—No había nada para comer.
—¿Comer? —me inundó un interrogante, y una aguda preocupación—. Pero ¿qué hora es?
—No lo sé. Odio los relojes.
—Pero ya es de día —apunté.
—Y tanto. El Sol está muy alto. Serán por los menos, las doce.
Sentí como si un relámpago me atravesara.
—¡Dios mío! —exclamé poniéndome los pantalones (secos ya, como el resto de la ropa que fui recogiendo por todo el interior del molino) de un salto. Salí del molino, con los zapatos en una mano y la camisa en la otra—. Cuando llegue a casa, la abuela me va a matar.
—Pensaba que íbamos a comer juntos —se lamentó.
—Álex, lo siento —dije calzándome, sintiendo de corazón no poder quedarme—. No saben dónde estoy. Y la abuela estará histérica —me miró sin acabar de comprender—. Mi abuelo murió porque un rayo le cayó encima; y si nos da la murga con algo, es con cobijarnos de las tormentas. Y sin saber nada de mí, imagínatela. Ya la otra vez estaba nerviosa, así que hoy no quiero ni pensarlo. Tengo que marcharme. Lo siento.
—No te preocupes, ve a casa. Tienes razón, estarán asustados. —Y me abrazó con inmensa dulzura—. ¿Vendrás a cenar? Haré algo especial.
—Te lo prometo. —Y lo besé como si fuese la primera vez, tímidamente primero, después con pasión.
En un
flash
de racionalidad, me ordené a mí mismo separarme de él, de otro modo, creo que no hubiera podido hacer otra cosa que adentrarme de nuevo en el molino. Lo solté, rodeé su figura y me deslicé encaminándome hacia el sendero. Salió corriendo detrás de mí.
—Coge la bici, llegarás antes.
—¿Tienes la bicicleta aquí?
—Detrás. Apoyada en el molino.
Rodeé el gigante blanco y encontré la bici. Antes de partir, Alex me besó de nuevo.
—Te la traigo esta noche.
—Entonces, hasta la noche.
Pedaleé con fuerza. Unos segundos después un grito rayó el mediodía trayéndome un mensaje que me conmovió de tal forma que me dieron ganas de dejarme caer sobre los trigales.
—¡¡Te quiero!! —gritó Alex agitando los brazos mientras corría por el sendero.
Diez minutos más tarde pasaba junto a la puerta de casa. Iba a entrar pero, de repente, pensé que aparecer así, tal y como había salido la noche anterior, con una explicación llena de mentiras, no era una buena idea. Así que se me ocurrió bajar calle abajo hasta la plaza y comprar unos pasteles en la tienda de Rosa, junto al bar.
Monté de nuevo en la bici y en un segundo llegué a la plaza. Salía ya de la pastelería con una bolsita en la mano con una docena de pasteles, cuando me encontré con unos chicos que rodeaban la bici de Álex.
—Perdón, ¿me dejáis? Es mi bici —dije distraídamente, sin apenas mirarlos, pensando en mi abuela. Entonces se volvieron y descubrí con terror que se trataba de los «Hijos del General» al completo y capitaneados, por supuesto, por David.
—Esta bici es de Alejandro —dijo en tono acusatorio.
—Bueno, sí, es que me la ha prestado.
—Y eso, ¿por qué?
Me estaba empezando a cansar, pero no quise ayudarle a provocarme.
—Me la ha dejado para hacer un recado. Y ahora, si me disculpáis, tengo prisa.
David se apartó de la bici. Y sus colegas hicieron lo propio. Parecía que todo iba bien. Creí haberlos convencído. Estaba a punto de irme cuando una voz me interpeló.
—¡Marcos!
Era Max, corría hacia mí, parecía cansado y preocupado.
—Hola Max.
—¿Dónde estabas? Llevamos buscándote toda la mañana. No has ido a dormir y tu abuela estaba muy preocupada.
—Lo siento, ahora iba para casa.
—Podrías haber avisado, desde que te vimos salir del
Don Quijote
con Álex no hemos sabido nada de ti. Y luego encima, la tormenta, los rayos… Tu abuela tiene un ataque de nervios.
Obviamente, Max no se fijó en quiénes eran aquellos chicos, el miedo a que me hubiese pasado algo le impidió percatarse del peligro en el que nos estaba poniendo, y eso precisamente, el miedo, fue nuestra perdición.
—Sí, Max —dije presurosamente, alejándome lo más rápido que pude de David y sus secuaces, hacia el centro de la plaza, muy nervioso y rezando por dentro para que no hubieran escuchado nada. Pero David lo había oído todo, y en aquel momento no me atreví a pensar en las consecuencias—. Gracias, Max. Estoy bien. Ahora mismo voy a casa. —Y pedaleé lo más rápidamente que pude.
Cuando entré, el silencio aparente se tornó en voces como: «¿Lo has visto? ¿Eres tú, hijo? ¿Dónde estaba? ¿¿¡¡Dónde demonios te habías metido!!??»
La abuela apareció por la puerta de la cocina con una cara que, de la tensión del enfado, se reblandeció hasta la ternura emocionada. Gus y Elena aparecieron por las escaleras, con cara de sorpresa. Ante aquello, no supe qué decir, así que me limité a sonreír y levanté la bolsa para que la vieran mientras decía:
—Os he comprado pastelitos.
—¡¿Dónde te habías metido?! —fue el grito unánime.
Me colé en la cocina. Saqué los pasteles de la bolsa y los metí en el frigorífico. Me serví un vaso de agua fresca antes de contarles mi historia.
—He dormido en casa de Álex.
—¡¡Mentira!! —gritó Elena—. Fue el primer sitio donde busqué.
—Perdón, Sherlock Holmes. Tiene usted razón —me miraron inquisitivamente—. He dormido en el molino de Álex —precisé.
—¿En el molino? —preguntaron al unísono.
—Sí, en el molino. Lo acompañé y llegando nos pilló la tormenta. Álex no me dejó volver y he tenido que esperar a que la ropa se secase.
—Hijo, estaba muy preocupada —me dijo la abuela abrazándome. Gus reía por lo bajo y Elena me observaba con los brazos cruzados.
—¿No te pasó algo así hace poco? —preguntó irónicamente Elena.
—Sí, qué curioso, ¿verdad?
—Aquella vez Álex te dejó ropa —continuó el interrogatorio Elena.
—Pero hoy no tenía para dejarme. Además, me he quedado dormido. Y bueno, podíais haberos imaginado que estaba allí, como la otra vez, en vez de llamar a la policía montada del Canadá.
—Y ¿por qué lo acompañaste?
—Porque sí —contesté secamente—. Ya está bien de interrogatorios, Elenita.
—Venga, lo importante es que estás bien —intervino la abuela tratando de quitarle hierro al asunto—. Y ahora, cámbiate que vamos a comer.
—Sí, abuela.
—Te acompaño —dijo Gus.
Cerró la puerta tras de sí echando el pestillo. Me volví y cuando quise darme cuenta, me había sentado en la cama, y Gus, sentado junto a mí, me pedía que le contase todo.
—Vamos, Gus… No seas pelma.
—¡Marcos! Quiero que me digas la verdad.
Por una parte, me sentía como si rompiese una promesa si le contaba algo; por otro, me moría por contárselo.
—Gus, ha sido increíble.
—¡¿Qué pasó?!
—Bueno, digamos que casi no he dormido en toda la noche —dije mirándolo de soslayo—. Y Álex, tampoco —añadí.
—Marcos, ¿me estás diciendo que habéis hecho… que os habéis pasado la noche…?
—¡Ssssh! Baja la voz —le pedí mirando hacia la puerta, imaginándome a mi prima con una oreja pegada a la puerta—. Sí, lo hicimos.
—¡Dios mío! —exclamó llevándose las manos a la cabeza—. Todavía no acabo de creerlo.
—Pues es la verdad —le confirmé—. Y puedo decir que ha sido la noche más feliz de mi vida.
La acostumbrada expresión de Gus desapareció tornándose en una dulzura inédita en su rostro. Por fin había comprendido. Relajó sus músculos y me abrazó.
—Me alegro, Marcos. Si realmente eres feliz, me alegro muchísimo.
—Gracias, Gus —respondí emocionado—. Tenerte de mi parte significa tanto… Es como confirmarme a mí mismo que no tengo que arrepentirme de nada.
—Cuenta conmigo, siempre —dijo dirigiéndose hacia la puerta—. Y en cuanto vea a Alejandro, le voy a decir que como se le ocurra hacerte algo, se las verá conmigo —concluyó riendo.
Después de comer, un voraz sueño se apoderó de mí; así que, como preveía otra noche inolvidable, decidí acostarme para estar descansado para la velada. No eran aún las tres y el Sol abrasaba Molinosviejos con todo su poder. La casa estaba casi a oscuras en pos del ansiado fresco, y Gus y Elena habían salido a tomar algo con la cuadrilla.
—Abuela, voy a echarme un rato.
—Bien, hijo, duerme tranquilo.
—¿Puedes despertarme a las ocho?
—Claro, no voy a salir. Pero mucho tiempo vas a dormir, ¿no? ¿No has descansado esta noche?
—Veras, no he dormido mucho. Álex y yo estuvimos charlando mientras nos secábamos y nos dieron las tantas…
—Claro, claro. No te preocupes, descansa que yo te despierto a las ocho.
Y vaya si descansé. En cuanto subí los pies a la cama me perdí en un profundo sueño del que no pude recordar absolutamente nada. Descansé, sin preocupaciones, pero por última vez en mi vida. Ese fue el último sueño reparador que tuve en mi vida. ¡Por qué me iría a dormir! Me lo he recriminado cada día durante estos largos veinticinco años. Y nunca he obtenido una respuesta que me haya devuelto la paz.
Mientras yo dormía tranquilamente, en el mundo se desencadenaba la guerra, una guerra cruel, injusta, donde todos pierden, como siempre… Una guerra cuyos detalles tuve que ir recopilando después de que terminara, para saber lo que pasó, para imaginar lo que pasó, para volver a sufrir…
Hacia las siete y media, Gus volvió a casa. Vino solo, ya que Elena se había quedado en el bar de la plaza con la cuadrilla. Nada más entrar no se dio cuenta porque llevaba puestas las gafas de sol, pero cuando cerró la puerta, la corriente que se formó la elevó en espirales y entonces, mi gemelo se dio cuenta.
Era una hoja de papel tamaño cuartilla doblada por la mitad. Gus la recogió. Por un lado estaba en blanco. Al darle la vuelta, descubrió que venía dirigida a mí. A punto estuvo de llamarme, pero la curiosidad lo persuadió. Desdobló la hoja y leyó su contenido.
Querido Marcos
:
Necesito hablar contigo urgentemente. Es importante que nos encontremos a solas. Ven a las siete y media a la trasera de la iglesia. Te quiere
,
Álex
—… la trasera de la iglesia… —murmuró Gus—, vaya un sitio tan desolado para una cita.
Pero mi gemelo no me avisó. Ya me había dicho varias veces que quería hablar con Álex, y me lo repitió cuando le conté mi noche con él. Y ahora tenía su oportunidad. Yo estaba durmiendo y seguramente pensó que no me importaría que hablase con Álex.
Se dirigió a la cocina en busca de la abuela. Eran las siete y media pasadas.
—Abuela.
—Hola, Agustín —respondió dejando por un momento el pastel de queso que estaba preparando para después de la cena.
—Marcos sigue durmiendo, ¿no?
—Como un tronco. Tengo que despertarlo dentro de un rato.
—Bueno, cuando lo despiertes, dale esta nota, ¿vale? —Gus le entregó el papel doblado.
—De acuerdo, hijo —dijo ella dejando el papel sobre la mesa, sin darle importancia.
—Bueno, me voy —dijo él ocultando su verde mirada bajo las gafas oscuras—. Esto tiene una pinta estupenda. —Y metió un dedo en la masa que batía la abuela.
—¡Niño! ¡Saca la mano de ahí!
—Buenísimo, abuela —rió Gus—. Adiós preciosa, te quiero… —Y desapareció tras la puerta de la calle.
La abuela siguió con su pastel mientras sonreía recordando las gracias de mi hermano. Cuando lo metió al horno, recordó el recado de Gus y cogió la nota. La leyó empujada por la curiosidad.
—Qué nota tan rara… —se dijo antes de subir a despertar a Marcos, ya demasiado tarde.
Gus corrió calle abajo hasta la plaza. Eran casi las ocho menos veinte, llegaba tarde. Pasó por delante del bar donde estaban los chicos, a los que saludó, sin entretenerse más. Enfiló la calle Góngora y allí mismo encontró la iglesia. Un viejo templo con reminiscencias románicas y góticas que luchaba por mantenerse en pie. Unos arcos de herradura denotaban la influencia islámica y unos relieves naturalistas, el contrapunto renacentista. Era un templo no demasiado grande, chato y oscuro, y daba una enorme sensación de pesadez y solidez. Sólo la torre del campanario destacaba del resto de la obra. Un nido de cigüeña coronaba la torre. Y la mamá cigüeña alimentaba a los pequeñuelos. Gus rodeó la iglesia para llegar a la cita, a mi cita.
La trasera de la iglesia no era más que el campo abierto. Caprichos del urbanismo habían hecho que la iglesia quedase en el límite exterior del pueblo, en vez de en su centro, como ha ocurrido en la mayoría de los pueblos y ciudades de España. El caso es que en Molinosviejos, la iglesia quedó así, y su parte trasera se había convertido en el lugar ideal para una cita solitaria. Allí iban las parejas a hacer el amor y, años después, frecuentarían esos lares quienes se iban de viaje a mundos delirantes varios.
—Este ya no viene —dijo una voz.
—¡Ssssh! Parece que se acerca —informó otra.
En cuanto Gus llegó al lugar indicado, cuatro sombras saltaron sobre él hasta que lo inmovilizaron por completo obligándole a arrodillarse. Dos le sujetaban las piernas, y otros dos, los brazos. En vano intentó liberarse, lo aferraban fuertemente, pero nada más. Lo sujetaban sin decir nada, esperando algo.
Una quinta sombra surgió de entre las del viejo templo hasta dejarse ver bajo la luz del Sol. Era David, y los que lo mantenían inmovilizado, sus esbirros.
—Volvemos a encontrarnos —siseó él, blandiendo un cuchillo de cocina que emanaba destellos cuando lo alcanzaba el Sol.
—¿Qué te propones, hijo de puta?
—Voy a enseñarte de una vez para siempre quién manda aquí. Ya que no me has obedecido a las buenas, lo harás a las malas.
—Así que tú eres uno de esos cabrones de los de «la letra con sangre entra», ¿no?
—Llámalo así si quieres, por qué no. —Se acercó hasta Gus y le cogió por el cuello de la camiseta, zarandeándolo atrás y adelante con una mano mientras con la otra, lo amenazaba con el cuchillo que reflejaba el fuego del Sol, que moría ya.
—No deberías haber metido las narices en asuntos ajenos, chaval. Tendrías que haberte apartado de mi camino cuando pudiste, pero te empeñaste en interponerte, en llevarme la contraria, en retarme. Y nadie, ¡nadie! reta a David sin salir mal parado.
—Creo que ya comprendo… —dijo Gus al darse cuenta de que David hablaba de Álex y de que lo estaba confundiendo con su hermano gemelo.