25 de septiembre
Armas, bagajes y efectos se hallan esparcidos en todas direcciones. A ratos se borran de mi vista y reaparecen en sitios distintos. Será que abro y cierro los ojos y cambio de posición sin darme cuenta. Me zumban los oídos. Entre el paladar y los maxilares de corcho, ya no me cabe la lengua. La siento llena de hormigas. Las alucinaciones han comenzado a cercarme. Surgen y se apagan entre una y otra puntada. Los aguijones de fuego me taladran la nuca y trepanan el cerebro, irradiando una fría quemadura a lo largo de las extremidades, que parecen enterradas a una gran profundidad. Hace un momento creí ver un velón encendido entre las ramas. ¡Caramba!… pensé. ¡Con capilla ardiente y todo es la cosa!… No era un velón. El sol ardía con una llama oscura y sólida en el tubo de la automática. No volveré a pensar en voz alta. Es una voz extraña. La voz de un muerto… De pronto, el cañadón se ha puesto a espejar con las orillas verdeantes. Es la laguna de Isla Po’í, que ahora se me ofrece provocativa entre los árboles rotos por la mitad y reflejados en ella… ¡A un paso del refugio!… Me arrastro fascinado y me hundo de cabeza en esa vulva tibia y latiente, tratando de permanecer en sus oscuras y suaves profundidades. Pero enseguida me asfixio y vuelvo a salir expulsado, escupiendo tierra y suciedad, mientras la laguna estalla en una pompa jabonosa. A veces dejo atrás el cañadón y me veo en el islote del personal conversando con Jiménez, en cuyo hombro se halla posado el guacamayo ocultándole la cara con sus alas cegadoramente azules. O retrocedo aún más, al tiempo de la niñez y de la adolescencia. La carne gomosa de las tunas me renueva el sabor de los pezones de la Damiana Dávalos, que mis labios mordieron aquella noche, entre las ruinas, bebiendo su leche. O es el viejito Macario Francia, trayéndome agua del Tebikuary en el hueco de sus manos, diminuto y encorvado, por la desmesurada planicie. Anda y anda… Llega al fin, me inclino a beber y sólo encuentro en la palma de sus manos de telaraña el agujero negro de la moneda robada…
26 de septiembre
Debe haber ya poca diferencia entre vivos y muertos, salvo por la mayor inmovilidad de estos últimos. Al principio enterrábamos los cadáveres. Ahora eso es un lujo inutil. Ya no percibimos el hedor de los muertos. En todo caso, es nuestro hedor. Hoy amanecieron tres más. ¿Quién podría arrastrarlos ya hasta la zanja y cubrirlos con una capa de tierra? Duros y quietos se hinchan entre los matorrales. Cerca del refugio yace mi asistente con los labios arremangados y azules en el último rostro. Aún me tiende el jarro de lata en los dedos enclavijados, mostrándome los dientes llenos de tierra. Las moscas verdes entran y salen de sus fosas nasales. De tanto en tanto, alguna se desprende y hace un rápido giro de reconocimiento a mi alrededor, a ver si ya estoy maduro. Sospecho que le enoja mi lentitud, mi resistencia. Pero es porque soy incapaz de medir su paciencia. Disponen de un tiempo sin límite para hacer su trabajo. Una de ellas acaba de posarse sobre la hoja de la libreta. Ha dejado un trazo húmedo entre dos renglones, que se secó en un pestañeo. Luego salta al dorso de mi mano. Sus ojos tallados de innumerables facetas, me miran fijamente. Siento que nada puedo ocultarle. Sabe de mí mucho más que yo mismo. En esta gota de obsidiana se aloja toda la memoria del mundo. Me observa borneando lentamente los inmensos y tornasolados poliedros que llenan todo el cañadón, mientras se restriega la trompetilla con los filamentos de las patas, cada una de las cuales podría alzarme en vilo con la fuerza de diez tigres. Para qué voy a espantarla. Volverá, insistirá una y otra vez, como una uña sobre una cicatriz, hasta que brote la puntita escarlata. No hay una sola. Hay millones. El cañadón entero zumba como una colmena.
27 de septiembre
No tengo que perder la cabeza, sin embargo. Soy
todavía
el jefe del destacamento. Debo velar hasta el fin por la suerte de mis hombres. Entreveo sus esfumadas siluetas, a los grumos fulgurantes que estallan en esta continua y encandilada tiniebla. Por entre el zumbido que amenaza reventarme los tímpanos, los escucho gemir y estertorar sofocadamente. A veces, es un quejido acezante, voluptuoso, que pareciera brotar de un orgasmo. Prefiero pensar que el sufrimiento se ha retirado de esa quejumbre. Todo se ha vuelto irreal. Me reservo para lo último, aferrándome a este final destello de razón, a este resto de lápiz. Cada vez me resulta más pesado, como si estuviera escribiendo con el esqueleto carbonizado de un árbol. A ratos se me cae y me lleva mucho tiempo encontrarlo.
28 de septiembre
Esta
muerte blanca
es una ramera insaciable. No se le va, pero esta ahí, obscena y transparente. Se ha tumbado junto a nosotros. Nos acecha pesada de calor y de silencio. Su ojo amarillo de deseo vibra entre los matorrales. Sentimos que nos anda encima palpándonos con sus dedos de fiebre. Se arrastra de uno a otro con su catinga salitrosa. Apenas termina con uno, empieza con otro o con varios a la vez, mientras sus ojos de serpiente buscan y eligen el amante para la nueva cópula. Lo hipnotiza primero, lo envuelve con sus tentáculos, hasta quebrarle el espinazo. El pataleo del espasmo dura un instante y el fúnebre quejido se apaga entre los labios amoratados y tumefactos. No hay castidad que valga contra ella. Así se arrastró sobre mi asistente, un niño casi. Pero a él no lo pudo poseer, porque yo se lo arrebaté de un balazo. El mismo Pesebre me rogó que lo hiciera. Sufría espantosamente. Ahora ya sabe lo que hay del otro lado. A juzgar por su mueca de risa, debe ser algo muy divertido…
29 de septiembre
Esto, en cambio, es de vedad la agonía del infierno. O todavía muchísimo peor. Es preferible acabar de una vez… Pero, ¡qué difícil es morir! Debo ser casi eterno. He desenfundado la pistola y arrancándome la cadenilla del cuello, la arrollé el caño hasta que la cruz brilló sobre el metal pavonado. Cuando la llevaba a la sien, en un movimiento infinito, escuché aún los quejidos. Con el resto de mis esfuerzos, me arrastré hasta la pesada. Empuñé el asa, oprimí el disparador y haciendo girar el tubo sobre el afuste, barrí el cañadón con varias ráfagas, para acabar de limpiarlo de esos quejidos de trasmundo. En el silencio que siguió, oí el jadear de un camión. Cada vez más próximo. El camión ha aparecido por fin en la boca de la picada. Es un camión aguatero…
Ella
continúa tentándome. Sus engaños, sus sarcasmos son incalculables. En medio de una nube de polvo, con las ruedas en llamas, el camión ha avanzado zigzagueando por el cañadón. He disparado también sobre él varias ráfagas, toda la cinta, sin poder pararlo, sin poder destruir ese monstruo de mi propio delirio. Ha seguido avanzado con el tanque bamboleante y las ruedas en llamas, erizado de vívidos penachos de agua, hasta embicar contra un árbol. Está ahí… está llamándome…
—¿Por qué no vino pronto?
Se oía poco. El techo de paja y las tapias de adobe no aguantaban el ruido que venía de afuera. Todo el galpón bajo y espacioso donde se habían instalado las dependencias de cuartel maestre, vibraba sacudido por el tumulto del campamento. Separados por un tabique de tablas, estaban los depósitos y las oficinas. También adentro la actividad era febril. Timbrazos de teléfono. Maullidos de paso de onda en el aparato de radio. Tecleo de portátiles. Carga y descarga de víveres y pertrechos. Alboroto de auxiliares que entraban y salían a la disparada. Y el cañoneo lejano, incoloro, monótono, que llegaba del oeste.
En su pequeño despacho, el jefe tuvo que alzar la voz. Acaso menos por el barullo que por su propia nerviosidad. Gritaba casi al hombre corpulento y barbudo que estaba delante de su mesa de trabajo, con el brazo vendado y el aire culpable.
—¿Por qué tardó en presentarse, sargento Aquino?
—Me estaban curando en el hospital, mi mayor… —dijo mostrándole el vendaje, con cierto manso orgullo.
—¿Dónde se hirió?
—Cerca de Pozo Valencia.
—¿Cómo?
—Y… mi mayor… —se detuvo, escardillándose la barba revuelta, sucia de tierra, en busca de las palabras que faltaban.
Al sargento le costaba expresarse en castellano. Hacía una pausa entre frase y frase, como si estuviera traduciendo mentalmente lo que iba a decir.
—¿Cómo se hirió?
—Se echaron sobre nosotros —dijo atropellándose entonces cargado del grupo aguador—. Un pelotón completo. No pudimos atajarlos. Eran soldados de nuestras propias líneas. Ahora ni los aviones ni los satinadores bolís son tan peligrosos como nuestros propios soldados… —sus palabras se volvieron inentendibles.
Del otro lado del tabique, los ayudantes discutían a grito pelado. El jefe saltó de su banqueta, se aproximó a la abertura y rugió:
—¡Cállense, carajo!
El batuque cesó de golpe. Sólo la palanquita del Morse continuó picoteando su idioma de puntos y rayas sobre el confuso fragor del campamento. A través del hueco que hacía de ventana, se veía chispear la laguna en el bajo, moteada de manchas luminosas. El hombre barbudo echó una mirada de reojo a los camiones que cargaban en la orilla y les volvió la espalda. El jefe del cuartel maestre medía a zancadas la habitación. Era mucho más pequeño que el sargento, pero en los movedizos ojos pardos se almacenaba una gran energía y sin duda un implacable sentido del deber. Volvió a sentarse. El rostro mate, orlado de prematura calvicie, pareció aplacarse. Miró los papeles. Algunos estaban sucios y estrujados. Eran los partes y comunicaciones que venían del frente. Los golpeó con el dorso de la mano, como para acabar de limpiarlos y alisarlos.
—Lo he mandado llamar porque tengo que darle una misión especial. Acaban de pedirme un camión aguador. Urgente. Tiene que salir ahora mismo.
—Estamos cargando el convoy, mi mayor.
—Necesito un solo camión —le interrumpió secamente—. También preciso un buen chofer.
—Y… eso hay…
—¿A cuál de sus hombres recomienda?
—A mi segundo, el cabo Cristóbal Jara —respondió sin vacilar.
—Tiene que ser un individuo fogueado y decidido.
—Puede confiar en él, mi mayor. Somos compueblanos. Lo conozco bien. No me hará quedar mal.
—Es una misión difícil.
—Respondo por él.
—Se va a llevar agua y socorro médico a un batallón aislado más allá de Boquerón. Hay que atravesar la línea. El que va ya tiene que ir dispuesto a no volver. Es seguro que ni siquiera pueda llegar.
—Le pido que me deje ir a mí —dijo de repente el sargento.
—Usted es el jefe del grupo. Vaya a llamar a su crédito. De paso entregue esta orden en el hospital. Para que apresten enseguida un camión sanitario.
—A su or…
Se cuadró y salió del despacho.
Sobre la calcinada llanura, la loma de Isla Po’í se recortaba contra el cielo rojizo del atardecer, semejante a un nido de termitas sobre el que hubiera pasado la rueda de un carro. En lugar de hormigas, incesantes remolinos de hombres se mezclaban con camiones, piezas de artillería, carretas, caballos, mulas, bueyes, en un amasijo de gritos, órdenes, relinchos y traqueteo de motores, en el aire pegajoso e irrespirable. Bajo un samuhú, una banda de músicos tocaba o ensayaba fragmentos de marchas. Nada resultaba tan absurdo como este vestigio de parada militar en medio del pandemonio, marcando el paso de los soldados que ahora marchaban realmente a la batalla. Los pies descalzos eran de tierra. Las caras, ya también de tierra. La tierra subía en oleadas y comenzaba a tragarlos vorazmente. No eran más que eso: hormigas de la guerra, el fusil al hombro, la impedimenta a la espalda, rumbo a las líneas.
El sargento se encaminó hacia el hospital. El olor del fenol le golpeó en la cara. Camillas y camastros, parihuelas hechas con ramas, se esparcían por todas partes, alrededor del gran rancho repleto, sobre el que caía lacio el trapo blanco con la cruz roja, atado al extremo de una tacuara. Algunos heridos yacían en el suelo. Otros más eran descargados por los camilleros de la pila que traía un furgón de reparto de pan, transformado en ambulancia. Algunos bultos, ya quietos bajo sus mantas, eran llevados hacia un extremo del campo.
El sargento dio un rodeo por entre el gimiente amontonamiento, y entró. En el recoveco que hacía de sala de guardia, entregó la orden a un practicante.
—¡Camión de sanidad… de dónde! —masculló, dejando escapar un silbido, después de leerla con aire de suficiencia.
—Hay apuro —dijo el sargento.
—Lo que no hay es camión —repuso el practicante, y señalando el furgón del que estaban descargando a los heridos, agregó—: Ése es el único. Los demás están de viaje.
—Tiene que estar listo enseguida.
—Irá, si se puede. Yo no aseguro nada.
—Hay una orden.
—Hable con el jefe de servicio… —se levantó de mal talante y fue a llamarlo.
Una enfermera salió al corredor y se acercó un poco furtivamente al barbudo.
—¿Qué tal el brazo, Silvestre? —le preguntó en guaraní.
—De primera
—¿Qué viniste a buscar entonces?
—Un sanitario
—Creí que querían una orden de internación.
El sargento estalló en una carcajada.
—¿Por este rasguño? ¡Ni muerto me van a encerrar aquí!… Aunque me gustaría, sin embargo… —dijo cambiando de tono—. Para estar contigo, Salu’í… Digo, vivito y coleando… ¿No te parece?
La muchacha se hizo desentendida. Una prematura vejez le ajaba la cara pequeña de pómulos redondeados, dándole una expresión algo encanallada y ausente. Sólo cuando sonreía, sus facciones recuperaban un aire ingenuo, casi infantil. Su delantal estaba lleno de manchas viejas y nuevas, sobre las que se atareaban las moscas. Llevaba atado a la cabeza un trapo, no menos sucio que el delantal. Sobre la espalda caían las puntas de sus trenzas negras, de un brillo azulado, metálico.
—¿Para qué el sanitario?
—Misión especial. ¿No querés ir, Salu’í? Se van a necesitar voluntarios.
Ella se encogió de hombros.
—¿Sabes a quién mandan?
—¿A quién? —dijo sin denotar mucha curiosidad.
—A Kiritó.
Un cambio imperceptible le alteró la expresión. Sus grandes ojos marchitos se volvieron lentamente hacia él.
—¿Adónde? —preguntó fingiendo ahora indiferencia.
—Más allá de las líneas… ¡Lindo paseo! ¡Con boleta de ida solamente! —ironizó el sargento, con un visaje.
—¿Por qué lo mandan a él?