—¿Te apetece merendar? Yo tengo hambre —le pregunté manipulando nerviosamente la mochila.
Álex también tenía hambre. Saqué los bocatas, le lancé el suyo y nos sentamos a la orilla del estanque a merendar. El suyo era de chorizo, el mío de jamón serrano. Los partimos por la mitad y los compartimos.
El Sol se estaba convirtiendo en una gigantesca esfera anaranjada que se había colocado justo enfrente de nosotros, aunque ahora ya se la podía mirar directamente. El calor también había disminuido. Una franja del cielo, alrededor del Sol, se teñía de dorados y fuego que se debilitaban en rosados según ascendías la mirada. Más arriba, el azul claro comenzaba a oscurecerse y, a nuestra espalda, la noche ganaba terreno y anunciaba que pronto aparecerían las primeras estrellas. Debían de ser alrededor de las ocho. Los campos de trigo que se extendían ante nosotros, al otro lado del estanque, brillaban envueltos en una aureola anaranjada que les hacía parecer envueltos en llamas. El estanque se había tornado un lago de oro que, inmóvil, descansaba a nuestros pies. Algunas nubes finas flanqueaban al astro rey disfrazadas de escarlata y violeta, y el viento, ausente de aquellos parajes, no deshacía la estampa.
Merendamos en silencio, admirando el crepúsculo. Solamente algún que otro pajarillo atravesaba el horizonte atravesando el Sol como una diminuta mancha negra en medio de una sima ardiente. Poco a poco, los trigales adquirieron un brillo mayor, dando la bienvenida al astro, que pronto penetraría en ellos para esconderse más allá, privando al mundo de sus colores. Detrás, la noche se abría camino, ascendiendo como una sombra y ganando cada vez más terreno al día, instalando en la bóveda celeste puntos de luz, esos que nosotros llamamos estrellas. No me pude contener. Agarré la cámara y disparé dos veces, rogando para mis adentros que salieran bien, que lograra atrapar en un papel un instante fugaz, un momento irrepetible que yo viviría una sola vez.
Álex, terminado el bocadillo, se había tumbado mientras yo tomaba las fotos. Le iba a decir algo cuando me percaté de que tenía los ojos cerrados y que su cuerpo había adquirido la postura fetal, que se encontraba en el país de los sueños. Guardé la cámara y empujado por un deseo mayor que la conciencia, me tumbé a su lado y cubrí nuestros cuerpos con una toalla. En el momento en que cerré los ojos, mi alma voló persiguiendo al Sol, intentando contemplar siempre un cielo escarlata y un campo dorado…
Un chapoteo me despertó. Abrí los ojos y la noche me sorprendió. Se podría decir que era noche cerrada, aunque un fulgor tenue, pálido, lo inundaba todo. El cielo era un océano negro poblado por puntos de luz, más o menos luminosos, pero que colmaban el firmamento con su peculiar manera de reunirse. Formaban figuras, dibujos cósmicos que descubrías sólo yendo más allá de una rápida mirada. Lo curioso era que cada vez que te fijabas, veías un dibujo diferente, una nueva ilusión. Miles de estrellas se bastaban para que la total oscuridad no reinase en el campo. Por más que la busqué, no hallé a la Luna en su trono. «Habrá luna nueva» pensé imaginando lo solas que se debían de encontrar las estrellas sin la Dama Pálida a su lado, aunque así, sin su control, podían crear figuras a su antojo, y dibujar mil ilusiones para todos aquellos que las observasen…
Al fondo, el campo dormitaba blanquecino, como una salina; detrás, más allá del vergel, se extendía otro mar de mármol. Los pájaros dormían y sólo los grillos permanecían en vela, entreteniendo a la noche con su canción. Y yo estaba sentado junto al estanque, solo.
Automáticamente miré hacia atrás, al árbol donde habíamos dejado apoyadas las bicicletas. Estaban las dos. Me llamé idiota a mí mismo por haber dudado, pero no pude evitarlo.
Habíamos dormido unas tres horas, calculé. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, aunque tenía la toalla sobre mí. Me levanté a por la mochila, para coger la ropa. Otra vez el chapoteo. El estanque era algo así como un agujero negro en medio del campo. Ni siquiera las estrellas se reflejaban en el agua. Me fijé bien y a unos quince metros de la orilla vi algo que se movía. Por un instante me asusté. «Qué tontería», pensé al instante. Había recordado las películas de terror que Gus y yo solíamos ir a ver todos los viernes por la noche. Mi madre pensaba que eran de indios y vaqueros pero nos colábamos en las de mayores de edad y nos acurrucábamos en la última fila para verla mientras devorábamos una bolsa de palomitas.
El monstruo de mi estanque no era otro que Alejandro. Cuando me vio de pies en la orilla, pálido como un muerto, tiritando y con cara de sueño, se echó a reír y me invitó a acompañarlo.
—¡Qué va! Debe de estar helada.
—No, para nada. Está cojonuda esta noche, más buena que de día —dijo intentando convencerme para que me metiera.
Movido por la curiosidad, me acuclillé y toqué el agua. Era cierto, estaba buenísima, pero no me apetecía, algo me frenaba.
—Tengo el bañador seco. No quiero llevarlo mojado todo el camino —me excusé.
—Pues quítatelo. Yo estoy desnudo.
—Otro día, Álex. Estoy destemplado. Me he quedado helado al dormir en la hierba. —Y me puse la camiseta. Álex claudicó. Y en parte lo agradecí. Sentía una extraña lucha en mi interior. Un resquicio de mí deseaba que hubiera insistido, que me convenciese. Una parte de mí desconocida hasta entonces y que entonces despertaba del letargo que yo mismo le había impuesto varios años antes, el día en que la vi reflejada en el espejo, y en mis pensamientos más íntimos, y la envié al cuarto oscuro de mi mente, intentando enterrarla para despreocuparme de mí mismo. Aunque muy pronto iba a darme cuenta de que había intentado enterrar una pirámide con la arena de un cubo.
Alejandro se tapó la nariz y sumergió hacia atrás la cabeza. Se levantó, se escurrió el cabello y caminó hacia la orilla. Yo me había sentado apoyado en un árbol, estaba calzándome. No estaba mirando, pero me fijé. Había salido del agua y efectivamente, estaba desnudo. Inmediatamente retiré la mirada. Se estaba secando. No pude evitarlo, fue de reojo, pero lo miré. Ni mi hermano ni yo destacábamos por nuestro físico, y el suyo era, simplemente perfecto. Sentí una especie de estremecimiento cuando se percató de que lo miraba. No dijo nada, aunque se vistió enseguida. Creo que se sintió incómodo. No sabía qué pasaba por mi mente, qué locura me estaba revolucionando cada célula del cuerpo.
—Deberías haberte bañado —dijo sentándose a mi lado para calzarse, intentando que todo fuera
normal
.
—Álex… —musité.
—¿Qué? —susurró.
No sabía por qué había dicho su nombre, qué decirle.
—No, no, nada.
—¿Pasa algo? Dime.
—Verás… es sólo… que me alegro mucho de haber venido contigo.
—Ya me lo habías dicho antes —dijo sonriendo mientras mechones húmedos le caían por la cara.
—Sí, ya te lo había dicho. Pero es que es verdad, gracias. —Me levanté.
—Marcos. —Me detuvo agarrándome la mano—, podemos volver cuando quieras, ¿vale?
No hizo falta que respondiera. Mi mirada dijo que sí, mi sonrisa lo confirmó; todo mi cuerpo dijo sí en un grito silencioso que sólo yo escuché.
El campo descansaba y lo atravesamos en silencio, para no despertarlo. Pedaleo suave, profundas inspiraciones de aire cargado de aromas de hierbas, trigo, campo, tierra… Atrás quedaba el oasis, el estanque, aquella tarde. Según nos alejábamos, los árboles iban menguando, y como surgido de la nada, cuando quise mirar atrás, simplemente había desaparecido. Los pálidos trigales se extendían por todas partes, emergiendo de vez en cuando algún que otro silencioso molino recortado en negro sobre el horizonte. El cielo negro plagado de estrellas parecía estar iluminado, era algo que no comprendía. Las estrellas que se veían eran incontables, y si fijabas la vista en un punto, de repente, más estrellas brotaban a su alrededor de la inmensidad del universo. Aquella paz nos envolvía de tal forma, me embargaba tan irremediablemente la sensación de bienestar, que por primera vez en mi vida, me pareció tocar con los dedos la verdadera Felicidad. Me sentía bien, en paz, a gusto. Nada me preocupaba. No debía nada a nadie y nadie me lo debía a mí. No sentía la necesidad de dar explicaciones a nadie de adonde iba, de dónde venía, qué hacía y con quién estaba. Y el «con quién» era precisamente lo que me hacía sentirme mejor. Empezaba a sentir algo por aquel chico fuerte de cabellos azabaches y ojos grandes que, sin pedirme explicaciones ni ponerme condiciones, me había invitado a su casa, a su vida, a su alma. No me hizo promesas, se limitó a ser él mismo y a compartir su existencia con otro, conmigo.
Tuve que detenerme. Dejé caer la bici sobre las espigas que la abrazaron para que cayera suavemente. Me quité la gorra, abrí los brazos en cruz y, tras respirar profundamente mirando la bóveda celeste, un profundo y emocionado grito brotó de lo más profundo de mi ser. Álex se detuvo al momento. Iba unos metros por delante de mí y no se había dado cuenta de que me había parado.
Dejó la bici sobre el campo y corrió hacia mí. Yo yacía de rodillas, con las manos hundidas en la tierra.
—¡¡Marcos!! ¡¡¿Qué te pasa?!! —exclamó arrodillandose frente a mí, mirándome con sincera preocupación.
—Nada Alejandro, no pasa nada. Estoy bien —me miró estupefacto—. Eso es lo que pasa, que estoy bien, que soy feliz —le dije sonriendo, con los ojos llenos de lágrimas—. Siento la alegría fluir por mis venas, la siento en mi cuerpo; y quiero correr, reír, gritar… —Lo abracé. Se sorprendió pero me correspondió. Así permanecimos durante un rato, en silencio, abrazándonos con fuerza, sintiéndonos el uno al otro, mientras el campo volvía a sumergirse en su apacible descanso y los molinos observaban inmóviles, las luces del firmamento. Una brisa fugaz y risueña hizo que el trigo aplaudiera y nos elevó en espirales, haciendo acrobacias en el aire, soñando con ser Ícaros perfectos a los que no se les derriten las alas.
Otra vez el tren se detuvo. Me resistí a mirar por la ventana en busca de algún cartel que me aclarase la incertidumbre. No quería saberlo, una angustia desconocida empezaba a cabalgar por mis adentros y me hacía sentir incómodo. Cuanto más me acercaba a Molinosviejos, más intensa era la sensación de miedo, o de vergüenza, o de pánico. Hasta ese instante, no había sido del todo consciente de adonde me dirigía realmente. Tardé veinticinco años en decidirme a regresar, pero ni siquiera cien me habrían bastado para comprender lo que iba a reencontrar; sólo regresando a Molinosviejos iba a comprender, a ver con claridad, lo que dejé un cuarto de siglo antes.
Qué rápido se puede decir, un cuarto de siglo. Mi rostro, aunque no demasiado, dejaba ver ya los signos del tiempo, el paso de la vida. En mi mente se agolpaban ideas, preguntas… sin respuestas todas. Era imposible volver atrás y ver qué habría sucedido si hubiera hecho otra cosa, si no hubiera hecho lo que hice, si no hubiera tomado aquella decisión. Era una decisión lejana, pero sus efectos eran perpetuos, me acompañarían siempre, y lo peor de todo era que no sólo me acompañarían a mí.
Veinticinco años, ¡cómo había cambiado el mundo! Los regímenes caen, las revoluciones se suceden, se puede surcar el cosmos…, pero en mi interior, en realidad, por encima de todo el universo que construí a mi alrededor, todo continuaba igual, inamovible. Porque nada pudo sustituirlos, nunca, a ninguno de los dos.
El tren resoplaba y rugía, estábamos en marcha. Enseguida dejamos atrás aquel pueblo, uno de tantos que adornaban los dorados campos, sabios campos que nos otorgan alimentos, salud, cobijo; cómplices campos que en silencio son testigos de nuestras risas, de nuestras pasiones, de nuestras tristezas. Campos que guardan los secretos y que nos miran compasivos, que nos revelan, en susurros, nuestra propia verdad.
Salí al pasillo. El calor era sofocante. Ya me había desabrochado casi todos los botones de la camisa, dejando a la vista un cuerpo delgado, pero firme. Pese a llevar mangas cortas, las había recogido hasta los hombros, pero pese a todo, incluido el aire acondicionado, el calor nos tenía en su poder.
Abrí una ventana, una de esas que se deslizan hacia abajo, aunque, por seguridad, sólo unos treinta centímetros. Me puse de puntillas y saqué la cabeza. El viento me azotaba y cerré los ojos. No oía más que el aire, y vagamente el rugido del tren. Una leve sonrisa se dibujó en mi rostro, lo tenía en la memoria, podía verlo con claridad, chapoteando en el agua, haciendo el mono en un árbol, abrazándome en medio de un sendero iluminado por un millón de estrellas.
De repente noté algo helado en la mejilla que me sobresaltó y me sacó con violencia del principio de un sueño.
—Tu Coca-Cola —dijo Gus dejando un vaso de tubo lleno del refresco, hielos y una rodaja de limón en la hierba, junto a mi cabeza. Se tumbó a mi lado, en su toalla, boca abajo y bebió su naranjada.
Estábamos en la piscina. Habíamos ido pronto aquella mañana. La noche anterior no había salido, llegué tarde y estaba demasiado cansado tanto física como emocionalmente como para irme de juerga. Me limité a darme una buena ducha y me fui a dormir. De todas formas, cuando quise acostarme era más de la una y media de la madrugada. Gus sí salió a dar una vuelta, pero de todos modos lo desperté a las nueve y media para que viniera conmigo a la piscina. Deseaba pasar un rato con mi gemelo, hablar con él, comunicarme con mi otro yo, ese yo que representaba mi hermano, ese yo fuerte y decidido, seguro de sí mismo, mi complemento. Refunfuñó durante una hora, pero vino, cómo me iba a fallar.
Estábamos tumbados a la sombra de una sombrilla, él boca a bajo, yo boca arriba. El señor Rioja deambulaba por el césped, con su eterna barriga, visera y chaqueta de chándal rojas. Apenas había bañistas, sólo los más pequeños, que, acostados a horas razonables, jugaban llenos de energía en el agua mientras sus padres procedían a dejarse tostar por el Sol, invencible a esas horas de la mañana. No se veía a nadie de nuestra edad, ni tumbados en el césped ni chapoteando en el agua. Todos dormían aún el primer sueño. Incluida Elena, que dormía a pierna suelta en el cuarto de enfrente al de la abuela, doña Palmira, la abuela de mi corazón. Sí, se había levantado pronto, pero tenía obligaciones que cumplir, como llenar el frigorífico para que sus nietos lo vaciasen.
Así que Gus y yo podíamos hablar con toda tranquilidad aunque mi hermano estaba cerca de quedarse dormido sobre su toalla de palmeras.