—¡Alma…! —gritó.
Aquel canturreo cesó y un perfume de agua de violetas se derramó sobre nosotras. Era un perfume que mi madre no había utilizado desde el día en que Alma murió. Aquella débil mancha luminosa se estremeció, brilló y pareció abrirse como una flor en la silueta resplandeciente de Arabella, que nos miraba desde el otro lado de la mesa. Acompañada por murmullos de asombro, vino el espíritu flotando alrededor de la mesa hasta que estuvo exactamente detrás de nosotras.
—Alma ha venido del Cielo para consolar a su mamá —dijo una voz de mujer desde lo alto, en la oscuridad—, pero sólo puede quedarse un instante…
El perfume de agua de violetas se hizo más penetrante. Mi madre ya había soltado mi mano, y aunque sólo podía entrever su perfil, supe que se volvía en la silla y alargaba sus brazos hacia la pequeña forma reluciente, la cual se estremeció débilmente cuando mi madre la cogió. No era un simple muñeco: ¡era un verdadero niño envuelto en pañales luminosos!
—Alma… —murmuró—. Por fin, por fin, por fin…
Oí que alguien estaba llorando en la oscuridad, cerca de mí. Las lágrimas anegaron mis ojos, y tuve que reprimir el impulso de darle las gracias a la señorita Carver con un susurro; estaba de pie, entre nosotras, y tan cerca que yo podía sentir el calor de su cuerpo. Así permanecimos, quizá durante veinte segundos, antes de que la señorita Carver tendiera sus brazos de nuevo y mi madre, para mi sorpresa, le devolviera al niño sólo con un profundo suspiro, que tuvo su eco alrededor de la mesa cuando la resplandeciente figura se volvió, se apartó y se desvaneció en la oscuridad.
Mi madre sonreía y lloraba alternativamente mientras caminábamos hacia casa, dándome las gracias una y otra vez.
—¡Por fin…! —volvió a exclamar—. Por fin puedo descansar en paz…
Recuerdo que abracé a Lettie cuando nos abrió la puerta; y recuerdo también haberme preguntado cómo demonios iba a conseguir que mamá no se lo contara todo a nuestros compañeros de sesiones espiritistas en Lamb's Conduit Street, y si valía la pena intentar que no lo hiciera. Quizá, después de todo, ya no tendríamos ninguna necesidad de acudir a más sesiones. Intenté persuadir a mamá de que tomara un vaso de vino durante la cena, pero no quiso.
—Soy perfectamente feliz, querida Constance, y no tengo hambre en absoluto. Me iré a la cama ahora, y así podré soñar con Alma.
Después me dio un beso y subió las escaleras, mientras yo las bajaba para ir a la cocina, para cenar con Lettie y la señora Greaves, y contarles hasta qué punto me había arriesgado; después, subí a mi habitación, donde dormí profunda y plácidamente por vez primera desde hacía mucho tiempo, y me desperté con los rayos del sol de otoño filtrándose oblicuamente por la ventana. Mamá no bajó a desayunar, pero esto era bastante normal… Lettie solía subirle una bandeja alrededor de las diez: llamaba suavemente a la puerta y la dejaba allí, para que mi madre la cogiera cuando quisiera. Pero cuando dieron las once me percaté de que estaba comenzando a ponerme nerviosa. Al final decidimos forzar la puerta con un atizador, y la encontramos en la cama, con el faldón bautismal de Alma aferrado contra su pecho, y con una lánguida sonrisa en el rostro. Había un frasco vacío de láudano en la mesita de noche, y una nota en la que se podía leer: «Perdonadme: no puedo esperar».
Los días que sucedieron a la muerte de mi madre, afortunadamente, se desdibujaron en mi memoria. Puedo esbozar, más que recordar, el sentimiento de plomiza oscuridad que invadía mi cuerpo, como si el tormento de mi madre hubiera recaído sobre mí. Y recuerdo, también, la convicción de que no volvería a comer o a dormir de nuevo, que me quedaría tumbada boca arriba en mi cama y permanecería allí, sin llorar, en la oscuridad, preguntándome qué sería de mí, o si debía ir a la policía y contar lo que había hecho, arriesgándome a ir a la cárcel. Pero no dije nada de las sesiones de espiritismo al doctor Warburton, ni a mi padre, cuando apareció en casa terriblemente enfadado (había sido una falta de consideración por parte de mamá, fue todo lo que dijo, haberse envenenado precisamente cuando él comenzaba a trabajar en el segundo volumen de su obra) y anunció que dejaba de pagar el alquiler de la casa.
Como ocurría en todas las conversaciones que había mantenido con él, estábamos sentados en la mesa del desayuno. No me pareció que notara que yo no había comido nada.
—Es un desagradable contratiempo —dijo—, pero supongo que tendrás que venir a vivir con nosotros a Cambridge. Mi hermana te encontrará un trabajo cerca de casa y, por lo demás, debes intentar portarte bien y no causar más molestias.
—¿Y qué será de Lettie y de la señora Greaves?
—Deben buscarse otros trabajos, desde luego.
—Pero papá…
—Ten la amabilidad de no interrumpirme. Recibirán la acostumbrada paga de un mes por el finiquito, lo cual, en mi opinión, es un acto más que generoso, y tú puedes darles referencias, si te apetece. Y, ahora, tengo muchos asuntos de los que ocuparme, gracias a tu madre… a este suceso desafortunado… No, no, no digas ni una palabra más, por favor. Volveré tarde.
Para mi sorpresa, Lettie y la señora Greaves se tomaron la noticia filosóficamente.
—Estaremos bien, señorita Langton —dijo la señora Greaves—. Sé que la señorita nos dará unos buenos informes, y no cambiaría mi vida por la que usted va a tener en Cambridge.
De hecho, me sentía como si fuera a ir a la cárcel, pero no tenía ánimo para protestar. Le envié a la señora Veasey una carta dolorosamente tranquila, diciéndole que mamá había muerto y que no me sería posible volver a verla a ella o a nadie del grupo, y, mientras luchaba con la sintaxis, me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que los grupos de la señorita Carver y de la señora Veasey se mezclaran.
Mamá fue enterrada una desapacible y desolada mañana de octubre, y sólo mi padre, la señora Greaves, Lettie y yo estuvimos junto a su tumba.
Aproximadamente una semana después del entierro, yo me encontraba doblando y guardando la ropa de mi madre y preguntándome qué debería hacer con las cosas de Alma cuando subió Lettie para decirme que había llegado un caballero preguntando por mí. Mi padre estaba fuera, como siempre; decía que estaba constantemente atareado con el asunto de cerrar la casa, pero yo sospechaba que empleaba la mayor parte de su tiempo en el museo. Bajé aturdida las escaleras, esperando encontrarme con alguien relacionado con el traslado de los muebles o los libros, pero, bien al contrario, me encontré con un hombre pequeño y rechoncho que me resultaba vagamente familiar, aunque yo estaba segura de que no lo había visto jamás. Llevaba una chaqueta de pana verde, bastante raída, y unos pantalones grises de franela, con una mancha de pintura en una rodilla, y parecía tener entre cincuenta y sesenta años. Su calva estaba rodeada por una melena de un marrón ceniciento, larga y rebelde en los flancos, de modo que ocultaba sus orejas. Unas patillas enmarañadas, la barba y un grueso bigote escondían su boca y buena parte de sus mejillas; tenía los ojos de un castaño oscuro, con ojeras muy marcadas y arrugadas, y su piel (por lo que pude ver) parecía abrasada por el sol.
—¿Señorita Langton? Me llamo Frederick Price, y creo que debo de ser su tío. He visto en
The Times
la noticia de la muerte de mi hermana… de su madre… y he venido a presentarle mis condolencias.
Lo miré con aire de cierta sorpresa. No podía siquiera vislumbrar en aquel hombre ni un rasgo que me recordara a mi madre.
—Gracias, señor. Me temo que mi padre no volverá a casa hasta muy tarde… En realidad, rara vez se encuentra en casa. ¿Desea tomar una taza de té?
—No quisiera molestarle en las presentes circunstancias…
—No me molesta —contesté. Hablaba en voz baja y parecía titubear levemente, pero había algo en su cadencia que me llamaba la atención—. Me vendrá bien ocupar mis pensamientos en otros asuntos.
Lo conduje hasta el salón, donde muchos de los adornos y los muebles ya estaban embalados; había una caja a medio llenar junto a la chimenea.
—Debe usted preguntarse por qué no nos hemos visto nunca… —dijo—. El hecho es que perdí cualquier contacto con su madre después de su boda; no supe que estaba viviendo en Londres hasta que vi la noticia el otro día… Y, bueno… para ser franco, nunca tuvimos mucha relación, en parte porque yo la vi muy poco. Discutí con mi padre, ya sabe… Él quería que fuera pastor y yo quería ser pintor, y todo acabó horrorosamente: me desheredó y yo huí a Italia antes de cumplir los veintiún años. Y allí se quedó la pobre Hester… Se quedó para cuidarlo, y supongo que eso le dolió… ¿quién podría culparla? Y después, cuando mi padre murió, no pude o… en fin, no volví a casa. La última carta que recibí de ella me decía que estaba comprometida y que iba a casarse. Esperaba que al final mi hermana pudiera ser feliz… En 1875 regresé a Londres y cogí casa en St John's Wood, donde tengo mi estudio desde entonces. No sabía que tenía una sobrina a sólo tres millas de distancia…
—Yo tampoco sabía que tenía un tío artista.
—Yo diría que más bien soy lo que me manden. En mis tiempos fui… veamos… ilustrador (que ha sido el trabajo en el que he empleado la mayor parte de mi vida), copista, grabador, dibujante y restaurador, así como pintor por encargo… ¿Fue una larga enfermedad…? Perdón, me refería a su madre…
—Sí, pero no en el sentido que usted… La verdad es que… —Y, tras esas palabras, decidí narrarle toda mi historia.
Me escuchó muy seriamente y sin muestras de sorpresa, incluso cuando le conté todo lo de las sesiones de espiritismo, y me las arreglé de algún modo para llegar hasta el final sin derrumbarme.
—Así pues, ya ve usted, señor… aunque mi padre no lo sabe, yo soy la causa de la muerte de mi madre.
—Se juzga usted demasiado severamente —replicó—. Por todo lo que me ha contado, lo maravilloso es que mi hermana no hubiera puesto fin a su vida mucho antes. Usted se ha comportado muy generosamente, y no debería reprochárselo.
Dejé escapar un sollozo entonces, pero vi que mi conducta le resultaba muy incómoda y me dominé en cuanto pude.
—Y ahora —me dijo—, ¿se irá usted con su padre a casa de su tía en Cambridge?
—No la conozco, no la he visto nunca. No me quieren y preferiría irme lejos… pero… sí, debo ir.
—Comprendo —dijo, y permaneció en silencio durante unos instantes—. Constance… si yo pudiera… —titubeó al fin—. Yo soy soltero… y me conozco lo suficientemente bien como para decir que soy un egoísta: adoro mi tranquilidad y mis comodidades, y la seguridad de que puedo irme al estudio después de desayunar y que nadie me molestará durante las diez horas siguientes. Tengo una cocinera y una doncella, ambas excelentes mujeres, pero a veces me molestan con sus preguntas. Ahora… si yo contara con alguien que se ocupara de la casa por mí… alguien que tuviera en consideración lo que me gusta y lo que me disgusta, y que se preocupara de que todo se hiciera correctamente… digamos… una joven tranquila y discreta… y especialmente si su padre estuviera dispuesto a concederle una asignación… porque yo no soy precisamente rico… No sería un trabajo demasiado pesado, y la casa es lo suficientemente grande para que usted tuviera sus propias habitaciones.
Una semana más tarde ya estaba instalada en casa de mi tío, en Elsworthy Walk. Estaba tan aliviada ante la perspectiva de no tener que ir a Cambridge que habría estado contenta con una cama en un sótano. Pero encontrarme con una habitación en el piso superior, con la ventana mirando al este, hacia las laderas herbosas de Primrose Hill, me pareció de todo punto milagroso. La mesa del comedor estaba siempre atestada de libros y periódicos; la idea que tenía mi tío de la comodidad consistía exactamente en dejar las cosas donde mejor le parecía, y le encantaba que a ambos nos gustara leer durante las comidas: algunas veces se pasaban los días, enteros sin intercambiar más que un «buenos días» o un «buenas noches». Al principio no podía salir de casa sin temer que acabaría tropezándome con alguien del círculo de la señora Veasey o de la señorita Carver, pero nunca ocurrió, y mi tío nunca volvió a hacer referencia a las sesiones de espiritismo. A cambio del Foundling Hospital, ahora tenía Primrose Hill, y a menudo, aquel otoño, me senté junto a la ventana para ver a los niños jugar… y encontré en aquellas escenas un secreto consuelo para mi espíritu.
Pero incluso en esta apacible situación pasaron muchos meses antes de que el peso de la culpa y el remordimiento comenzara a aliviarse, y sólo fue para dar paso a una inquietud de espíritu cada vez mayor.
Mis obligaciones en la casa estaban muy lejos de ser gravosas y me permitían disponer de una gran cantidad de tiempo. Mi tío, pronto lo comprendí, evitaba cualquier expresión de emoción; y creo que no era porque fuera una persona insensible, sino porque temía el efecto que las emociones pudieran tener sobre él. Por ciertos detalles que dejó entrever, llegué a sospechar que a veces su conciencia le remordía por haber abandonado a su familia, especialmente a mi madre, a quien podía haber seguido la pista fácilmente, y que haberme acogido a mí había sido su modo de compensar aquel abandono. Parecía que le agradaba tenerme en casa: yo era la persona con la que podía mantener una conversación cuando a él le apetecía conversar, y le permitía concentrarse en sus propios pensamientos cuando no le apetecía, y si él se dio cuenta de mis tribulaciones, no dejó entrever el menor indicio de ello. En cualquier caso, yo no le podría haber dicho en qué consistían mis preocupaciones.
Me fui acostumbrando a la soledad y no eché de menos —o no creí que echara de menos— el contacto con otras personas de mi edad; no tenía ningún interés particular y ninguna ambición concreta y, ciertamente, no deseaba casarme. Y, aun así, había algo que deseaba fervientemente, una ansiedad innombrable y secreta que sólo podía calmar caminando durante horas seguidas, hiciera sol o diluviara, hasta que conocí todas las calles del barrio, hasta Hampstead, donde las casas daban paso a los caminos y los campos… Pero nunca volví a Holborn.
Al final encontré un empleo como institutriz de los hijos de un tal capitán Tremenheere, que estaba sirviendo en la Artillería Real en el cuartel de Ordnance Hill. Mi tío se enojó un poco por esto, pero, como le recordé, la asignación que me dispensaba mi padre pronto cesaría y yo no podía permitirme vivir de su caridad. Yo estaba contenta con mi trabajo y pronto aprendí a querer de verdad a mis tres alumnos, pero aun así, la inquietud persistió; no podía zafarme del sentimiento de que estaba caminando como una sonámbula por la vida, esperando a que comenzara mi verdadera existencia… o lo que quiera que fuese.