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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (17 page)

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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—¿Y… el otro? —pregunté con un leve temblor.

El camino había descendido otra vez, y ahora discurría en paralelo a las lindes del bosque, que efectivamente parecía muy denso, y tan estrangulado por enredaderas y ramas caídas que la mirada apenas alcanzaba a ver unas yardas.

—Cornelius Wraxford: el sobrino de Thomas, y su familiar varón vivo más cercano. Cornelius solicitó al tribunal de la Cancillería un certificado de la muerte legal de Thomas. Este Cornelius era profesor en algún oscuro colegio universitario de Cambridge, pero renunció a su plaza en cuanto se le entregó el certificado y tomó posesión de la mansión. Allí permaneció durante otros cuarenta y cinco años, viviendo la vida de un perfecto solitario, hasta que la pasada primavera, ocurrió lo mismo que en la ocasión anterior: se retiró a sus aposentos, como siempre, y de nuevo, por una extraña coincidencia, fue una noche de una violenta tormenta eléctrica, y no se le volvió a ver.

—¿Y… qué crees tú que le ocurrió?

—¡Quién sabe! Desde luego, la historia dio para muchas habladurías; la opinión general en la taberna The Ship es que a ambos se los ha llevado el demonio. Yo sólo me pregunto si el destino de Thomas Wraxford pudo haber ejercido alguna influencia en la mente de su sobrino hasta el punto de que se trastornara y, con la tensión de la tormenta, se sintiera impelido a seguir el ejemplo de su tío.

—Como el rey Lear en el monte
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—dijo Ada—. Recuerdo perfectamente esa tormenta: si salió durante la tempestad, efectivamente debía de estar loco.

—¿Y quién será el nuevo propietario de la mansión? —pregunté.

—Creo que el heredero se llama… Magnus Wraxford. No sé nada de él… también ha pedido un certificado de defunción de Cornelius. Puede que alguien se haya extrañado ante esta circunstancia en el tribunal, pero no creo que tenga muchos problemas para conseguirlo: Cornelius debía de tener ochenta años, por lo menos.

—Muy bien —dijo Ada—, ya es hora de que hablemos de algo más amable.

No quise insistir en el tema, pero la imagen de un anciano vagando por un bosque oscuro permaneció viva en mi mente, incluso mucho después de que hubiéramos perdido de vista Monks Wood.

Aproximadamente una hora más tarde alcanzamos a ver el castillo de Orford, un gigantesco edificio almenado, levantado en piedra irregular de color marrón y mortero grisáceo le yergue en un elevado montículo de tierra, y más allá se ven algunas casas dispersas, aunque el asentamiento parece completamente desierto. Cuando nos acercamos, vi un caballete a cierta distancia de la fortaleza. Había un lienzo con un esbozo en él, pero no había ni rastro del artista, el cual presumiblemente se había ido a alguna de las casas de campo circundantes. No pude resistir el deseo de ver el cuadro…

Era, tal y como supuse, un estudio del castillo, en óleos, no en acuarelas, y me recordó un lugar que conocía, pero que no pude identificar en el momento. El artista había captado la voluminosidad y la grandeza de la torre, de modo que parecía empequeñecer al observador, pero había en la pintura algo más: algo siniestro, un sentimiento de amenaza latente. Las ventanas pareadas que tenía la fortaleza bajo las almenas le hacían creer a una que eran ojos… ¡Sí, eso era…! ¡Era como la casa de mis sueños: vigilante, viva, atenta…!

—Es… hum… estremecedor —dijo George, acercándose a mí.

—Muy siniestro —replicó Ada.

—Yo creo que es precioso —dije.

—Me alegra que lo crea —dijo una voz que parecía surgir de la tierra, a mis espaldas.

Me giré al tiempo que una figura se levantaba entre la hierba crecida que había un poco más allá. Era un hombre —un hombre joven—, delgado, no especialmente alto, con pantalones de tweed Y camisa sin cuello, bastante inapropiados para un pintor.

—Siento haberles asustado —dijo, sacudiéndose las briznas de hierba de su traje—. Estaba dormido, y sus voces se colaron en mis sueños. Me llamo Edward Ravenscroft: a su disposición.

Como me ocurría con la pintura, me pareció que me recordaba a alguien a quien había visto antes, pero no pude recordar quién era o dónde lo había visto, y estaba completamente segura de que no había escuchado ese nombre jamás. Realmente era un caballero muy apuesto, con el pelo castaño cruzando de lado a lado su frente, con la piel clara, un poco curtida y enrojecida por el sol; tenía ojos oscuros, que mantenía entrecerrados, y una nariz larga y prominente, afilada como una cuchilla, y una cautivadora sonrisa.

—Somos nosotros quienes deben disculparse —dije, después de que George hubiera hecho las presentaciones— por entrometernos en su cuadro… y en su sueño.

—No, no, en absoluto: ha sido un delicioso despertar —contestó, mientras me sonreía—. Entonces, ¿le parece a usted que debería considerarlo terminado?

—Oh, sí. Es perfecto: me recuerda un sueño que solía tener… bueno, debo confesar que era más bien una pesadilla.

—Muy gratificante… aunque no querría perturbar sus sueños. Lo más difícil es saber cuándo hay que dejarlo; limpié mi paleta hace una hora, porque temí que pudiera estropearlo.

Estuvimos conversando durante algún tiempo, y nos contó que estaba haciendo un recorrido turístico a pie por el condado, realizando esbozos y pintando cuando se terciaba; nos dijo que era artista profesional, y que subsistía de momento con lo que le pagaban por pequeños encargos: la mayoría, cuadros de casas de campo; también nos contó que era soltero y que su padre viudo vivía en Cumbria. Durante los últimos días se había alojado en una posada cerca de Aldeburgh, y había hecho excursiones por toda la costa.

Ya entonces supe que quería volver a ver a Edward Ravenscroft y comencé a alabar las bellezas de Chalford, con la esperanza de que nos hiciera una visita. Y, en efecto, le gustó tanto lo que yo le dije de Chalford que preguntó si podía acompañarnos de regreso, y alojarse en The Ship para visitar aquella parte del condado. Para entonces George ya había descubierto cuál era el camino que deberíamos haber cogido para visitar el castillo, así que el sendero de regreso a casa nos condujo por un lugar alejado de los bosques de Monks Wood. Sólo fue necesario un intercambio de miradas reveladoras con Ada para que Edward fuera invitado a quedarse algunos días como huésped en la rectoría. Y esto ocurrió mucho antes de que llegáramos al Campo del Horno Romano.

Aquellos «días» de Edward como huésped en la rectoría se convirtieron en una semana, que empleamos completamente en la deliciosa ocupación de estar juntos (o así ha quedado en mi memoria), caminando durante horas todos los días o charlando en el patio. Más allá de su talento para la pintura, Edward no era especialmente culto, ni había leído mucho; no tenía gran interés en la religión ni en la filosofía… Pero era guapísimo —esta palabra me vino a los labios desde el principio, y conviene más que «apuesto»— y tenía un don para la alegría que consiguió mostrarme el mundo con otros colores, y lo amé. El cuarto día me besó y me declaró su amor —o quizá fue al revés, no lo recuerdo—, y desde aquel momento en adelante —lo escribiré, aunque suene a inmodestia o a algo aún peor— deseé que me hiciera el amor, sin saber siquiera qué significaban esas palabras exactamente, y que fuera más allá de besarme y abrazarme con fuerza, hasta que sintiera que me derretía de felicidad.

Me habría casado felizmente con Edward aquella misma semana, pero él me dijo desde el principio que no podía permitirse el lujo de casarse hasta que no se hiciera un nombre. (Subsistía con una pequeña asignación que le proporcionaba su padre, que era maestro retirado).

—Hasta que te vi —me dijo—, sólo vivía para la pintura…

(Yo no estaba completamente convencida de esto… La seguridad con la que me abrazaba me sugería que yo no era la primera mujer a la que había enamorado, pero yo era demasiado feliz como para que eso pudiera importarme).

—Ahora —añadió— sólo pienso en el día en que podamos estar juntos para siempre, y cuanto antes pinte una obra maestra, antes llegará ese día.

Ada y George, naturalmente, estaban preocupados por la rapidez con la que se había desarrollado nuestro noviazgo, y también por la necesidad de ocultar a mi madre nuestro compromiso matrimonial —porque eso era lo que yo creía que había entre nosotros—. Ada había dejado de ejercer de acompañante tras los primeros días, no sin temores y sospechas, que sólo me comunicó en secreto, sobre lo que mamá diría si lo descubriera…

—Mamá nunca lo aprobará —repliqué—. Ya sabes lo que piensa de los artistas; esto significará una completa ruptura entre las dos. Y no hay ninguna razón para decírselo por ahora… no, hasta que no podamos casarnos.

—Quizá no debamos decírselo —dijo Ada—, pero debes pensar en el escándalo que se formaría si… si se conociera que Edward te ha seducido bajo nuestro techo. Si tu madre lo descubriera, con toda seguridad escribiría al obispo y George perdería su trabajo…

—¡Pero Edward no me ha seducido! Soy mayor de edad, y lo adoro, y no necesito el consentimiento de mamá para casarme con él…

—Eso no impide que tu madre pueda formar un escándalo. Y, además, un hombre… incluso un hombre bueno, como estoy segura de que es Edward… un hombre puede aprovecharse del amor que una mujer siente por él, especialmente cuando ambos son un poco alocados, como vosotros, y no tienen ninguna perspectiva inmediata de matrimonio. No pienses que soy insensible, querida: sé muy bien qué significa desear estar con la persona que te ama, pero sólo lo conoces desde hace una semana, y simplemente es muy poco tiempo para que puedas confiar en él… e incluso en ti misma. Sobre todo porque aún estás convaleciente.

—Sí, pero yo ya sé más de él de lo que Sophie sabrá nunca de su Arthur Carstairs. Nunca he estado más segura que en este momento. Y respecto a los «visitantes»… estoy segura de que sólo los produjeron las terribles cosas que ocurrían en casa… ¿Me estás diciendo que Edward no se puede quedar aquí?

—Me temo que no se puede quedar… al menos hasta que no le hayas dicho a tu madre que estás comprometida.

—Entonces… se lo diré —repliqué—, aunque estoy segura de que no nos dará su bendición. Pero… por favor, deja que Edward se quede… sólo unas semanas más…

Y así, a pesar de los recelos y sospechas de Ada, se acordó que Edward podía quedarse… de momento. Él insistió en contribuir, tanto como pudiera, en el sostenimiento de los gastos de la casa, tal y como hice yo, aportando una libra a la semana que mi madre me había entregado para cumplir con la visita. Aunque era muy pobre, Edward estaba comenzando a labrarse un nombre como pintor. Algunos de sus cuadros se habían vendido en una galería privada «situada en el peor lugar de Bond Street», como dijo alegremente, pero no obstante era en Bond Street
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. Aparte de su estudio de la fortaleza de Orford, yo sólo había visto unos pocos lienzos recientes que enviaron desde una posada de Aldeburgh; todos ellos eran estudios de ruinas o lugares terribles, y todos mostraban las mismas cualidades y rasgos de verosimilitud y ensoñación a un tiempo. Ada le había ofrecido que se quedara en la habitación que quisiera (la rectoría, evidentemente, se había construido con la idea de que albergara una familia muy numerosa), y él había escogido un salón en desuso que se encontraba en la primera planta, con amplios ventanales y una buena luz del norte, y que le serviría tanto de habitación como de estudio. En los días de nuestro compromiso, Edward volvió al trabajo con entusiasmo. Aunque hablaba frívolamente de pintar una obra maestra, yo sabía cuán profundamente ansiaba el reconocimiento: estaba seguro de su talento, y sólo necesitaba la aceptación del mundo para confirmarlo.

Medité mucho acerca de cómo podría yo contribuir a que llegara ese día y pensé que podría intentar ganar algún dinero… Pero todo fue en vano. Aceptar un empleo como institutriz o dama de compañía —incluso aunque me lo hubieran ofrecido— significaría separarme de Edward, y de mis amigos. Pero sabía que no podía vivir indefinidamente de la caridad de George, por mucho que temiera regresar a Highgate, lo cual a su vez planteaba la temida perspectiva de escribir para contárselo a mi madre, porque retrasarlo mucho más no sería justo con Ada y George, ahora que toda la aldea sabía que Edward y yo estábamos comprometidos. Sin embargo, lo retrasé, porque cada vez que me sentaba con la intención de escribir, el pensamiento de la furia de mi madre se cernía sobre mí como una tormenta, anulando todo lo demás. Yo le había hablado a Edward de mis problemas con mamá, e incluso le había hablado de las amenazas de confinamiento en un manicomio, pero atribuí los «problemas» a mi sonambulismo, en vez de a mis «visitas»: ésa fue la única cosa de la que no me atreví a hablarle… Ni siquiera entonces supe por qué. ¿Dudaba de su amor?, me pregunté. No, por supuesto que no. Entonces, ¿por qué no decírselo? Mi conciencia parecía sugerirme que yo debería hablarle de aquello, pero entonces… sólo conseguiría que se preocupara por mí, y no había ninguna necesidad de ello, ahora que ya volvía a estar bien…

Mi único motivo de inquietud, aparte de ése, era el sentimiento recurrente de que yo había visto a Edward antes, en algún lugar, y que era importante —no sabía por qué que recordara dónde. A veces me descubría a mí misma observando a mi amado, pensando «¿Dónde te he visto?», sintiendo que la respuesta me rondaba la cabeza como cuando una palabra olvidada parece estar en la punta de la lengua, pero resulta imposible pronunciarla finalmente. Ni podía comprender por qué esta preocupación estaba ligada a un sentimiento de inquietud de que todo —salvo la amenazante confrontación con mi madre— era
demasiado
perfecto y mi felicidad
demasiado
completa… Era un temor vago y supersticioso que sólo me inquietaba cuando estaba sola. Quise convencerme de que esas preocupaciones eran meramente el recuerdo de mi antigua enfermedad… la cual, en esos momentos, estaba ya perfectamente curada, por supuesto.

Pocas semanas después, Edward decidió ir a visitar a su padre a Cumbria. A mí me habría encantado ir con él, pero viajar juntos sin compañía y sin el permiso de mi madre… era de todo punto imposible. Edward quería decírselo a su padre en persona, de modo que yo me apliqué a la tarea de escribirle a mi madre a la mañana siguiente de su partida. Había comenzado a escribir media docena de cartas («Ya sé que no aprobarás…» o «Me temo que te disgustará saber…») y las había descartado todas. Hasta que finalmente escribí: «Te sorprenderá, y espero que no te disguste, saber que estoy prometida en matrimonio con el señor Edward Ravenscroft, el artista». Parecía más adecuado no mencionar que Edward había estado en la rectoría… En fin, lo difícil era pensar en algo, cualquier cosa, que no aumentara el disgusto de mi madre.

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