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Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (12 page)

—¡Es genial! —exclamé chapoteando.

—¡Ven! Aquí cubre más —me llamó desde diez metros más allá.

Lo alcancé en un momento y lo abracé por la espalda, envolviéndolo con brazos y piernas. Intentó liberarse pero me aferré con más fuerza. Tiró hacia abajo y me arrastró. Llegamos al fondo, a unos tres metros de profundidad, y allí continuamos la pelea. Al fin se soltó y sin perder un segundo me atacó: me hizo cosquillas. Perdí todo el aire en un instante y tuve que salir. Alex me siguió y justo después de que respirara, me zambulló hasta tocar el fondo. Esta vez reaccioné y contraataqué, pero su fuerza me superaba. Me pisó hasta obligarme a tumbarme sobre las piedras y luego me liberó.

Así continuamos jugando un buen rato: haciéndonos aguadillas, cosquillas, echando carreras a nado, buceando… Incluso jugamos a adivinar canciones cantadas bajo el agua a lo que, por cierto, gané yo con aplastante mayoría de aciertos.

A Gus y a mí nos fascinaba la música, y ya fuese española o extranjera, no se nos resistía ninguna melodía. Como los estudios se nos daban bien, aprender canciones de memoria nos resultaba mucho más sencillo. Ya fuese en inglés, francés, italiano o castellano, nos bastaba oírla un par de veces para memorizar la letra. Pero Alejandro carecía de mi cultura musical y, a decir verdad, para ser totalmente justos, tenía el oído un poco duro.

—Cómo me alegro de haber venido —le dije cuando nos sentamos un rato en la orilla, mientras nos mojábamos los pies.

—Es increíble, ¿verdad?

—Desde luego. Me gusta mucho. Es increíble que nadie conozca este lugar. ¿No viene nunca nadie? —insistí sin acabar de creer que aquel paraíso fuera virgen.

—Hombre, nadie, nadie, tampoco. Sí que alguna vez viene alguien, algún campesino… yo —sonreí—, pero casi todos de paso —dijo lanzando una piedrecilla a ras de la superficie, que rebotó tres veces antes de hundirse para siempre en aquel estanque trasparente—. Ten en cuenta que todo alrededor son campos de cultivo y que no existen carreteras que los atraviesen o que lleguen hasta aquí. Excepto el camino de cabras por el que hemos venido. Sólo los tractores pasan por ahí. Y si se paran, es para echar una meada o comer el bocata a la sombra. —Y lanzó otra piedra, rebotó dos veces y se hundió haciendo espirales.

—Pues me alegro —dije tumbándome, apoyando la cabeza en las manos entrelazadas, mirando el cielo a través de la frondosa techumbre que nos cubría.

El silencio colmó el lugar por un instante, y entonces, el clamor de la naturaleza reapareció. El crepitar de las hojas, el aleteo de las aves, el zumbido de los insectos, el murmullo del agua… Cerré los ojos e inspiré profundamente. Oí el silbido de una piedrita rasante que tras rebotar tres veces se extinguió en las profundidades. Después oí otra y finalmente una tercera.

Al igual que cada una de esas piedritas, reboté dos veces en la superficie de mis recuerdos antes de hundirme por fin en ellos. Y no encontré nada parecido ni en lo más mínimo a lo que estaba viviendo en aquel momento. Gus y yo no necesitábamos más que estar el uno con el otro para divertirnos. Estuviésemos donde estuviésemos, lo pasábamos bien. Nos compenetramos a la perfección, ya que él era el ingenioso, el que más ocurrencias tenía, y yo el que suavizaba sus planes para que nunca llegasen a pasar de ahí, de simples bromas. Recordé una ocasión singular: teníamos trece años y nuestra madre nos llevó al cumpleaños de un amigo de la escuela: Félix. No era un gran amigo, pero en el colegio al que íbamos, cada vez que algún alumno cumplía años, era costumbre y signo de educación y de clase el hacer una fiesta e invitar a todos los compañeros. Pues bien, el tal Félix no era santo de nuestra devoción así que, obligados por las normas de cortesía, no nos quedó otro remedio que ir. Pero no sin preparar antes un plan que convirtiera aquella tarde en una verdadera fiesta.

Gus compró, de contrabando, unas balas a un guardia civil. En casa, aprovechando que mamá había ido a los recados, las desmontamos, sacamos la pólvora y la metimos en una bola de plastilina a la cual conectamos una mecha de medio metro. Convencí a mi hermano para que redujese la cantidad de pólvora que iría en el corazón de la plastilina. Con la munición lista y una vez en casa de Félix, nos las arreglamos para entrar en la cocina sin ser vistos. Con mucho cuidado, introdujimos la bola de plastilina en el centro de la tarta de cumpleaños del niño y dejamos la tarta como antes del sabotaje. Disimulamos la mecha con el mantel y las servilletas y volvimos con los demás. Cuando llegó la hora de la tarta, en el momento en el que Félix iba a soplar las velas, luces apagadas y treinta crios entonando bastante bien el
Cumpleaños feliz
, Gus prendió la mecha con disimulo. Quince segundos después, en el preciso instante en el que nuestro compañero se inclinaba sobre la tarta inspirando profundamente, con los carrillos inflados, la tarta explotó.

Gus y yo nos agazapamos bajo la mesa en el momento de la explosión de merengue. Niños, padres, profesora y toda la cocina, se convirtieron en improvisados dulces salidos de la mismísima Navidad. La ropa, el pelo, los muebles, todo estaba cubierto de merengue. Las risas invadieron todo y hasta los padres de Félix se unieron a la diversión. Nuestro compañero se lo tomó muy bien, y después de aquel día llegamos a ser, de verdad, amigos.

Pero, quitando la diversión que me unía a mi gemelo, hundiéndome más en los abismos de mis recuerdos, no pude encontrar ni una sola vez en la que me hubiera divertido tanto fuera de mi círculo habitual de amigos y familiares. Lo que estaba sintiendo aquella tarde era algo absolutamente maravilloso y desconocido para mí. Ni siquiera con Gus había sentido nunca lo que sentía en aquel instante, era algo diferente y totalmente nuevo.

Abrí los ojos como si despertara de un reparador sueño; al principio, la intensa luz que se colaba por entre las ramas, me hizo parpadear hasta que me habitué a la claridad. Un pajarillo pardusco atravesó mi campo de visión volando despacio bajo las copas. Lo seguí con la mirada y de repente me topé con otros ojos que me miraban: los de Álex. Estaba allí, quieto, callado, recostado sobre su brazo derecho, apoyando la cabeza en esa mano y hurgando con la otra en la hierba. Los rayos del sol, cada vez más oblicuos, iluminaban su cuerpo bronceado, terso, perfecto como el de una estatua griega. Su rostro quedaba a la sombra y sus ojos parecían emitir luz propia. Era una mirada intensa y dulce, sincera y amable. El pelo le caía a mechones entre los dedos y se veía perfectamente lo bonito y brillante que lo tenía.

Así, mirándonos en silencio, permanecimos durante un momento, aunque si hubiera sido una hora entera, no habría percibido la diferencia. Pensé en la extraña sensación que noté en el momento en que nuestras miradas se encontraron, en el deseo que sentí de ver esa misma mirada todos los días de mi vida.

—Alejandro —salió de mis labios con una voz que apenas reconocí como mía—, tienes que reconocer que te he ganado justamente —dije improvisando un tema de conversación, tras una pausa en la que mil ideas diferentes e incontroladas acudieron en tropel a mi mente.

—Bueno, Marcos —dijo dándome dos palmadas en el pecho—, creo que me merezco la revancha.

Y se lanzó sobre mí haciéndome cosquillas por todo el cuerpo. Me cogió desprevenido y eso fue mi derrota. Se sentó sobre mí. Con sus pies inmovilizó los míos y con su mano izquierda las dos mías. Con la otra mano me torturó a base de cosquillas hasta que la risa me abatió y empecé a ahogarme.

—Basta… por favor… —logré musitar cuando cogí un poco de aire. Se detuvo pero no me liberó—. Venga Alex, está bien, has ganado, me rindo… ¡Has ganado! —grité riendo, sin poder soltarme.

—Quiero la revancha —insistió de nuevo con una sonrisa picara—, y esta vez el todo por el todo.

—¿Qué quieres decir? —Intenté soltarme sin éxito.

—Cantaré una canción, si la adivinas, ganas el torneo universal; si no, el vencedor seré yo —me propuso guiñándome un ojo.

—Está bien, cántala —acepté dispuesto a ganar aunque suponiendo que cantaría alguna canción para mí casi seguro desconocida.

—Una cosa más. —Arqueó una ceja—. El que gane impondrá una prueba al perdedor, cualquier cosa. —Y sonrió maliciosamente estrechando su mirada hasta que se convirtió en una línea pardusca.

Asentí con la cabeza, me soltó y se sentó a mi lado. Juntó las palmas de sus pies y de sus manos, bajó la cabeza, como si rezara, aunque más bien parecía concentrarse o relajarse para cantar sin que lagunas en su memoria dejasen párrafos sin contenidos, párrafos olvidados. Levantó la cabeza, sin dejar de mirar la hierba y se agarró las pantorrillas con ambas manos. Entonces empezó a cantar.

Era una melodía suave que, poco a poco, ascendía pero sin dejar de bajar de vez en cuando al tono poético que marcaba la canción. Al principio no tenía letra y tarareaba la melodía. Entonces añadió la letra en suaves y hermosos versos, que en prosa decían algo así…

Una joven molinera enamorada decía adiós desde su ventana a un caballero andante que marchaba a luchar contra los herejes a tierras lejanas. El caballero cae en batalla pero antes de morir, escribe una carta a su amada. Le pide paciencia, la ama y la esperará hasta que se reencuentren

Ella se preguntaba qué Dios era aquel que había dejado que su Amor se rompiese al morir su caballero en las cruzadas

Era muy suave y las frases rimaban muy notoriamente y eso la hacía ser muy pegadiza. Después llegaba el estribillo. Álex cerró los ojos y siguió cantando. Parecía que aquella melodía lo llenaba de tal forma que sentía el dolor de la joven molinera cuando lloraba al crepúsculo, esperando inútilmente a su caballero que jamás volvería, al que sólo veía de noche, cabalgando entre las estrellas, mientras ella se iba consumiendo por la tristeza que desangraba su corazón…

Yo sabía cuál era esa canción, me sonaba mucho, ya la había oído antes, pero dónde…

La joven no puede soportar más la separación, su molino será el umbral del reencuentro con su amado, una cuerda, la llave y un salto, el paso que los separa

Alex tarareó el resto de la canción, ya sin texto, y poco a poco bajó el tono hasta convertirlo en un susurró que poco después se extinguió.

Había estado mirando el estanque durante la segunda estrofa. Cuando miré a mi amigo, vi que una lágrima surcaba su mejilla. Al percatarse, se la secó con el dorso de la mano y sonrió.

—Siempre me emociona esta canción, aunque es demasiado triste para ser real.

—Que no te dé vergüenza llorar. Mi abuela dice que si no lloramos, las lágrimas nos envenenan por dentro, que es mejor desahogarnos y expresar nuestras emociones. Que lo que piense la gente es lo de menos.

—Y tiene toda la razón. —Y se apartó el cabello de la cara. Volvió a sonreír—. Bueno, no la sabes, ¿verdad? Entonces he ganado.


La Canción del Molino
.

—¿Qué?

—¡
La Canción del Molino
! Se titula así —dije triunfante poniéndome en pie de un salto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendido de que la hubiese adivinado; estaba seguro de que no iba a conocerla.

—Bueno, ya me la habías cantado —me miró cuestionando mi respuesta. Anduve en círculos a su alrededor—. La primera noche que salimos. La noche que me emborraché y me llevaste a casa, me la cantaste en la plaza y me contaste la historia de la molinera —su mirada era de perplejidad—. ¡Venga! Pensaba que el que iba borracho era yo.

—Pues no lo recuerdo.

De un salto me senté ante él con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en las manos, entrelazadas.

—Sea como sea, he ganado. Y tienes que hacer una prueba.

—Está bien, señor del universo, soy tu esclavo, haz de mí lo que quieras —dijo burlonamente abriendo los brazos en cruz y mirando al cielo.

Montones de cosas me vinieron a la cabeza. Pensé en mandarle hacer cien flexiones, o veinte pero conmigo encima, o llevarme a borriquito por el oasis, o que hiciera cincuenta largos en el estanque, o en que se cortase el pelo, aunque lo deseché inmediatamente porque no teníamos con qué cortarlo y porque me gustaba mucho como lo tenía; o que se subiera a un árbol… ¡eureka! ¡La cámara de fotos! Le sonreí maliciosamente, puse los brazos en jarra y caminé despacio hacia él. Me miró temeroso, preocupado por la barbaridad que se me hubiera ocurrido. A medio camino giré y me lancé por la mochila, de la que saqué la cámara de fotos. Me miró con terror.

—¡No! ¡Más fotos no! —exclamó negando con cabeza, brazos y todo su ser—. No, no, muchacho, ya me has hecho antes una.

—Has perdido, puedo ordenarte lo que me dé la gana. —Le di unos segundos y claudicó—. Bien, he decidido que quiero que poses para mí —así, de primeras, no pareció tomárselo demasiado mal, aunque inmediatamente intuyó que había más—. Quiero que te subas a este árbol —dije señalándolo— y que hagas el mono.

—¡¿Qué?! —gritó. Se puso en pie y empezó a corretear de aquí para allá—. No, no; ahí sí que te has pasado.

—Venga, no he sido nada malo, podía haber sido peor. Sube, ahora.

—No.

Ambos intentábamos disimular la risa.

—Tú quisiste la revancha —asintió vencido—. Acepta las consecuencias —y reí abiertamente mientras se encaramaba al árbol. Había muchas ramas bajas y no le fue difícil ascender, era casi como subir una escalera. Tres metros más arriba se sentó en una rama y me miró, con los brazos cruzados—. Bien, Álex, empieza —me interrogó con la mirada—. ¡Haz el mono! grita, ráscate los sobacos… —No se movía—. Venga, ahora eres la mona Chita —dije entre carcajadas, intentando enfocarlo con la cámara.

De repente empezó a chillar como un mono. Enseñaba la dentadura, hacía muecas sin parar, se rascaba la cabeza, el cuerpo, hasta empezó a saltar sobre la rama. La risa podía conmigo, apenas lograba enfocarlo, una nueva
monada
me hacía desternillarme hasta casi caer al suelo. Al final, logré mantenerlo en el visor el tiempo suficiente porque, claro, el muy cuco no dejaba de moverse para que no pudiera
cazarlo
, para disparar dos veces. Alex seguía chillando y riendo como la mona Chita, y así empezó a bajar del árbol. Cuando quise reaccionar, ya lo tenía encima. Esta vez no tuvo piedad; el inocente mono se había convertido en un gorila que me inmovilizó a base de cosquillas hasta que las lágrimas empezaron a brotar.

Cuando al fin se cansó y me liberó, nos quedamos tumbados sobre la hierba el uno junto al otro sin parar de reír. Al cabo de un rato, cuando las risas se apagaron y el silencio volvió a reinar, nuestras miradas se reencontraron. Y así, como paralizados, atrapados uno en las pupilas del otro, nos quedamos mirándonos durante unos instantes eternos, sin decir nada, observándonos con la sonrisa dibujada en nuestro rostro. Sin saber cómo ni por qué, sentí que estábamos unidos de una manera especial que no acertaba a definir. De repente me invadieron los nervios, una sensación de bloqueo me inundó, y de manera un poco brusca, reaccioné: me levanté y guardé la cámara en su sitio.

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