—Será mejor que nos cambiemos, podemos agarrar un resfriado como un castillo —me dijo Alex dirigiéndose al fondo de la estancia mientras se quitaba su camiseta. Subió una escalera de pared que daba a una entreplanta.
Abajo, sólo estaban las ruedas del molino; enormes y polvorientas, pero sin embargo, quietas, y sin apariencia de haber desempeñado su trabajo desde mucho tiempo atrás. Los gruesos maderos cilindricos ascendían conectándose arriba, con las aspas. Las escaleras que subió Álex daban a una entreplanta semicircular hecha de madera. Una balaustrada firme protegía de las caídas y permitía ver desde lo alto la puerta de entrada.
—¿No subes? —me preguntó apoyado en esa misma barandilla.
—Sí, sí, claro. Ya voy.
A cada paso que daba, las zapatillas iban soltando agua embarrada a borbotones, dejando un rastro de huellas y ensuciando todo el piso. Me descalcé antes de subir. La sorpresa que me llevé al alcanzar la plataforma fue enorme. Dos armarios flanqueaban la entrada semicircular a la entreplanta, donde llegaba la escalera. Estaban hechos de madera tallada, bastante antiguos, me pareció. Había una cama. Una cama de matrimonio con cabecera de madera tallada que dibujaba fiorituras y adornos geométricos. Junto a ella, hecha del mismo tipo de madera, una mesita de noche, y encima, en la pared, tres baldas repletas de libros de tamaños y grosores diferentes. Frente a la cama, había una cómoda a juego con el resto de los muebles, sobre el que descansaban dos lámparas de gas que luchaban por mantener el lugar iluminado, un candelabro de tres brazos con velas blancas medio usadas pero apagadas, y una caja de cerillas que descansaba al pie del candelabro.
Cuando acabé de acceder allí, Álex tendía la camiseta y el pantalón corto en la barandilla. Se había cambiado, estaba en bañador y una toalla le rodeaba el cuello. Sobre la cama había un pantalón corto y una camiseta verde perfectamente doblados. Una toalla blanca estaba al lado.
—Cámbiate, te vas a resfriar —me dijo Álex girándose y mirándome sonriendo apoyado en la barandilla—. Espero que te esté bien —añadió señalando la cama.
Por un instante dudé, pero un nuevo relámpago en el exterior me produjo un escalofrío y me lancé a por la toalla. Alejandro me observaba en silencio, se estaba secando el pelo. Me quité la camiseta y me sequé el pecho y la espalda. Cuando me iba a quitar el bañador lo miré, sentía vergüenza. Se acercó y cogió la camiseta, fue a tenderla junto a la suya.
—Dime, Marcos, ¿qué hacías tan lejos del pueblo? —me preguntó mientras la escurría, de espaldas a mí, y yo me desnudaba apresurada y pudorosamente.
—Vine dando un paseo.
—Largo paseo, diría yo —bromeó al tiempo que se volvía y yo acababa de subirme el pantalón.
—Bueno, sí. Venía pensando y se me fue el santo al cielo. Perdí la noción del tiempo. —Le lancé el bañador cuando extendió los brazos pidiéndomelo—. Cuando empezó a soplar el viento fuerte, me di cuenta de que no sabía cuánto tiempo había estado andando. Y luego empezó la tormenta… —dije dibujando en mi rostro el terror.
—Les tienes miedo —dijo sentándose a mi lado.
—Pánico. A mi abuelo lo mató un rayo hace unos años. Desde entonces odio las tormentas.
—Pues estabas en medio de una cojonuda.
—Es verdad. Qué miedo he pasado. Pensaba que me iba a caer un rayo encima.
—Y estuviste cerca, o estuvimos cerca, mejor dicho. En medio del campo y empapados éramos como pararrayos. Pero tenemos suerte —añadió levantándose y dirigiéndose a la cómoda. Abrió un cajón y sacó un paquete de tabaco y un cenicero de barro. Cogió las cerillas y regresó.
—Gracias, Alex.
—¿Por qué?
—Por salvarme la vida. He tenido mucha suerte, menos mal que me has visto.
—¿Suerte, buena suerte, mala suerte…? Ya lo descubrirás con el tiempo. No, tranquilo —dijo sonriendo ante mi mirada confusa—, no tienes nada que agradecerme.
Abrió la cajetilla y me ofreció un cigarro.
—¿En qué pensabas para distraerte así? —Acepté el cigarro. Encendió una cerilla, me la acercó; aspiré dos o tres veces hasta que prendió. Luego encendió el suyo. Se sentó en la cabecera de la cama apoyando la espalda en la madera, encogió las piernas y dejó el cenicero entre los dos, sobre la cama—. Bueno, si no te molesta que te lo pregunte.
—No, no, que va. ¿En qué pensaba? Bueno, ya sabes, en mis cosas —vi en su mirada que no le satisfacía la respuesta—. En mis padres. No se llevan demasiado bien. En mis amigos también, de lejos todo se ve más claro…
—¿En tu novia? —me interrumpió antes de darle una profunda calada a su cigarrillo.
—No tengo novia —respondí nervioso, poniéndome en pie. Fui hasta la barandilla, miré abajo. El agua aún estaba ahí—. ¿Cómo fue que me viste? ¿Qué hacías aquí? ¿Por qué tienes muebles aquí? —le pregunté recordando su oportuna aparición.
Álex se levantó, dio otra calada, dejó el cigarro en el cenicero y vino hacia mí.
—Mira —dijo señalando hacia arriba—. Me gusta subir allá arriba, donde nacen las aspas, y mirar el campo. La vista es magnífica. Y hoy, con la tormenta, era alucinante. Trepo por el madero. Arriba hay una especie de poyete. Me siento allí y miro a través de una ventanuca que hay sobre el eje de las aspas. Estaba viendo el espectáculo cuando me pareció ver a alguien en el camino. Cuando cayó otro rayo, me fijé y te vi —me miró y sonrió. Le devolví la sonrisa.
—Gracias, con esta ya van dos —se quedó pensativo un momento; mirando al suelo e inmediatamente sonrió, al recordar la noche de la borrachera—. No te he visto estos días. Quería darte las gracias por haberte encargado de llevarme a casa. Me puse muy mal.
—Bastante, pero no fue nada —respondió y me dio dos palmaditas en la cara—. Vengo aquí a menudo. —Se sentó en la cama y retomó el cigarrillo—. Sobre todo cuando mi tío está en el pueblo. Ahora no está, pero de todas formas, prefiero el molino a la casa. Esto es verdaderamente mío. Era de mis padres y lo heredé. Yo mismo construí la entreplanta y subí los muebles. Me costó Dios y ayuda pero con una polea y unas cuerdas que tengo por ahí, lo conseguí. Son muebles viejos, que me regaló gente del pueblo que ya no los querían. Aquí estoy a mi aire y nadie me dice nada. Es mi hogar.
Me sorprendió aquella afirmación. Podría imaginarme lo mal que lo pasaba en casa, pero de ahí a instalarse en un molino… Me gustó la idea y lo admiré por su valor.
Me senté frente a él; di la última calada al cigarrillo y lo apagué. Él hizo lo mismo.
—¿Tú tienes? —pregunté.
—¿Qué?
—Novia.
—No —sonrió y miró para otro lado—. Aún no he encontrado a la persona adecuada.
Algo me dijo que no insistiera más en aquel asunto. Así que cambié de tema.
—¿Estudias, Álex?
—No, dejé la escuela siendo un crío, a los catorce años. Bueno, mi tío me obligó a trabajar con él. Yo quería estudiar, era buen estudiante, pero no me dejó. Y ni siquiera me dejó trabajar en el molino, que era lo que me gustaba. Lo cerró y me puso a trabajar como una mula cargando camiones, llevando sacos de cincuenta kilos de un lado a otro. Me esclavizó.
—No me extraña que estés tan fuerte. Yo en cambio, ya ves, soy un fideo, un chico de ciudad —añadí comparando nuestros cuerpos. A él, con el torso desnudo, se le veía lo mucho que había trabajado. Yo en cambio, era un tipo delgaducho que sólo estudiaba. Me sentí acomplejado y triste. Hubiera querido tener una historia apasionante, triste, o divertida que contarle, pero lo único que había hecho en mi vida había sido estudiar.
—Así aguanté hasta los veintiuno, hasta alcanzar la mayoría de edad, luego me rebelé. Le dije que ya no contara más conmigo. Se puso como una fiera y me echó de casa. No tenía donde ir, y entonces recordé el viejo molino de mis padres, cogí la llave y lo abrí. Sé que esperaba que volviera y le suplicase su ayuda, pero se equivocó. Gracias a unos amigos, sobreviví y me construí todo esto.
»Tardé un mes en regresar. Aquí tengo lo que quiero. Cerca hay un pozo, y allí me abastezco y me lavo. Y comida no me falta, suelo ir al mercado semanal y a la tienda de Rosa a comprar lo que necesito.
»Cuando regresé a casa fue en busca de mi libreta de ahorros. Mis padres no tenían mucho, pero me lo habían dejado todo a mí. Quería mi dinero, ya no sólo para tenerlo yo, sino para salvarlo de mi tío que lo estaba despilfarrando todo. Para mi sorpresa, al verme me pidió que me quedara. Al principio lo iba a mandar a la mierda pero lo pensé mejor y le puse una condición: ser socios en su trabajo. No tuvo más remedio que aceptar, necesitaba dinero, tenía deudas y estaba hundido. Yo sabía que asociarme con mi tío era tirar el dinero a la basura, pero iba a conseguir que me respetase.
»Salvé el negocio y cuando pude, cuando se endeudó hasta el cuello con el juego, le compré su parte. Luego lo dejé todo en manos de otro socio con el que me uní después, un señor de Ciudad Real, y me desentendí de la empresa. Él se encarga de todo y me ingresa el dinero de los beneficios en el banco. Si hay algún problema grave me llama y lo solucionamos juntos. Pero por lo demás, vivo libre como el viento. Trabajo, pero por entretenerme, haciendo chapucillas aquí y allá, por sentirme útil.
—¿Y tu tío?
—Después de comprarle su parte, desapareció durante un par de semanas. Estuvo en Valencia, por lo que me dijo. Pagó sus deudas y el resto se lo gastó con una zorrona que vio dinero fácil en un cateto de pueblo con aires de comemundos. Vino con el rabo entre las piernas, pidiéndome ayuda. En aquel momento me sentí tan superior que quise echarlo a patadas de casa, pero me di cuenta de que hubiera actuado como él. Además, a fin de cuentas, es el hermano de mi padre, y la sangre me tiraba. Lo mandé donde mi socio y lo empleó de camionero. Al menos dejó de beber —sonrió aliviado— y parece que ha escarmentado del juego. Siempre anda de viaje y por eso casi no lo veo. Mejor así, de todas formas. No lo aguanto y prefiero no verlo. Si viene a pasar unos días, hago de tripas corazón, o me vengo al molino. Aquí soy libre, hago lo que quiero, el campo es infinito. Puedo correr por entre los trigales, gritar, aullarle a la luna llena, jugar, leer, dormir, escribir…
—¡¿Escribes?! —le pregunté sorprendido.
—Pero ¿qué te crees? Soy un chico culto, aunque parezca un poco rudo —sonrió—. Siempre me ha gustado la lectura, el arte. Me hice autodidacta, me compré libros y aprendí muchas cosas. Y de vez en cuando, también escribo. —Y encendió otro cigarrillo.
—Y ¿qué escribes? ¿Cuentos?
—Escribí un par de historias una vez, pero no me gustaron. Lo que me gusta es la poesía, escribo poemas. Y leo mucha poesía, sobre todo contemporánea: Machado,
Campos de Castilla
, sus poemas de amor para Leonor; o Lorca, la pasión gitana, o pasión humana para mí; también Alberti y su busca continua de libertad; y Blas de Otero, apasionado en buscarse a sí mismo…
Su mirada se elevó. Pude seguirlo y contemplar la pasión que sentía por la poesía. Se le puso la carne de gallina al nombrar a sus poetas favoritos, al rescatar en su memoria algunos de los poemas más bellos que escribieron, esos versos que él recordaba perfectamente, palabra por palabra.
Una sonrisa se dibujó en su rostro. Desde luego, la poesía le llenaba, y esa satisfacción que Álex sentía, no sé cómo ni por qué, pero me alcanzó a mí. Sus palabras me habían emocionado, su historia me fascinó y me causó admiración. Pero descubrir que detrás de esa dura realidad, de esa cruel adolescencia cargada de desilusiones y maltratos, había un corazón sensible, que era capaz de emocionarse con un poema y capaz de trasmitir esa emoción, me fascinó. Me encontraba tan bien, que sentí la necesidad y el deseo de abrazarlo y de trasmitirle mi agradecimiento. Hice amago de acercarme pero me contuve, quizá no lo entendiera. Me limite a agarrarle fugazmente la mano.
—Me gustaría que me leyeses algo, por favor —conseguí decir al fin, tras tragar saliva.
Alejandro me miró. Tenía la mirada iluminada, brillante, a punto de llorar. Pensé que me diría que no, que igual pretendía entrar en su intimidad, que no le apetecía mostrar sus versos a alguien que apenas conocía. Tras guardar un momento de silencio, en el que no dejó de mirarme, se levantó y abrió el cajón de la cómoda. Cuando se dio la vuelta, vi que traía una caja metálica. Se sentó a mi lado y cruzó las piernas como los indios, depositando delante de él la misteriosa caja. Me miró, sonrió y dijo:
—Esta caja era de mi madre. Ella solía guardar botones, ovillos de hilo, agujas, retales, ya sabes, cosas de costura. —Asentí con la cabeza—. La conservo porque me recuerda mucho a ella, el verla me trae muchos recuerdos de cuando era niño y ella me arreglaba la ropa, o me cosía un botón… Además es muy práctica —añadió apartándose el pelo de la cara.
Álex sonrió de nuevo y abrió la caja. Esta era rectangular, más o menos del tamaño de un folio y de unos diez centímetros de altura. Era de un color plata añejo, adornada con innumerables líneas que formaban florituras y otros caprichos vegetales. La tapa se abría hacia atrás, unida al resto de la caja por dos viejas bisagras diminutas. Álex no me ocultó el interior de la caja. Había tres o cuatro cuadernos de escritura, un par de bolígrafos y algún lapicero, unas velas sin estrenar y una caja de cerillas. Álex trataba la caja con delicadeza, como si en vez de metal, estuviera hecha de la más fina porcelana. Para mí, observar la delicadeza y el cuidado que ponía en cada uno de sus movimientos constituía un placer, porque me transmitía una paz imposible de encontrar en la gente de la ciudad y a la que obviamente, no estaba acostumbrado.
Sacó de la caja un cuaderno azul. Cerró la tapa y apartó la caja hacia la cabecera de la cama. Me miró y abrió el cuaderno. Pasó las hojas buscando algo en particular. Me incliné hacia él mirando las páginas. Estaban totalmente escritas. Había poesías más largas, más cortas, de versos cortos, largos, con título, sin título. Todo estaba escrito en azul y pude ver un orden y una limpieza en su forma de escribir que no había imaginado en un chico como él.
Por fin encontró lo que quería leer. Aparté la vista. Me miró. Se apartó el pelo de los ojos y sonrió; estaba nervioso.
—Prométeme que no te reirás.
—Lo prometo.
—Está bien. No me interrumpas. La leeré toda de un tirón. Te advierto que no vigilo demasiado la rima…
—No importa —le dije intentando tranquilizarlo, posando mi mano sobre la suya, temblorosa. Miró el cuaderno, dio la última calada al cigarrillo, que apagó sin mirar el cenicero, respiró profundamente dos veces y se dispuso a leer.