Yo en eso era diferente. Durante un par de meses, cuando tenía dieciocho años, estuve saliendo con una chica bellísima; pero cada vez que quedábamos, sentía una especie de pesadez en el estómago. Me apetecía hacer otras cosas y empecé a ponerle excusas. Nos fuimos distanciando y al final lo dejamos. Después estuve tonteando con un par de chicas pero no fue más que algo parecido a los escarceos de Gus. Como no me llenaba, lo dejé. Lo que sí puedo asegurar es que jamás había sentido nada importante por nadie. Todavía no me había enamorado.
Hasta aquel verano.
Durante la semana siguiente a la de la gran borrachera no vi a Alejandro ni pregunté por él. No apareció ni en la piscina, ni por las noches en la calle Primo de Rivera. Quería darle las gracias por haberme llevado a casa, y la verdad es que me apetecía verlo. Normalmente me fiaba de mi primera impresión, y Alejandro me cayó bien desde el primer momento en que lo vi. Aparte, sentía curiosidad por la discusión que tuvo con aquel tipo. Me intrigaron las palabras, sus exigencias y reivindicaciones; pero sobre todo, lo que me rompía los esquemas fueron sus lágrimas. Me devoraba la curiosidad. Todas las noches siguientes, me estuve fijando en la gente, intentando hallar entre la multitud de cuerpos inmersos en la diversión, el del chico que discutió con Álex. Desde mi ventana, de noche y borracho, no distinguí su cara, pero el pelo pincho y la chaqueta de cuero no se me olvidaban. Nadie de los que vi durante las noches siguientes coincidía con esa descripción. Decidí que el tiempo se encargaría de mostrarme la verdad. Y eso fue precisamente lo que ocurrió.
El cumpleaños de la abuela cayó en jueves. Nos levantamos temprano aquella mañana. La noche anterior habíamos salido pero el cansancio acumulado nos obligó a regresar al hogar a la una y media de la madrugada.
—¿Dónde dejaste el regalo? —me preguntó Gus mientras revolvía las mochilas en busca del paquete que habíamos traído a la abuela y que guardamos celosamente para evitar que lo descubriera.
—En mi mochila, debajo, abre la cremallera… —le indiqué—. ¡Ahí!
Le habíamos comprado una tetera, pero nuestra madre pensó que llegaría hecha añicos; así que al final, sustituimos la tetera por un traje de los domingos. No era el ideal de regalo que me gustara hacer, pero mi madre insistió y poniendo todos un poco de dinero, se lo compramos. Pudimos convencer a mamá de que no lo comprara negro, pero su anticuada forma de pensar acabó por imponerse y lo cogió azul marino. Eso sí, los botones eran de color hueso y tenía las solapas y el cinturón de colores claros también.
Cuando entramos a la cocina nos encontramos a la abuela colgada del teléfono y a Elena sentada a la mesa, con una caja de bombones entre las manos. Un papel de alegres colores arrugado, hecho una bola junto a mi prima, nos indicó que ese había sido su regalo.
—Acaban de bajar tus hijos —dijo la abuela—. Sí, están muy bien… Comen todo lo que les doy… —Nos sentamos y escuchamos—. No hija, apenas si salen, sí, y vienen pronto a casa. —Nos guiñó un ojo y sonrió con complicidad—. Gracias, un beso también a ti, hala, sí, adiós.
—¿No nos ponemos? —le pregunté extrañado, pensando en lo raro que resultaba el que mi madre no quisiera hablar con nosotros, preguntarnos directamente qué tal nos iba…
—Tenía que colgar. Os manda un beso. ¡¿Qué me habéis traído?! —preguntó cambiando de tema radicalmente y concentrándose en el paquete que traíamos, con una mirada picara que me transportó cincuenta años atrás en el tiempo, donde pude imaginarla con diez añitos, traviesa y juguetona.
Gus le entregó el paquete. Lo abrió a toda prisa, rompiendo el papel, haciéndolo mil pedazos, muy nerviosa. Nos mirábamos divertidos y Elena nos dijo al oído que había hecho lo mismo con su regalo.
Por fin quedó la caja al descubierto. Tomó la tapa con ambas manos y la levantó. La dejó a un lado, levantó el papel que envolvía el traje y la parte del pecho, con las bonitas solapas que flanqueaban el cuello en punta, y los botones de dos agujeros, quedaron a la vista. Se le abrieron del todo los ojos. Lo sacó y lo estiró poniéndose en pie. Lo contempló de arriba a abajo sin decir palabra. La mirábamos esperando una respuesta, una sonrisa, ¡algo!
—Es bonito —dijo por fin arqueando una ceja—. Sobrio, elegante, austero… pero bonito.
—No te gusta —dijimos los gemelos al unísono.
—No. Digo, ¡sí!, claro que me gusta. —Nos besó y abrazó con fuerza, achuchándonos, como de costumbre, con todo el corazón—. Muchas gracias, espero que me entre, que últimamente he engordado un poco —añadió sonriendo.
Hasta la hora de comer estuvimos viendo fotos antiguas. Fotografías de mi abuela, con su familia, con el abuelo Francisco; esas fotos entrañables color sepia en la que la gente parece personajes de los libros de Historia. En las fotos más modernas salíamos nosotros, cuando veraneábamos en Molinosviejos, de niños.
El teléfono sonó un par de veces. La primera llamada fue de la madre de Elena, desde Valencia; la segunda, de una amiga de la abuela, proponiéndole un viaje a Sevilla, sólo para mujeres. Mi abuela le dijo que se lo pensaría.
Para comer había menú especial: jamón serrano, ensalada mixta y pollo al horno con patatas fritas. De postre, una magnífica tarta de chocolate que Elena preparó la noche anterior, de madrugada, mientras todos dormíamos. Le puso una vela grande con el número 60 escrito a lápiz y cantamos el
Cumpleaños feliz
. La abuela descorchó una botella de sidra que guardaba desde hacía días en el frigorífico. En diez minutos nos la acabamos.
Por la tarde salimos. La abuela se fue con la amiga que la había llamado. Nosotros nos dirigimos a la plaza, Elena había quedado con los amigos.
Sentados alrededor de la fuente nos esperaban, fumando unos cigarrillos. Dos chicas se hacían unas trenzas mientras charlaban de un tipo pelirrojo. A un lado, el
peacemovil
y Max sonriendo al volante, con el radiocasete en marcha y puertas y ventanas abiertas. Cantaban los Beatles y Max seguía las canciones cantando en inglés.
Viéndolo allí, desafinando, parecía mentira que aquel chico aparentemente tan frivolo y despreocupado tuviera unas inquietudes políticas tan firmes.
—¡¡Hola!! —exclamó al vernos llegar, saltando del coche y abrazándonos a los tres a la vez.
—¿Cómo va, Max? —le preguntó Gus acercándose al coche. Max fue con él. Elena y yo nos quedamos con el grupo.
Eran seis, contando a Elena. Su medio de transporte era el seiscientos de Max. Aquel día hablaban de ir al pueblo de al lado, al bar de un amigo de uno de ellos que, bueno, quería verlos, o ellos a él; el caso era salir por ahí. Gus estaba entusiasmado con la excursión. Además, ya le había echado el ojo a María, una de las tres chicas del grupo. Yo, la verdad, aunque hubiera habido sitio en el coche, no habría ido.
—Venga, Marcos, anímate —me decía Max insistentemente—. Donde caben siete, caben ocho. Mi seiscientos da mucho de sí. Además, son sólo unos kilómetros, ¡venga!
—No, de verdad, no me apetece. Quiero dar un paseo —alegué. Los chicos se rieron desde dentro del coche. Iban unos sobre otros, pero todos muy contentos. Gus y Elena fueron los últimos que intentaron que fuera con ellos. Pero no lo consiguieron. Al final se marcharon y yo me quedé solo en la plaza.
El día era lo que se suele llamar
sano
. Había nubes que cubrían a ratos el Sol y una brisa del norte refrescaba el ambiente. Me dispuse a dar un paseo. Lo que tiene la meseta ibérica que realmente me atrae es que, mires donde mires, hasta el horizonte, todo es igual: llano, amarillo, cálido. La sensación de libertad de ese paisaje en expansión es comparable a la visión del mar, o del desierto. Los caminos y senderos son rectos y recorren muchos kilómetros, abriéndose paso por esos acogedores campos, sin variar un ápice su dirección. Y si miras más allá, da lo mismo estar un kilómetro más cerca que más lejos, pues la vista es la misma, los campos son idénticos. Algo así me pasó aquella tarde.
Comencé a caminar hacia el campo siguiendo un sendero de tierra. Al principio me fijaba en lo que veía: el pueblo, con sus pequeñas casitas pálidas y sus gruesas columnas quedándose atrás, los molinos, hieráticos, solemnes espectadores del campo, dispersos por La Mancha; y el campo, meciéndose al compás del viento, haciendo reverencias a gigantes espirituales que cuidan todo aquel silencio, a mi alrededor, extendiéndose hasta fundirse con el horizonte.
Al cabo de una hora de paseo, Molinosviejos se había ido convirtiendo en un punto en la llanura y acabó por desaparecer. Todo a mi alrededor era igual. Entonces continué la marcha y me lancé al laberinto de mis propios pensamientos.
No sé cuánto tiempo pasó pero debió de ser mucho aunque, debido a las nubes, no me percaté de que empezaba a oscurecer. Fue el graznido de un cuervo lo que me rescató de las profundidades de mi subconsciente, en el que llevaba horas intentando poner orden, sin resultado alguno. Miré al cielo, estaba todo cubierto y las ligeras e inofensivas nubes blancas de la tarde, se habían trasformado en gruesos, oscuros y amenazantes nubarrones. El viento aumentó de repente haciendo gemir al campo.
—¡Vaya, hombre! —exclamé en voz alta—. ¿Qué hora será?
Miré mi muñeca, pero no llevaba reloj. El día que acabamos el curso me lo quité y lo guardé en el cajón de la mesilla de mi habitación. Me propuse liberarme de las garras de las prisas.
Calculé que serían las siete y media, más o menos. Normalmente habría mucha luz, pero las nubes eran muy oscuras. De repente oí un zumbido y algo que me pareció un hondo y gigantesco crujir. Miré hacia arriba. Una gota se posó en mi frente y resbaló por entre las cejas. Después otra, y luego otra más.
Me encaminé hacia el pueblo, creyendo que lo divisaría enseguida. El viento, la lluvia y la velocidad de mis pasos aumentaron al mismo tiempo. Acabé corriendo. A mi alrededor, un festival de baile, aplausos, que es lo que me parecía oír al encontrarse la lluvia con el campo; y de luz, es decir, relámpagos.
La abuela nos había enseñado de pequeños a contar los segundos que mediaban entre un rayo y su trueno. No supimos el porqué hasta que la ciencia penetró en nuestras vidas en forma de libro de Naturales, pero teníamos claro que cuantos menos segundos hubiese entre la luz y el sonido, más cerca estaba la tormenta. Esta se acercaba sin prisa pero sin pausa y no pretendía detenerse. Otra cosa que nos enseñó la abuela y que pude comprobar aquel día, fue que las tormentas en el campo son muy peligrosas.
Todo un espectáculo de luces se formó en derredor. Los rayos caían formando delgadas figuras con melancólicas expresiones que parecían mirarme y correr detrás de mí. Sin aminorar la carrera, conté los segundos cuando vi otro rayo: cinco, y apenas. Estaba casi encima.
El campo me animaba a seguir, pero no me mostraba lo que yo quería ver: Molinosviejos, emergiendo del horizonte como una fortaleza donde guarecerse. Otro rayo; tres segundos. La tenía sobre mi cabeza. Pensé en tirarme al suelo, en meterme entre los trigales, que me miraban asustados, pero me era imposible parar. Algo me decía que siguiese corriendo. Tenía la ropa empapada y pegada al cuerpo. Me costaba moverme. Los siguientes relámpagos fueron el preludio de la tormenta eléctrica que se posó sobre mí como si yo fuera un fugitivo perseguido por las fuerzas de la Ley.
Miraba a los lados. Había algunos molinos allá, brotando del campo. Las aspas eran azotadas por el viento, que luchaba por hacerlas girar, pero los viejos mecanismos debían de estar inmovilizados y solamente lograba agitarlas haciendo crujir la madera de que estaban construidos. Apenas si veía las siluetas recortadas en el horizonte de los gigantes manchegos, rescatados de la oscuridad vaga y efímeramente, cada vez que un rayo se estrellaba contra la tierra.
El camino se había trasformado en un barrizal. A cada paso, iba salpicando y me estaba poniendo perdido. Las zapatillas se habían llenado de agua y me parecía correr sobre esponjas.
No sé cuánto tiempo llevaba corriendo. La noche se alzaba y ya no veía más allá de unos metros. Pero, cuando estallaba un rayo, un campo de plata se extendía a mi alrededor. Me sentía muy mal, como un animal encerrado en una jaula cuyos barrotes no eran sino relámpagos que todo en derredor me tenían atrapado. Y cada vez más preso, más acorralado, como si la jaula se encogiera hasta atraparme, como en una tela de araña.
Los rayos empezaron a caer continuamente, sin tregua, uno tras otro, y cada vez más cerca. No tuve demasiado tiempo para pensar. Simplemente, vi un rayo demasiado cercano, y automáticamente me lancé en plancha quedándome tumbado en el barro y con la cabeza entre los brazos. Un momento después, un fogonazo me atravesó los párpados cerrados y un estruendo colosal hizo que el suelo temblara. Luego, un momento de silencio y algo que me tocaba.
—¡¡Marcos!! ¡¡Levántate!! —me gritó una voz que me pareció estar imaginando—. ¿Puedes andar?
Alcé la vista. Los rayos seguían cayendo. Estaba empapado y tenía el pelo pegado a la cara. Aun así lo reconocí.
—¡Álex!
—¡Vámonos! ¡Hay que salir de aquí! ¡Nuestros cuerpos son como pararrayos en medio del campo! ¡Estamos en peligro!
Alejandro tiró de mí y comenzamos a correr campo a través, alejándonos del sendero, en dirección a algún lugar que no acertaba a imaginar por más que miraba a mi alrededor. Nada había cambiado en el paisaje. Allí seguían los campos y los molinos, igual que antes, igual que siempre. ¡Un molino! Nos dirigíamos a aquel enorme molino que nos esperaba inmóvil y majestuoso. Unos trescientos metros más adelante, irguiéndose entre los trigales. Fijándome bien, atisbé una lucecita en una pequeña ventanuca. Algo que no hubiera visto antes ni teniéndola delante.
Los rayos aguardaban ocultándose entre las nubes y de repente ¡zas!: saltaban a la tierra zigzagueando como llevados por una furia infernal. El estruendo colmaba mi ser y sólo veía aquel molino; ni los rayos, ni los trigales, ni a Alejandro, que corría unos metros delante de mí, volviendo la cabeza cada pocos segundos para asegurarse de que lo seguía. No oía los truenos y tampoco sentía la lluvia, que resbalaba por mi cara y por todo mi cuerpo.
Por fin alcanzamos el molino. La puerta, una pesada hoja de madera, nos esperaba abierta. Dentro había luz. Álex cerró detrás de mí. Caí de rodillas y me dediqué a recuperar el aliento. Poco a poco recuperé el control sobre mis sentidos. Los truenos sonaban lejanos, separados de nosotros por el grueso muro blanco. La luz de los relámpagos se colaba por las ventanucas que salpicaban el muro circular, ascendente hasta donde se perdía la vista. Sentí un escalofrío. Me miré el pecho. La camiseta se había fundido con la piel. La despegué y me puse en pie. A mis pies, un charco de agua.