—Podían habernos esperado.
—Pero ¿sabes qué hora es? —Negué con la cabeza mientras intentaba leer la nota—. Son las dos de la tarde, las dos.
Bajamos a la cocina en bañador y chancletas. La abuela nos había dejado la comida en el horno. La calentamos y nos sentamos a comer. Era sopa manchega, especialidad de la abuela Palmira. Después, había carne asada y fruta en el frigorífico.
—No entiendo qué pone aquí —protesté intentando descifrar la letra de mi prima.
—Yo tampoco, por eso te he esperado. Si no, para rato iba yo a estar esperando que el señorito se despertase —dijo sacando del frigorífico una fuente repleta de fruta.
—Pero qué memo eres, chaval —dije fijando la vista en el papel.
No hubo suerte. Por mucho que lo intentamos, ninguno acertó a descifrar las palabras de nuestra prima. Nos dimos por vencidos, pero sólo en el intento de descifrar la nota. Decidimos salir a la calle y preguntar al primero que viéramos el camino a las piscinas municipales. Molinosviejos no era más que un pueblito, no sería difícil dar con las ansiadas piscinas.
Recogimos la cocina, nos pusimos una camiseta y salimos. No se veía un alma. Todos debían de estar comiendo. Avanzamos hacia la plaza en busca de alguien que nos informara. Seguramente en el bar que estaba enfrente del Ayuntamiento nos indicarían la dirección.
La plaza de día era mucho más bonita que de noche. El juego de luces y sombras que formaban las arcadas de la plaza de España, le daba una especie de aire de claustro, atemporal, silencioso e infinitamente hermoso. El Ayuntamiento, el bar, una tienda de alimentación y unas casas de tonos pálidos, constituían el cinturón de la plaza. La fuente estaba en marcha. Alegraba el lugar, por lo menos lo refrescaba, o daba sensación de frescor. Al salir de casa no nos dimos cuenta, pero el calor se cernía sobre el pueblo sin piedad. El Sol recalentaba la tierra, ya de por sí bastante seca, y la ausencia de viento hacía pesado el aire, dificultando la respiración. No por nada son las horas del mediodía cuando hasta las sombras desaparecen disueltas por la luz, tan poderosa, que no permite que nada pueda ocultarse de ella. Sólo un par de minutos en la calle bastaron para empezar a sudar, así que aceleramos el paso. El cemento blanquecino que cubría las calles, y la tierra amarilla en las que no estaban asfaltadas, reflejaban la luz solar obligándonos a caminar con los ojos medio cerrados.
—Corre Gus, nos vamos a derretir.
Sumergimos sendas cabezas en la fuente. El agua no manaba demasiado fría, pero bastó para refrescarnos y aguantar un poco mejor el Sol. Empezamos a jugar salpicándonos primero, y luego lanzándonos toda el agua que abarcaban nuestras manos. Corríamos por la plaza con las manos llenas de agua que, cuando queríamos lanzarnos, ya se había derramado oscureciendo el pavimento como si se tratara de una peregrinación de lunares.
Alrededor de la fuente había cuatro grandes jardineras que formaban una especie de anillo quebrado. Se asentaban sobre un zócalo de medio metro que se alzaba en tres peldaños donde la gente solía sentarse a charlar y comer pipas, al anochecer, claro. Ni la sombra que daban unos sauces llorones bien creciditos que inundaban el cielo de un verde melancólico, eran capaces de detener al Sol a las dos de la tarde.
En las jardineras había flores y plantas de colores que formaban figuras geométricas dándole al conjunto un aspecto sofisticado: círculos rosas y amarillos, cuadrados azulados y ondas blancas destacando sobre un césped perfectamente cuidado. Pese a la ausencia de viento, las ramas de los sauces se mecían rítmicamente creando una sinfonía de soledad pacífica difícil de encontrar en nuestra metrópoli de procedencia.
El bar se situaba en la planta baja de un edificio centenario de dos pisos. En la segunda planta estaba la vivienda de sus regentes. Un porche de gruesas columnas cuadradas, aunque sin ángulos rectos, sino circulares, efecto del tiempo, de la gente, de la vida, dejaba en tinieblas el local, del que sólo se veía, desde mi posición, las dos hojas de la puerta de madera abiertas de par en par. Nos asomamos a aquella cueva. Hacía fresquito. Al principio no veíamos nada. Enseguida nuestros ojos se habituaron al nuevo nivel de claridad y vimos todo el local. Era rectangular. El suelo era de piedra. Azulejos blancos y azules que hacían elementales dibujos, refrescaban el lugar. Ascendían metro y medio por las paredes y por las antiguas columnas que sujetaban la planta superior. El resto de la pared, hasta el techo, era de piedra. Seis mesas redondas de mármol de un solo pie, con sus tres sillas de plástico blanco cada una, ocupaban casi toda la extensión del bar. Al fondo, sobre las puertas del almacén y de los servicios, un crucifijo, un calendario, un reloj y el retrato de Franco. A la derecha, la barra, alta, pálida y recta, se extendía todo lo largo del bar. Montones de botellas cubiertas de polvo se asentaban desde hacía tiempo, a juzgar por la suciedad que portaban, en diferentes estanterías colgadas por las paredes sin orden ni concierto. Del techo, blanco con vigas de madera, colgaban tres ventiladores que, a diferentes velocidades, vibrando peligrosamente, luchaban por mantener el sitio habitable. También colgaban al fondo un par de jamones y unas ristras de chorizo. Tapas de queso y croquetas se amontonaban en un rincón de la barra, a merced de las moscas que no se daban tregua en su eterna batalla por el alimento.
El bar estaba vacío, después de todo. Ni siquiera había un camarero, tendero ni nada por el estilo: nadie. Como en el resto del pueblo. Ningún ruido, salvo el triste zumbido de los ventiladores y de congeladores de helados que apenas se veían desde la puerta.
—Pero ¿qué es esto? Vaya desierto —protestó Gus—, no lo recordaba así.
—Bueno, seguramente estén comiendo, o echando la siesta.
Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia la fuente. El calor, que nos tenía en sus manos otra vez, era insoportable. El sudor empezó a correr por nuestros rostros. Gus se secó la frente con el dorso de la mano.
—Oye, Marcos, ¿las toallas?
—¡Joder! —exclamé llevándome las manos a la cabeza.
—Te dije que las cogieras, te lo dije ¿no?
Intenté disculparme. Era cierto que yo iba a sacarlas de las mochilas, pero en el último momento se me pasó. Le pedí las llaves para ir a buscarlas.
—No, déjalo. Ya voy yo en una carrera. Espérame aquí —me dijo mi gemelo antes de salir corriendo de mala gana hacia la casa de la abuela.
Me quedé solo en la plaza. Quise sentarme en uno de los peldaños de las jardineras pero el sentido común y la simple física del calentamiento de los cuerpos me disuadieron de mi idea. Paseé. Miré al cielo, no había ni una sola nube. La bóveda celeste se presentaba, delimitada por los tejados de las casas, como un gran lienzo azul con una luz de fuego en el centro, que hacía mutarse al cielo del blanco al azul intenso de los bordes. Apenas si pude mirar de frente al Sol. Cuando bajé la vista, lucecitas de colores se habían apoderado de mi sentido más preciado instalándose en todo lo que veía. Tuve que cerrar los ojos varias veces antes de expulsar las esferas de color de mi visión. Me froté los ojos para asegurarme de su extinción, y cuando los abrí, distinguí una silueta que se acercaba hacia mí. Enseguida me di cuenta de que esa persona me era desconocida. Al fin se me aclaró la vista del todo y al abrir los ojos de nuevo, estaba ante mí.
Los recuerdos, llegados a este punto, se amontonan en mi mente. Fue la primera vez que nos vimos. Ahora me parece tan lejano, tan distante, tan difuminado en el tiempo… Pero a la vez está aquí, constante, porque los sentimientos verdaderos no pierden vigor con el tiempo, al contrario, se mantienen fuertes, como en su cénit; sólo que, a veces, las circunstancias, la fuerza de los elementos, o tal vez la falta de fuerza en uno mismo, hacen que vayamos cubriendo esos sentimientos hasta taparlos por completo y preservarnos así de su poderoso fulgor. Pero es inútil; están ahí y tarde o temprano vuelven a salir a la luz y nos ciegan con su intensidad. Como la luz del día me cegó al salir de un túnel poco después de dejar Madrid. Y como me cegó aquel día el Sol, justo antes de ver su rostro por primera vez.
—No eres de aquí, ¿verdad? —me preguntó.
—No —contesté apresuradamente, intimidado por algo que jamás supe definir—. Estoy de vacaciones en casa de mi abuela. La señora Palmira. ¿La conoces?
—¡Doña Palmira! ¡Claro! Es una gran mujer. La apreciamos mucho en Molinosviejos. Tiene un espíritu muy joven y eso hace que la gente la quiera mucho, sobre todo la gente joven.
—Sí, es genial.
Durante unos instantes nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. Los suyos eran marrones, enormes, tan expresivos que, a pesar de entreverlos a través de un largo flequillo moreno, no era nada difícil saber que detrás de aquella mirada y de su amable sonrisa había un gran corazón.
Gus apareció como una corriente de aire. De hecho así lo hizo, ya que venía haciendo el tonto con las toallas, batiéndolas, como si fuesen alas.
Cuando miró a mi hermano se sorprendió mucho.
—Pero si sois…
—Gemelos, sí —completé sonriendo ante su cara de sorpresa que movía sin cesar mirándonos ora a Gus, ora a mí.
—Sí, por desgracia lo somos.
—Sólo nos diferencian los ojos, los suyos son verdes.
—¿Sabes dónde están las piscinas? —le preguntó Gus sacudiendo las toallas, impaciente por bañarse—. Este pueblo está desierto, tengo la sensación de estar en el decorado de una película.
—La gente duerme o está en la piscina. A estas horas nadie sale a la calle —contestó tras una pausa en la que volvió a mirarnos para asegurarse de que no tenía una alucinación provocada por el calor—. Yo voy para allá, ¿venís conmigo?
Dijimos que sí al unísono. Gus me lanzó mi toalla hecha una bola y nos pusimos en marcha. Corrimos hacia los porches de la casa para resguardarnos del Sol.
—Me llamo Marcos y mi hermano, Gus. Y ¿tú? —le pregunté mientras mi gemelo saltaba sobre mí para que lo llevase a borriquito.
—Me llamo Alejandro, pero llamadme Álex si queréis.
Alejandro, nombre de grandes figuras de la historia como Alejandro Magno; nombre de reyes, emperadores, científicos, escritores. Nombre de tierras lejanas, de tierras paganas, nombre de hombres que pueblan el mundo…
Aún desconocía lo que nos deparaba el destino. Ni imaginar siquiera podía entonces, cuando nos acompañó hasta la piscina, que aquel favor era el comienzo, el despertar, un despertar de algo que llevaba dentro de mí, dentro, oculto, dormido. O tal vez escondido en lo más profundo de mi humanidad. Aquel instante marcó el principio del fin de muchas cosas que quise, que todavía no quería, pero que iban a significar el todo en mi existencia.
Llegamos a la piscina empapados en sudor. A medio camino nos habíamos quitado las camisetas para cubrirnos la cabeza y protegerla del Sol. Las piscinas estaban detrás de una loma, al este del pueblo. El camino era de tierra. O en otras palabras: no había camino. Había que recorrer cerca de un kilómetro y no había muchos árboles en cuya sombra cobijarse. Desde lo alto de la loma se veía todo el recinto de las piscinas, y todo lo demás, hasta el horizonte. Detrás nuestro quedaba Molinosviejos; más allá, los pálidos molinos de aspas rasgadas e inmóviles, soportando el fuego solar sin inmutarse, sin quejarse, sin doblegarse.
La cuesta abajo se nos hizo más fácil de llevar. Alejandro nos contó que él era de los pocos ya que se quedaban en el pueblo todo el año, como Max. Sus padres habían muerto cuando él tenía catorce años, y llevaba ocho viviendo con su tío, un viejo cascarrabias. Su tío solía marcharse a transportar mercancías y estaba fuera de casa durante largas temporadas. Álex tuvo que acostumbrarse a la soledad de su casa y de sus sentimientos no compartidos.
—Pero dejémoslo, no quiero aburriros con mi vida. Me he puesto a hablar y si me escuchan, no sé parar —dijo cuando cayó en la cuenta de que había estado contándole su vida a unos desconocidos.
—No importa, tranquilo —le dije—. Me gusta conocer las historias de la gente. Sé lo importante que es el que te escuchen. A Gus, por ejemplo, nadie le escucha; por eso es así.
—Lo que le pasa es que a Marcos le encanta saberlo todo de la gente, es un cotilla —bromeó mi gemelo.
Alejandro rió, luego, me miró agradecido a través de su flequillo, mecido por el viento. No tenía muchas oportunidades de hablar con gente y cuando se le presentaban, era incapaz de controlarse, nos explicó.
—Pues la nieta de doña Palmira es mi amiga —nos dijo.
—¡¿Elena?! —preguntó Gus sorprendido—. No nos había dicho que tenía nuevos amigos en el pueblo. Cuando nosotros veraneábamos por aquí, solíamos juntarnos unos diez crios, pero por lo que nos ha contado la abuela creo que todos se han ido a vivir a la ciudad. Aunque hace muchos años de eso. Veníamos todos los veranos de pequeños, desde los cuatro hasta los nueve años, más o menos. Luego ya sólo de vez en cuando, y pocos días, por el trabajo de mi padre. No hemos visto aún a ninguno de los niños de entonces, y si los vemos probablemente no los reconoceremos.
—A lo mejor hemos jugado juntos alguna vez —le dije escrutando su rostro.
—No lo creo, desde que mis padres murieron no he salido mucho. Además, no os hubiera olvidado, no se ven muchos gemelos por estas tierras.
—Así que te llevas bien con nuestra prima —insistió Gus.
—Bastante bien, es una chica con la que se puede hablar. El problema es que sólo está aquí los veranos y en Semana Santa.
—¿Y tú no tienes amigos? —le pregunté cuando alcanzábamos el recinto.
—Sí, claro. Los chicos del pueblo son muy majos; Max y los demás. Lo que pasa es que no tenemos demasiada confianza entre nosotros. En estos tiempos es difícil fiarse, aunque vosotros me inspiráis confianza, quizá es el aire de ciudad que traéis, no lo sé. Parece una paradoja, pero en los pueblitos la gente, me parece, que en vez de hermanarse, acaba odiando al vecino.
—Eso parece un poco pesimista —apuntó Gus.
—No, no soy pesimista. Quizá es que no he tenido demasiada buena suerte.
Alcanzamos la puerta. Había que pagar un duro para entrar. La abuela no nos lo había advertido y no teníamos ni una peseta. Alejandro insistió en pagarnos la entrada.
—Gracias, te lo devolvemos enseguida, cuando encontremos a la abuela —le dije.
—Tranquilos, ya me lo daréis otro día —dijo sonriendo.