Read El viaje de Marcos Online

Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (15 page)

La soltó y regresó al centro del ruedo, de nuevo perfectamente formado.

—Alex… —lloraba Elena.

—Venga, David. Que este cabrón pesa la hostia —protestó uno de los que sujetaban a Álex.

Cuando David se dispuso a propinarle el rodillazo que seguramente le hubiera partido la nariz, Alejandro susurró algo. David se arrodilló y, acercando su rostro al del joven golpeado, le preguntó con desprecio qué había dicho. Álex sacó fuerzas de donde no las había, o tal vez sí, y levantó la cabeza mirando a David directamente a los ojos. Su cara estaba amoratada y apenas podía abrir el ojo izquierdo, sangraba de la nariz y del labio inferior.

David se acercó aún más y pegó su mejilla a la de Álex, para oír bien.

—¿Crees que torturándome te librarás de tu propia maldición? Ni siquiera crees en lo que defiendes, ¿quién de los dos es más despreciable? ¿David? ¿Quién es más maricón?

David se puso en pie visiblemente irritado; ordenó a sus secuaces que agarraran a Álex con fuerza. Se retiró unos pasos y se dispuso a coger impulso para golpear. Sus ojos brillaban con intensidad. La abuela creyó ver lágrimas…

—¡¡Nooo!! —gritó Elena.

Un silencio envolvió la plaza cuando David dio el primer paso, ahora con los ojos cerrados. Se oyó un grito, dos, y un tercero, y el círculo se rompió. David avanzaba imparable hacia Álex, inmovilizado por dos de sus matones, cuando me lancé hacia él poseído por una rabia sobrehumana, una emoción que nunca antes había sentido. Di un salto y cuando disparaba su rodilla llena de odio hacia el rostro de Álex, lo derribé. Sus compañeros soltaron a Álex y se lanzaron a por mí. El círculo de gente que rodeaba el linchamiento se deshizo del todo. Los otros «Hijos del General» corrieron en auxilio de su jefe.

David permanecía en el suelo, aturdido por el golpe en la cabeza, y yo, que rodé tras el salto, tardé un par de segundos en situarme. Tiempo que bastó a los colegas de David para atraparme y empezar a golpearme. Recibí puñetazos en el estómago y cuando iban a partirme la cara, Gus llegó en mi ayuda. No tardó en aparecer Max y entonces, cuando la situación se convirtió en una pelea generalizada, apareció la Guardia Civil, curiosamente ausente hasta entonces, como el alcalde, que ni siquiera apareció en escena. Los guardias controlaron la situación enseguida. David se levantó y ordenó a sus muchachos que lo siguieran. Antes de alejarse de la plaza, me miró con odio durante un instante que parecía no tener fin, y después se marcharon. La Guardia Civil no detuvo a nadie, se limitó a disolver al gentío y pocos minutos después, se disolvió también. David y sus matones se fueron impunemente y satisfechos de su trabajo. Habían cumplido su cometido: mantener el orden y la moral de la dictadura.

Elena corrió hacia Álex, tumbado en el centro de la plaza, semiinconsciente. La abuela cogió agua de la fuente con ambas manos y le mojó la cara tratando de despertarlo. Cuando llegamos nosotros, lo acercamos a la fuente y lo apoyamos en ella, limpiándole las heridas y tratando de que se recuperara. Sus ojos deambulaban por la plaza, no podía fijarlos en un punto. La gente volvió a la plaza y se acercó a la fuente formando un círculo alrededor de Alejandro. Todos observaban al chico como minutos antes, pero esta vez con la única intención de observar al reo, de contemplar cómo lo habían dejado mientras ellos miraban inmóviles, algunos incluso divertidos. Lo miraban con lástima, aunque con desprecio a la vez. Me daban asco. Me arrodillé junto a él. Gus y Max obligaron a la gente a apartarse, Alejandro necesitaba aire. Poco a poco, vencida por el aburrimiento más que por la vergüenza, la multitud se disolvió y nos quedamos solos, sin importarle a nadie, bajo el Sol ardiente, en la plaza.

—Alejandro, ¿puedes oírme? —le pregunté sosteniéndole la cabeza, obligándole a mirarme. No me respondió, pero fijó su mirada en mí, incluso me pareció verle esbozar una leve sonrisa, aunque el dolor de los golpes le obligó a desistir de su intento.

—Déjame, muchacho, soy médico.

Era el médico del pueblo. Se inclinó sobre él, lo observó un momento, le miró las pupilas y ordenó llevarlo a casa de inmediato. Así lo hicimos. Entre Gus, Max y yo lo transportamos hasta su casa. La puerta estaba abierta. Nadie cerraba en Molinosviejos, no había peligros, sólo los obligatorios. Subimos al dormitorio y lo acostamos. El médico nos mandó salir cerrando la puerta cuando se quedó a solas con Alex. Fuimos al salón. Allí esperaban Elena y la abuela. Esta, nos explicó lo sucedido.

—Por lo visto salía de casa cuando lo sorprendieron. Yo vi que algo ocurría desde la tienda de Rosa y me asomé. Vi que David y sus amigos arrastraban a Alex hasta el centro de la plaza. Le golpeaban en la cara, en el estómago, en sus partes, le retorcían los brazos y lo insultaban continuamente. Empezó a salir la gente alarmada, pero nadie lo defendió. Corrí a casa esperando encontraros, pero ya os habíais ido, sólo estaba vuestra prima.

—¿Y el alcalde? ¿Y la Guardia Civil? ¿¡No hacen nada!? ¡¿Dónde estaban?! ¡¿Están linchando a un ciudadano y ellos no sólo no están si no que dejan a los culpables que se marchen?! —pregunté con rabia, a punto de estallar en lágrimas.

Mi abuela bajó la mirada. Por un instante el silencio invadió todo. Silencio violado sólo por el
tic-tac
de un reloj de cuco y por los gemidos de dolor que de vez en cuando salían desde el dormitorio. Elena trajo una jarra de agua y unos vasos. Refrescamos nuestras gargantas y la rabia pareció calmarse al recibir el divino elixir de la tierra. Me senté en el sofá y miré a la abuela esperando alguna respuesta a tan injusta situación. Gus me pidió con la mirada que me calmase, que me tranquilizara, que todo acabaría saliendo bien. Qué equivocado estaba.

—Lo acusaron de… —buscaba un adjetivo que no lo humillara demasiado, aunque no lo consiguió— de raro, desviado, mariquita… Ya sabes hijo. No se puede hacer nada. Ellos mandan, hacen las leyes, y las leyes pesan mucho. Son como losas que debemos llevar con la mayor entereza posible, y quien no puede, muere aplastado por ellas. Algún día nos libraremos de ellas, seremos libres… Pero mientras tanto debemos hacer lo que hicieron los judíos y musulmanes hace siglos: aparentar ser cristianos de puertas hacia fuera. Y en casa, con las puertas y ventanas bien cerradas, orar hacia la Meca, o hacia dónde sea —concluyó la abuela con un suspiro.

Mi gemelo no tardó en reaccionar, me cogió de la mano y me sacó al balcón, cerrando la puerta tras de nosotros. Había una balaustrada de madera pintada de un verde descascarillado por el tiempo; baldosines color teja adornados con grecas, algunas de ellas sueltas; paredes y techos encalados, con macetas de barro en soportes de metal verdes. Sólo había un par de geranios vivos. El resto de las macetas estaban llenas de tierra seca, y en un rincón, se amontonaban media docena de tiestos vacíos, boca abajo. Desde el balcón se llegaba a ver la plaza, por la que empezaban a deslizarse las sombras.

Gus se apoyó en la barandilla. Me cobijé en el rincón sombreado, sentándome sobre las macetas. Respiró profundamente, cerró los ojos. No hizo falta que dijera nada, sabía qué quería preguntarme.

—Sí, ya lo sabía. Él mismo me lo había confesado la otra noche. No te lo he dicho porque me lo dijo en confianza, y no podía traicionarlo.

—Verás, Marcos —dijo Gus sentándose en el suelo y cruzando las piernas—, es que no consigo asimilar lo que me has dicho, lo que sientes, ¿lo quieres? ¿Lo amas de verdad?

—Creo que sí.

—Y él, ¿te quiere a ti? —casi pude ver como esas palabras ascendían por su garganta, resistiéndose a salir, intentando no volar, no llegar a mis oídos.

—No lo sé, no me importa.

—¿Qué piensas hacer? ¿Hablarás con él?

—No lo sé, Gus, estoy demasiado confuso.

—Pero ¡ya has visto lo que le han hecho! ¡Por ser… así! —Sus ojos comenzaron a brillar, una lágrima resistió lo que pudo la gravedad, pero acabó cayendo.

Me arrodillé a su lado, lo abracé y lloré con él.

—¿Qué puedo hacer? Yo siento lo que siento, no puedo evitarlo. Y supongo que Álex tampoco.

—Pero, Marcos, ¡arruinarás tu vida! Y qué dirá mamá cuando se entere.

—No se enterará. —Me puse en pie, la confusión que colmaba mi mente era desbordante, quisiera haber podido borrar todos aquellos pensamientos de mi mente, pero no, era consciente de que seguiría allí, siempre.

—Marcos, yo, bueno, no te entiendo, al menos todo lo bien que quisiera, si eres feliz pues mejor, pero no quiero que te hagan daño. Y lo pueden hacer, y también a nosotros, a mamá.

—¡Por qué tiene que ser así! ¿Eh? —No encontraba palabras, me pasé la mano por la cabeza—. Hay que pedir perdón, ¿no? Decir «lo siento», ¿no? ¿Alguien pide perdón porque la Tierra sea redonda? ¿Hay que decir lo siento porque el cielo es azul? No, Gus, no, de eso nada. Nunca pediré perdón, nunca. Y espero, por lo menos, que no estés en mi contra.

—Tranquilo, Marcos, no voy a estar en tu contra, estoy de tu lado, y te apoyaré. Y el día que me necesites, el día que te enfrentes al mundo, estaré a tu lado para ayudarte.

—Es que no podría ser de otra forma Gus, sólo con tu apoyo podré hacerlo.

Unos nudillos chocaron con el cristal de la puerta del balcón tres veces, el primero, fugaz, tímido, los demás, fuertes, concretos. Era Elena, abrió la puerta para avisarnos de que el médico ya había salido. Charlaba con la abuela, que le había ofrecido algo de beber.

—Tendrá que guardar cama al menos un par de días —le oímos decir al llegar al salón—. ¿Sois sus familiares?

—No, amigos del muchacho —contestó la abuela.

—No tiene familia. Sólo un tío, y está de viaje —aclaró Elena.

—Yo lo cuidaré, si es eso lo que le preocupa, doctor —dije atrayendo hacia mí las miradas de todos; sobre todo, y la más declarativa, la de mi gemelo—. No me supone ningún problema pasar aquí un par de días. Yo lo cuidaré —reafirmé.

Elena se disculpó y se fue. Dijo que tenía que hacer algo. La abuela acompañó al doctor hasta la puerta. Max, que había estado callado todo el tiempo, se levantó y se fue detrás de Elena, no sin antes ofrecerse para cualquier cosa para la que se necesitara su ayuda.

Me dirigí hacia el cuarto de Álex y Gus me siguió. Abrí despacio. La habitación estaba en penumbra, con la persiana bajada pero dejando entrar la luz por los agujeritos de la misma, proyectándose sobre el cuarto como dedos luminosos que se esforzaban en llegar a todas partes, sobre todo a la cama, donde yacía Alejandro.

Permanecía boca arriba, tapado hasta el cuello, y parecía dormir. Una venda cubría parte de su cabeza. No entramos, la abuela nos llamó desde el salón.

—El doctor ha dicho que, gracias a Dios, no tiene ningún hueso roto; pero que le dolerá todo el cuerpo durante unas horas. —Se sentó y empezó a abanicarse con una revista que cogió de una cesta de mimbre que había junto al sofá—. Ha dejado estas pastillas, son para el dolor. Tiene que tomar una cada ocho horas, o si no aguanta el dolor. Pero nunca más de cinco al día, son muy fuertes. —Dejó un pequeño frasco verde sobre la mesita oval que descansaba en medio del salón. Cogí el frasco y me senté en el sofá mientras leía el prospecto, imposible de entender para los no doctos en medicina, claro.

—Abuela, tengo que traerme algunas cosas de casa. Voy a dormir en el cuarto del tío de Álex, necesito unas sábanas y algo de comida. Pero iré un poco más tarde, ahora no quiero dejarlo solo.

—Dime, hijo, ¿por qué te vas a quedar?

—¿Cómo que por qué? Abuela, es mi amigo y me necesita, ¿qué más quieres?

Su mirada se agudizó, entrecerró los ojos, no pude con ella, aparté la mirada.

—Os lleváis muy bien, ¿verdad? —preguntó con un tono que parecía más propio de un interrogatorio que de mi dulce abuelita.

—Sí, muy bien, genial. Nos compenetramos de maravilla.

—Bueno, pues no me parece mal. Tráete todo lo que necesites.

Gus nos miraba alternativamente. Le pareció ser testigo de un duelo, de un reto, de una especie de competición. Se sintió como un espectador, aunque no llegó a ver ni oír todo lo que en realidad se dijo en aquella habitación.

Gus se quedó en casa de Alejandro mientras la abuela y yo fuimos a casa, a recoger las cosas que iba a necesitar. La abuela no me preguntó nada más, sólo se ofreció como doce o trece veces para hacer lo que fuese menester. Le agradecí su oferta, pero insistí en poder arreglármelas solo. Sabía cocinar, y Gus también. De hecho, fue una de las primeras cosas que aprendimos de crios, a cocinar. Mi madre nos enseñó porque decía que era más importante y necesario que leer o escribir, que en tiempos de necesidad, como los que a ella le habían tocado vivir, saber cocinar era esencial, que lo importante era sobrevivir. Ella vivió los años del hambre, de la posguerra, de la escasez y de la pobreza extrema. Y la supervivencia, muchas veces había dependido de unos huesos y mendrugos de pan con los que hacer un caldo bien caliente. Así que con diez añitos ya sabíamos hacer tortilla de patatas, paella, cocido madrileño, alubias… y la cocina, a los catorce, no tenía ningún misterio.

—Tranquila, abuela, sobreviviré.

Gus cenó conmigo aquella noche. Cenamos en silencio, dejando que Alex durmiera. Después, preparamos mi habitación: barrimos, limpiamos el polvo, cambiamos las sábanas, abrimos las ventanas y rellenamos el armario vacío con algo de ropa mía.

Mientras Gus recogía la cocina, llevé un caldito de verdura a Álex. Entré en silencio y dejé la bandeja sobre la cómoda. Subí unos centímetros la persiana, lo suficiente para ver por dónde andaba, y acerqué una silla a la cabecera de la cama. Por un instante me quedé observándolo.

La sopa humeaba y, pronto el dormitorio se contagió del sabroso y cálido olor que desprendía.

Acaricié su mejilla, recorrí las facciones de su rostro con las yemas de mis dedos: pómulos, mejillas, labios. Alejandro abrió los ojos, el izquierdo sólo hasta la mitad debido a la hinchazón. Aparté la mano súbitamente y sonreí. Me miró y me trasmitió tranquilidad y paz. Todo signo de dolor desapareció de su rostro, incluso, sonrió levemente.

—Te he traído algo de comer, te sentará bien. Lo he hecho yo mismo.

—Me alegro de verte —susurró sin apenas mover los labios.

—Yo también. Y no te preocupes por ese hijo de puta, no volverá a molestarte, le dimos su merecido —me arrepentí al instante de haber sacado el tema.

—Pero ahora irá a por ti, Marcos —me advirtió con los ojos cerrados.

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