»Al llegar y ver el molino frente a mí, tuve una sensación extraña. Hasta sentí un escalofrío. Pensé que eran los típicos miedos de enamorada, en fin, bobadas de adolescentes. Encontré la puerta medio abierta y al entrar, cuando la luz bañó el interior del molino, lo vi. —Las lágrimas brotaron de sus ojos—. Se mecía suavemente… —la miré sin comprender, mientras llorar era lo único que podía hacer para desahogarme, Elena cogió aire y completó su frase—: ahorcado desde la barandilla de la entreplanta.
De todos los pensamientos que llenaban mi mente al escuchar su relato, uno de ellos se impuso a todos los demás con una fuerza y una rapidez extraordinarias. De todas las palabras, imágenes y sensaciones que recordaba, sólo una cosa prevaleció: un sonido, una canción,
La canción del molino
.
—¡Dios mío! —exclamé desmoronándome.
—Fue terrible, Marcos.
—Hizo lo mismo que dice la canción. Me lo había dicho y no me di cuenta, no lo comprendí…
—No entiendo, Marcos, ¿qué te dijo?
—Esa canción —casi no podía articular palabra, ¡cómo pude ser tan idiota!—.
La canción del molino
. Era la preferida de Álex. Habla de una molinera que espera a su marido, que se fue a las cruzadas.
—La conozco, pero ¿qué tiene que ver?
—El me lo dijo, era nuestra canción —sonreí fugazmente—. El día que me fui me dijo: «¿Recuerdas la canción? Cántala conmigo…». Y yo le dije que la había olvidado.
—Marcos…
El silencio recuperó su imperio durante un rato. Yo acariciaba la lápida sin poder dejar de llorar y pensando en qué habría pasado si yo… ¡qué más daba ya! Ya no había vuelta atrás. Álex había muerto y yo me sentía el principal responsable. Y ese sentimiento estaba empezando a volverme loco de impotencia.
—¿Cómo supiste que él no quería que yo supiese que había muerto?
—Porque me lo dijo en una carta.
—¿Una carta? ¿Te dejó una carta?
—Sí. Al principio no la vi. Cuando vi su cuerpo allí, colgando, lo abracé y corrí al pueblo en busca de ayuda. Vino la Guardia Civil, el párroco, todo el pueblo. Cuando llegó el juez y mandó registrar el molino, encontraron un sobre a mi nombre. Había dejado todo en orden: su testamento y un par de cartas.
Una ligera brisa se levantó, elevando en el aire algunas hojas caídas que revolotearon alegremente a nuestro alrededor, ajenas a nuestro dolor, hasta posarse suavemente sobre la hierba.
—¿Sabes qué estaba pensando ahora mismo? —le pregunté al cabo de un momento.
—Dime.
—Que tú lo habrías hecho realmente feliz. Y nada de esto habría ocurrido.
—Marcos, las cosas sucedieron tal y como tenían que suceder. —Elena se apartó el pelo de la cara—. Alex siempre supo que yo lo amaba. —Alcé la vista, un par de nubes perdidas atravesaban el cielo—. Lo sabía, y me lo agradeció de una manera preciosa —despertó mi curiosidad con aquellas palabras—. Creo que incluso le di pena.
—¡Elena…!
—¡Sí! —sonrió—. Yo, loca por él y él amando a otra persona, apreciándome sólo como amiga. Pero al menos me demostró que no le era indiferente mi amor.
—Y ¿cómo lo hizo?
—En forma de herencia, en su testamento —la miré con expectación—. Su único pariente vivo, como sabes, era su tío. Él fue su heredero. Se lo dejó todo, excepto una cosa. Una cosa que aunque legalmente no tenía gran valor, para Álex era como una joya. Y me la dejó a mí.
—¿Qué es?
—¿No lo adivinas?
—No será… —una imagen se dibujó en mi mente, allí nos habíamos amado, allí murió.
—Exacto, el molino. —Cerré los ojos y respiré profundamente. Me pareció un acto muy bonito por parte de Álex—. Me sorprendió mucho, nunca lo hubiera imaginado. ¿¡Para qué podría querer yo un molino!? No entendí la razón de su regalo hasta que fui al molino, días después del funeral y del esparcimiento de sus cenizas.
»El notario me entregó la llave el día de la lectura de su testamento. Y cuando las cosas se calmaron, una mañana soleada, fui en bici. Al entrar me sobrecogió un estremecimiento. Todo era tan reciente… Casi podía oír el ruido de la cuerda al mecerse, rozando con la madera de la barandilla.
»Cuando subí a la entreplanta, y me quedé observando, comprendí que aquel era precisamente su hogar. La casa del pueblo no era más que una casa, un edificio; pero el molino era parte de él. Entonces comprendí el significado de su regalo.
—Muy hermoso de su parte.
—Sí, Álex era así.
—No lo conservarás, supongo. Me habría gustado verlo.
—Claro que sí —sonrió—. Hace unos años el Ayuntamiento quiso comprármelo para edificar unos chalets, pero me negué. Y cuando creía que todo estaba en paz, aparecieron los de Patrimonio Nacional, del Ministerio de Cultura. Llevo años peleando, esperando que vinieras para que todo estuviera en orden antes de que me lo expropiasen. Max y los chicos nunca me han entendido, nos ofrecían un dineral. Pero tenía que esperarte.
—¿Esperarme? —pregunté sorprendido.
—Sí, Alex me pidió en la carta que acompañaba al testamento que cuando volvieras al pueblo, te dijera que fueras al molino.
—¿Para qué? —pregunté sintiéndome como uno de esos personajes de las novelas de misterio, envuelto en una trama que atraviesa el tiempo en hojas de papel.
—¿Sinceramente? —asentí inquieto—. Ni idea. No estuve más de diez minutos aquella mañana. Luego cerré con llave y nadie ha vuelto a entrar nunca más.
—¿Jamás?
—Ni mis hijos, siquiera.
Por un instante traté de imaginar cómo estaría el molino por dentro: polvo, telarañas… Y la imagen mental que hice me gustó.
—Elena, antes has dicho que en el sobre que te dejó había un par cartas, además del testamento.
—Sí, una para mí —con la mirada le pregunté para quién era la otra—, y la otra para ti.
Me dio un vuelco el corazón. ¡Me había escrito! ¿Qué me diría? ¿Me acusaría? ¿Me maldeciría? ¿Me explicaría el por qué? ¿Qué me quiso decir? ¿Qué…?
Elena se puso en pie. Abrió su bandolera y extrajo un sobre amarillento.
—¡La conservas!
—Ten, llevo veinticinco años guardando esto para ti. No pude entregártela cuando fui al entierro de tu madre ni te la he enviado nunca porque Álex me pidió expresamente que te la diese sólo cuando regresaras a Molinosviejos. —Y me la entregó.
—¿Por qué? Diga lo que diga, es muy tarde ya, para todo.
—En el instante en que saltó desde aquella barandilla empezó a ser tarde para todo, Marcos. Para todo, excepto para los remordimientos. Álex me pidió que te la diese cuando volvieses al pueblo, no antes. Tú has tardado veinticinco años en volver. Esa carta lleva veinticinco años en mi mesilla de noche, esperándote, eres tú quien se retrasó, desde el principio. —Elena me miraba con lástima, aunque enseguida se tornó en dulzura—. Pero conocía bien a Álex, y estoy segura de que diga lo que diga, es hermoso.
—¿No la has…?
—No. Lo he pensado miles de veces —sonrió bajando la mirada—, pero no fui capaz.
—¿Qué puedo decirte, Elena? —Se encogió de hombros—. Gracias.
Me puse en pie. Elena buscó en su bolso y me entregó una antigua llave de hierro, muy pesada y algo oxidada.
—La llave del molino. Date una vuelta por allá luego, Álex quería que fueras. Yo me voy. Es mejor que estés solo para que puedas estar con él.
Miré el sobre, la llave y la lápida.
—Elena, ¿por qué aquí?
—En su testamento, Álex pidió que lo incinerasen y que esparcieran sus cenizas en este lugar. Casi nadie lo conocía, yo sí. Yo encabecé la comitiva. El Ayuntamiento hizo la lápida y asfaltó el camino, ya ves, después de permitir que lo apalearan, el alcalde tuvo remordimientos. Qué gentuza. —Elena esbozaba un gesto de rabia—. Pero Álex quería descansar aquí. Decía que en este lugar aprendió a amar, y que aquí aprendería a esperar…
Sus palabras me estaban rasgando el corazón, la emoción me ahogaba y la impotencia era tal que durante un instante creí que me iba a derrumbar.
—Gracias por todo, Elena —dije acercándome a mi prima, estrechándola entre mis brazos.
—Quiero que sepas —susurró—, que creo que habríais sido felices. —Me besó en la frente y se fue.
Caminó entre la arboleda hasta que su figura se difuminó en una brisa de verano que la acompañó hasta su hogar, envuelta en aromas del campo y en unos recuerdos llenos de emociones.
Contemplé el sobre que tenía entre las manos. Era un sobre como cualquier otro, pero lo diferenciaban del resto dos cosas: la delicada caligrafía con la que había escrito mi nombre; y el color sepia adquirido en los veinticinco años de paciente espera. ¡Cuánto tiempo! Lo que Álex querría decirme estaba allí, entre mis manos, en un papel tan antiguo como mi dolor. ¿Sentiré lo mismo ahora que si la hubiera leído entonces? Me pregunté sin parar de contemplar el sobre. ¿Qué me dirás, Álex?
No estaba seguro de querer abrirlo. Aquellas líneas podrían ser mi condena eterna o el alivio al sentimiento de culpa que me embargaba. Aquellas palabras las escribió cuando más sentíamos el uno por el otro. Aunque quizá su amor se tornó en odio en los días de loca espera. Una cosa estaba clara: aquella carta era el último capítulo de mi relación con Alejandro, tenía que leerla, aunque me arriesgase a abrir la caja de Pandora.
Abrí el sobre, que se desgarró como si tuviera mil años. De su interior se deslizó un folio plegado en tres, que desdoblé cuidadosamente. Así, de repente, con una mirada fugaz, no se trataba de más de un conglomerado de borrones. La realidad era que temblaba cuando la escribió, y que la tinta corrida se debía a las lágrimas que cayeron sobre el papel mientras la escribía.
La debió de escribir con tinta azul. Tinta que con los años, había adquirido una tonalidad violácea. Aunque eso no hacía más que enfatizar la fuerza de las palabras. Respiré profundamente un par de veces, me senté sobre la hierba apoyándome en la lápida y sujetando el folio con ambas manos, comencé a leer las últimas palabras que Alejandro me dedicó:
Amado Marcos
,
No sé si algún día leerás estas líneas, ya que vi en tu mirada un miedo demasiado grande como para llevarlo solo. Pero aun así, quiero hablarte, aunque no me oigas
.
Me he dado cuenta, en estos últimos días, de cuál es el sentido de mi vida. Y es amar. Y es amarte. Creo que esta vida no merece la pena vivirse sin Amor; y en mi caso, sin ti. Sé que te has ido y que no vas a volver. Sé que me amas, pero que ahora tienes demasiadas complicaciones y miedos como para estar junto a mí. No creas que te estoy culpando de nada, al contrario. Te doy las gracias. Sí, gracias por haberme amado y por dejarme amarte. Gracias por una noche que traspasó los límites de lo meramente carnal
.
Gracias por un Amor eterno que guardaré por ti y que me enseñó una vida entera, en un instante. Gracias por hacerme sonreír
.
Sólo quiero decirte que me quito la vida porque te quiero, y no porque tú te hayas ido, no. Sino porque así, esperarte, será más sencillo
.
La canción del molino tiene otra estrofa que muy poca gente conoce (ya que la escribí yo), y dice así
:
Tras batallas y cruces
tras tiempos de locura
,
el caballero murió
.
Y en el lugar desconocido
con su Dama se encontró
,
la buena molinera
a la que tanto añoró
.
Y juntos, envueltos en paz
,
vivieron por siempre
,
amándose
,
sin mirar atrás
…
Recuerda, Marcos, que nunca te culpé de nada, y que tenemos toda la eternidad para recuperar el tiempo perdido
.
Tuyo por siempre
,
Alejandro
El silencio fue mi único compañero de camino. Regresaba al pueblo. Ni siquiera se mecía el campo; y el calor parecía no afectarme.
Actué de forma mecánica. Monté en la bici y pedaleé sin recordar cuánto y cómo. Mi mente estaba absorta en mi mundo, no en la tierra. Creo que jamás había sentido un dolor tan intenso como el que sentí al leer la carta. Pero, como cuando una mujer da a luz, la paz y la confusa alegría me llegaron después.
Ya no me sentía tan culpable. Y no por sus palabras, sino porque, mientras leía, sentí una sensación extraña, un calor interno y externo, una sensación que penetraba en mí por cada poro de mi piel. Sentí como si alguien me abrazara, como si un susurro, y no yo, me estuviese leyendo la carta al oído. Sentí una sonrisa y la alegría de una mirada. Sentí su calor, su voz, y su compañía. Y él, no sus palabras, me dio la paz.
No lloré, no. Doblé el papel y con cuidado, lo guardé en su sobre, y este, en el bolsillo de mi pantalón. La guardaría junto a las fotos, envejecidas y amarillentas, de aquella excursión que hicimos al estanque. Y sería mi único equipaje el día que me reuniera con él.
Rodeé el pueblo, no quería encontrarme con nadie. Y avancé entre los trigales, hacia el molino. Al rato, se alzó ante mí. Allí seguía, hierático y poderoso, resistente al tiempo y al viento, desgastado, descuidado, pero en pie.
Las aspas estaban rotas y parte del encalado había desaparecido mostrando la verdadera naturaleza del gigante: los gruesos sillares de piedra que formaban su cuerpo. Parte del tejado se había hundido, la madera era vieja y la lluvia y el granizo la habrían astillado hasta tirarla. Lo rodeé y me situé frente a la puerta. La vieja puerta de madera resistía el tiempo a duras penas. Estaba muy carcomida y apolillada, incluso le faltaban algunos trozos en la parte de abajo, obra de las ratas, supuse.
Saqué la llave del bolsillo y la introduje en la cerradura. Me costó trabajo que encajase, pero al fin lo hizo. Al chirriar de la cerradura, le acompañó un sordo sonido, hueco, como un golpe seco. Y la puerta se abrió. La empujé hasta atrás y la luz lo bañó todo. Las viejas y húmedas paredes recibieron el calor de los rayos del Sol con una alegría desbordante. De repente, todo se llenó de color. Entré. Las arañas, que en otros tiempos Álex mantenía a raya, habían trabajado a sus anchas y ahora el interior del molino era una verdadera ciudad de arácnidos. El polvo había inundado todo, cubriéndolo con una gruesa capa blanquecina. Y la luz, en cuanto abrí, luchó por llegar a todos los rincones.
Avancé, retirando a mi paso las mansiones y palacios de las arañas. Miré hacia arriba. Vislumbré la balaustrada. Cerré los ojos. Después de leer la carta y sentir a Álex, me resultaba imposible imaginarlo colgado, ahorcado; así que lo único que pude imaginar fue a Álex sonriéndome desde la entreplanta.