Convencí a mi padre para que escribiera a Cornelius Wraxford —de quien no habíamos sabido nada durante varios años—, presentándome como su nuevo abogado y solicitando una entrevista. Una semana más tarde llegó la contestación: el señor Wraxford continuaría contando con nuestra oficina, pero no veía ninguna necesidad de mantener un encuentro. Por lo que concernía a mi padre, ahí concluía el asunto. Pero mi antigua curiosidad había renacido y comencé a hacer preguntas. Yo tenía por aquel entonces un amigo entre los furtivos —un hombre a quien yo había sorprendido con las manos en la masa cuando salí a dibujar una mañana muy temprano, y a quien no había delatado— y en un rincón tranquilo de la taberna The White Lion supe que una buena parte del muro exterior de la propiedad se había derrumbado y que los pocos perros que quedaban permanecían encadenados en las viejas caballerizas, en la parte trasera de la casa. El guardia, que ejercía también como mozo de cuadra y cochero, se había dado a la bebida, y rara vez salía de noche, o eso había oído mi informante. De todos modos, la cofradía de los furtivos, me dijo, todavía procuraba evitar acercarse a la mansión, especialmente después del anochecer.
Aquella noche la luna casi estaba llena y, después de salir de The White Lion, me quedé durante mucho tiempo en la orilla del mar, observando el juego de las luces sobre las aguas. Había creído que jamás volvería a escuchar el sonido de las olas sobre los guijarros sin sentirme abatido por el dolor y el remordimiento, pero el tiempo había mitigado el sufrimiento y los versos que el mar me cantaba no eran «Rompe, rompe, rompe…», sino «la espada desgasta la vaina, y el alma desgasta el pecho que la alberga…»
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. La noche era apacible y clara, y mientras estaba allí se me ocurrió pensar que dibujar la mansión a la luz de la luna podría ser un interesante ejercicio pictórico. Los asuntos del despacho no apremiaban y mi padre siempre estaba dispuesto a concederme permiso para ir a dibujar, así que decidí hacerlo al día siguiente.
Era poco después de mediodía cuando alcancé el collado desde el que se divisaba Monks Wood. Desde allí caminé hacia el norte por el lindero del bosque hasta que llegué a un sendero descuidado, y por él me interné bajo el dosel del arbolado. Pocos minutos después pasé entre los pilares semiderruidos que marcaban los límites de la propiedad. Los viejos robles de antaño habían sido sustituidos por abetos, los cuales crecían muy cerca del camino, ocultando la luz. A medida que me internaba en el bosque, llegué al convencimiento de que el habitual canturreo de los pájaros parecía extrañamente enmudecido, y si había algún animal de caza cerca, desde luego se mantenía lejos y oculto a cualquier mirada. La convicción de que había cogido un camino equivocado se apoderó de mí, hasta que sin previo aviso, el sendero giró bruscamente junto al tronco de un roble gigantesco y apareció ante mí una descuidada extensión de hierbas altas y cardos que debió de ser antaño una explanada de césped. En la parte más alejada de la explanada, quizá cincuenta yardas más allá, se levantaba una gran casa señorial, de estilo isabelino, con deslustrados muros verdosos cruzados por maderos ennegrecidos y coronados por numerosos gabletes. El sol ya estaba ocultándose tras las altas copas de los árboles que tenía a mi izquierda.
El sendero avanzaba a través de la maleza, hacia la entrada principal, con un ramal que se alejaba a mi izquierda, hacia un
cottage
ruinoso, quizá la casa del guarda. Tras esa casa se veía una hilera de cobertizos y dependencias anejas, todas en ruinas y medio ocultas por los árboles y arbustos que lo habían invadido todo; y más allá todavía, había trazas de un edificio de piedra, con el tejado casi hundido: presumiblemente era la capilla. Wraxford Hall, me lo había dicho mi padre, había tenido en tiempos un parque de varios acres de terreno, pero el bosque finalmente se lo había tragado todo, excepto la casa y los alrededores inmediatos. No había ninguna señal de vida: todo estaba callado y silencioso.
Volví mi atención a la mansión. Los indicios de la desidia de muchos años eran evidentes incluso desde la distancia: maderas combadas, desconchones en el mortero, y una asombrosa profusión de ortigas y arbustos creciendo en los muros, por todas partes. Todas las ventanas estaban cerradas, excepto una hilera del primer piso, que parecía estar al menos a unos treinta pies del suelo. Se me ocurrió pensar que aquéllas podían ser las ventanas de la galería desde la cual el niño Félix Wraxford se había caído setenta años atrás. Las contraventanas de todo el segundo piso eran mucho más pequeñas; y asomándose sobre éstas, estaban las buhardillas, cada cual en su alero y todas en diferentes niveles. Recortado contra el cielo luminoso había aproximadamente doce chimeneas semiderruidas, y sobresaliendo por encima de ellas vi lo que parecían ser unas lanzas ennegrecidas que apuntaban al cielo. Eran pararrayos. Ésta fue mi primera visión de la extraña obsesión de la familia Wraxford.
Es difícil en la actualidad distinguir mis primeras impresiones de todo lo que sucedió a continuación. En aquel momento sentí terror y alegría a un tiempo: mi impenitente melancolía se había desvanecido como humo en el viento. La casa parecía increíblemente viva a la luz de la tarde, como si yo hubiera pasado del mundo real a un sueño en el cual me encontraba, al parecer. Apoyé la espalda contra el tronco de un gran roble, saqué mi cuaderno y mi caja de pinturas y aproveché en lo que pude las últimas luces del día.
Transcurrió una hora, y no vi ningún signo de vida; comenzaba a preguntarme si los perros serían sólo un sueño de la imaginación de mi amigo el cazador. Quizá el propio Cornelius había muerto… pero… no, porque habíamos recibido su carta la semana anterior… aunque, ¿qué sabíamos realmente de él? Podría haber cerrado la casa y haberse ido de allí inmediatamente después de escribirnos. O tal vez vivía en otra casa, más pequeña, en una parte diferente del bosque… Lentamente, el atardecer fue oscureciendo los objetos hasta que no pude distinguir los colores. Dejé mis cosas a un lado y comí lo que había llevado conmigo mientras los perfiles de los tejados y las chimeneas, y los brazos espectrales de los pararrayos, se desvanecieron con las últimas luces del atardecer, hasta que la mansión no fue más que una gran masa oscura encorvada y amenazante ante la negritud del bosque.
Un pálido resplandor a través de la enramada del árbol que tenía detrás me anunció que ya había salido la luna, y comprendí que para que su luz iluminara mi cuaderno, tendría que trabajar fuera del abrigo de los árboles. Convencido entonces de que la propiedad estaba desierta, recogí mis cosas y avancé cautelosamente hacia un lugar despejado bajo las estrellas. A unas treinta yardas de la casa, tropecé con los restos de un murete de piedra, y allí me senté con mi cuaderno y mis lápices. El aire estaba en calma y empezaba a hacer frío; en algún lugar, lejos, un zorro aulló, pero no hubo respuesta desde ningún otro lugar en la oscuridad.
Poco a poco aumentó la pálida claridad; la mansión parecía avanzar lentamente, como si saliera de la oscuridad. Cuando la luna se elevó más, me pareció que las proporciones de la casa cambiaban hasta elevarse amenazadoramente sobre mí, como un precipicio. Me agaché para coger mi cuaderno y, cuando me enderecé, vi encenderse de repente una luz en la ventana inmediatamente superior a la entrada principal: era un resplandor amarillo y tembloroso que comenzaba a moverse hacia la izquierda, pasando de una ventana a la siguiente, hasta que llegó a la más alejada; entonces lentamente regresó e hizo de nuevo la mitad del camino, antes de detenerse y titubear en aquel punto.
Todos los terrores de mi infancia renacieron con fuerza ante aquella visión, pero en aquel siniestro caminar de la luz yo vi la perfección de mi dibujo; vi que si podía dominar mi miedo durante el tiempo suficiente como para fijar aquella escena en mi memoria, podría finalmente plasmar en el lienzo una imagen que sería verdaderamente mía. Comencé a trabajar febrilmente, incluso cuando mi piel se erizaba pensando en un rostro maligno que pudiera aparecer tras los cristales, o en el grito —o el disparo— que advertiría que me habían descubierto. La luz de la casa seguía brillando, iluminándose y apagándose constantemente, como si alguien estuviera pasando frente a ella, pues no se percibía ni un soplo de viento. «Es el viejo Cornelius», me dije a mí mismo, «yendo de acá para allá en su casa… Mientras su lámpara esté encendida, no me verá». Parecía que me había convertido en dos personas distintas: una se horrorizaba ante mi locura e imploraba huir de allí; la otra era indiferente a todo excepto a lo que se traía entre manos.
Cerca de medianoche, cuando la luna se encontraba en su cenit, yo ya había hecho todo lo que podía hacer. La luz aún se veía en la ventana; recogí mis cosas y me adentré de nuevo en las sombras del bosque. Había llevado un farol conmigo, pero utilizarlo significaría delatar mi presencia… a lo que quiera que anduviera por los bosques de Monks Wood, y tras cien yardas dando tropezones en medio de una oscuridad casi absoluta, me aparté un poco del camino, me embocé en mi gabán y me acurruqué a los pies de otro gigantesco roble. Allí permanecí, escuchando los crujidos y los susurros en los matorrales que me rodeaban y las ocasionales carcajadas siniestras de algún búho, dormitando y desvelado entre inquietos sueños, hasta que me desperté con el gris amanecer.
Durante los siguientes cinco días apenas salí de mi estudio. Ignoré a mi padre vergonzosamente, pero no podía abandonar el cuadro. Si en algún momento me tumbaba con el fin de descansar y buscar algunas horas de sueño, la imagen de Wraxford Hall flotaba en mi mente, llamándome, exigiéndome volver a él. Trabajé en el cuadro con una seguridad que nunca había tenido —y que no he vuelto a tener desde entonces—, poniendo a prueba constantemente los límites de mi técnica y, sin embargo, guiado por una visión tan irresistible que prácticamente hacía virtud de mis limitaciones, hasta la mañana en que dejé la paleta por última vez y di un paso atrás para admirar lo que parecía la obra de alguien bastante más dotado artísticamente que yo. La escena era a un tiempo melancólica, siniestra y hermosa, y en aquellos largos momentos de contemplación me sentí como Dios ante la Creación: contemplé lo que había hecho y vi que era bueno.
Mi padre, aunque admiró el cuadro, estaba más preocupado por la perspectiva de que yo pudiera ser detenido por entrar en una propiedad privada y me arrancó la promesa de que no volvería a aventurarme en las propiedades de los Wraxford sin una invitación previa. Desde luego, estuve dispuesto a prometérselo, creyendo que sería capaz de aplicar mi talento recién descubierto a cualquier otro asunto que eligiera. Pero mi siguiente estudio de la fortaleza de Orford parecía notablemente inferior a su predecesor, y otro tanto ocurrió cuando me volqué en algunos otros paisajes que me gustaban especialmente. Algo se había perdido: era una carencia de todo punto evidente y, sin embargo, me resultaba imposible de definir… Había perdido aquella especie de colaboración misteriosa entre el pulso y la mirada, una capacidad de la que ni siquiera yo mismo era consciente. Mientras que en aquel cuadro de la mansión simplemente me había dedicado a pintar, ahora todo era trabajoso, forzado, artificioso… Y cuanto más luchaba contra aquella misteriosa inhibición, peor era el resultado. Pensé volver a la mansión, pero además de la promesa que le había hecho a mi padre, me retenía el temor supersticioso de que si intentaba repetir mi éxito… no es que
Wraxford Hall a la luz de la luna
se fuera a desvanecer ante mis ojos exactamente, pero se revelaría como una pintura vulgar y mediocre. Tal vez estaba engañándome y el cuadro no valía mucho en realidad: esta idea acudía a mi mente con mucha frecuencia, porque en realidad no había sometido el cuadro al juicio de ningún experto… De todos modos, no podía exponerlo, por temor a alarmar a mi padre y a excitar sus miedos sobre el allanamiento de una propiedad privada. Sin embargo, mi corazón insistía en que había pintado algo verdaderamente notable, aunque a un precio que preferiría no haber tenido que pagar.
Entonces, en octubre del año siguiente, todo cambió con la muerte de mi padre, víctima de una apoplejía. Ahora ya era libre para poder dedicarme por completo a la pintura. Salvo por un detalle: el talento me había abandonado y, además, vender el bufete era tanto como traicionar la memoria de mi padre, e incluso la confianza que puso en mí. Nuestros empleados esperaban que yo continuara con la oficina: entre ellos, Josiah, nuestro pasante más antiguo; así que continué en el negocio «por el momento», o eso me decía a mí mismo, dudando si sería la conciencia o la cobardía lo que me mantenía amarrado al bufete. Mi único acto de rebeldía fue colgar
Wraxford Hall a la luz de la luna
en la pared de mi oficina. (Le dije a todo aquel que me preguntó que lo había sacado de un antiguo grabado). Y allí estaba colgado la tarde en que me encontré por vez primera con Magnus Wraxford.
Yo había recibido una nota suya en la que me decía que le encantaría encontrarse conmigo; pero no decía por qué. Supe, por las notas que mi padre había escrito en los papeles de Wraxford, que Magnus era hijo del hermano más joven de Cornelius, Silas, que había muerto en 1857. Cornelius había redactado un nuevo testamento en 1858, dejando toda la propiedad a «mi sobrino Magnus Wraxford de Munster Square, en Regent's Park, Londres». Por curiosidad, escribí a un conocido en Londres para preguntarle si aquel nombre significaba algo para él. «Pues bien, da la casualidad de que sí lo conozco», me escribió. «Es médico: estudió en París, creo; practica el mesmerismo, lo cual, como usted sabe, está actualmente bajo sospecha entre la mayoría de los doctores reputados. Dice ser capaz de curar afecciones del corazón, entre otras enfermedades, a través de tratamientos mesméricos. Al parecer, sus pacientes (especialmente las mujeres) dicen maravillas de él. Se asegura que personalmente es encantador, aunque no muy rico, lo cual, desde luego, excita todas las sospechas contra él»
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. No sé muy bien qué esperaba de aquel encuentro, pero cuando Magnus Wraxford entró en la sala supe que me encontraba en presencia de una inteligencia superior. Sin embargo, no había condescendencia en sus gestos. Tenía aproximadamente mi altura (quizá un poco menos de seis pies), pero era más ancho de hombros que yo, y lucía un espeso pelo negro y una pequeña barba afilada, perfectamente cuidada. Sus manos eran casi cuadradas, con largos y poderosos dedos, con las uñas muy cortadas, y sin adornos, salvo en su mano derecha, en la que lucía un bonito sello de oro que ostentaba la imagen del Fénix. Pero eran sus ojos, bajo aquella frente ancha y prominente, lo que cautivaba la atención de cualquiera: eran profundos, de un castaño muy oscuro, y extraordinariamente luminosos. Tras la amabilidad de su saludo, tuve la desconcertante sensación de que mis más íntimos pensamientos quedaban al descubierto ante él. Lo cual tal vez se debía al hecho de que, cuando su mirada se volvió hacia mi cuadro de Wraxford Hall a la luz de la luna, yo admití claramente que había allanado la propiedad sin permiso. Lejos de mostrar su desaprobación, admiró el cuadro con tanta amabilidad que me desarmó, y tanto más cuanto que si alguien debía disculparse, ése era yo.