarquías.
23 de marzo
Reabierta la indagatoria, el juez ha tomado declaración a todo el mundo. El único que se salvó raspando fue el gua’á, si bien no dejó de llamar la atención del instructor con su consabido sonsonete.
Incidente con el Zurdo. Muy excitado, éste dijo cuando le tomaban declaración:
—¡El teniente Jiménez es una víctima del régimen penal en nuestro país! ¡Y si así se muere en un penal militar, saque la cuenta de cómo serían las cárceles civiles, señor fiscal!… —la cara flaca y negra de caballo miraba al meticuloso funcionario con los ojos centelleantes, como si a su vez lo responsabilizara de lo que sucedía.
El exabrupto le valió varios días de calabozo. Por añadidura los presos civiles han sido separados. Ocupan desde hoy cuadra aparte. La orden de Quiñónez es estricta. Sólo tendrán en común con lo presos del ejército las horas del rancho y del baño.
3 de abril
Quiñónez me hizo llamar esta mañana. Me habló, no como el conocido o amigo de otro tiempo, sino como jefe del penal dispuesto, sin embargo, a considerar mi caso con cierta benignidad.
—He estudiado su legajo —me dijo de entrada, clavando en mí sus tranquilos ojos pardos—. Creo que los jueces le cargaron injustamente la romana en aquel asunto de la Escuela Militar. Es más: sé que usted no tuvo velas en ese entierro, pese a los indicios en su contra… —siguió escrutándome mientras me tendía un cigarrillo. Después de una pausa continuó—: Pero, ¿qué hay de aquella historia de Sapukai, en la que parece que usted se complicó con unos montoneros del bañado? No estoy tratando de revisar su causa. No soy quién. Pero es bueno que nos vayamos entendiendo. No puedo creer que usted…
Debió percibir mi secreta indignación, porque volvió a interrumpirse. Me exasperaba que alguien, por bien intencionados que fuesen sus propósitos, volviera a remover aquello. ¿Qué podía callar o decirle, más de lo que ya he dicho o callado a los otros, aun bajo el apremio de vejaciones físicas y mortales? ¿Más de lo que a mí mismo me he dicho o callado o negado en todo este tiempo? El proceso registró en parte la murmuración general que me hizo aparecer como entregador de los hombres de las olerías, a cambio de mi libertad. ¡Libertad… qué absurda palabra para mí! Ese rumor era el único testimonio y esa culpa el solo atenuante que había a mi favor, ambos recusados por mí, del principio al fin. Qué interés podía haber tenido en vender a esos pobres diablos del estero. Aunque, quizás, los que así pensaban tenían razón, porque haberme emborrachado aquella noche equivalía a convertirme de hecho en un delator, por los menos ante mi propia conciencia. Pero es esto, precisamente, lo que no puedo explicar a nadie. Y menos, desde luego, a Quiñónez, espejo del pundonor, modelo de frialdad humana y profesional. Él no es un militar como yo, cuya vocación nació de un deslumbrante traje de cadete.
—He aceptado la sentencia —le dije tan sólo—. Estoy aquí y cumpliré la pena. No pido ninguna clase de privilegio.
No insistió. Me dejó ir, sin hablar de nada más. La entrevista, sin embargo, puso el dedo en la llaga. ¿Qué se habrá hecho de aquellos hombres, algunos de los cuales pagaron con su vida esa presunta delación? Me parece verlos, como aquella tarde, desde la plataforma de mi vagón en ruinas, incrustado en los montes de Costa Dulce. A veces, como hoy, quiero pensar que eso nunca sucedió. Pero entonces justamente, es cuando mi malestar crece.
27 de abril
Insensible pero férreamente, Quiñónez ha impuesto su sistema. Al Zurdo le resulta ahora más difícil difundir sus ideas subversivas en los escasos momentos que pasan juntos los presos militares y civiles.
—¡Una lástima! —dijo Noguera—. Porque el entendimiento del ejército con el pueblo iba por buen camino, tan siquiera en nuestro islote.
No obstante, el plan de fuga ha vuelto a reactivarse. Conozco incluso algunos detalles. La chalupa a motor, afectada ahora al servicio del penal, puede resultar de gran utilidad. Naturalmente, unos y otros prescinden de mí y hasta se cuidan de hablar en mi proximidad.
14 de mayo
Misa campal, izamiento y jura de la bandera, para conmemorar el aniversario de la Independencia. El capellán —mandado invitar expresamente— y Quiñónez, cada uno a su turno, se explayaron sobre el amor a Dios y a la patria, sobre el culto de los Héroes y la Libertad. Ceremonia muy a propósito para un penal.
Han tenido buen cuidado de embolsar al guacamayo y de arrumbarlo en el calabozo, desde la tarde anterior en que el capellán tomó la confesión a los que iban a comulgar, no fuera a perturbar el orden con su insidioso somatén.
17 de junio
En la formación de la retreta, Quiñónez nos comunicó la noticia de la caída del fortín paraguayo Pitiantuta en manos de un fuerte destacamento boliviano, que aniquiló a su pequeña guarnición de un cabo y cinco soldados. Aquí hay una veintena para cuidarnos.
Estupor y nerviosidad. Durante el rancho. El Zurdo tuvo mucha tela para cortar.
—¡Vean al pacifismo del gobierno! —dijo a gritos—. ¡Deja que en el Chaco los bolivianos aniquilen nuestras guarniciones y en Asunción masacren a la juventud que va a pedir armas para defenderlo!
—¿Sos militarista entonces? —preguntó con sorna Valdez.
—¡No! —replicó el Zurdo—. ¡Pero si estalla la guerra no van a ir a pelear los militares solamente!
—Iremos todos —dijo el artillero Martínez, huraño y adusto por lo general, empujando el plato vacío—. Son nuestras tierras. Todos tenemos que defenderlas.
—Los bolís dicen que los dueños son ellos —terció el Zurdo.
—Todo es cuestión de los títulos —dijo Valdez.
—O de las polillas —agregó Noguera, con aire solemne.
—¿Qué polillas? —preguntó Miño.
—Las polillas de la Audiencia de Charcas —repuso el negrito—. ¿Se acuerdan de las clases de historia? Las polillas de los archivos de Chuquisaca y de Asunción.
—¡No sé qué tiene que ver! ¡Polillas… ich! —bufó Martínez irritado.
—¡Claro! Esos bichos agujerearon las Cédulas Reales. Se comieron las demarcaciones primitivas, la línea de hitos, el
uti possidetis
, se bebieron los ríos. Todo. Ahora nadie entiende nada. Ni nuestros doctores en límites. Ni los de ellos…
La retenida hilaridad estalló en una carcajada general.
—¡Vamos a pelear por unos títulos, sí!… —manoteó el Zurdo, en medio del barullo—. Pero no por los títulos comidos por las polillas de Charcas y Chuquisaca, como dice Noguera…
—¿Por cuáles entonces? —le interrumpió éste.
—Por los títulos y acciones flamantes, guardados en las cajas fuertes de los terratenientes del tanino. Cada uno de ellos es más poderoso que nuestro gobierno, que nuestro país. ¿Qué me dicen de Casado, por ejemplo? En mitad del Chaco, todavía estamos en sus latifundios. Ahora tendremos que pedirle permiso para ir a morir por sus tierras.
—¡Eso es lo que no entiendo! —dijo un oficialito de administración, manoteando como un gordo mico—. ¡Por qué por un señor Casado tenemos que ir a morir tantos solteros!…
Esta vez las carcajadas le correspondieron a él, por su pueril juego de palabras. El Zurdo esperó pacientemente. En cuanto pudo, volvió a meter baza.
—Pero no solamente por los títulos y acciones de los latifundistas de este lado. También vamos a pelear y morir por los títulos y acciones de las empresas del petróleo, que están del otro lado.
—¡Vamos a pelear y morir por patriotismo! —gritó Martínez.
—Pero nuestro patriotismo va a acabar teniendo olor a petróleo —replicó el Zurdo, frunciendo mucho la boca—. Las grandes empresas tienen buen olfato. Huelen de lejos el mar mineral enterrado en el Chaco.
—¡Por eso mismo tenemos que defenderlo, qué joder! —bramó el artillero—. ¿O prefiere entregar usted el kerosén a los bolís?
—Tampoco va a ser de ellos —replicó el Zurdo—. Aunque se queden con todo el Chaco. ¡Por eso hay que denunciar a los que preparan la guerra, muchachos! —agregó alzando la voz y golpeando la tabla—. ¡A los de aquí y a los de allá! ¡La Standard, los Casado y compañía!
—Cambiá el disco, Zurdo… —le dijo Noguera, señalando de reojo la aproximación del comandante.
La presencia de Quiñónez acabó la discusión. Pese a las bromas y los chistes, la posibilidad de la guerra ha comenzado a insinuarse. Aun para nosotros. Un poco abstracta y remota todavía, por el momento.
3 de agosto
Cuando el proyecto de fuga parecía diluirse en una difusa preocupación, ha llegado el indulto y la orden de traslado. Para todos. Se ha decretado la movilización general. Parece que la guerra es inevitable. El 31 de julio cayó el fortín Boquerón en poder de una poderosa fuerza operativa del enemigo. Quiñónez nos leyó el parte del Comando, captado en Concepción. Esta vez no se trata de una simple escaramuza. Evidentemente, la irrupción boliviana cierra sus dispositivos para cortar el río Paraguay, nuestro vulnerable espinazo de agua. Si llegan a tener su control, podrán doblar en dos al país y metérselo en el bolsillo.
Nos mandan al Chaco. Allá seremos más útiles que aquí. Las previsiones del Zurdo se están cumpliendo. Pero también las de los otros. Así que las divergencias se han superado de golpe. Ya no hay discusiones políticas. Colorados, liberales y apolíticos están en paz. Guerreristas y antiguerreristas. Todos de acuerdo, eufóricos, como si realmente hubiéramos recuperado la libertad. Hasta han vuelto a dirigirme la palabra. Quiñónez nos trata de nuevo como a camaradas.
5 de agosto
Ha venido un lanchón a buscarnos. Zarpamos al atardecer. En el penal, prácticamente desmantelado, sólo quedan un cabo y dos soldados. Y el guacamayo, que se puso afónico de gritar, contagiado por los nerviosos preparativos de la marcha. Noguera, en un último gesto de mimo, se despidió de él besándole en el ganchudo pico de cuerno, en medio de una gran explosión de risas y de gritos patrióticos. El
ararãkã
le respondió con su zafaduría, escondiendo como siempre bajo las alas la cabeza pelecha. Cuando el peñón vuelva a estar desierto, sólo el pajarraco continuará gritando su ronco epitafio sobre la sepultura de Jiménez.
La jarana continuó en el lanchón. Sentado a popa, contemplé cómo se alejaba el islote. Ahora sí parecía remontar rápido y seguro la corriente. Contra el cielo rojo creí ver por última vez, entre los árboles, unos blandos aletazos azules.
13 de agosto
A medianoche llegamos a K. 145, en el ferrocarril de Puerto Casado, luego de un traqueteo interminable. De allí, sin parar, en los desvencijados vehículos de la requisa, hacia la base de operaciones. Contingentes de hombres y convoyes de abastecimiento se desplazan sin cesar por la ruta, a lo largo de los puestos de etapa, todos con nombres apacibles y nostálgicos: Casanillo, Pozo Azul, Campo Esperanza… A la luz de los faros surgen y se desvanecen entre marejadas de polvo. Para contrarrestar el sueño, escribo estas notas en las paradas.
Al amanecer, la guarnición de Isla Po’í aparece sobre una pequeña loma de arena. Al fondo, la laguna brilla, jaspeada de escamas luminosas, entre la rala vegetación.
Un verdadero oasis en la calcinada llanura, trocado de improvisto en un cráter en actividad, que chupa en su vorágine a las caravanas cenicientas. Aquí se prepara febrilmente la contraofensiva.
14 de agosto
Los hombres del penal nos hemos dispersado. A mí me han asignado el regimiento X… en formación, y puesto de inmediato a amasar la sudorosa carne de cañón, en el espíritu del Reglamento de Combate.
Multitud de hombres, uniformados de hoja seca, pululan diseminándose sobre el gran queso gris del desierto, como gusanillos engendrados por su fermentación. Son hombres, sin embargo. Y no han nacido en esta tierra porosa, sin fronteras. Se comportan sobre ella como prisioneros arreados al destino, ellos también requisados a la vez que los vehículos y las bestias de carga.
20 de agosto
Desde hoy tengo como asistente al soldado Niño Nacimiento González, a quien apodan Pesebre. Lo encontré en uno de los contingentes de reclutas enviados desde los acantonamientos de Asunción. Ha venido a resultarme hijo de la Lágrima González. Lo sospeché desde el principio, al ver su nombre en las listas de movilizados. Una vez ella me aseguró que si llegaba a tener un hijo, lo llamaría así. Una broma, un capricho, de los que solían antojársele. Hace mucho tiempo de esto, ¿Cuánto?… Una vida.
Un poco antes de la conspiración, visité a Lágrima una noche en la casona de la calle General Díaz, al 512, un prostíbulo casi pegado al Hospital Militar. Alguien me habló de ella. Yo salía de uno de los periódicos tratamientos de mi malaria. Cuando me vio, ella fue quien se puso a temblar. Entramos en su cuartucho. Se puso púdicamente la ropa detrás de un biombo, riéndose con una risa nerviosa, desamparada, que quería imitar la de una chicuela. Pero también su risa había envejecido. Durante las dos horas de la tarifa, nos sentamos en la cama, como dos novios tímidos, cohibidos. Hablamos de Itapé, de la escuela, de gente conocida, hermanados gradualmente en todo eso que nos unía y al mismo tiempo nos separaba. Sólo al final me preguntó si íbamos a hacer el amor. Le dije que no. Hubiera sido un incesto. Le dejé un anillo, que había heredado de mi abuelo, y salí a la calle, amargado, estéril, viejo.