Abril vino frío y borrascoso, y mayo ya estaba bien adelantado antes de que una larga temporada de buen tiempo nos trajera lo que quedaba de primavera. Día tras día acudí a la oficina bajo un deslumbrante cielo azul, deseando que mi ánimo pudiera brillar del mismo modo. Pensé durante mucho tiempo y muy a menudo abandonar la abogacía y probar fortuna como pintor, pero adolecía de fe en mí mismo.
Wraxford Hall a la luz de la luna
aún colgaba en la pared de mi despacho, recordándome el poder que no pude recuperar y a Cornelius en su fantasmal galería. Varias veces me puse en camino hacia Monks Wood, pero siempre hubo algo que me echó para atrás. El tiempo se tornó más caluroso aún, hasta que una mañana abrasadora y asfixiante salí a la calle para encontrarme con el cielo encapotado, el mar liso e inmóvil, con un amenazador color plomizo. Mi ansiedad fue en aumento, hasta que a primera hora de la tarde telegrafié a Magnus para decirle que se avecinaba una enorme tormenta. No hubo contestación, y pasé el resto del día reprochándome haber enviado aquel mensaje.
El calor fue agobiante durante toda la tarde y el barómetro continuó descendiendo, hasta que cayó la oscuridad sin un soplo de viento. Demasiado inquieto como para leer, me senté fuera, en el jardín, observando la noche. Entonces, a lo lejos, en el horizonte marino, pude ver el primer parpadeo luminoso de un relámpago, ramificándose y multiplicándose en un mudo espectáculo, hasta que el aire comenzó a estremecerse y el distante murmullo de un trueno se elevó sobre el zumbido estridente de los insectos. La aproximación de la tormenta, gradual al principio, pareció aumentar su velocidad a medida que se acercaba, hasta que el cielo del sur se convirtió en un ardiente tapiz de luz. Las palabras de Tritemio volvieron a mi memoria en medio de la conmoción de los elementos: «Y así, el hombre que poder tuviera para domeñar la fuerza de los rayos sería el Ángel vengador del Día del Juicio…». Pensé en la armadura ennegrecida de la galería: si Cornelius estaba lo suficientemente loco como para meterse dentro, ya debería estar convertido en cenizas. Nadie sino un lunático accedería a hacer algo semejante, pero si estaba lo suficientemente loco para hacerlo, lo haría, y poco importaría lo que se le dijera o se le… ¿Y si la persona que se iba a meter allí no hubiera accedido a hacerlo por voluntad propia? Si alguien moría, pensé, aquella muerte recaería sobre mi conciencia… Deberíamos haberle detenido, independientemente de los riesgos que pudiera correr Magnus respecto a su herencia. Pero aquel pensamiento fue interrumpido por una ráfaga de aire, acompañada de un destello, un ensordecedor estallido y un torrente de lluvia. Antes de que pudiera levantarme de la silla, ya estaba empapado.
Me quedé despierto hasta que la tormenta de rayos hubo cesado y el vendaval se alejó, observando el constante parloteo de la lluvia en las plantas y las hojas del jardín. Ya no importaba lo que hubiera podido hacer: ya era demasiado tarde… A menos que la mansión no se hubiera visto afectada, en cuyo caso… ¿me quedaría quieto, simplemente esperando a que la próxima tormenta descargara sobre Wraxford Hall? ¿O debería persuadir a Magnus para que consiguiera el certificado de la locura de su tío? Y si eso fallaba, ¿no debería al menos advertir a Cornelius de que sabíamos lo que estaba tramando? Salvo que… no lo sabíamos. La única certeza aquí era que cualquier intervención sólo conseguiría que Magnus perdiera la propiedad, y yo perdiera a mi cliente, si no mi reputación profesional. Le di vueltas y más vueltas al asunto hasta altas horas de la madrugada, sin que pudiera llegar a ninguna conclusión.
A pesar de todo, a primera hora del día siguiente ya estaba en la oficina y pasé la mayor parte de la mañana dando vueltas, arriba y abajo, en mi despacho, mirando absorto la calle mojada e incomodando constantemente a Josiah con preguntas sobre telegramas y mensajeros. Mi conciencia desasosegada me impedía mencionar el nombre de Wraxford y, cuando finalmente salí para comer apresuradamente en la Cross Keys Inn, el pobre Josiah estaba sinceramente preocupado por mi salud mental. Pero ningún mensaje me esperaba cuando regresé. Y después, a las tres y media, precisamente cuando ya me había convencido de que nada ocurriría, Josiah anunció que un tal señor Drayton deseaba verme por un asunto urgente.
Me había imaginado a Drayton como un hombre alto, pero resultó ser bastante más bajo que yo, enclenque y encorvado en su ajada indumentaria negra, con su cara alargada y pálida, y con los ojos de un spaniel angustiado. Le temblaban visiblemente las manos.
—Señor Montague, señor… Perdone que le moleste, pero el doctor Wraxford… el señor Magnus, es decir… me dijo que podía acudir a usted si… bueno, si el señor… señor Montague. El señor no ha salido a recoger la bandeja del desayuno esta mañana, ni el almuerzo, y no responde cuando he llamado a la puerta, así que pensé que…
—Muy bien —dije—. ¿Ha informado usted al doctor Wraxford?
—Le he enviado un telegrama cuando venía hacia aquí, señor, pero la contestación tiene que venir desde Woodbridge, así que no llegará a la mansión hasta las seis, como muy pronto, aunque el doctor conteste inmediatamente, apenas reciba mi telegrama…
—Ya, ya entiendo… Supongo que quieres que vaya a la mansión y vea si… si todo está bien.
Intenté que mis palabras sonaran tranquilas y seguras, pero un nudo helado se me estaba formando en la boca del estómago.
—Gracias, señor, si pudiera usted venir, le estaría muy agradecido. Grimes está ahí fuera con el carruaje, señor, pero desgraciadamente es un tílburi descubierto, así que tendrá que abrigarse…
Diez minutos después ya estábamos en camino. La lluvia casi había cesado, pero las nubes grises se arremolinaban y pendían sobre el paisaje empapado. Grimes, un individuo austero aquejado de prognatismo, y con un nombre apropiadísimo
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, iba embozado en su capote, tambaleándose como un saco de harina; parecía que hubiera caído en un profundo sueño antes de que hubiéramos llegado al primer miliario. Drayton iba sentado junto a mí, en el interior del viejo vehículo; al principio intenté sonsacarle, pero fue en vano: él no había visto nada, no había oído nada y no había notado nada raro hasta aquella misma mañana. El señor le había dado permiso para retirarse a las siete de la tarde del día anterior, bastante antes de que se desatara la tormenta, diciéndole que no necesitaría nada hasta la hora del desayuno. La tormenta había sido muy fuerte, pero el señor había permanecido en su habitación toda la noche. Y no podía decir si algún rayo había caído en la mansión; Drayton no mostró el menor interés en ese asunto. Le pregunté si consideraba que los pararrayos resultaban tranquilizadores en días de tormenta; pero me pareció que ni siquiera sabía qué eran los pararrayos. Llevaba cuarenta años en la mansión, y todo permanecía exactamente igual desde el día que llegó hasta el día de hoy, o eso le parecía. Cuando me dijo eso, lo dejé estar, y me embocé y me hundí en mi capote.
Durante dos horas y media interminables chapoteamos y dimos tumbos a lo largo de campos desiertos y cenagales y terrenos arbolados. Los caballos avanzaban trabajosa y constantemente, sin alterar nunca su paso; parecían conocer cada revuelta del camino, porque Grimes no se movió a lo largo de todo el trayecto, y Drayton también estuvo dormitando, con la cabeza bamboleándose sobre su pecho, una vez que yo terminé de hacerle preguntas. A pesar de mi grueso capote y el embozo, el frío me caló hasta los huesos, reduciendo mis pensamientos a un apagado estado de aprensión, hasta que me hundí en un sueño en el cual parecía que era consciente de cada crujido y cada chirrido del carruaje, y, al mismo tiempo, estaba seguro y abrigado junto a la chimenea, hasta que finalmente me desperté, helado, en medio de los lúgubres bosques de Monks Wood. Me palpé el chaleco buscando el reloj y vi que ya eran las seis pasadas. Aún tuvieron que transcurrir otros quince minutos antes de que el gigantesco roble se levantara amenazador sobre nosotros y Grimes emergiera de las profundidades de su capote para anunciar, con el tono de alguien que se alegra de las desgracias ajenas:
—¡Ya estamos en Wraxford!
Envueltos en vapor, los pararrayos casi aparecían ocultos en la neblina que se arremolinaba sobre las ramas más altas de los árboles, la mansión parecía incluso más siniestra y más ruinosa de lo que yo recordaba, y los terrenos circundantes más agrestes y descuidados. El único signo de vida era un hilillo de humo que salía de la chimenea del
cottage
de Grimes, y que apenas se elevaba en el aire húmedo.
Nos detuvimos entre las hierbas, junto a la puerta principal. Estiré mis miembros entumecidos y descendí del carruaje tan agarrotado que mis pies apenas pudieron sentir la tierra que tenían debajo. Drayton aún estaba peor; le ayudé a bajar, a pesar de sus protestas, preguntándome cómo demonios se las arreglaría en lo más crudo del invierno. Grimes permaneció hundido en su asiento, aparentemente abstraído, y sólo se fue cuando nosotros nos hubimos apeado.
La incertidumbre de mi situación se me hizo patente con toda su fuerza cuando Drayton comenzó a luchar con la llave (evidentemente, abrir la puerta no formaba parte de las obligaciones de la criada) y me invitó a pasar a un vestíbulo inmenso y retumbante dominado por una escalinata que ascendía hacia la penumbra. Bastante arriba, sobre mi cabeza, pude adivinar el rellano desde el cual Félix Wraxford debió de precipitarse hacia la muerte. El suelo estaba desnudo, con losas irregulares; las paredes estaban paneladas con roble oscuro, moteadas con agujeros de carcoma. Todo olía a viejo, a humedad y a decadencia. Y un frío mortal flotaba en el aire.
—Tal vez —le dije a Drayton, intentando dominar el temblor de mi voz— deberías subir antes que yo; después de todo, es posible que tu señor simplemente se haya quedado dormido…
Él me respondió con una mirada tan suplicante y temerosa que me sentí obligado a acompañarle, deseando no haber hecho jamás aquel ofrecimiento temerario mientras subía lentamente las escaleras, junto a lienzos tan oscurecidos por el tiempo y la mugre que sus asuntos eran ya indescifrables. Cuando llegué al rellano, supe (por la descripción de Magnus) que me encontraba ante el estudio, y que los dos juegos de puertas dobles en el muro de paneles oscuros, a nuestra izquierda, conducían a la biblioteca y a la galería. La neblina gris formaba remolinos contra las altas ventanas que teníamos sobre nuestras cabezas; aún había bastante luz, pero se estaba desvaneciendo rápidamente.
—Creo que deberías llamar una vez más… —le dije a Drayton.
Él levantó una mano temblorosa y golpeó débilmente; no hubo respuesta. Me acerqué a él y llamé también, más y más fuerte, hasta que los ecos sonaron como cañonazos de arriba abajo en el hueco de la escalera. Intenté accionar el pomo, pero la puerta no se abrió.
—Es ésta, señor —dijo Drayton.
Su rostro tenía una palidez cenicienta; las llaves bailaban y repiqueteaban cuando me las entregó. La llave no podía entrar en la cerradura; era evidente que había otra por el otro lado, girada de tal modo que no pudiera desplazarse.
—Lo siento mucho, señor —dijo Drayton débilmente—. Me temo que tendré que… —y señaló una silla que había junto a la pared, a nuestra derecha.
—¿Dónde está la criada? —le pregunté mientras le ayudaba a sentarse.
Murmuró algo ininteligible.
—¿Y la señora Grimes…? No importa… —dije—. Dígame cuáles son las llaves de las otras puertas.
Me las señaló con un dedo tembloroso y se hundió en la silla, con una mano apretada sobre el corazón.
El martilleo de mi propio corazón me resultó incomprensiblemente violento cuando me aproximé a la entrada de la biblioteca. De nuevo, las puertas no se movieron y la llave no entraba en la cerradura. Sólo quedaba la galería. La alfombra raída había desaparecido por completo en algunos sitios y me desagradaba cómo rebotaban los ecos, pues sonaban de un modo inquietante, como pasos que corrieran. Mientras me acercaba a las puertas de la galería, miré la balaustrada: evidentemente, la habían reparado a la perfección y no habían dejado ni rastro del accidente… si es que lo fue.
Una vez más, las puertas estaban cerradas desde el interior. Golpeé los paneles, y una vez más con ningún resultado, excepto una descarga de ecos. Podía ir en busca de Grimes, pero ¿cuánto tiempo tardaría? ¿Y me obedecería si le encontraba? No quería entrar en los dominios de Cornelius a la luz de una vela.
De las tres entradas, la puerta del estudio había parecido menos sólida que las otras. Volví sobre mis pasos hacia Drayton, que se había desplomado en la silla y apenas parecía consciente, empujé con el hombro el panel superior y pareció ceder. Me aparté un poco y lancé todo mi peso contra la puerta, esperando que el panel se rompiera; en lugar de eso, la puerta se abrió de pronto con un estallido y se hizo pedazos… Me precipité a través del umbral cuando los cerrojos y las cerraduras se desprendieron de los armazones de madera: las jambas estaban podridas por la carcoma.
No había nadie en el estudio, el cual medía quizá veinte pies por diez, con una chimenea al fondo. Contra la pared, a mi izquierda, había una cama portátil, aseadamente arreglada, debajo de varias estanterías de obras teológicas. Más allá, en esa misma pared, otra puerta permanecía abierta. A mi derecha, bajo las ventanas, una mesa, una cajita de hojalata e, incongruentemente, un lavamanos. A pesar del frío, el aire olía a sucio y a rancio. Y había algo más: un leve olor a cenizas, que se fue haciendo más evidente cuando me dirigí intranquilo hacia la otra puerta. El olor procedía de una masa de papel ennegrecido y calcinado que había en la chimenea.
La sala siguiente era, como me había dicho Magnus, una típica biblioteca de caballero rural, con altas estanterías cerradas en tres paredes, una escalera para los estantes más altos, más paneles oscuros de roble, alfombras raídas, sillones de piel y una gran chimenea en la pared del fondo. Y ni rastro de Cornelius, incluso cuando reuní todas mis fuerzas para mirar al otro lado de la esquina, en la alcoba que se encontraba tras la pared del estudio: no había nada, salvo una gran mesa vacía; ni libros ni papeles sobre ella, ni sobre ninguna de las mesas o las sillas. Ambas puertas en el muro contiguo a la galería estaban cerradas.
«Si yo desapareciera…». Tragué saliva y caminé a zancadas hacia la puerta más cercana de las dos y moví el pomo, deseando que estuviera cerrada. Pero la puerta giró hacia dentro con un chirrido y con un gemido de bisagras, abriéndose a un salón desnudo de suelo entarimado y una larga mesa bajo las ventanas, que comenzaban a oscurecerse. Allí estaba la enorme chimenea acogiendo el sarcófago y flanqueada por la oscura mole de la armadura, exactamente tal y como Magnus lo había descrito… pero no había ningún maniquí decrépito tirado en el suelo, y ningún lugar para esconderse, como había dicho Magnus: ningún lugar salvo la ennegrecida figura que se elevaba amenazadora, cada vez más alta, a medida que yo me aproximaba a ella, hasta que me pareció que alcanzaba los siete pies de altura.