Caminaba detrás de él. No veía casi nada, pero Álex continuaba, invariablemente, el camino correcto. Ni siquiera lo hacía atento a sus pasos. Miraba al suelo, o al cielo, o a mí, de vez en cuando.
Poco a poco, empecé a ver mejor. No sé si fueron mis ojos los que se acostumbraron a la noche, o esta la que se acostumbró a mí. Quizás el trigo conservaba algo del resplandor dorado que emanaba durante el día, o las luciérnagas y demás insectos nos indicaban el camino a casa con sus ritmos, como las migas del cuento.
El cielo rugió en la lejanía.
—¡Álex! —Se volvió, sin decir nada—. Tengo que hablar contigo.
—Dime, ¿ocurre algo?
—Escucha, no es fácil para mí decirte esto. He pensado mucho y no acababa de decidirme —sus ojos denotaban curiosidad, y algo de temor—, pero tengo que decírtelo.
Una ola de viento nos trajo los aromas indescriptibles de la tierra. Una mezcla de cereales, de tierra, de vida en movimiento… Otro temblor celeste nos enmudeció un momento. Ya casi estaba ahí.
—Vamos, habla —me rogó.
—He estado hablando con Elena. —Abrió sus ojos tanto que casi me pude ver reflejado en ellos—. No creas que ha traicionado tu confianza, que va. Pero sentía que debía decírmelo, que era lo mejor para todos que yo lo supiera. Me ha dicho que tú…
—¿Que te quiero?
—Sí.
El viento empezó a soplar con más fuerza. Una gota se posó en mi frente.
—Pues es verdad. Me he enamorado de ti. Y no me arrepiento, ni pienso disculparme. Pero si te hace sentirte incómodo…
—¡No! No, no es eso. —Sonreí, ¡pensaba que lo odiaba, como si yo fuera también uno de los «Hijos del General»!—. Al contrario, me sorprende.
Aquella gota debió de sentirse sola, ya que empezaron a caer montones de hermanas de ella por todas partes. El olor a tierra húmeda nos envolvió con una exquisita fragancia vital.
—Vaya —dijo con semblante serio—, siento que te hayas enterado. Supongo que esto cambiará nuestra amistad.
—Sí, creo que sí —contesté preguntándome a mí mismo a qué venía semejante respuesta.
—Bien, pues entonces gracias por cuidarme y por todo. Es mejor que te vuelvas al pueblo antes de que estalle la tormenta, sólo tienes que seguir el sendero.
Y se volvió continuando su camino. Yo me quedé como paralizado. ¡No! ¡No era eso lo que quería decirle! No quería que pensase eso. Yo quería decirle que…
—¡¡Álex!! —grité corriendo hacia él, ya casi empapado, atravesando la cortina de lluvia que se había interpuesto entre nosotros y que nos separaba.
Se detuvo, pero no se giró. Estaba quieto, con la cabeza baja y el cabello empapado, pegado a la cara. Me coloqué frente a él. Levantó el rostro mirándome a los ojos. La lluvia corría por su cara, aunque hubiera jurado que muchas de aquellas gotas no eran de agua dulce.
De golpe se me arremolinaron en la mente montones de cosas que decirle: pedirle perdón por haberle dicho eso, completar mis palabras de antes con promesas de…, decirle lo que en realidad sentía por él…
Como empujado por una fuerza tan poderosa como los rayos que estaban a punto de caer, me abalancé sobre él y lo besé.
Primero lo besé yo. El agua volvió a correr entre nosotros y él me miraba sin una expresión definida, aunque la alegría se superponía sobre la sorpresa y el miedo. Yo sonreí, cogí aire y me limité a decir:
—Te quiero.
Después nos besamos. Sentí cómo me envolvía entre sus brazos y cómo una sensación desconocida se apoderaba de mi cuerpo. Sentí como un huracán, hasta entonces en letargo desde mi pubertad, despertaba con una fuerza imparable y se apoderaba de cada célula de mi ser. Sentí como si la presa de mi pasión estallase en mil pedazos, dejando que esta inundase toda mi alma. Sentí que empezaba a emborracharme de vida, de pasión y de amor…
Echamos a correr cogidos de la mano. El molino no quedaba lejos, pero la noche y la tormenta hacían que la distancia pareciese mayor. Los rayos ya caían por doquier y parecía que más que caer, eran escaleras de subida al cielo. Su azul argentino serpenteaba hasta comunicar los dos mundos, y parecía que se ofrecieran para subir, para salir de aquí.
Una enorme forma negra se alzó ante nosotros. Era imponente. Un nuevo rayo nos descubrió tenuemente sus colores: el molino.
Fue cerrar la puerta y, a oscuras, nos entregamos al tornado de pasión que nos embargó fundiendo nuestras vidas, nuestras almas, en una sola. Me sentía tan fuerte y vital que fui perdiendo la conciencia del mundo que conocía para perderme en el mundo nuevo que me abrazaba y besaba. Me adentré en sentir, y sólo en sentir, de tal forma, que lo único que recuerdo con verdadera nitidez, es que cuando quisimos llegar a la cama, a la entreplanta, ya estábamos desnudos.
Una lágrima recorría mi mejilla cuando el tren se detuvo, otra vez. Ya no me quedaba mucho, ya casi habíamos llegado. ¿Media hora? ¿Tres cuartos? ¡Qué más daba ya! Ahora no había marcha atrás. Y menos mal, porque seguro que la habría dado. Pero debía volver y reconquistar mi vida, o intentarlo, aunque ya fuese tarde…
Otra vez la tierra se deslizaba hacia atrás. Otra vez la distancia volvía a encogerse para que yo llegase a mi pasado, y quizás, a mi futuro.
Aquella noche constituyó el principio del fin. A partir de entonces, todo ocurrió a velocidad de vértigo.
Fue, sin duda alguna, la noche más maravillosa de toda mi vida. Fue la única noche en la que realmente me he sentido vivo, feliz y libre.
Mis recuerdos son brumosos, pero no porque fuera una noche oscura, cerrada. No, sino porque tantas sensaciones no son fáciles de ordenar en el cerebro. Y los seres humanos, tan racionales nosotros, tenemos la costumbre de archivar nuestros recuerdos con etiqueta. Tal día a tal hora pasó esto; era verde, dulce o frío… Pero una caricia fue dulce, un beso intenso, un susurro tierno… No es fácil ordenar y clasificar estas sensaciones por orden cronológico. Se siente tanto y se es tan feliz, que no se observa con racionalidad. No; simplemente se disfruta tal cual son, sin pararse a analizarlas. Y eso nos ocurrió aquella noche. Que nos amamos tanto y tan intensamente que no podríamos decir qué pasó antes o después de cada momento. Fue, y fue maravilloso.
No puedo decir en qué momento me quedé dormido. Si antes de que pasase la tormenta o después. Hubo una tormenta tan poderosa en el interior del molino, que la de fuera, la de los rayos eléctricos de un azul argentino que formaban escaleras hacia el cielo, y la de truenos intimidantes como voces del Olimpo, nos pasó desapercibida.
Sólo sé, sólo recuerdo, que poco a poco, tras subir a lo más alto, fui bajando y sumiéndome en un sueño reparador que me secuestró de la vigilia. Aunque estoy seguro de que me dormí sonriendo.
Me pareció que era de día, sin embargo algo no cuadraba. La luz del sol no daba, no podía dar directamente sobre la cama. Los ventanucos del molino estaban demasiado altos y eran demasiado pequeños para que los rayos áureos del alba nos alcanzasen en el lecho.
Pero yo veía una luz. Con los ojos cerrados incluso, podía sentir la luz a mi lado, a mi alrededor. ¿Habré muerto de felicidad? No, no podía ser. Estaba despierto y consciente y sentía la calidez del cuerpo de Álex a mi lado. Podía escuchar, dentro de un silencio de paz como pocos, el latir de su corazón, e incluso sentía, levemente, el subir y bajar de su pecho al respirar. ¡Estaba abrazado a él y recostado sobre su torso! Abrí los ojos lentamente. La claridad de una luz me hizo cerrarlos de nuevo y abrirlos más lentamente aún, hasta que mis ojos se habituaron a la claridad ya que, durante la noche, fueron el resto de mis sentidos los que sustituyeron a la vista en la captación de las sensaciones.
¡Velas! Aquella luz eran las velas de un candelabro que Álex había encendido y que se derretían, poco a poco, sobre la mesita de noche.
Sin moverme un ápice, miré a mi alrededor. Álex leía un libro. Estaba tumbado boca arriba, con los brazos extendidos sosteniendo el libro. ¡Leía! Pero ¿qué leía? Agudicé la vista sin moverme. Era un manuscrito. Era un cuaderno, un cuaderno de poesías. ¡Sus poemas!
—Hola —dije sin más.
Cerró el cuaderno. Deslicé hacia arriba la cabeza hasta que nuestros ojos se encontraron y me encontré, además de con su profunda mirada, con una sonrisa. Me acarició el pelo y se deslizó hacia abajo hasta que nuestros rostros estuvieron a la misma altura. Y todo ello sin dejar de abrazarnos.
—Hola —susurró.
—¿Qué hora es? ¿Ha amanecido?
—Aún no. Perdona, te he despertado.
—Tranquilo. Mejor así. No dejes que me pierda un minuto contigo por dormir. Ya tendré tiempo para dormir.
—Claro —rió—. Toda la eternidad.
—¿Qué leías?
—Poesías. Quería buscar una para ti, aunque ninguna me convence.
—Pues entonces, escríbeme una.
—Sí, eso haré. Después de esta noche, podré escribir todas las poesías que quiera sobre ti —sonreí halagado, enamorado—. ¡Dios! —exclamó apretándome contra él—. ¡Cómo te quiero!
El tiempo parecía haberse detenido en el molino. Y ojalá hubiese sido así. Ojalá nunca hubiéramos salido del molino para volver al mundo, al hostil y cruel mundo que nos esperaba lleno de cadenas.
Las velas estaban prácticamente derretidas cuando volví a emerger del torbellino de amor en el que nos adentramos juntos, más calmados ya, juntos, más conscientes ya, pero juntos.
—¿Te has fijado alguna vez en la vela que mi abuela tiene siempre en casa?
—Ahora que lo dices, sí. La he visto. Sí, tiene una vela encendida constantemente en el recibidor. Incluso de día. ¿Por qué?
—Pues verás, esa vela representa a mi abuelo —Álex me miró sorprendido y con curiosidad—. Según me explicó, hay una leyenda, o un antiguo saber popular que atribuye a las velas el simbolismo de la dualidad del hombre: la cera, el cuerpo que se va estropeando, envejeciendo, y la llama, el alma inmortal que abandona el cuerpo cuando este muere.
—No la conocía. Es una leyenda muy hermosa. Me gustaría escribir algo sobre ella.
—Estaría bien, es un símbolo que está en casi todas las culturas y religiones del mundo. Y no creo que haya mucha gente que conozca el significado. Si escribes algo, ¿me lo dejarás leer?
—Claro, no lo dudes, serás el primero en leerla.
—Dime, ¿escribes a menudo?
—Bueno, no demasiado, cuando estoy inspirado.
—Creo que yo sería incapaz de escribir una poesía. Y no es por la rima, eso no me preocupa, es que no creo que sabría expresar mis sentimientos con claridad como para escribirlos. Sé decir «te quiero», «te amo»… Pero no creo que pueda desarrollar el sentimiento con palabras mucho más allá de eso.
—¡Claro que puedes! —objetó poniendo cara de profesor que da una reprimenda al más inteligente y difícil de sus alumnos—. Pienso que si se siente mucho, se puede expresar. No tiene por qué ser con palabras. Yo escribo, pero hay quien compone canciones, o quien pinta un cuadro… Se trata sólo de encontrar el medio de expresión adecuado a cada uno.
—Sí, quizá sea así. Tendré que probar otros medios de expresión —y me eché a reír mientras le hacía cosquillas. Tras unos minutos, continué—: ¿Has escrito mucho? ¿Tienes muchas poesías?
—No, no demasiadas. Bueno, según se mire. Tres o cuatro cuadernos. Los guardo en la cómoda, en la caja de mi madre —señaló el mueble, asentí—. Los numero, aunque también tienen título.
—¿Y cuáles son? —Mi insaciable curiosidad por el ser que amaba crecía por momentos.
—Bueno, no sé por qué, al primero lo llamé
Primavera
—sonreí y me acompañó—. ¡Sí! Quizá porque era el despertar, mi despertar a la poesía.
—Está bien.
—No creas. Cuando las releo ya no me convencen. Creo que he cambiado mucho desde que las escribí, ya no me identifico con aquel Alejandro.
—Quizá hayas cambiado, pero gracias a aquel Alejandro, hoy estás aquí, le debes mucho.
—Visto así, tienes razón.
Primavera
fue el génesis de mi poesía. Tiene setenta y tres poemas. También los numero.
—Eres un bohemio increíblemente metódico, ¿no?
—A lo mejor demasiado ordenado. Me gusta la libertad sin límites, la improvisación y la sorpresa; pero creo que las cosas hay que dejarlas bien atadas.
—Te cargas la espontaneidad así.
—Creo que en realidad no tengo mucho de bohemio y que lo que de verdad he hecho ha sido montarme una oficina en el campo, original, pero todo organizado y en su lugar.
—Yo en cambio, soy un desastre completo. Siempre pierdo los apuntes porque los dejo entre una montaña de papeles que tengo sobre el escritorio… y acabo copiando los de Gus. Mi madre ya desistió de mandarme que ordenase la habitación. Y dime —dije recordando los cuadernos—, ¿cómo se llaman los otros tres?
—Cuando empecé el segundo, no se me ocurría ningún título. Las primeras poesías eran muy diferentes entre sí, no encontraba algo que las uniera. En fin, que me dejé llevar por la inercia de la comodidad y le puse
Verano
.
—Entonces los otros,
Otoño
e
Invierno
, ¿no?
—Exacto, muy poco original, ¿verdad?
—Vaya, pero la pregunta interesante es: ¿cómo se llamará el quinto?
—Eso será un problemilla de sencilla solución, como escriba mucho sobre ti, le tendré que poner tu nombre.
—¡Sí, hombre! —exclamé entre carcajadas.
En ese instante, la última vela que quedaba encendida se extinguió y volvimos a perdernos bajo las sábanas.
Dicen que vivir eternamente debe de ser aburrido. Creo que si se es feliz, la eternidad pasa tan deprisa que ni te das cuenta. Eso más o menos es lo que nos pasó aquella noche. Fuimos felices, y el tiempo pasó volando.
La cera ya se había enfriado, pero el molino estaba iluminado. Se trataba de una claridad difusa por la que se veía flotar las partículas de polvo en una danza inconfesable tan antigua como remota es la Luna.
Me encontré solo en la cama. Oí la puerta que se abría y salté a la balaustrada. Un temor me envolvió y se concentró en la boca del estómago. Miré con cautela, acurrucándome detrás de la cómoda, desde donde podía mirar sin ser visto. Observé intentando descubrir al intruso.
Era Álex. Había entrado y llevaba una bolsa en la mano en la que distinguí una barra de pan. Miró hacia arriba y cuando me descubrió, sonrió.
—¡Buenos días!
—¿Has ido al pueblo tan temprano?