—Se titula
Buscando
.
El viento pasa de largo
con el trigo está jugando
;
pienso en ti, mi Amor
,
te estoy buscando
.
Ya hace tiempo que te marchaste
,
mucho, desde que estoy solo
.
Te añoro de día y de noche te sueño
;
y sueño que me añoraste
.
Busco a mi alrededor
,
el mundo está menguando
,
no te veo, pero oigo tu voz
.
¿Dónde estás? Te estoy buscando
…
Quiero encontrarte
,
estrecharte entre mis brazos
;
quiero besarte
,
acariciarte con mis labios
,
caminar hacia delante
,
contigo
…
Pero no estás
,
y hasta que vuelvas
te seguiré buscando
…
Tenía los ojos cerrados; los últimos versos los había recitado de memoria. Perfectamente sabidos, por tantas veces repetidos. Leídos y gritados al viento una y otra vez, desde lo alto de aquel molino; palabras al viento que nunca nadie escuchó pero que yo siempre sentí dentro.
Alejandro cerró el cuaderno suavemente. Lo asió con ambas manos y lo estrechó fuertemente contra el pecho. Después me miró, sus ojos brillaban, y durante un instante, volví a ver esa puerta, el umbral a la humildad y al hecho de compartir. Sentí un relámpago, pero no fue en el campo, fue dentro de mí. Un rayo que desgarró profundas convicciones, pesadas lonas oscuras que me cubrían desde siempre; lonas tejidas desde mi infancia con tradición, con costumbres, con moral. Durante un instante, mientras contemplaba el otro lado de la vida, desgarré la sábana que cubría mi alma; durante un breve instante, nada más, me sentí cansado de soportar aquella lona tan pesada, alimentada por años de vergüenza y de una austera educación católica.
—Es precioso, de verdad —dije tras esperar a que las palabras acabasen de diluirse entre los muros del molino, ascendiendo en espirales hasta colarse por el hueco donde nacen las aspas, lanzadas luego a través de ellas a los cuatro vientos, para volar lejos y llevar un grito de socorro, un mensaje de amor.
—No, lo dices por decir.
—¡No! En serio, es muy buena. Creo que tienes madera de poeta.
—¿Tú crees? —me preguntó sonriendo mientras abría la caja para guardar el cuaderno. Después se levantó y la dejó dentro del cajón de la cómoda, depositándola con mucho mimo, como si tratase de evitar cualquier movimiento brusco que pudiera despertarla. Cerró el cajón cuidadosamente. Comprendí entonces, sin que él me lo dijera, que la poesía lo llenaba, que él sentía amor por esos versos, que conformaban el sustrato físico de sus últimos años de vida. Lo único que le había dado felicidad y paz; lo único verdaderamente suyo, propio, privado e íntimo. Y lo había compartido conmigo y eso me hacía sentirme honrado.
Abrió otro cajón y sacó una camisa azul claro de manga corta. Se la puso y se apoyó contra la pared.
—Otro día te leeré más. Me alegra que te haya gustado.
—¡¿Gustado?! —exclamé poniéndome de rodillas en la cama—. Me ha fascinado. Has logrado trasmitirme un poco de lo que sentías cuando la escribiste. Y creo que eso es lo más difícil de conseguir con cualquier obra de arte.
—¿Sabes, Marcos? Me alegro de haberte conocido. Pensaba que era imposible encontrar a alguien alguna vez que llegara a comprender cosas tan simples y tan complicadas como las que me inquietan a mí. Que me entendiera, que llegara a escuchar mis poemas sin reírse.
»Sé poco de ti. Es poco el tiempo que hemos compartido; pero algo me dice que conectamos y que puedo fiarme de ti. —Se acercó a la cama y se acuclilló extendiendo los brazos sobre la colcha hasta alcanzar los míos, estrechando mis manos con las suyas, haciéndome sentir una ternura y sosiego infinitos—. Veo en tu mirada que puedo confiar en ti. Para mí la vida no ha sido fácil y no he contado con mucha ayuda, pero he aprendido que arriesgarse, en muchos casos es mejor que no hacerlo. Quisiera que fuésemos amigos.
Recuerdo esas palabras como si me las hubiera dicho hoy. Aún me parece oír su voz retumbando entre las gruesas paredes del molino, el eco de nuestras palabras, de nuestras risas y de nuestro llanto. El eco que hacía que un momento maravilloso durase el doble, o el triple, o para siempre…
El tren se detuvo otra vez. No sabía de qué estación se trataba. Una de tantas, pensé. Después de Madrid, el tren se paraba en todos los pueblos. Por un lado, quería llegar; por otro, cada vez tenía más miedo. Había tardado veinticinco años en tomar esa decisión, y después de todo, seguía teniendo dudas. Pero ya no había marcha atrás. Quizá fuese lo mejor, retornar al pasado y tomar una decisión que presentía ya estaba tomada.
Algunas personas pasaron a todo correr por el pasillo. Cargaban bultos, maletas y bolsas, y tenían cara de sueño. Debían de haberse quedado dormidos. A una familia que pasaba por delante de mi compartimento, se le cayó una maleta y mientras la recogían, me quedé observándolos. Se hicieron un lío con las bolsas y al intentar recoger la maleta, se les cayeron otras bolsas que llevaban bajo los brazos. La madre gritaba, el padre refunfuñaba y los hijos guardaban silencio deseando salir cuanto antes de allí. Eran una cría de diez años y un chico de diecisiete o dieciocho. Este llevaba una visera, y su madre se la quitó cuando se agachó a recoger una bolsa y le pegó con ella. Cuando el joven se levantó le vi la cara. Tal vez llevado por los recuerdos, quizá como estaba con un pie en el pasado y otro en el presente, vi un parecido. Fruncí el ceño y agudicé la vista. Era clavado, eran como dos gotas de agua. Su mismo cabello negro, las facciones suaves y firmes, los enormes ojos marrones… Por un instante me olvidé de qué día era, de qué año era y casi me levanté para llamarlo.
—¡Al…! —llegué a decir. Pero al instante desaparecieron de mi vista. Avanzaron pasillo arriba, riñendo, asfixiados por el calor de agosto en La Mancha, rumbo a su destino, tan distinto del mío.
No podía imaginar cuál iba a ser mi destino. Una tela de araña cuyo hilo hemos tejido nosotros mismos, y en cuyo centro estamos atrapados, en todos y cada uno de los hilos que la vida nos ha puesto y que nosotros hemos tomado sin decir «no», sin protestar, por miedo a que nos engullera un insecto aún mayor.
El tren rugió, silenciosamente en realidad, pero como lo hizo antaño en mi cabeza. Los raíles chirriaban y a golpe de vagón abandonamos aquel cúmulo de casas deshabitadas durante todo el año, hechas por fornidos campesinos que levantaron gruesos sillares de piedra, uno a uno; que con tesón construyeron su hogar, que vieron nacer a sus hijos, que los vieron jugar y crecer entre los trigales, que los acariciaban año tras año hasta que los pasaron en altura y que un buen día se dieron cuenta de que sólo veían el campo, y que deseaban saber qué había más allá, movidos por la curiosidad de los grandes descubridores y por el nerviosismo de un primer beso. Se marcharon y dejaron allá padres y abuelos entrados ya en arrugas de tanto trabajar de sol a sol las tierras, prometiendo regresar pronto, a los años, con hijos, a veranear.
Pueblos enteros, con vida y pasión, con ilusión a raudales en su historia, convertidos en meta de veraneo.
De nuevo el campo nos acogió y el silencioso
tac-tac-tac
metálico se adentró en su misión de devolver las almas a su cauce.
El cielo brillaba en un azul intenso, inmenso, despojado de nubes y dudas que impidiesen al Sol iluminar todo lo que se le ponía a tiro. Miré por la ventana y durante un momento me vi reflejado en ella. Logré traspasar el reflejo y contemplé la tierra, llegando, permaneciendo y alejándose; todo en un instante, igual que tantas cosas en la vida.
Media hora después, Álex bajó a ver si llovía. No se oía nada en el exterior, pero según me explicó, el campo amortiguaba muy bien el sonido de la lluvia. Apostamos una cerveza a ver quién tenía razón. Él dijo que había escampado. Yo aposté por lo contrario, aunque más bien lo deseé. Perdí.
Alejandro me acompañó un poco, para situarme en el camino. Ya era de noche y apenas una luna menguante, peleando por dejarse ver entre corrientes de nubes, iluminaba algo la negrura insondable del campo manchego.
—No pierdas el camino y en veinticinco minutos o media hora, estarás en el pueblo.
—¿Tú no vienes?
—No, hoy me quedo a dormir aquí.
—Bueno, pues nada, me voy. Ya te devolveré la ropa —le dije y empecé a andar. Diez pasos más allá me volví, Alejandro continuaba en el camino, mirándome—. Álex, ¿cómo supiste que era yo? —Álex me miró sin entender a qué me refería—. Antes, cuando me has rescatado de la tormenta, me has llamado por mi nombre. —Álex sonrió—. ¿Cómo has adivinado que era yo y no mi hermano?
—No sé —dijo encogiéndose de hombros—, me ha salido tu nombre sin saber por qué, quizá es que tenía ganas de conocerte un poco más y mi subconsciente me ha traicionado —añadió mientras su rostro acogía una enorme sonrisa y sus palabras me llenaban de ilusión.
—Gracias por salvarme la vida —le dije al fin, sin poder disimular la alegría que sin comprender bien por qué me inundaba—. Esa tormenta ha sido la leche.
—No, tú eres la leche —dijo riendo, iluminado por una luz especial, rodeado de una aureola de alegría que pude sentir que entraba en mi ser por cada poro de la piel. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el molino.
—¡Alejandro! —exclamé—. ¿Cuándo nos veremos?
—Un día de estos —gritó desde la puerta del gigante—. Me debes una cerveza.
Septiembre no pudo llegar de una forma mejor. Un día espléndido sería decir poco. Aquella mañana era luminosa, el aire era fresco y lo que más me apetecía era darme un baño en la piscina. Gus pensaba igual.
Cuando bajamos a la cocina, la abuela estaba encendiendo una nueva vela de la llama, casi extinta, de la anterior, y que ahora se había convertido en un amasijo de cera sin forma.
—Chicos, ahí tenéis la leche, en el cazo.
—Buenos días, viejita —le dije dándole un beso en la mejilla—. ¿Qué haces?
—Cambiar la vela, hijo.
—Abuela, ¿hay galletas? —preguntó Gus con la cabeza metida en un armario.
—Debajo, Agustín, en el armario de abajo.
Nos pusimos a desayunar. La abuela se sentó con nosotros. Ella ya había desayunado, pero le gustaba vernos comer. Le hacía sentirse satisfecha. Llevaba el pelo recogido en un moño y sonreía plácidamente. Era una de esas extrañas personas que envejecen muy lentamente y a sus sesenta años no tenía ni una sola cana y su piel aún irradiaba frescura. Y todo pese a una vida dura, llena de sacrificios, trabajos y sufrimientos. Pero ella fue fuerte, supo luchar y enfrentarse a todos con tal de conseguir un mendrugo de pan para que sus hermanos comieran. La Guerra Civil estuvo a punto de separar a toda la familia y convertir su clan en uno de esos puzzles cuyas piezas están desperdigadas por el mundo y que aún continúan sin ser resueltos. Familias rotas por la guerra que se buscan tantos años después, intentando encontrar detrás de un rostro anciano al niño que se tiene en la memoria. Pero Palmira Peñalver no permitió que eso le ocurriera a su familia. Se alzó madre y padre de sus hermanos cuando los de verdad desaparecieron en uno de los bombardeos de los nacionales. Cerró a cal y canto las puertas y ventanas de la casa, y allí los mantuvo a todos, escondidos. Y los alimentó y educó como una madre. Pero todo aquello no le pilló desprevenida. Ya mucho antes había tenido que ir a trabajar, ya que su padre tenía medio cuerpo inmovilizado por un tiro en la espalda que le propinó su suegro por robarle a su niña. Y Palmira se disfrazaba de chico y, antes del alba, salía ella a ganar el sustento. Desde siempre cuidó de su familia. Y, a pesar de todo, jamás se le borró la sonrisa de la cara. Por todo eso, disfrutaba viéndonos comer; cuando queríamos, sin peligros ni preocupaciones.
—¿Elena? —le pregunté sacándola de su momentáneo aislamiento.
—Se ha marchado, con Alejandro, el chico del molino —dijo atrayendo toda mi atención—. Que por cierto, ha traído esto —añadió enseñándome la camiseta y el bañador que se quedaron secándose, en la barandilla del molino. Aunque la ropa estaba lavada, planchada y perfectamente doblada—. Ha dicho que te la dejaste en el molino el día de la tormenta.
—Sí, bueno —sentí la incómoda sensación de tener que dar explicaciones—, me dejó ropa, la mía estaba empapada. Tengo que devolvérsela.
—Ya lo he hecho. Sé lo que es vuestro y lo que no. Aquí soy yo la que hace la colada todos los días. Aquella ropa me llamó la atención, y se la he devuelto cuando ha venido.
—Abuela, eres igualita a Miss Marple —bromeó Gus.
—Y muy sigilosa, no te hemos sentido entrar al cuarto —añadí.
—¿Por qué no nos dijiste nada? —me preguntó la abuela.
—Bueno, fue una tontería. No creí que tuviera importancia. No llegué tarde a casa.
—Pensaba que te habías ido con tu hermano y la prima. Y en vez de eso te fuiste paseando hasta Dios sabe dónde. Ya sabes que las tormentas en el campo son muy peligrosas, te lo he dicho mil veces.
—Lo siento abuela —estaba asustado, nunca la había visto así.
—Perdona, hijo mío. —Se acercó y me abrazó—. No estoy enfadada contigo, sino conmigo. Si le hubiera advertido a tu abuelo como a vosotros… No me importa adonde vayáis, pero me aterra que os pase algo por un tonto descuido. Perdona, ya sé que el molinero es un buen chico.
—Sí, es muy majo. Nos hemos hecho amigos.
—¿Amigos? Pero si no lo conoces. Es un chico un poco raro —protestó Gus, totalmente desorientado por nuestra conversación.
—Agustín, ese muchacho será todo lo… extraño que tú quieras, pero yo conozco a la gente con sólo echarla un vistazo, y sé que es un buen chico. Elena y él son amigos desde hace tiempo —dijo la abuela.
—¿Cómo de amigos? —repliqué rápidamente en un tono de interrogatorio.
La abuela me miró agudizando la vista. Noté que me atravesaba hurgando en mi interior en busca de una justificación para aquella pregunta. Sin demora me puse a la defensiva.
—Están liados —saltó Gus distrayendo a la abuela.
—No. No son novios —aclaró esta por fin—. Son amigos desde hace tiempo. A veces se van de paseo y charlan durante horas, no sé acerca de qué, pero generalmente, cada uno va por su lado.