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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (8 page)

Cuando me hice mayor supe algo más de la historia de la mansión por boca de mi padre. Había sido construida en tiempos de Enrique VIII, en el antiguo emplazamiento de un monasterio que había dado al bosque el nombre de Monks Wood. Los Wraxford, como muchas otras familias católicas, habían renegado de su religión durante el reinado de la reina Isabel; Wraxford Hall, de hecho, había servido como fortaleza realista durante buena parte de la guerra civil. Se decía que Carlos II se había ocultado en el escondrijo de los curas
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que había en la mansión mientras Henry Wraxford se enfrentaba a las huestes de Cromwell. Cuando tuvo lugar la restauración, Henry fue recompensado con un título de caballero, pero aquella distinción murió con él, y durante los siguientes cien años aproximadamente la mansión sirvió como retiro estival de varias generaciones de los Wraxford, la mayoría profesores y clérigos que aparentemente no habían hecho nada reseñable.

En la década de 1780, la propiedad pasó a manos de Thomas Wraxford, un hombre de ambiciones desmedidas que se había casado poco antes con una rica heredera. Este hombre comenzó inmediatamente a hacer reformas, a ampliar la casa y los cimientos, con la idea de convertir aquel lugar en un centro de esplendor social, sordo a todos aquellos que le advertían de la lejanía del lugar y de las dificultades que cualquier persona tendría para llegar hasta allí. Gastó en aquel plan una buena parte de la fortuna de su esposa, así como de la suya propia, pero las grandes fiestas que proyectaba jamás se llegaron a celebrar; las invitaciones fueron rechazadas muy cortésmente y las habitaciones exquisitamente amuebladas permanecieron vacías. Y entonces, alrededor de 1795, murió su único hijo, Félix, a la edad de diez años, cuando se cayó desde la galería superior del gran salón.

La esposa de Thomas Wraxford le abandonó poco después del trágico suceso y regresó con su familia. Él vivió en la mansión durante otros treinta años, hasta que una mañana, en la primavera de 1821, su ayuda de cámara le subió el agua caliente a la hora acostumbrada y descubrió que su señor se había ido. Nadie había dormido en la cama y no había signo alguno de pelea o altercado; las puertas que daban al exterior y las ventanas estaban cerradas con pestillo, como siempre; y lo único que se echaba de menos en aquel escenario era el camisón que llevaba el señor cuando el criado lo había visto por última vez la noche anterior. La casa y las tierras fueron batidas a conciencia, pero todo fue en vano: Thomas Wraxford se había esfumado de la faz de la tierra, y jamás se encontró el menor rastro de él.

En términos generales se admitía que el pobre anciano finalmente había perdido la cabeza y que de algún modo había salido fuera de la casa, en camisón, que habría vagado por el bosque de Monks Wood y habría caído en un hoyo: la zona había sido minada durante siglos en busca de estaño, y algunas de aquellas antiguas obras y galerías aún permanecían abiertas, ocultas por ramas y hojas secas, y constituían verdaderas trampas para los imprudentes. Un año y un día después de la desaparición de Thomas, Cornelius Wraxford, su sobrino y único heredero, solicitó al Tribunal del condado un dictamen que certificara el fallecimiento de Thomas Wraxford, y se le concedió casi inmediatamente. Y así fue como Cornelius, un profesor soltero y solitario, renunció a su cátedra en Cambridge y tomó posesión de la mansión. Y eso era todo lo que podía contarme mi padre, además de que con el correr de los años Cornelius había ido vendiendo gradualmente las tierras que antiguamente constituyeron la propiedad que heredó, excepto los bosques de Monks Wood y la mansión.

Como joven muchacho que era, yo empleé una buena parte de mi tiempo fantaseando con mis amigos sobre la posibilidad de adentrarnos en aquellos bosques, evitando a los perros, e internarnos en la mansión a través de un pasadizo secreto que, según se decía, iba directamente desde la casa hasta una capilla abandonada que había en los bosques cercanos. Ninguno de nosotros había estado realmente en aquellos bosques de Monks Wood y sólo los habíamos visto de lejos, así que nuestras imaginaciones tenían toda la libertad del mundo para pergeñar lo que quisieran. Los terrores que invocamos en aquel tiempo poblaron mis sueños durante años. Nuestros planes, por supuesto, acabaron en nada. A mí me enviaron a la escuela, donde hube de soportar las crueldades habituales, hasta que el golpe de la muerte de mi querida madre me dejó durante un tiempo indiferente a aquellos tormentos menores.

Creo que fue entonces cuando comencé a refugiarme en el dibujo y la pintura, para lo cual poseía una habilidad natural, aunque nunca me lo había tomado muy en serio ni me había ocupado de estudiarlo en exceso. Mi
forté
eran los paisajes naturales —sobre todo los bosques—, las casas, los castillos y, especialmente, las ruinas. Algo en mí luchaba contra la luz, pero no parecía que aquello tuviera nada que ver con mi destino, el cual consistía en estudiar leyes en el Corpus Christi, el viejo colegio universitario de Cambridge donde estudió mi padre. Hice lo que se suponía que tenía que hacer, y allí, en Cambridge, en mi segundo año, conocí a un joven llamado Arthur Wilmot. Estaba estudiando lenguas clásicas, pero su verdadera pasión era la pintura y, a través de él, descubrí un mundo nuevo que ignoraba por completo. Y fue con este compañero, en Londres, con quien vi por vez primera la obra de Turner, y entonces pude finalmente entender aquellos versos de Keats sobre el gran Cortés mirando el océano con indecible asombro
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. Durante aquellas largas vacaciones, pasamos tres semanas pintando y dibujando en Escocia, y, con el apoyo y el ánimo de Arthur, yo comencé a creer que mi futuro podría estar en un estudio de arte más que en un despacho de abogados.

Arthur tenía aproximadamente mi altura, pero era ligeramente menos robusto, con una piel blanca que se quemaba fácilmente con el sol y rasgos delicados. Pero la impresión de fragilidad era engañosa, como pude comprobar durante nuestro primer día en Escocia, cuando subió corriendo una cuesta muy empinada con la agilidad de una cabra mientras yo, jadeante, le seguía la estela a duras penas. Siempre me hablaba de un lugar cercano a Aylesbury llamado Orchard House —una perfecta Arcadia, tal y como sonaba en sus labios—, donde tenía la residencia su padre, un pastor anglicano. Y especialmente me hablaba de su hermana Phoebe, a quien simplemente adoraba: se ponía muy nervioso si pasaban más de un día o dos sin tener carta suya. Al final de nuestro viaje acordamos que en vez de regresar a Aldeburgh, le acompañaría a su casa y me quedaría allí al menos durante quince días. Yo no tenía hermanos ni hermanas —mi madre había estado muy enferma tras mi nacimiento— y sabía que mi padre había estado esperando ansiosamente mi regreso. Pero yo no quería decepcionar a Arthur, o eso fue lo que me dije para justificar mi comportamiento.

Orchard House era todo lo que mi amigo me había dicho, y más: era una casa de campo, con techo de paja y deslumbrante encalado, asentada, como su nombre advertía, entre arboledas de manzanos y perales. El padre de Arthur, canoso, cordial y rubicundo, podría haber salido directamente de un lienzo de Birket Foster
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(aunque yo no lo advertí en aquel momento), como su madre: una mujer tranquila, delgada y delicada —cualquiera podía comprobar que Arthur había heredado su aspecto—, a la que siempre se podía encontrar en el jardín cuando no había otra cosa a la que atender. Y, después… Phoebe. Era preciosa, sí, con el perfil clásico de su madre y su esbelta figura; tenía una melena abundante y brillante del color de la miel oscura, y sus ojos eran avellanados, siempre ligeramente entrecerrados, aunque no había coquetería en ese delicioso gesto. Pero, sobre todo, fue su voz lo que me cautivó: era grave y vibrante, con unos cantarines tonos bajos que conseguían que el asunto más vulgar pareciera cargado de emoción.

Mi amor por Phoebe fue correspondido. Conseguí su palabra de matrimonio casi inmediatamente, aunque el consentimiento para nuestro compromiso tardó mucho más en llegar. Aparté de mi mente cualquier idea de morirme de hambre en frías buhardillas y me apliqué a estudiar leyes, sabiendo que cuanto antes comenzara a ejercer, antes me casaría. Aparte de los sufrimientos de la añoranza que tuve que soportar estando lejos de ella, oscilando entre violentos ataques de euforia y terror de que mi Phoebe pudiera cambiar de opinión, la única nube que se cernía en nuestro horizonte era la cuestión referida al lugar donde íbamos a vivir. Yo pensaba ejercer la abogacía con mi padre, en Aldeburgh; si rechazaba hacerme cargo de la oficina, le rompería el corazón, y ello conduciría tal vez a abrir un abismo eterno entre ambos. Pero quedarme con él en Aldeburgh significaría separar a Phoebe de todo lo que ella más amaba en el mundo. Ella y mi padre intentaron congeniar sólo por mí, pero no sabían exactamente cómo conseguirlo. También supe que nuestro hogar, una casa sencillamente amueblada que miraba a la playa, le parecía a Phoebe un lugar inhóspito y lúgubre.

Al final alcanzamos un acuerdo precario: viviríamos en Aldeburgh, pero en otra casa de nuestra propiedad, en otro lugar, lejos del ruido de las olas, el cual, tal y como Phoebe describió con un gesto de mal humor, le parecía melancólico y agobiante: en más de una ocasión la había sorprendido murmurando inconscientemente: «Rompe, rompe, rompe, en las frías piedras grises, oh, mar…»
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. Así que íbamos a pasar en Orchard House tanto tiempo como las obligaciones de la oficina me permitieran.

Después de tres largos años nos casamos en la primavera de 1859. Yo sólo tenía veintitrés años, y Phoebe era un año menor. Pasamos parte de nuestra luna de miel en Devon; a mí me hubiera gustado ir a Roma, pero su familia se mostró preocupada por el largo viaje y por los peligros del cólera. Aquellos días y aquellas noches, a solas con ella, me parecieron en aquel momento los más felices de mi vida… Pero a los quince días, Phoebe comenzó a echar de menos Orchard House y, consecuentemente, tuvimos que regresar, para gran regocijo de su familia, hasta que llegó la hora de comenzar nuestra vida en Aldeburgh.

Yo había alquilado un
cottage
en un lugar muy pintoresco, junto al camino de Aldringham, aproximadamente a una milla de la casa de mi padre y bien lejos del sonido de las olas que rompían sobre los guijarros, pero también bastante aislada: Phoebe se quedaba sola durante todo el día, con la única compañía de nuestra ama de llaves, una mujer muy amable, pero escasamente dada a la conversación. Pocas semanas después de nuestra llegada supimos que mi esposa estaba embarazada, una alegría amortiguada por su creciente nostalgia de Orchard House, que en vano trataba de ocultar. Arthur vino a vernos; por una parte, fue un alivio, pero su visita también proyectó una sombra de amargura sobre nuestras vidas, porque pensaba que yo me estaba comportando de un modo muy cruel al mantener a Phoebe lejos de su familia. Así que decidimos que ella pasaría los últimos meses de su embarazo en Orchard House: poco podíamos imaginar que aquéllos serían los últimos meses de su vida. Yo abandoné el
cottage
y regresé a casa de mi padre, absolutamente decidido a dejar el despacho y a buscar un empleo en Aylesbury tan pronto como naciera el niño. Pero mi padre estaba tan feliz de verme de nuevo en casa que no me atrevía a decírselo, y así continuaron las cosas hasta que una noche de aquel invierno recibí un telegrama de Orchard House, apremiándome para que acudiera allí inmediatamente. El parto de Phoebe había comenzado prematuramente y duró toda la noche… Mi esposa se había ido debilitando más y más, hasta que decidieron ir a buscar a un médico… Phoebe murió, y nuestro hijo con ella, una hora antes de que llegara el doctor.

Es inútil insistir en aquel dolor infinito, o hablar de sus terribles consecuencias, que se resumen en poco: yo permanecí en Orchard House una semana tras su funeral, hasta que se me hizo insoportable el pensamiento no declarado que toda la familia parecía asumir: que ojalá yo nunca hubiera cruzado el umbral de aquella casa.

Cinco meses después, en agosto de aquel mismo año, Arthur se fue a escalar a las montañas de Welsh, se cayó y se mató.

Volver a Aylesbury para el funeral fue la cosa más dura que he tenido que hacer jamás. Era inútil decirle a sus padres —tan arrasados por el dolor que apenas podían reconocerse sus rostros— que habría preferido que me cortaran la mano derecha antes que verlos morir; pero esas palabras no nos devolverían ni a Phoebe ni a Arthur, ni contestarían a las preguntas que pendían como espadas sobre nuestras cabezas. ¿Por qué Arthur, en lo más intenso del luto por la muerte de su hermana, había abandonado a sus padres para ir a escalar insensatamente? Sus compañeros juraron que había resbalado mientras intentaba subir una pared de roca, pero yo vi en ellos la sombra de una sospecha íntima: puede que Arthur no hubiera decidido deliberadamente poner fin a su vida, pero era absolutamente seguro que se había embarcado en aquella mortal escalada sin que le preocupara mucho vivir o morir.

Durante la larga oscuridad que se abatió sobre mí, el pensamiento de acabar con mi propia vida estuvo constantemente presente. Ni siquiera podía afeitarme sin que se apoderara de mí el impulso de segar mi garganta con la navaja. Las pistolas me llamaban desde los armarios, los venenos desde las estanterías, y siempre estaba allí el ruido del mar, y la imagen de mí mismo adentrándome en las heladas profundidades y nadando hasta que me fallaran las fuerzas y me hundiera bajo las olas. Pero el pensamiento del sufrimiento que mi muerte causaría en mi padre —angustiado como yo por el recuerdo de los estragados rostros de los Wilmot— siempre me contuvo; eso, y como dice Hamlet, el temor de algo después de la muerte: esos versos a menudo acudían a mi memoria
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. Poco a poco me fui percatando de cuán pesadamente el espectáculo de mi dolor estaba abatiéndose sobre mi padre, y así conseguí salir de una negra noche a un gris amanecer del espíritu. Volví a mi puesto en la oficina y comencé, casi insensiblemente, a tomar conciencia del mundo que me rodeaba, y entonces volví a pintar; al principio eran simples bosquejos, hasta que me encontré vagando por lugares lejanos en busca de nuevos temas para mis dibujos. Pero mi vida, o eso creía yo, ya había terminado efectivamente, y pasarían otros cuatro años antes de que nada pudiera hacer tambalear esta melancólica convicción.

Quizá sea sólo la indeleble impresión que causa la historia de Peter Grimes en The Borough
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, pero yo he notado que muchos visitantes encuentran algo opresivo, e incluso siniestro, en estas tierras del sur de Aldeburgh, las cuales me atraen, creo, por esa precisa razón. El castillo de Orford, especialmente cuando se dibuja contra un cielo nublado y amenazante, es una de mis imágenes favoritas, y desde Orford hay sólo otras tres millas, a través de una zona de pantanos, hasta los límites de los bosques de Monks Wood. Uno puede andar ese camino mil veces sin encontrarse con otro ser humano, y viéndose sólo acompañado por los graznidos solitarios de las gaviotas y los avistamientos ocasionales de un mar picado y gris. Debido al modo en que se extiende el paisaje, el bosque permanece oculto hasta que uno asciende un pequeño collado y se encuentra con el camino encajonado entre oscuras masas de árboles. Yo me encontraba admirando este paisaje una fría tarde de primavera de 1864, y preguntándome si los perros de Wraxford Hall serían realmente tan salvajes como había creído antaño, cuando se me ocurrió pensar que ahora tenía una razón legítima para visitar la mansión.

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