No sabía qué responderle, pero como siempre, Gus vino en mi ayuda. El sonido de los platos y cubiertos irrumpió en el dormitorio llamando la atención de Álex.
—Es mi hermano, se ha quedado a cenar —le expliqué—. Espero que no te importe, hemos invadido tu casa. Me voy a quedar a dormir, así que no tienes que preocuparte de nada, sólo de recuperarte cuanto antes. El médico ha dicho que mañana te sentirás mejor. Pero antes de dormir, de todas formas, te tienes que tomar la pastilla para el dolor. Has tenido suerte, sólo te han hecho moretones y magulladuras. Eres más duro de lo que aparentas, eres un cabrón con suerte. —Sonreí y me correspondió, aunque muy levemente, le dolía mucho la cara.
—Gracias, Marcos, yo…
—No, no digas nada —le interrumpí—. Me quedo porque quiero. Eres mi amigo y quiero ayudarte. Sé que tú harías lo mismo por mí. Y ahora a comer, la sopa se está enfriando. Venga, vamos a incorporarte un poco.
Cogí unos almohadones, metí un brazo por detrás de su espalda y lo incorporé despacio. Su rostro expresó dolor, pero no se quejó. Metí los cojines detrás de él hasta que quedó casi sentado. Se apoyó y estaba cómodo. Después cogí la bandeja y se la coloqué sobre las piernas. Comió poco, su cuerpo no aceptaba más. Yo lo observaba en silencio desde los pies de la cama, mientras con dificultad acercaba una y otra vez la cuchara a la boca. No dejó que le ayudara, así que me acomodé y le vi comer.
Al poco entró Gus. Alejandro le agradeció todo lo que habíamos hecho por él. Gus, con su habitual forma de ser, consiguió hacerle reír; como solía hacer conmigo cuando estaba triste, dolido, solo o abatido. Allí siempre aparecía mi gemelo de ojos verdes para sacarme del pozo en el que me sumía. Siempre, Gus, siempre, hasta aquel verano.
Charlamos un rato y luego Gus se fue. El día moría y me encontraba cansado. Antes de irme a dormir, ayudé a Álex a ponerse cómodo y le di la pastilla; el dolor persistía, y persistiría aún más allá de lo que podíamos imaginar.
—Oye, Marcos —susurró.
—Dime. —Estaba cerrando la persiana.
—Verás, yo… quería decirte que yo…
—Dime, Alex —insistí al ver que titubeaba, rogando al cielo que me lo dijera.
—Nada. —Cerró los ojos, estaba triste, sentía dolor, y no por los golpes—. Déjalo, vete a descansar, te lo mereces.
—No me merezco nada, ayudarte es lo menos que puedo hacer por ti.
Le sonreí y en un acto casi reflejo, le di un beso en la mejilla antes de salir del dormitorio.
—Buenas noches, Marcos… —le oí decir antes de cerrar la puerta.
—Buenas noches —dije al salir—, amor mío… —musité conteniendo las lágrimas.
La recuperación de Alejandro fue increíble. Al día siguiente al de la paliza, fue él quien me despertó. Fue algo indescriptible. Yo soñaba que él venía hacia mí, que me rescataba… y desperté.
No conseguí nada con regañarlo y rogarle que volviera a la cama. Se limitó a tomarse la pastilla y sentarse en el sofá. Aún se notaba que le dolía aunque él trataba de disimularlo.
No me dio tiempo a recoger la casa. A eso de las diez, llegó el doctor.
—¡Es increíble! —exclamó cuando Alex le abrió la puerta—. Pensaba que hasta mañana o pasado no podrías levantarte.
—Se equivocó, doctor —dijo alegremente—, soy más fuerte de lo que aparento. Nada me retenía en la cama. Soy joven y no puedo perder el tiempo. La vida es demasiado corta para verla a través de la ventana.
Mi vida sí que había pasado por una ventana. Más bien, estaría mejor dicho que la tiré por la ventana.
Los pueblos se sucedían; el paisaje imponente seguía meciéndose al viento mientras el Sol empezaba a declinar. Molinosviejos estaba cada vez más cerca.
Era curioso recordar aquellas situaciones tan lejanas en el tiempo y tan latentes en mi corazón. Aún podía sentir en mis manos el tacto de su rostro o escuchar, clara como una fuente, su risa. Él dijo que la vida había que vivirla, y viajando hacia él, hacia todo lo que él significaba, veía por una ventana todo lo que hice y dejé de hacer. Y me di cuenta de que él marcó mi vida encauzándola hacia un destino que ninguno de los dos le deseó al otro.
Comimos juntos. Pero no hablamos demasiado. El aire que circulaba entre nosotros estaba enrarecido, había algo en el ambiente que se imponía a todo lo demás, algo imperceptible pero que sentíamos los dos. Podía sentir la fuerza que luchaba por surgir, pero que ocultábamos. Miradas fugaces, miradas cómplices. Primer plato. El segundo. Un «cómo te sientes». Un «gracias por todo». Un «yo… no, nada…».
No podía soportarlo, así que después de recoger la cocina, recogí mis cosas y me marché.
—Creo que será mejor que te deje solo. Ya estás bastante bien y sé que no te gusta que te hagan sentir como un inútil.
—¿Te vas?
—Es lo mejor, Álex. Debes superar este capítulo y volver a hacer tu vida normal.
—Tú formas parte de mi vida, Marcos —me dijo agarrándome por el brazo, dejándome sin respiración durante un instante.
Un escalofrío de proporciones colosales me recorrió de arriba a abajo. No sé cuánto tiempo estuvimos así, en silencio, mirándonos a los ojos, mirándonos el alma.
Me solté bruscamente, tan nervioso que no pude articular más que un «hasta luego, Alex». Cogí mis cosas y cerré la puerta tras de mí. Salí corriendo mientras mi corazón corría aun más que yo.
Encontré la casa desierta. El silencio era total y la penumbra de persianas bajadas mantenía a raya la luz y el calor del Sol. La casa sólo estaba iluminada por la luz de la vela que siempre ardía en casa de mi abuela. Me quedé observándola, aunque mi mente todavía estaba en casa de Alex.
—Hola hijo, no te esperaba —dijo la abuela rescatándome de mis pensamientos.
—¡Oh! ¡Abuela! —exclamé dando un salto.
—¿Te pasa algo? —Agudizó la mirada, quería ver más allá de mi expresión.
—No, no, nada, qué va. Me has asustado, sólo eso, me había quedado ensimismado mirando la vela, sólo eso.
La abuela cogió la vela y con cuidado caminó hacia la cocina. Se sentó en una silla, ofreciéndome otra. Dejé la bolsa en el suelo del recibidor y tras servirme un vaso de agua, acepté el asiento. La abuela posó la vela sobre la mesa y tras observarla unos instantes, me miró.
—Dice una antigua creencia que el ser humano es como una vela. La cera es el cuerpo, y el fuego, el alma.
El cuerpo se va derritiendo, se estropea con el paso del tiempo, mientras el alma brilla siempre con la misma luminosidad. Y cuando al final, el cuerpo se termina de consumir, el alma, intacta como el primer día, abandona el cuerpo muerto para unirse a la luz celestial, que para los cristianos sería Dios. Y por eso se encienden velas a los difuntos, para simbolizar el ciclo de la vida, el cuerpo que muere y el alma inmortal.
—Entonces, esta vela que siempre tienes encendida es…
—Simboliza a tu abuelo Francisco, hijo. Teniendo una vela encendida, siento que está con nosotros, que está vivo, que llena la casa de luz y calor, como cuando vivía. —Sus ojos brillaban y la llama se reflejaba en ellos.
—Es una creencia muy hermosa. No la conocía —le dije embargado por un sentimiento de paz indescriptible.
—Sí, es curioso. Muy pocos la conocen, y sin embargo siempre se ha hecho. Creo que es algo que todos sabemos desde que nacemos, algo que Dios nos da para que iluminemos el sendero de los muertos, nuestros propios caminos y la esperanza en una vida después de la muerte. —Mi abuela me cogió las manos—. Cuando tu abuelo murió, la oscuridad me llenó, llenó la casa, mi vida ya no tenía rumbo sin él. ¿Y sabes por qué? Porque lo amaba como jamás amé a nadie en este mundo; incluso más que a mi vida. Por eso, al encender una vela para él, siento de nuevo el calor de su Amor, su luz que me guía, su compañía, y ya no estoy sola —bajé la mirada—. Quizá, a ti que eres joven y vives en una ciudad llena de relojes y automóviles, esto te parezca una tontería, pero yo creo que si el Amor es verdadero, es para siempre. Y no existen barreras que no pueda atravesar, incluida la Muerte. El Amor, el verdadero Amor, es eterno, aunque sólo haya vivido unos pocos días. Es como el fuego, que desde el primer instante brilla con la misma intensidad que mantendrá siempre. Por suerte, mi Amor, aquí, en esta vida, duró muchos años, pero hay que tener en cuenta que hay Amores eternos que duran un fin de semana.
La abracé. Me había emocionado. Realmente se sentía el Amor que ella llevaba dentro, el Amor que aún, después de sufrir el desgarro de la Muerte, sentía y que siempre sentiría. Hasta sentí envidia.
Me encerré toda la tarde en mi habitación. Estuve leyendo mientras mi abuela escuchaba la radio en la cocina y preparaba un flan para después de la cena. Gus y Elena estaban en la piscina y no llegaron hasta las nueve de la noche.
Me encontraba triste y no sabía por qué, o más bien, me negaba a saberlo. Las poesías de Antonio Machado, sus poemas a Leonor, su tristeza… No sé, me sentí identificado con él. Quise reaccionar, quería subir de nuevo, salir del pozo de tristeza y melancolía en el que de repente me vi sumido. Quería sonreír, reír a carcajadas. Deseé que mi gemelo estuviera ahí, conmigo, para hacerme reír y sacarme de la oscuridad. Él era muy a menudo mi fuente de alegría. Pero aquella tarde estuve solo. Gus me encontró acostado. Me empezó a contar no sé qué historias de Carmen. Venía contento, las cosas habían salido bien, por lo que pude entender, ya que hablaba muy deprisa y yo estaba soñoliento. Se habían reconciliado y lo habían celebrado a lo grande, ¡en el vestuario de las piscinas!
Esa noche no salí. No tenía ánimos. Mi autoestima estaba por los suelos, pese a todos los esfuerzos de Gus por animarme. Aunque él dirigía la mayor parte de sus energías a planear una velada perfecta con Carmen en casa de sus padres, que se habían ido a la sierra a pasar un par de días.
Al día siguiente me levanté pronto y me fui solo a la piscina. Un par de horas después llegó Elena.
—Te acostaste muy pronto anoche —me recordó—. ¿Estás bien? Te noto algo deprimido.
—Bueno, ayer estaba bajo de moral. Parece que hoy me encuentro mejor. No sé, ya se me pasará.
—¿Tiene que ver algo con Álex? —disparó sin rodeos.
—Y ¿eso? —espeté a la defensiva.
—Bueno, he pensado… No sé, una suposición…
—Todo va bien. No te preocupes, ¿vale? —dije esperando haber zanjado el tema. Pero no me lo permitió.
—Vamos, Marcos, confía en mí. ¿Habéis discutido?
—Que no pasa nada, ¿no lo he dejado claro? No-pa-sa-na-da. Y déjame en paz —estallé al final huyendo hacia la piscina.
Grave error el mío aquella mañana. Elena era una vía directa hacia Álex, ella era una gran amiga suya y me podría acercar a él, contarme qué le gustaba, qué le preocupaba, a qué temía… pero ¡qué estaba pensando! Mi cabeza se enredaba en cábalas más complicadas por momentos. Debía dejar de comportarme así, como un adolescente encaprichado y recuperar el equilibrio que tanto añoraba y que, al mismo tiempo, tanto me aterraba. Un equilibrio que representaba la seguridad y que me alejaba del miedo, del riesgo, y en última instancia, de la vida.
El resto del día pasó lentamente. Pero pasó. Cuando fuimos a comer, Gus se acababa de levantar y la sopa nos esperaba humeante en los platos. La tensión entre mi prima y yo fue patente, una tensión tan intensa como absurda para ambos. Era una situación de la que ambos éramos conscientes pero a la que no conseguíamos darle una explicación, la sentíamos, aunque sin saber por qué.
Gus estaba medio dormido aún y no se dio cuenta, sólo comía sin decir nada con los ojos medio cerrados, pero la abuela no era en absoluto tonta, y manteniendo la compostura no dejó de mirarnos inquisitivamente. Nadie dijo nada. Acabado el postre, cada cual retornó a su dormitorio.
Gus roncaba plácidamente cuando entré al cuarto. Me senté en el alféizar de la ventana y encendí un cigarrillo que le cogí a mi gemelo de la mesilla.
Retorné a mi ventana cuando la colilla se me deslizó entre los dedos cayendo sobre la pierna. Por fortuna, la colilla se había consumido y no fue una quemazón, sino un susto lo que me sustrajo de mis pensamientos; pensamientos que me habían llevado más allá de los recuerdos, internándome en el mundo de los sueños.
Recogí la ceniza. La tarde se había encapotado y parecía que, por fin, desde que llegué al pueblo, podría aprovecharla para algo más que dormir o bañarme: pasearía.
Bajé hasta la plaza. Apenas había un alma por allí. Vi el coche de Max aparcado junto al bar y me asomé. Pero tampoco estaba. «Así mejor», pensé. Aprovecharía para pasear conmigo mismo y quizá lograse aclararme un poco las ideas, que falta me estaba haciendo ya. Pasé por delante de la casa de Álex. Y pugné con la tentación de llamar, ganando al fin el sentido común, o el miedo, o la fuerza de los sentimientos enfrentados, o… Pasé de largo. La soledad era lo mejor para los dolores de cabeza como los que yo sufría aquella tarde.
Volví a eso de las ocho y media. La tarde se me había pasado sin apenas darme cuenta mientras paseaba por el campo, por las afueras del pueblo. Había ido caminando hasta perder de vista el pueblo, aunque tuve la precaución de no alejarme tanto como la tarde de la tormenta, aquella tarde en que Alejandro me salvó la vida, aquella tarde en que desperté a la verdad, a una verdad que seguía luchando en mi interior.
Molinosviejos es uno de esos extraños lugares que parecen sacados de la imaginación de un escritor. Nadie diría que pueda existir un paisaje tan árido y vivo a la vez. Unos contrastes de rojos y dorados de vida, y azules fríos que se mezclan con el lila y el escarlata del crepúsculo. Y unos molinos eternos que controlan que la vida fluya a su alrededor, que la vida los rodee, que la vida los inunde, mientras ellos, impotentes, ven cómo esa misma vida puede nacer y morir, una y otra vez, tan cerca de la eternidad que ellos respiran.
Gus ya se había ido. Cenaba con Carmen aquella noche. Después irían al
Quijote
y allá nos reuniríamos todos. De estos planes me enteré por la abuela en el momento en que crucé el umbral de la puerta. «Qué lástima», pensé, me habría gustado hablar con él. Elena seguía subida a su pedestal de arrogancia y no me dirigió la palabra durante la cena. Por fortuna, el paseo me había devuelto el equilibrio emocional y ya no le daba la más mínima importancia a su hostilidad. Me seguía intrigando qué era lo que la molestaba tanto como para enfadarse así conmigo, supuse que alguna niñería, no quise darle más vueltas. En cuanto acabó la cena, se cambió de ropa y se marchó a la plaza sin esperarme. Había quedado con su cuadrilla, irían a los bares, al
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, así que no me preocupé. Quizá, después de un par de cervezas reconsideraría su actitud para conmigo y se daría cuenta de que no merecía la pena estar enfadada.