—Sí. No parece que a él le guste ir con los otros chicos, con Max y los demás —añadió Gus.
No quise continuar la conversación; hubiera salido en su defensa, pero daba lo mismo. Lo único que lograría sería dar otra oportunidad a la abuela de interrogar mi alma, y motivos a Gus para que dijera tonterías. Decidí optar por la vía rápida y salir de allí.
Subí a la habitación, cogí las toallas y arrastré a mi gemelo hasta la calle. Nos fuimos a la piscina. Andaba rápido, con paso firme y con la mirada perdida, dando pataditas a las chinas que me encontraba. Gus caminaba unos metros por detrás de mí, intentando darme alcance. Por fin echó a correr, cuando habíamos dejado el pueblo atrás, y agarrándome del brazo me detuvo.
—¿Qué te pasa, Marcos? ¿Por qué te has puesto así?
—No me gusta que os metáis así con gente que no conocéis. Sobre todo tú. No sabes nada de Alejandro y lo estás insultando.
—¡¡Eeeh!! ¡Pero bueno! Yo no lo he insultado —se defendió mi hermano—. Además, ¿a ti qué te importa? Explícame por qué te molesta tanto que me meta con él —bajé la mirada, mi hermano se sorprendió—. Marcos, era una broma, ¿qué pasa? —preguntó levantándome la cabeza, obligándome a mirarle—. ¿Qué está ocurriendo con Álex?
—Nada, Gus. Simplemente que me cae muy bien y me molesta que te metas con él. Conócelo primero, ¿vale?
La conversación acabó ahí. Le di una palmadita en la espalda y continuamos nuestro camino bajo un sol abrasador, sólo distraído por alguna nubecilla que osaba ocultarlo, y que desaparecía casi instantáneamente.
Ninguno dijo una sola palabra más hasta que llegamos a la piscina.
Pasamos el día allí. Chapoteamos con Max y sus amigos. Hicimos carreras, salpicamos a la gente, que nos reñía y nos mandaba al señor Rioja. A este acabamos por tirarlo al agua. Por fortuna, Gus lo convenció de que no nos echara del recinto. Así, sin apenas salir del agua, hasta que nuestra piel asemejó un racimo de uvas pasas, pasamos el primer y caluroso día de septiembre.
La abuela llegó a mediodía con unos bocadillos que nos comimos con los chicos. Estábamos a un lado del recinto, donde habitualmente se instalaba el grupo. Gus se tumbó junto a Carmen, la chica de Valencia, y no pararon de juguetear y darse besitos durante toda la tarde. Todo el mundo los vio. A la abuela le daba igual. De hecho, se acercaba a las otras mujeres para decirles, entre risas que aquel donjuán era nieto suyo.
Max me enseñó a hacer un porro. Estábamos a solas, a unos metros del resto del grupo. Sacó un monedero de cuero y de su interior una bolsita con marihuana machacada. Aunque yo quería liar directamente uno de maría, me recomendó que me entrenara con tabaco. Al principio se me caía todo, era incapaz de cerrarlo sin que se me desparramase por los lados. Así que hasta que no vio que le había cogido el truco, no me dejó hacerlo de marihuana. Mientras me enseñaba las artes del fumar, intenté sonsacarle información sobre lo que nos había contado Elena días atrás. Sin embargo, Max simuló no entender de qué le hablaba y se limitó a sonreír mientras me decía que pusiera atención al porro y me contaba todos los beneficios médicos y terapéuticos de aquella planta exótica que nos íbamos a fumar. Bajo su atenta mirada, y sus manos en forma de cuenco bajo las mías (no era sencillo conseguir maría en aquel tiempo), logré liarlo obteniendo después, cuando nos unimos al grupo, una calificación popular de bien alto (o notable bajo, como apuntó Gus). Me pidieron que hiciera un par más; y tras el último baño del día, sobre las seis y media de la tarde, cuando el Sol comenzaba a suavizar su azote, nos los fumamos entre todos. Esto sí que no lo vio mi abuela; ni ella, ni nadie, ya que nos colocamos en círculo y así,
circularon
sin parar los pequeños y pálidos cilindros alucinógenos sin que nadie se enterase de que echábamos a volar. Sólo el humo y su fragancia que ascendía en espirales, en columnas titilantes, podría causar sospechas. Para que todo pareciera normal, encendimos varios cigarrillos.
Elena no apareció en todo el día, ni Alejandro tampoco. Yo estaba preocupado e intrigado por la amistad de mi prima con Álex. No me parecía normal que nunca salieran juntos y que un día, de buenas a primeras, pasaran todo el día pegados, desaparecidos, charlando. No quise llegar a conclusiones, conclusiones que pudieran llegar a ponerse contra mí, que pudieran sorprenderme o asustarme. Decidí olvidarlo por el momento. Pero no pude.
Por la noche salimos, como de costumbre. Elena llegó cuando nos estábamos duchando; y cuando bajamos a cenar no quise sacar el tema, aunque Gus no opinó igual. Elena nos contó que habían pasado el día en el campo, en el molino, charlando del mundo, de la vida, del pasado y del futuro… en fin, que no nos contó nada.
Llegamos al
Don Quijote
. Los Rolling Stones ya amenizaban el local y una ligera capa de humo lo cubría todo. Manolo, el camarero, había abierto las ventanas, pero todos los jóvenes fumaban sin parar. Max y los demás ya brindaban a la salud de Yoko Ono al fondo del local. Al otro lado, recostados en sillas y mesas, estaban los mismos tipos de negro de todos los días, los temidos y respetados «Hijos del General».
Normalmente ni reparaba en ellos; solíamos pasar de largo sin fijarnos en demasía en aquellos indeseables, pero aquella noche algo me llamó la atención.
—¡Eh! ¡Elena! —llamé a mi prima en voz baja, tirándole del vestido—. ¿Quién es el tipo de los pelos de punta? —le pregunté al oído, procurando que no se notase que los observábamos.
Elena miró un instante. Uno de ellos levantó su vaso brindando a la salud de mi prima, lanzándole besos, seguidos de gestos obscenos.
—Es David, su jefe. Ya habrá vuelto de Madrid, de recibir instrucciones de su
padre
. Ni te acerques a él.
Me quedé perplejo. No paraba de pensar en la discusión de aquella noche entre Álex y el jefe de aquellos tipos. Pensé que a lo mejor no había sido más que una ilusión mía. Al fin y al cabo, estaba borracho perdido. Pero no, había sido real, lo recordaba muy bien. Volví a mirarlo; no había duda, era él. Y de nuevo se acercó a Alex, en cuanto lo vio entrar. No le dio tiempo a llegar a la barra, se lanzó encima, como una hiena que esperaba al acecho. No logré oír qué decían, Bob Dylan cantaba demasiado alto. Sólo vi que hacían aspavientos y que en sus rostros se dibujaba rabia. David agarró a Alex por los brazos. Estuve a punto de acercarme, pero me detuve. Parecía que nadie se diese cuenta, ni siquiera Elena lo veía. Álex se liberó de las garras de David y se marchó. David lo siguió hasta la puerta. Se asomó, gritó algo y volvió junto a su pandilla, lanzándose sobre una silla mientras empuñaba una jarra de cerveza.
Intentando no llamar la atención, me levanté y salí del bar. Miré a ambos lados de la calle pero no lo vi. Miré dentro, sentía como un cosquilleo en la nuca, y vi que David me observaba con una mirada evadida que me hizo dudar entre buscar a Álex o no. Lo busqué.
Pensé que lo más probable era que no hubiera entrado en otro bar, así que me perdí entre las callejuelas del pueblo, dormido ya, alumbrado por pocas y viejas bombillas desnudas, colgadas en aún más viejos muros de piedra, como parásitos de la modernidad, como enredaderas tecnológicas, en forma de cables de la luz y del teléfono.
Lo encontré sentado en el quicio de una puerta. Vestía pantalón blanco y camisa azul. Ocultaba la cara bajo sus manos y el cabello le caía entre los dedos.
—Buenas noches —dije suavemente. Sorprendido, levantó la vista, empañada a causa de las lágrimas. Se las secó con el dorso de ambas manos y se apartó el pelo de la cara—. Si lo prefieres te dejo solo.
—No, no, por favor, quédate. Siéntate conmigo —me pidió haciéndome sitio, corriéndose un poco hacia el grueso muro de la casa. Me senté a su lado.
No me dijo nada. Se limitó a guardar silencio, fumando un cigarrillo y a mirar, ora al cielo, ora al fondo de la calle: una indescifrable mezcla de noche, casas y débiles puntos de luz; ora al suelo de cemento, adornado con huellas de pies y manos de los más pequeños, y fechas de quienes fueron testigos del día en que la tierra fue sepultada bajo el cemento de la civilización.
—No me importa lo que esté ocurriendo. Sólo quiero que sepas que si necesitas cualquier cosa, lo que sea, puedes contar conmigo.
Apenas pude acabar la frase cuando Álex me rodeó con sus brazos y hundió su cara en mi pecho, llorando a lágrima viva. Realmente me cogió desprevenido. Lo abracé e intenté descubrir qué le ocurría.
—Tranquilo, tranquilo Álex. Vamos, cuéntame qué pasa, ¿qué te ha hecho David?
—¿Lo conoces? —me preguntó apartándose de mí, con el rostro lleno de lágrimas.
—Elena me ha hablado de él. Además, os vi discutir bajo mi ventana la otra noche, cuando me llevaste a casa —añadí con cautela, observando su reacción.
Álex se puso en pie, dio un par de saltos, sacudió los brazos, se echó el pelo hacia atrás y volvió a sentarse.
—David va detrás de mí desde hace un año —no comprendía qué quería decir con eso, pero Alejandro me lo aclaró al instante—. Dice que está enamorado de mí.
Me quedé callado, no supe responder. Creo que no lo entendí. Fue como una bomba.
—Lleva todo el año persiguiéndome. Intenta que vaya a su casa o insiste en venir a la mía. Quiere verme, quiere… acostarse conmigo. Dice que me quiere, aunque dudo que sepa qué es el amor, aparte de hacia sí mismo.
»Al principio, cuando me llamaba y me perseguía, hasta me hacía gracia. Incluso llegamos a tener confianza, me empezó a gustar, lo admito. Pero de repente algo cambió en él. Siempre había sido un poco gamberro, sin embargo algo en él se ha vuelto malvado. Empezó a frecuentar a esos chicos con los que anda y al poco tiempo me enteré por Max de que son una especie de matones secretos. ¡Él! Esbirro de un régimen que si descubriera las cosas que me propuso lo encerraría en un agujero —dijo sacudiendo la cabeza—. Decidí hablar con él. Le dije que prefería no verlo más, que no me encontraba preparado para lo que me pedía, que por favor me dejase en paz. Entonces se cabreó muchísimo y me amenazó con denunciarme a la Guardia Civil. Sabía que no lo haría, bueno, si era cierto que me quería.
»Creo que me amenazó para obligarme a ser suyo, para ceder ante su poder. Pero cayó en su propia trampa. Lo amenacé con contarle a sus colegas toda la verdad, lo de sus proposiciones y así logré frenarlo. Desde entonces está más tranquilo, aunque últimamente se está poniendo nervioso otra vez —me miró asustado—. Tengo miedo de que se esté hartando y decida denunciarme. A mí nadie me creería. Y él, a estas alturas, es muy respetado dentro y fuera del pueblo.
—Pero Álex, ¿estás diciéndome que David es…? ¿Y que tú, tú…? Tú también eres…
—Sí, Marcos,
lo soy
.
Me puse muy nervioso, mi corazón latía a mil por hora, ¿por qué? ¿¡Por qué!?
—Y antes de que se hiciera «Hijo del General», ¿pasó algo entre vosotros? —acerté a preguntar tratando de parecer serio y de que no se me notaran los nervios.
—No, nunca. Y el caso es que, bueno ya te lo he dicho, incluso me gustó. Bueno, sólo un poco —sonrió mirándome de soslayo—. Pero no sé, jamás me inspiró confianza. Siempre vi en él algo no sé, malvado, egoísta, peligroso.
—Y ¿qué es lo que has notado últimamente?
—Está muy agitado. Me busca como al principio. A veces voy por la calle, me giro y ahí está, siguiéndome, vigilándome. Me interroga sobre mis amigos, hasta sobre ti, bueno, has dicho que nos viste discutir —se calló durante un momento en el que me miró con sinceridad—. Creo que se ha obsesionado conmigo de tal forma que ha decidido que si no soy suyo, no podré estar con nadie —suspiró. Permanecimos en silencio durante un minuto—. Y bien, ¿qué te parece la historia? Ahora que me conoces, que me conoces
de verdad
, ¿sigues queriendo ser mi amigo?
—Sí —afirmé con rotundidad sin que la expresión de su cara cambiase—. Ya te lo dije, quiero ser tu amigo y no me importa nada más. Y en cuanto a David, si se mete contigo, se mete conmigo. Y supongo que podemos incluir a Gus —añadí con risas que enseguida compartió.
—Bueno —dijo bajando la vista un momento y luego dirigiéndola hacia mí—, pues muchas gracias, amigo.
Se levantó y me ofreció la mano. La tomé y tiró de mí. Nos sonreímos y caminamos hacia la calle Primo de Rivera, hacia el
Don Quijote
.
La voz de Cecilia nos envolvió y nos acompañó hasta el bar, donde nos lo pasamos genial sin que David ni los suyos nos molestasen, puesto que habían desaparecido y ya no regresaron en lo que restaba de noche.
Navegaba en una pequeña barca de madera en la que no había nadie más. El mar estaba en calma y tenía una tonalidad violácea que me hizo mirarlo constantemente; pero, aparte de mi reflejo, no vi nada más. Era curioso, no me veía joven, sino viejo, arrugado y con el pelo blanco y brillante.
Alrededor de la barca no había nada, sólo ese extraño y silencioso mar oscuro. El cielo estaba raso; no era de día, pero tampoco de noche. Había una misteriosa claridad que lo bañaba todo, pero no se veía ni un sol ni una luna que aclarase qué momento del día era. Aunque me parecía más un crepúsculo que un alba.
La barquita apenas se movía. La calma era total. De repente me fijé en mí y me vi desnudo. No llevaba nada encima y mi cuerpo también era muy viejo. Me puse en pie y grité «socorro». Parecía que no hubiese nada en aquel mar. Aunque no estaba convencido de que aquello fuese el mar. Más bien parecía una gran boca negra que engullía mis llamadas. Los gritos apenas recorrían unos metros, se precipitaban hacia esa sima de oscuridad y desaparecían. Estaba nervioso, muy agitado, pero ni sudaba ni me temblaban las manos. Me senté y me tomé el pulso: ¡no había! Al instante presioné ambas manos contra mi pecho intentando sentir los latidos del corazón. Sospeché que serían viejos y débiles, pero tampoco los oí. Entonces me percaté de que mi piel estaba blanca y fría, y me abalancé contra el agua para ver mi reflejo. Sentí frío en la mirada que me respondió. Me quedé quieto, con la cara frente al agua, reflejado en aquel lugar atemporal.
De repente vislumbré el reflejo de otro rostro. Me giré inmediatamente pero no había nadie conmigo. Sin embargo el rostro me miraba desde el mar… Me observaba estático, sin moverse, sin expresión, sin hablar. Era el reflejo de un anciano arrugado de ojos grandes y pelo largo plateado. Parecía un pirata de antaño. En aquel momento vi otro reflejo pasar un poco más arriba y otro par un poco más allá. Desaparecieron. Entonces comprendí. Aquel mar era algo así como la antesala del más allá, de la Muerte. Y ese mar oscuro, la morada de las ánimas que esperan su paso a otro lugar, al eterno reposo.