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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (19 page)

»La única dificultad real es explicar cómo pudo salir de sus dependencias. Drayton, su ayuda de cámara, me dijo que él le vio retirarse a las siete de la tarde, antes de que rompiera la tormenta. Cuando yo llegué allí, unas veinticuatro horas después, todas las puertas estaban cerradas y acerrojadas por dentro, de tal modo que me vi obligado a romper la puerta que daba al estudio. Con seguridad, todas las ventanas estaban cerradas y los pestillos estaban echados también… y, en todo caso, están demasiado altas para que el anciano pudiera alcanzarlas. Así pues, o bien salió por un pasadizo secreto, aunque una indagación cuidadosa no reveló ningún indicio de nada semejante, o Drayton y yo nos equivocamos. A Drayton no se le puede preguntar nada: sufrió un ataque y murió, como ustedes sabrán, mientras yo estaba buscando al anciano. Desde entonces me he preguntado si las puertas de la galería, las cuales abrí desde el interior, en un estado de considerable nerviosismo, podrían haber estado sólo trabadas, y no cerradas con pestillo, como pensó el inspector de la policía; es más fácil dudar de mis propios recuerdos que creer que un hombre simplemente se ha desvanecido en el aire; y eso, espero, será lo que piense también el tribunal.

—Me he preguntado a veces —dijo George— si la desaparición de su propio tío… en… digamos… en similares circunstancias pudo haber tenido alguna influencia en su mente.

—Es muy posible —admitió el doctor Wraxford—. La condición mental de mi tío era muy frágil y la conmoción de la tormenta…

El doctor y John Montague intercambiaron algunas miradas, y yo creí que iba a continuar, pero entonces entró Hetty, la camarera, con la carne asada. George se ocupó de trincharla y Ada desvió la conversación hacia asuntos más ligeros.

Reconfortada por el diagnóstico del doctor Wraxford (eso fue exactamente lo que pensé), decidí disfrutar del resto de la velada. Habría sido perfecta, pensé, simplemente con que Edward hubiera estado a mi lado en vez del señor Montague… Pero entonces, reflexioné, no me habría atrevido a preguntarle nada al doctor Wraxford a propósito de «los visitantes».

Las cortinas no estaban echadas y el reflejo dorado de las llamas de las velas ondulaba entre los perfiles de los setos y los árboles; la imagen borrosa de mí misma parecía suspendida en el aire tras el hombro de Ada, reflejada en el oscuro cristal. Absorta en este juego de sombras, dejé de prestar atención a lo que sucedía en la mesa hasta que me di cuenta de que el doctor Wraxford llevaba hablando algún tiempo.

—… si algo sobrevive a la muerte o no —estaba diciendo—, y si la respuesta es afirmativa, en qué forma: ésta es, con toda seguridad, la gran cuestión de nuestros días. Yo creo que no se puede responder negativamente, porque siempre debemos estar abiertos a la suposición de que los muertos sobreviven, pero no pueden comunicarse con nosotros. Desde luego, un ejemplo innegable de comunicación desde el más allá establecería la verdad de una vez por todas. ¡Imaginen ustedes qué descubrimiento sería! El hombre que lo descubriera se encontraría junto a Newton y Galileo. Para todos aquellos que han recibido el don de la fe, por supuesto, esto queda fuera de toda duda —George pareció un poco incómodo en ese momento—, pero para aquellos que quieren ver antes de creer… Confío, señor Woodward, en que no encuentre ofensivas estas especulaciones…

—No, en absoluto —dijo George—. Me parece un asunto fascinante. Pero, desde su punto de vista, ¿qué constituiría una verdadera
prueba
? ¿Acaso una comunicación del más allá que no pudiera provenir de ninguna otra fuente? Los espiritistas, creo, aseguran que reciben mensajes de ese tipo a menudo.

—En ese punto reside la dificultad. Ninguna manifestación de los espiritistas convencerá jamás a un escéptico. Y si ustedes han asistido en alguna ocasión a una sesión de ese tipo, como he hecho yo, para mi desgracia, sólo para revelar un fraude, sabrán que la mayoría de las comunicaciones que se reciben a través de un médium son de una banalidad tan asombrosa que cualquiera pensaría que la vida del más allá es insoportable.

—Entonces, ¿diría usted que todas esas manifestaciones pueden explicarse como fraudes o engaños?

—La gran mayoría lo son, sí. Debería detenerme un instante antes de decir «todas», siquiera porque me gusta mantener la mente abierta. Desde un punto de vista científico, no hay ninguna conexión necesaria entre la doctrina cristiana, o la de cualquier otra religión, y la naturaleza de la vida después de la muerte, si es que la hay. Todas las religiones, por lo que yo sé, sostienen la promesa de alguna suerte de inmortalidad, bien sea el paraíso de los cristianos o los mahometanos, el ciclo del eterno retorno en varias religiones de la India y del Lejano Oriente, o el limbo de los chamanes. Todos los pueblos han tenido sus dioses, y se han derramado ríos de sangre por defender al verdadero Dios. Sin embargo, es posible que todos estén equivocados… o que todas esas creencias tengan un origen común. Hablando lógicamente, una prueba de cierta supervivencia no demostraría, en sí misma, la existencia de un dios, ni de ello se seguiría que la vida ultraterrena sea eterna. De hecho, para ser perfectamente lógicos, de ello no se seguiría que todos los seres humanos necesariamente sobrevivirían a la muerte.

—En ese punto, se separa usted de un modo radical de la doctrina cristiana —dijo George—. Yo diría que la sentencia que asegura que todos somos iguales a los ojos de Dios es una de las piedras angulares del cristianismo.

—Muy cierto, pero desde mi posición del científico escéptico, desgraciadamente, yo no puedo dar nada por seguro. Hablando desde mi experiencia como mesmerista, no hay ninguna dificultad en creer que el cielo y el infierno, y los dioses, los demonios, los fantasmas y los espíritus están todos en el cerebro humano… con la salvedad de que esto no los hace menos reales o menos poderosos que en el antiguo orden del mundo. Pensamos en la mente como un objeto enclaustrado en los estrechos límites del cráneo, pero podríamos igualmente imaginar una caverna llena de aguas oscuras y conectada por algún pasaje subterráneo con las infinitas profundidades del océano, y pensar en cada individuo como una diminuta gota de agua en una mente oceánica que lo contiene todo: todos los dioses y demonios, los paraísos y los inframundos de todas las religiones de la Tierra, toda la historia, todos los conocimientos, todo lo que ha ocurrido desde siempre. Sería una mente sobre la cual podría decirse verdaderamente que nada se ha perdido, ni siquiera el nacimiento de un gorrión…

Se detuvo, girando el pie de su copa de vino entre el pulgar y los otros dedos, y buscando reflejos de oscura luz carmesí en el cristal.

—Pero todo eso no son más que meras especulaciones, y estábamos hablando de la búsqueda de una prueba. Supongamos, para seguir con el argumento, que la comunicación desde el otro lado sea posible, y que exista una cosa semejante a la clarividencia (por la cual entiendo, específicamente y a falta de una palabra mejor, el poder de percibir a los espíritus y comunicarse con ellos): sabemos, puesto que no tenemos ni un solo ejemplo probado, que la auténtica clarividencia debe de ser extraordinariamente rara. Pero no importa, supongamos que nos hemos topado con alguien que parece poseer esa facultad…

»Tomemos, por ejemplo, si usted nos lo permite, señorita Unwin, el caso de la experiencia de su amiga. Si un joven exactamente igual hubiera muerto recientemente, o poco después, y su amiga, sin conocerlo en absoluto, lo hubiera reconocido en un retrato… bueno, eso merecería la pena investigarse. Y si ella no hubiera tenido una, sino varias experiencias semejantes, entonces tendríamos un caso de clarividencia… en principio.

Me retorcí las manos en el regazo y me esforcé en dominar la respiración. ¿Es que George había hablado con el doctor Wraxford acerca de mis «visitantes»? Seguramente no; se acababan de conocer.

—Respecto a las pruebas, la dificultad obvia es que nadie más puede ver los espíritus. Pero esta noche, bajo el estímulo de nuestra conversación, he comenzado a vislumbrar cómo podría conseguirse… Sabemos que en el trance mesmérico un sujeto puede adquirir inusuales poderes mentales: el francés Didier, que podía leer la mente, jugaba a las cartas con los ojos cerrados e identificaba el contenido de sobres cerrados con gran exactitud, es sólo el ejemplo más conocido
[41]
. Luego si el poder de la clarividencia existe, es posible inducirlo mediante la sugestión mesmérica.

»Así pues, tomemos a un grupo de individuos y sometámoslos a un trance mesmérico, digámosles que han adquirido el poder para ver espíritus, pero, en cualquier caso, sin darles ninguna orden de lo que tienen que ver. Pongámoslos en un lugar propicio junto a nuestro presunto clarividente, el cual no ha sido mesmerizado, obviamente, y junto a otros dos observadores de confianza que tampoco hayan sido mesmerizados. Entonces, si el clarividente y los sujetos mesmerizados, todos ellos, relatan una idéntica experiencia y el resto de observadores no ven nada, pero se percatan de que los otros miran en la misma dirección y reaccionan a los mismos estímulos… en ese caso, confieso que estaríamos más cerca que nunca de obtener una prueba objetiva, y a muy poco de poder atrapar a un espíritu e interrogarlo delante de la Royal Society
[42]
.

—¿Qué entiende usted como un «lugar propicio»? —preguntó George, que, como el señor Montague, había estado escuchando con asombrada fascinación.

—Confieso que no puedo pensar en otro lugar mejor que la mansión… Las casas antiguas siempre me han parecido que acumulan calladamente, como las botellas de Leyden, los influjos del pasado
[43]
… Desde luego, muy probablemente todo acabaría en nada, pero sería interesante llevar a cabo el experimento… si contáramos con un clarividente, por supuesto.

Una vez más sentí su inquisitiva mirada sobre mí.

—¿Cree usted, señorita Unwin, que
su amiga
querría participar en nuestro experimento? Es decir… suponiendo que las experiencias de su amiga se hayan desarrollado en los términos que hemos expuesto…

—Me temo que no querría, señor —dije casi sin aliento, sintiendo perceptiblemente que mi rubor desmentía todos mis esfuerzos—. La conozco lo suficientemente bien como para poder decir que si fuera tan desdichada que… y volviera a ver algo… sólo querría que la curaran de esa dolencia.

—Exactamente —dijo el doctor Wraxford con tristeza, y no pude menos que mirarlo con cierta sorpresa—. Yo siempre he pensado que la marca irrefutable de un verdadero clarividente tendría que ser el deseo de librarse de esa capacidad a toda costa. Eso no significa, por supuesto, que su amiga esté tan angustiada como usted dice…

—Qué interesante —dijo Ada con firmeza—. Ahora, caballeros, es hora de que la señorita y yo nos retiremos y les dejemos a ustedes beber un poco de vino tranquilamente.

—Lo siento, lo siento muchísimo, querida… —dijo Ada tan pronto como estuvimos a salvo en el piso de arriba—. No tendría que haber sacado a colación ese tema jamás…

—Hiciste bien —dije—. Fui yo quien quiso preguntarle, y si no hubiera sido por la última parte de… Dime: ¿George le contó algo ayer sobre mis visiones?

—No —contestó—, estoy segura de que no. Pero el doctor Wraxford parece un observador muy perspicaz, y supongo que habrá imaginado que tú y tu amiga sois la misma persona.

—Espero no haberme traicionado delante del señor Montague. Era tan inquietante… ¡me tomaba por su esposa! Pero no quiero que Edward sepa nada de mis visiones por ahora. ¿Crees que el doctor Wraxford estaba bromeando cuando dijo lo del experimento en su mansión…?

—No lo sé —dijo Ada—. Parece que utiliza y descarta ideas como quien se quita y se pone una chaqueta. Parecía que lo estaba diciendo completamente en serio… hasta que hizo esa observación sobre la Royal Society. Es un hombre muy inteligente. Estoy segura de una cosa: George está completamente fascinado. Y ahora, querida, debes irte a la cama y no pensar más en todo eso… Pareces completamente agotada.

A pesar de todo, permanecí levantada hasta altas horas, reprochándome sucesivamente haber engañado a Edward —¿qué podría decir yo si al señor Montague o al doctor Wraxford se les ocurriera hablar de «mi amiga» en su presencia?— y temiendo la respuesta de la carta que había enviado a mi madre. Estas preocupaciones se tornaron cada vez más angustiosas… hasta que caí rendida en un sueño inquieto, del cual desperté, o eso me pareció, en un sueño muy vívido… Me encontraba deambulando por una mansión enorme y desierta, que identifiqué como Wraxford Hall, buscando una joya preciosa que Edward me había regalado. La joya había desaparecido. No supe cómo, pero comprendí que toda la culpa residía en mi propio descuido. Para empeorar las cosas, no podía recordar de qué clase de piedra se trataba, porque a medida que pasaba de una habitación a otra, una voz en mi cabeza canturreaba: «¡Esmeralda! ¡Zafiro! ¡Rubí! ¡Diamante…!». Una y otra vez, una y otra vez, y ninguna de esas joyas parecía la mía, porque la piedra desaparecida era diferente: era una gema de un color más hermoso que cualquiera de aquéllas, y sabía que debería ser capaz de verla, e incluso de recordar su nombre, pero no podía…

En el sueño, la mansión estaba absolutamente en silencio. La luz que todo lo envolvía, incluso en los pasadizos donde no había ventanas, era pálida y grisácea, como la que hay en los días nublados. Las salas, en su mayoría, estaban casi vacías; cada una parecía contar con su propio tramo de escaleras a la entrada, dos o tres peldaños de subida o de bajada, y los pasadizos, construidos en el mismo estilo, también tenían diferentes niveles. Aunque la casa, en sí misma, no era especialmente siniestra, mi ansiedad y preocupación por el destino que hubiera podido correr la joya se agudizaban gradual y constantemente hasta que se convertían en un insoportable zumbido…

Entonces se me ocurrió que aún no había buscado en el comedor. Aquel pensamiento propició un vertiginoso cambio de escena: la luz disminuyó hasta convertirse en una pálida tiniebla marrón, y yo me encontraba en el umbral de la sala en la que había cenado aquella misma noche. Las cortinas estaban echadas y las velas, apagadas; el salón parecía estar vacío, pero cuando avancé hacia la mesa, vi, por encima del respaldo de la silla en la que se había sentado George, la oscura silueta de una cabeza. De algún modo supe que la cabeza era la del doctor Wraxford. Aún tenía tiempo para volverme y salir calladamente de aquel lugar, pero quizá la joya había caído en el tapizado de mi silla, y si caminaba de puntillas hacia delante, muy cuidadosamente, podría verla. Ya me encontraba a pocos pies de la figura inmóvil cuando pude oír una voz que hablaba a mi espalda, desde la puerta; su voz sonó como una campana, cada vez más y más fuerte, hasta que me hizo gritar… «¡No…!». Y entonces me desperté en medio de una luz gris apagada y me encontré de pie, junto al primer escalón, en lo alto de las escaleras.

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