—¿Estás asustado? —me preguntó aquel reflejo desde el agua. Su voz sonaba casi metálica.
Caí de espaldas en la barca. Pero reaccioné con rapidez, era mi oportunidad de saber qué hacía yo allí.
—¿Qué me ocurre? —le pregunté mirándole a los ojos, vacíos.
—Este es el mar del desamor, donde vienen las almas que no han sabido, no han podido o no han querido amar. Te estábamos esperando. Sólo tienes que saltar y quedarás aquí atrapado con nosotros para siempre, reducido al reflejo de lo que pudo haber sido y no fue por tu culpa. Salta, Marcos, es tu hora, el tiempo no perdona.
—No…
—Tomaste una decisión, tuviste tu tiempo, se consumió, perdiste, ¡salta!
De nuevo caí de espaldas en la barca. Me palpé el pecho, no latía.
—¡No siento mi corazón! —exclamé asustado—. ¡¿Qué es lo que pasa?! ¡No me late! ¿Por qué no puedo sentirlo? —le pregunté al reflejo.
—No te late, y no lo sientes por eso, porque le diste ilusión, le ofreciste un futuro y después se lo negaste, le arrebataste su destino, el tuyo. Por eso se murió y se extinguió de tu cuerpo. Tu elección fue tu billete hacia aquí, Marcos. Ahora no hay marcha atrás, acepta la última consecuencia de tus actos, salta.
Negué con la cabeza. El reflejo gritó de nuevo: «¡Salta!», y volví a negarme. Entonces, cientos de reflejos como aquel y como el mío, rodearon la barca. Todos me gritaban: «¡Salta!». Todos ellos estaban vacíos de expresión. Se fueron acercando más y más, eran miles, cientos de miles. Toda la superficie del violáceo mar era reflejos, como un desierto formado por granitos de arena, todos iguales pero diferentes. Sus voces se hicieron una y me atormentaban los oídos: «¡Salta! ¡Salta! ¡¡Salta!!». Me los tapé y me encogí en el fondo de la barca. De repente, esta comenzó a tambalearse, ladeándose cada vez más: me estaban tirando.
—¡¡¡ALEJANDRO!!! —grité cayendo al suelo de mi compartimento del tren, que pasaba por un puente antiguo y se balanceaba y botaba.
Me puse en pie. Estaba empapado en sudor. Fui al baño. Me lavé la cara y bebí agua. Otra vez me vi reflejado en el pequeño espejo redondo.
—¡Oh! Gus…
A la mañana siguiente, bueno, a eso de las dos de la tarde, cuando nos disponíamos a salir hacia la piscina, Alex apareció.
—Hola Álex, pasa —le dijo Gus.
—Buenas —se limitó a decir cuando me encontró tirado en el sofá, abanicándome con una revista.
—Hola, ¿cómo tú por aquí?
—¿Quieres helado? Está buenísimo —le ofreció Gus, que rebañaba su plato con pasión.
—No, gracias, Gus. Hoy he comido un montón. Venía para invitaros a pasar la tarde en el campo. La piscina acaba cansando, al menos a mí. Conozco un estanque a unos kilómetros de aquí. Hay muchos árboles y es muy tranquilo. Yo voy bastante, por eso no aparezco mucho por la piscina.
—¿Y no está lleno de gente? —pregunté sin poder imaginar un lugar así sin cientos de personas ensuciándolo.
—¡Que va! Está apartado, al sur, detrás de unas colinas, no creo que lo conozca casi nadie. Es genial. Venga, ¡animaos! La piscina estará abarrotada…
—Sí, llena de bellezas —dijo Gus pensando en voz alta—. Oye, ¿cómo piensas ir? Has dicho que está a varios kilómetros. Tú no tienes coche ¿no?
—En bici. Sólo son doce kilómetros.
A mi gemelo casi se le cayó el plato de helado de entre las manos. Arqueó las cejas sonriendo, sin conseguir expresar el cúmulo de ideas que le habían venido de golpe a la cabeza. Viendo su expresión me eché a reír. Conocía perfectamente a Gus. Jamás recorrería doce kilómetros en bici, y menos aún bajo el abrasador Sol que nos esperaba tras el umbral de la puerta.
—Conmigo no contéis —dijo por fin dejando el plato y la cucharilla en la fregadera—. Yo me voy a la piscina con Elena, Max y compañía. —Se puso una visera que cogió del perchero que había detrás de la puerta y retornó al salón, con la toalla de la mano—. ¿Qué vas a hacer tú?
—Pues… me apetece mucho ver ese estanque.
—¡Hala! ¡Achicharraos vivos! Yo os recordaré desde la piscina, con agua fresquita… ¡Umm! Qué gusto da sólo el pensarlo —bromeó Gus en dirección a la puerta—. ¡Cierra con llave, cabezón! —dijo antes de dar un portazo, para variar.
—Bueno, pues vámonos ya, ¿no? —sugirió Álex cogiéndome del brazo y tirando de él hasta que me levanté del sofá—. Coge bocata, gorra y toalla. Vamos a por las bicis.
Antes de salir, exactamente antes de cerrar la puerta, recordé la cámara de fotos que nuestra madre nos había metido en la mochila y de la que no me había acordado hasta entonces. Ni siquiera para el día del cumpleaños de la abuela, motivo principal de haberla llevado. De repente la recordé y pensé que un estanque debía de ser un bonito lugar para hacer unas fotos. Mi ciudad no nos ofrecía parajes abiertos, sólo edificios, cada vez más altos; y menos aún lugares solitarios, eso tenía que verlo por mí mismo. Metí todo en la mochila y nos pusimos en marcha.
Fuimos a casa de Álex, más bien a casa de su tío, que no estaba. Álex me condujo hasta el fondo de la casa. Pasamos el salón, la cocina y atravesando una puerta de cristal, llegamos al patio de la casa. No era muy grande, como el salón, quizá algo más. Era todo blanco, encalado, aunque bastante descascarillado. Al fondo, a la izquierda, había un vano sin puerta que daba a un pequeño habitáculo que usaban de trastero. Había estantes de madera repletos de destornilladores, martillos, cinta aislante, rollos de cables de colores, botes de pintura usados, algunas brochas, unas garrafas de vino en un rincón, un par abiertas en las que entraban y salían las moscas con entera libertad. En la pared del fondo, colgadas de la pared por las ruedas delanteras, descansaban cuatro bicicletas de paseo. Alejandro comprobó la presión del aire y descolgó las dos que estaban en mejores condiciones.
Mi padre nos regaló, en nuestro decimocuarto cumpleaños, dos bicicletas de paseo. Los negocios le iban bien y decidió ser generoso con sus hijos. A Gus no le hacía demasiada gracia la bici, hubiera preferido una motocicleta, pero ahí topó con mi madre y eso era peor que contradecir al mismísimo caudillo. A mí, en cambio, me hizo mucha ilusión; de vez en cuando salía a pasear por la ciudad. Algunos sábados por la mañana, cuando no hiciera frío, porque eso sí que no lo soportaba, me ponía el chándal y pedaleaba un par de horas. También solía ir al mercado en bici cuando mi madre me mandaba a comprar un par de cosas que ella había olvidado.
Álex se había endosado una visera blanca y unas gafas de sol. Me dio su toalla y un bocadillo para que lo metiera en mi mochila. Ya listos, nos pusimos en marcha.
Él salió primero, yo lo seguía de cerca. Corrimos calle abajo y enseguida llegamos a la plaza. Mientras la atravesábamos me percaté de que alguien corría hacia nosotros agitando los brazos.
—No te detengas, Marcos. Sigue, no le hagas ni caso —me dijo Álex en cuanto vio a aquel tipo. Hice lo que mi amigo me pidió. Entonces le oímos gritar.
—¡Álex! ¡Para! ¡Párate ahora mismo!
¡Mecagüen
la puta! ¡¡Paraaa!! —Era David. No lo había reconocido porque estaba en bañador y llevaba gorro—. Como no hagas lo que te digo te juro por Dios que te denuncio. ¡Sabes que puedo joderte bien! —gritó impotente al ver que nos alejábamos sin hacerle el más mínimo caso.
—Álex, ¿y si lo hace? —le pregunté temeroso de que cumpliese sus amenazas, pensando en lo que le pudiera pasar si lo cogía la Guardia Civil.
—¿Joderme? ¡Más quisiera!
—¡Álex…!
—Tranquilo —sonrió—. No lo hará, aún me quiere y no creo que permita que me pase nada malo.
—Tienes mucha confianza en que su amor por ti te mantenga a salvo. Pero podría ser al contrario, Álex. Tú mismo lo dijiste; dijiste que si no eras suyo…
—Basta, Marcos. Tranquilízate, no lo hará, estoy seguro.
Habíamos dejado Molinosviejos atrás y nos encontrábamos en medio de un reino dorado, en medio de interminables campos de trigo. El sendero que llevábamos era de tierra y tenía dos surcos poco profundos por los que encarrilamos las bicis para poder ir uno junto al otro. Sobre el horizonte, todo en derredor, molinos hieráticos descansaban sobre suaves lomas e inapreciables colinas. Nos miraban, observaban nuestro paseo desde sus pedestales eternos. Corría una leve brisa del este que nos refrescaba el rostro sudado. Los trigales se mecían graciosamente y tocaban su cálida melodía, llenos de vida, de esplendor. Algunos pajarillos, gorriones y una pareja de cuervos, jugueteaban haciendo piruetas en el aire, haciendo vuelos rasantes sobre el trigo, que parecía apartarse hacia los lados creando canales para que volasen ocultos, protegidos por él. Subían y bajaban, trinando y graznando, haciendo acrobacias que seguíamos con la mirada, y con el alma quizá, soñando con poder volar a su lado, con hacer piruetas y sentir el aire a tu alrededor mientras asciendes en círculos y te fundes con el viento.
No íbamos muy deprisa, íbamos paseando, admirando los campos y las aves, el cielo azul y la brisa fresca; la vida que vibraba a nuestro alrededor. Aunque el calor apretaba y aún cuando, debido a la falta de árboles y por consiguiente, de sombra, dejábamos las bicis en el camino y nos agazapábamos entre los trigales, bebíamos agua y nos mojábamos la cara.
—¿Cuánto queda? —le pregunté la segunda vez que nos paramos, como tres cuartos de hora después de dejar el pueblo. Teníamos la camiseta totalmente empapada en sudor y nos las quitamos. Las guardé en la mochila.
—No lo sé con seguridad, unos veinticinco minutos más, vamos bastante lentos —dijo mientras se echaba el agua que quedaba por la cabeza.
—Vale… ¡Oye! Te voy a hacer una foto —dije sacando la cámara—. Espero que no se haya derretido la película.
—Mejor nos la hacemos los dos —dijo cogiendo la cámara, echándome un brazo alrededor de la espalda y colocando la cámara delante nuestro, enfocando a ojo—. ¿Crees que saldrá? —preguntó riendo mientras se giraba la visera y me ponía mi gorro.
—Claro, sólo tienes que apretar el botón.
—Venga, di «queso».
—¿Queso?
—En inglés hombre… Di
«chiiisss
»…
Empezamos a reírnos y entonces disparó. Quedamos atrapados en uno de los negativos de la película, en una imagen en blanco y negro, envueltos en trigo, con la cara mojada, entre luces y sombras y con una gran sonrisa verdadera, nada forzada.
La foto salió, bien, es más, salió ideal. Pese al tembleque de la risa y la cercanía del objetivo, salimos los dos e incluso quedó bastante centrada. Con los años, el blanco y negro original fue tornándose en un sepia pálido, pero nuestras sonrisas soportaron el paso del tiempo sin variar un ápice. Eso sí, en la fotografía nada más.
Veinte minutos después llegamos al estanque. El terreno empezó a cambiar; los trigales cedieron paso a tierra más verde y los árboles hicieron acto de presencia. Alguno que otro, al principio, y más según nos acercábamos. No eran excesivamente altos y aún se mantenían frondosos, aunque la naturaleza ya les había hecho saber que el otoño se acercaba y poco a poco, sus hojas se tornaron amarillas y se dejaron caer arrastradas por el viento, depositándose sobre la hierba y arrugándose allí, hasta ser un pardo recuerdo de lo que fueron.
La hierba estaba crecida y cual margaritas en primavera, multitud de hojas secas adornaban la esmeralda alfombra. Los árboles se levantaban unos junto a otros formando una columnata natural que acababa en una bóveda verdosa y dorada que dejaba pasar la luz a intervalos, aquí y allá, como una lluvia de rayos solares que iluminaban misteriosamente el pasillo que desembocaba en el estanque.
Dejamos las bicis al pie de un árbol. Era maravilloso, era como adentrarse en un templo silencioso, iluminado por la luz que atraviesa las vidrieras y cae como una cálida lluvia sobre los fieles. Saqué unas cuantas fotos desde diferentes ángulos, intentando captar lo grandioso del lugar, desde los rincones más oscuros, hasta la luminosidad cegadora del Sol reflejado en el estanque.
Avanzamos despacio, como peregrinos que han llegado a su destino, respetuosos ante la magnificencia del lugar. Álex ya lo conocía, aunque respetó mi admiración y me acompañó en silencio. Cada rincón, cada árbol, cada haz de luz, cada sombra, cada hoja que se mecía y que dejaba la rama para revolotear acunada por la brisa hasta ser depositada en silencio y con suavidad, como la madre que acuna a su niño, sobre la hierba; todo me resultó fascinante. Era como un oasis en medio del desierto dorado que habíamos atravesado desde Molinosviejos, otro oasis en medio de La Mancha.
De repente lo oí. Hasta ese momento, sólo la vista había acaparado toda mi atención, pero entonces escuché el universo de sonidos que me rodeaba: el viento meciendo las frondosas ramas, las hojas chocando unas con otras, aplaudiendo la maravilla natural, la hierba sonriendo, jugando con las hojas secas que caían sobre ella como una lluvia de oro, pajarillos invisibles, grillos, moscas, mariposas revoloteando; y de fondo, el suave fragor del estanque.
No me salían las palabras para expresar el sentimiento que me inundaba entre tantas sensaciones diferentes y maravillosas. Intenté decirle a Álex lo bonito que era todo, lo contento que me sentía por haber ido, lo hermosa que me llegó a parecer la vida en aquellos momentos. Pero sólo podía sonreír, de oreja a oreja,
solamente
sonreír.
Álex cogió la cámara y me pidió que me sentase al pie de un árbol. Quería hacerme una foto. Me senté y la hizo, y resultó hermosísima también. Por fin llegamos al estanque. No era muy grande; tenía forma de pera, con su parte más estrecha situada entre los árboles. Todo alrededor había vegetación. Pero según se llegaba a la parte más ancha del estanque, de nuevo la tierra seca y el trigo crecían hasta dominarlo todo, hasta más allá de donde alcanza la vista. Me arrodillé en la orilla. El agua era cristalina, se veía nítidamente hasta el fondo, repleto de cantos rodados. Me pregunté si habría peces.
—Creo que no, yo nunca los he visto —respondió Alejandro leyéndome el pensamiento. El agua manaba de un pequeño riachuelo que pasaba cerca y que, desviándose de alguna manera una parte del cauce, tras muchos años de labor natural, había acabado creando el hermoso estanque. Metí la mano, estaba fresca, genial.
Antes de que pudiera decir nada, Álex ya se había descalzado y se estaba metiendo en el agua. Ya le cubría por los muslos. Se mojaba el pecho, la nuca, el estómago y las muñecas, para acostumbrar su organismo a la temperatura del agua y evitar cualquier peligro debido al cambio brusco de temperatura. Me descalcé, dejé el gorro, las zapatillas y la mochila en la orilla y me zambullí. Álex nadaba hacia la parte ancha del estanque. Buceé hacia él. El agua era increíblemente clara. Iba con los ojos abiertos y veía perfectamente el fondo, y ni siquiera noté la más mínima molestia.