El coche que nos recogió, a las once y media de la noche, lo conducía un joven de nuestra edad. Conducía un seiscientos verde claro bastante hortera. Casi nos atropello, aunque la culpa fue nuestra. Gus se salió del camino para
regar las plantas
y, cuando regresamos a la carretera, lo hicimos sin mirar. El coche venía deprisa y, apenas vimos las luces, tuvimos que tirarnos al campo. El seiscientos frenó, retrocedió y paró junto a nosotros. Al abrir la puerta, una oleada de
rock' n' roll
a todo volumen se expandió por la llanura. El chico que conducía se acercó a nosotros visiblemente preocupado.
—Lo siento —dijo nervioso—. No os vi, os lo juro, no os vi. Aparecisteis de golpe, no os vi. ¿Estáis bien?
Era bajito, rubio y con pelo largo. Sus pantalones veriles de campana hoy serían una pieza de coleccionista. Y llevaba gafas de sol a lo John Lennon.
—Tranquilo, estamos bien. No te preocupes —contesté ayudando a mi hermano a levantarse del suelo.
—Me llamo Agustín —dijo mi hermano tendiéndole la mano, que cogió como temeroso de que en realidad lo que mi hermano quisiera fuera partirle la cara—, pero llámame Gus.
—Encantado —contestó esbozando una media sonrisa—. Me imagino que vais a Molinosviejos. Parecéis cansados. Lo menos que puedo hacer después del susto que os he dado es llevaros hasta el pueblo.
Accedimos complacidos. Nos venía de perlas descansar un poco y llegar antes de que la abuela alertase a la Guardia Civil.
El coche olía a hachís, y la tapicería era una imitación de piel de leopardo. Del espejo retrovisor colgaban varios llaveros con el símbolo de la paz, una hoja de marihuana, el antinuclear, y demás símbolos
hippies
.
Gus se metió en el asiento de atrás, con las mochilas, y yo fui delante con él. El chico llevaba el salpicadero plagado de pegatinas de los Beatles y de insignias pacifistas, ecologistas y antirracistas.
—Me llamo Max, en honor a Marx, Carlos Marx. Un gran tipo. —Me dio la mano, le temblaba mucho, se veía que su temperamento normal también era nervioso—. ¿Un cigarro? —Me ofreció abriendo la guantera, repleta de delgaditos cilindros blancos excepcionalmente bien liados—. Bueno —sonrió y me miró por encima de las gafas—, es maría. Un amigo tiene algunas plantas en su jardín y hace poco recogimos la cosecha —rió alegremente mientras pisaba el acelerador.
Nos dio conversación todo el camino. Por fortuna fueron sólo unos minutos. En realidad se llamaba Juan, pero como le apasionaba la ideología marxista-leninista, se hacía llamar así. No me pareció demasiado discreto con su vida y sus ideales. Pero no le preocupaba, pues auguraba la caída del régimen en cinco años a lo sumo. Y la instauración del comunismo y del amor libre como máximas del nuevo estado. «Ojalá sea verdad lo del amor libre», pensé no sé por qué mirando la noche manchega, viendo mi rostro delgado reflejado en la ventanilla de aquel
peacemovil
que auguraba tiempos más libres y que nos llevaba hacia el lugar donde se produjo la máxima expresión de los sentimientos más ocultos que podíamos tener.
—La vieja Palmira es buena gente —dijo Max—. Se enrolla mucho con la
juventú
. No es vieja de espíritu, es como una chavala con experiencia. Me gusta.
—¿Hay mucha gente joven en el pueblo? —le preguntó Gus mirando por la ventana cuando llegamos al pueblo, viendo las calles desiertas.
—Sí. Ahora en verano, muchísima. Cada vez más gente se está yendo a las ciudades, a Madrid sobre todo. Somos pocos los que vivimos aquí todo el año. Somos buena gente, nos gusta ser amables con los turistas. —Max miró a mi hermano por el espejo retrovisor—. No te preocupes, compañero. La gente sale más tarde, la noche es muy inven todavía.
Las calles de Molinosviejos eran estrechas, pero el seiscientos se movía con comodidad por la aldea. Era un pueblo pequeño, protegido por lomas y colinas que lo rodeaban; rural, agrícola, inmerso en el campo, y rodeado de molinos.
De pequeños solíamos jugar a Don Quijote y a Dulcinea. Mi hermano era el desquiciado hidalgo de la triste figura, y yo la dama enamorada. Las antiquísimas casas de piedra invitaban a sentirte en otras épocas. Las ancianas enlutadas tomando la fresca a la puerta de sus casas constituían una estampa eterna del lugar, una imagen de otro tiempo que quedó impregnada en las calles de esa localidad, en costumbres ancestrales y aspas en movimiento. Gruesas columnas de piedra y vigas de madera en los soportales. Arcadas de piedra en la plaza de España y doble columnata en el Ayuntamiento.
Y una oscura y menuda iglesia de aires románicos un poco apartada del centro. La plaza, redonda, nos vio pasar como una estrella fugaz. La fuente que había en el centro de la plaza estaba apagada aquella noche, pero recordaba perfectamente que brotaban de ella una docena de chorros de agua fresca y transparente.
—Ahí, a la izquierda, está la zona de los jóvenes. Sea la hora que sea, siempre estamos ahí. Tenéis que venir —nos invitó Max.
—Será otra noche, amigo —le dijo mi hermano dándole palmaditas en la espalda—. Hoy nos toca una buena ducha y una cama.
—Sí, y un toro para cenar —añadí yo.
A pesar de que sólo habían pasado tres años desde nuestra última visita a Molinosviejos, la vida, las costumbres y la juventud había cambiado mucho desde los acontecimientos de 1968.
Otra curva y llegamos a casa de mi abuela. Las luces de la casa estaban encendidas. Max tocó la bocina antes de que nos diera tiempo a decir nada. Una figura se asomó a la ventana del piso superior al tiempo que bajábamos del coche. Era la abuela Palmira.
—¡Niños! —exclamó desapareciendo al instante.
Le estreché la mano a Max, después lo hizo Gus. Nos invitó a salir aquella noche, pero insistimos en que sería otro día.
—Paz y amor, camaradas —nos dijo antes de desaparecer a toda velocidad envuelto en el sonido de mil guitarras.
La abuela y Elena aparecieron por la puerta y corrieron hacia nosotros, abrazándonos con ternura.
—¡Oh! Mis queridos niños. ¿Dónde estabais? Estábamos muy preocupadas.
—Abuela, este pueblo está en el quinto infierno —protestó Gus—. Ya no me acordaba de lo lejos que quedaba.
—Claro, hijo. La última vez vinisteis en coche con vuestro padre, pero desde que él no puede venir al pueblo…
Contándoles las anécdotas del viaje entramos en casa. Era humilde pero elegante. Y muy acogedora. La abuela Palmira era una extraña mezcla entre tradición y evolución; entre cristiandad y liberalismo humanístico; de rectas costumbres, pero con valor para poner el grito en el cielo si era necesario. Pero, sobre todo, con un sentido de la justicia y del bien y del mal como pocos habrá habido en la Tierra.
Su casa estaba decorada acorde con ella. Ordenada, limpia pero con un toque liberal: siempre tenía el tocadiscos en marcha. Creyente como la copa de un pino, crucifijo y virgen María presidiendo el salón, un retrato del abuelo Francisco, y una vela encendida, día y noche, iluminando su hogar. Un pequeño recibidor color salmón daba a las escaleras. A la derecha, una puerta de doble hoja daba al salón. Y la cocina y un baño, a la izquierda. Arriba, tres habitaciones y un cuarto de baño grande. También, en el habitáculo que estaba bajo el tejado, tenía un pequeño desván al que no subía desde hacía miles de años.
—Vuestra madre está al teléfono; rápido, poneos y tranquilizadla.
Gus me obligó a hablar en primer lugar. Estaba histérica, furiosa y muerta de angustia. Tuve que contarle todo el viaje con pelos y señales; aunque me callé la descripción de Max y de su coche. Mi madre era, con mucho, más vieja que mi abuela. Era en suma, digna representante del régimen político. Por fin se calmó y logré convencerla de que no nos llamase todos los días: aunque le prometí llamarla cada dos o tres días, al final la cosa se fue distanciando, y apenas si la llamamos media docena de veces durante el resto de las vacaciones en Molinosviejos.
Mientras nos duchábamos, Gus abajo y yo arriba, Elena y la abuela prepararon la cena. Elena tenía diecisiete años, aunque era mucho más sensata que nosotros, más madura y responsable que la mayoría de las chicas de su edad. Pasaba mucho tiempo con la abuela, y su sabiduría y buena influencia le ayudaron mucho después.
Entre una cosa y otra, aquel primer día nos dieron las tres de la mañana. La abuela insistió en que le contásemos el viaje y las diabluras que habíamos hecho, que seguro que no habían sido pocas. Casi se nos queda en el sitio de la risa cuando le contamos lo de los periquitos. Me gustaba verla sonreír. Mientras Gus contaba las hazañas con interpretación incluida, yo la observaba. Era su admirador número uno y me hubiera gustado pasar mas tiempo con ella.
Mi viaje en tren, veinticinco años después, lo hice para verla a ella, entre otras cosas. Perdí tanto tiempo, el miedo me hizo perder tanto tiempo. Yo mismo nos condené a perder todos esos años, ¿por obedecer a quién? ¿A la sociedad, a las buenas costumbres, a la moral, a mí mismo? No lo sé. Viajaba en busca de una respuesta a todo eso.
Nos acomodamos en la única habitación vacía de la casa. Había dos camas, y todo estaba limpio y preparado pura acogernos. Dejamos las bolsas en un rincón, estábamos demasiado cansados para poner las cosas en orden. Casi sin hablar, instintivamente, apagamos la luz, nos metimos en la cama y dormimos.
El tren paró en Chamartín. El revisor fue pasando de compartimento en compartimento avisándonos de la parada de media hora que íbamos a realizar.
De un altavoz que estaba sobre la puerta del habitáculo, empezó a brotar una musiquilla que poco a poco inundó todo el tren. Eran canciones viejas, populares. Esos tonos que perduran en la mente durante años, a veces dormidos en lo más profundo del subconsciente, pero que, de repente, quizá por un estímulo externo o por una alarma interna, afloran al estado consciente y nos llenan la cabeza de recuerdos del pasado. Recuerdos helios e intensos, y tristes también. Recuerdos de personas y lugares, de días y noches, de luces, de sombras, de abrazos y besos, de despedidas, de muerte.
La melodía que sonaba en aquel momento era
La Canción del Molino
, una preciosa balada del año de Matusalén. Una canción sencilla pero capaz de agarrarme el corazón y exprimir de él todo lo que puede o pudo dar. La música me transportó al pasado más velozmente que aquel metálico tren, y vi su rostro como si estuviera delante, aquel rostro tan hermoso que me hechizó y fue envolviéndome en su juego de seducción sincera hasta que nos colmó de tal forma que ya no hubo marcha atrás.
—Disculpe, ¿puedo bajar del tren? —le pregunté al revisor.
Me dijo que sólo tenía veinte minutos. Suficiente para tomar el aire y estirar las piernas, pensé. Pero el calor de la estación me asfixiaba y tuve que dirigirme al bar. Una botella de agua fría para el calor, y un pincho de jamón para engañar al estómago durante un rato.
Me mantenía en forma para mi edad. No es que fuera demasiado mayor, pero es que de jovencito era lo más parecido a un espárrago: alto y delgado. Comía mucho pero me era imposible engordar. Y aunque hacía algo de deporte, mis músculos, digamos, no llamaban mucho la atención. Tampoco me consideraba guapo. Mi madre decía que sí, que éramos guapísimos. Y el caso es que Gus me parecía muy guapo y, a pesar de ser idénticos, yo no me acababa de gustar. Quizá fueran sus preciosos ojos verdes los que realzaban su rostro de un modo que el mío jamás lo haría.
Pese a lo mucho o lo poco que yo me gustara, muy poco después, alguien se enamoraría de mí; se enamoraría hasta la médula y yo, aunque no estuve seguro al principio, también lo hice.
El silbato del tren me sustrajo del abismo de pensamientos en el que me había hundido. Vacilé un momento, luego vi, a través de la luna del bar, mi tren poniéndose en marcha. Salté del banco y corrí hacia el andén. El camarero me gritó, no había pagado. Me detuve, saqué una moneda de 500 pesetas del bolsillo y se la lancé.
Corrí paralelo al tren, y la gente que me observaba, tanto desde dentro como desde fuera, me animaba y me aplaudía mientras tanto. Al fin alcancé la puerta; me agarré a una de las barras que la flanqueaban y me impulsé de un salto. Subí los tres peldaños y, jadeando, filtré en el vagón. Me tiré en mi compartimento, sobre los tres asientos de la derecha y enseguida me venció el sueño. Aún quedaban muchos kilómetros hasta mi destino final, aunque ignoraba si aquella parada que me aguardaba no constituiría el principio de otro viaje a dónde quisieran llevarme las estrellas.
En mis sueños volaba en avión. De repente, los controles fallaban y me vi cayendo en picado. Sin poder hacer nada vi el suelo acercándose más y más hasta que me estrellé. Lo hice de verdad, en el suelo, en el suelo de la habitación de la casa de la abuela Palmira. Pero no fue un avión, sino Gus quien hizo que me estrellara, tirándome de la cama. Me levanté enfadado y me lancé sobre mi hermano dando así comienzo a una de nuestras habituales peleas. Pero, como todas, fue mitad verdad, mitad mentira, o quizá un poco más broma que verdad; con cosquillas, pellizcos y mordeduras. Al final nos hicimos daño los dos. —¡Gus, eres un idiota! —le dije poniéndome en pie por enésima vez. Mi hermano, sin darse por vencido, me agarró los calzoncillos y me los bajó tirándome boca abajo sobre mi cama. Saltó sobre mí y me inmovilizó de pies y manos. Presionaba mi cabeza sobre la almohada y me empezaba a ahogar. Me tiró del pelo y me puso la cabeza de lado.
—¿Quién es el idiota? Idiota —rió orgulloso de ganarme.
—Me estás haciendo daño, ¡suéltame!
—Si dices que soy el mejor, el más fuerte y el más guapo. Por no hablar de otros atributos en los que te supero.
—Somos idénticos, imbécil —protesté defendiendo mi virilidad—. Venga, suéltame. La abuela nos estará esperando.
—No, no hay nadie. Se han ido todos a la piscina.
—¿Qué? —grité enganchando su cabeza con el pie en un momento de descuido y empujándolo hacia un lado, salté sobre él y lo inmovilicé—. Muy bien, tonto del culo, ¿quién es ahora el mejor?
—Venga, Marcos, no seas crío.
—No he oído bien. —Y le tiré del pelo.
—¡¡Vale, vale!! —Estiré más fuerte—. ¡¡Eres tú, tú!! ¡¡Me rindo!!
—De acuerdo, gracias.
Conocía a mi hermano demasiado bien como para fiarme. Lo dejé libre, se levantó, y sorprendiéndome, no intentó nada, al menos durante un rato.
—Han dejado esta nota. Creo que nos explican cómo se va a la piscina —me dijo acercándome una hoja de papel.