Aunque se suponía que estábamos en pleno verano, la brisa era fresca y húmeda, y el cielo tenía un color gris acerado. Dejé que mis pies me llevaran donde quisieran, y resultó que quisieron ir hacia el sur, por el camino que George nos había llevado aquel día, cuando nos encontramos con Edward por vez primera. Absorta en mis pensamientos, no me di cuenta de lo lejos que había llegado hasta que el sendero comenzó a empinarse, y entonces me percaté de que los bosques de Monks Wood se extendían hasta el horizonte. Las aulagas y la retama se mostraban dispersas a uno y a otro lado de mi camino; no había ningún signo de vida, ni sonido alguno, excepto los balidos de las ovejas y los desolados graznidos de algunos pájaros. En compañía de George y Ada aquella soledad me había resultado simplemente pintoresca; ahora, me sentí repentinamente pequeña e insignificante.
Mientras permanecía allí quieta, pensando si seguir adelante o regresar, una figura a caballo apareció en el collado que tenía ante mí, dirigiéndose hacia la izquierda… pero entonces se detuvo, como si el jinete estuviera estudiando el terreno. Comencé a preocuparme cuando se volvió y empezó a descender directamente hacia donde yo me encontraba. No sabiendo qué hacer, me quedé inmóvil, con el corazón latiéndome muy rápido a medida que el caballo se acercaba más y más, hasta que la figura que montaba la cabalgadura se mostró primero como un hombre alto con la barba negra muy recortada, y después, como Magnus Wraxford.
—Creí reconocerla, señorita Unwin. Éste es un lugar muy solitario para pasear… —dijo mientras se detenía a unos pasos de mí.
Iba vestido como un caballero que tiene previsto ir de caza, con una chaquetilla negra de montar, con los pantalones de equitación rojos, y con las botas embetunadas.
—Quería estar sola —dije, e inmediatamente me arrepentí de haber pronunciado aquellas palabras demasiado personales.
—Entonces… disculpe que haya perturbado su soledad —dijo, sonriéndome, pero sin hacer ningún movimiento para hacer girar al caballo.
De nuevo tuve la incómoda sensación de que mis pensamientos estaban a la vista.
—No quería decir eso, señor, sólo… —y no supe qué añadir.
—Entonces, si no me estoy entrometiendo… ¿puedo acompañarla?
—Gracias, señor, pero ya me he alejado mucho de casa. Debo volver a Chalford, y eso seguramente le apartará de su camino…
—No, en absoluto, señorita Unwin; estaré encantado de acompañarla, si usted me lo permite, y mi caballo se alegrará del descanso.
«Quiere preguntarme por
mi amiga
», pensé. Tenía en la punta de la lengua una excusa para negarme a que me acompañara cuando de pronto me di cuenta de que le debía pedir que no hablara de mi compromiso, y decidí hacerlo. Entretanto, él desmontó y comenzó a caminar a mi lado, llevando al caballo por las bridas. Me sentí aliviada de que no insistiera en que me cogiera de su brazo.
Al principio, apenas hablamos —o, más bien, apenas habló—. Mientras tanto, yo intentaba reunir el valor suficiente para decir lo que debía decir, por el bien de Ada y de George. Él me dijo que acababa de ir a ver la mansión para ver qué podría hacerse con ella; la resolución en el caso del deceso de su tío Cornelius era inminente, aunque aún pasarían varios meses antes de que se fijara la validación del testamento. Recordé entonces cuando dijo que la mansión sería un emplazamiento ideal para su experimento de clarividencia, lo cual me irritó sobremanera. Sin embargo, a pesar de mi disgusto, se me ocurrió que aquella era una oportunidad que jamás se me volvería a presentar. Él había hablado del poder del mesmerismo para curar enfermedades nerviosas; había adivinado, estoy segura, que yo estaba hablando de mí misma. Así pues, ¿por qué no preguntarle si conocía algún tratamiento que pudiera prevenir más apariciones en el futuro? Mis contestaciones a sus preguntas eran cada vez más y más vagas a medida que esa idea se apuntalaba en mí, hasta que se hizo absolutamente natural que me preguntara si había algo que me preocupaba.
Con titubeos y con muchas dudas, le conté todo acerca de mis «visitas», desde mi sonambulismo y la caída hasta el momento en que creí reconocer a una persona en el salón de mi casa, una semana antes. Me escuchó atentamente, e incluso me pareció que con admiración, preguntándome muy pocas cosas hasta que hube terminado.
—Espero que comprenda, señor, que esta… esta dolencia… me resulta profundamente angustiosa —dije a modo de conclusión—. Usted mencionó, cuando estuvo cenando con nosotros, la posibilidad de una lesión en el cerebro, que se curaría sola con el tiempo, pero si hay un remedio eficaz y más inmediato para evitar esas apariciones, le estaría sumamente agradecida de que me lo dijera. Tengo muy poco dinero, y con toda seguridad no puedo reunir el suficiente para recibir un tratamiento, pero al menos sería un alivio saber que…
—Mi querida señorita Unwin —me interrumpió, con un gesto casi ofendido—, permítame asegurarle que todos mis conocimientos profesionales están completamente a su disposición. Dejando aparte otras consideraciones, su caso es único, al menos por lo que yo sé, y sería un honor y un privilegio ayudarla en lo que pueda.
»Permítame confesarle, ante todo, que si usted no hubiera decidido librarse de esas «visitas», como usted las llama, me fascinaría ver en qué acaba todo… Aquella noche yo hablé de una lesión en el cerebro, y después hablé de clarividencia: escuchando su historia completa hoy, estoy más convencido que nunca de que ambas cosas no son necesariamente incompatibles. Por supuesto, no sabemos siquiera, a ciencia cierta, que exista clarividencia en su caso (ése es un territorio desconocido); pero no tema, señorita Unwin: haré todo lo posible para asegurarnos de que esas apariciones no vuelvan a ocurrir. La sugestión mesmérica es, creo, la vía más prometedora, aunque tendré que pensar exactamente con qué sugestionarla… Me quedaré con el señor Montague algunos días más; si a usted le viene bien, podría visitarla en la rectoría… Y no, no… Insisto: la única cuestión es si usted me permite que intente llevar a cabo un tratamiento, sabiendo que no puedo garantizar absolutamente el éxito.
Con un gesto de amable desprecio desestimó todas mis objeciones respecto a las molestias que podía causarle o el tiempo que podía robarle, y me aseguró que todo quedaría en el más estricto secreto entre nosotros; además, sugirió que si yo no quería que Ada y George se preocuparan en exceso por mí, siempre podría decirles que el tratamiento era por los dolores de cabeza. La conversación concluyó con mi asentimiento: el doctor Wraxford visitaría la rectoría dos días después, a las tres en punto.
—Aún hay otro favor que querría pedirle, señor —dije—. Por… por varias razones, creo que sería mejor si el señor Ravenscroft y yo no anunciáramos formalmente nuestro compromiso hasta que mi hermana se haya casado, en noviembre, de modo que le estaría sumamente agradecida si esa noticia no saliera de aquí, de nuestro pequeño círculo…
—Pero… por supuesto —contestó—, y, si usted lo desea, se lo comunicaré al señor Montague. Y ahora que la iglesia de St Mary ya está a la vista, entiendo que no debo inmiscuirme más en su soledad. Hasta el viernes, señorita Unwin: salude de mi parte al señor y a la señora Woodward.
Una vez más rechazó con un gesto mis agradecimientos, se acomodó en la silla de montar y espoleó a su caballo en dirección al camino de Aldeburgh. Suponía que me acabaría acompañando durante todo el camino, hasta la rectoría, y me sentí aliviada por no tener que explicar su presencia apresuradamente; y, sin embargo, su repentina partida me dejó con el sentimiento de que aquello había sido un encuentro clandestino. Sólo cuando se perdió de vista me di cuenta de que posiblemente no pudo haberme reconocido a aquella distancia, desde lo alto de la colina, y entendí que no había sido un encuentro premeditado.
El viernes por la tarde, a las tres en punto, el doctor Wraxford se presentó en la rectoría, vestido en esta ocasión con un traje negro, un corbatín alto y un sombrero de copa. Desde nuestro último encuentro, yo había malgastado mucho tiempo en arrepentirme de haber confiado en él. Ada me había preguntado en varias ocasiones si estaba segura de que mi problema no había reaparecido y me regañó por la imprudencia de haberme aventurado tan lejos, y sola, por el monte. A mí no me gustaba tener secretos con ella; y aún me gustaba menos aquel sentimiento de haber traicionado a Edward revelando más de mí misma al doctor Wraxford de lo que había deseado revelarle a mi prometido. Además, la insistencia del doctor Wraxford en tratarme como una amiga más que como una paciente me lo había puesto todo aún más difícil. Pero ya estaba hecho, y todo lo que podía esperar era que su tratamiento resultara efectivo.
Hetty le hizo pasar al pequeño salón donde yo había decidido esperarle. Ada, prudentemente, se había quedado en las escaleras, diciendo que se reuniría conmigo cuando concluyera la consulta. Pero cuando Hetty salió y cerró la puerta, me sentí tan incómoda que estuve a punto de correr hacia las escaleras, confesarlo todo, y pedirle a Ada que estuviera conmigo durante el tratamiento.
—Ahora, señorita Unwin —dijo, como si respondiera a mis pensamientos—, le aseguro que no tiene nada que temer. Lo peor que puede ocurrir es que mi sugestión no surta efecto; en ese caso, usted no empeorará. Es necesario que esté tranquila para que pueda mesmerizarla. Y entonces, en esencia, le daré ciertas órdenes a su cerebro para que rechace cualquier dato extrasensorial que pueda presentársele (en estado de vigilia, por supuesto), y sin importar la fuente de la que provenga. No será consciente de esas órdenes en el momento, ni recordará nada de ello cuando se despierte del trance. Puede que sea necesario repetir el tratamiento en varias ocasiones antes de que resulte completamente efectivo, pero el principio es muy sencillo.
»Hay un obstáculo potencial —añadió—. Para que el tratamiento tenga éxito, debe usted depositar toda su confianza en mí; de otro modo, su mente no será receptiva a la sugestión mesmérica. Por tanto, si usted tiene alguna reserva que le impida ponerse en mis manos, le ruego que lo diga ahora.
—No, señor. Tengo plena confianza en usted —dije entre titubeos—. Sólo… el mesmerismo me preocupa un poco… ¿Podría Ada estar aquí mientras usted…?
—Me temo que en este punto necesitamos aclarar ciertas cosas: la conciencia que usted tendría de la presencia de su amiga aquí impediría que atendiera única y exclusivamente a mi sugestión, y el método podría resultar ineficaz. Los mesmeristas de los teatros, por supuesto, actúan delante de un auditorio, pero cuando se hace con un propósito serio…
—Comprendo —dije—. Entonces intentaré hacer todo lo posible por tranquilizarme.
—Más bien, intente relajar su voluntad, exactamente como si estuviera cansada y deseara irse a dormir. Todo lo que tiene que hacer es mirar y escuchar.
Tras esta orden, me senté en un sillón, con los brazos descansando a los lados y con la cabeza apoyada en un cojín. Él puso una mesa auxiliar pequeña justo delante, y colocó una silla al otro lado, exactamente frente a mí. Entonces cogió una vela de la repisa de la chimenea, la encendió, y la puso en el centro de la mesa que había entre nosotros, antes de correr las cortinas y sentarse en la silla. Deslumbrada por la llama de la vela, no podía ver nada más allá del círculo de luz en el cual nos encontrábamos sentados. El rostro del doctor Wraxford parecía colgar suspendido en la oscuridad que había al otro lado. La luz acentuaba los contornos de sus huesudas mejillas y las bolsas de los ojos; sus pupilas eran tan negras como azabache pulido acogiendo dos reflejos gemelos de la llama de la vela.
Algo centelleó y brilló y comenzó a girar en torno a la llama que había entre nosotros. Parecía una moneda de oro, quizá del tamaño de un chelín, pero estaba grabada por ambos lados con un extraño dibujo geométrico que no pude identificar. ¿Lo llevaba siempre con él? Oí su voz ordenándome seguir el movimiento de la moneda. Vueltas y más vueltas, vueltas y más vueltas… «Tienes mucho sueño, mucho sueño…», canturreaba su voz… Vueltas y más vueltas… «Sientes que los párpados te pesan mucho…», pero una parte de mi mente se mantenía alerta, y no se rendía. Intenté cerrar los ojos, pero se abrieron de nuevo por sí mismos. Seguía manteniendo la tensión: era como si pudiera oír una campana de advertencia sonando al tiempo de las oscilaciones de la moneda.
—Lo siento —musité finalmente—. No puedo hacerlo.
—Ya lo veo —dijo el rostro sin cuerpo que había al otro lado de la vela—. No puedo ordenarle que tenga confianza en mí, señorita Unwin, pero sin ella, no puedo ayudarla.
—Lo siento —repetí desesperada—. No sé qué hacer…
Él se levantó, descorrió las cortinas y la habitación volvió a recuperar su orden natural.
—Puede que hayamos actuado un tanto precipitadamente. Si desea intentarlo de nuevo, volveré mañana a la misma hora…
—Gracias señor —dije—, pero no debo abusar de su generosidad. No, señor, le ruego… Me avergonzaría que usted perdiera otro día por mi culpa. Ahora… ¿tomará el té con nosotros? Ada le ha invitado particularmente…
—Muchas gracias a usted, señorita Unwin, pero debo marcharme. He recordado de camino aquí que tengo que pasar por la mansión. Así pues, quedo a la espera de volverla a ver pronto a usted… y al señor Ravenscroft, por supuesto, cuando regrese de Cumbria.
Y con esas palabras, se fue, dejándome arrepentida de todo corazón de haberle dicho una sola palabra acerca de mis «visitas».
Edward regresó una semana más tarde, y mi temor de que aquella visión pudiera interponerse entre ambos desapareció con la alegría de nuestro primer abrazo y la noticia de que uno de sus cuadros se había vendido por treinta guineas, el precio más alto que había propuesto. Otro éxito como aquél, me aseguró, y podríamos casarnos tan pronto como Sophie estuviera definitivamente desposada.
Yo esperaba que el doctor Wraxford hubiera regresado a Londres, pero el día inmediatamente posterior recibimos una carta de John Montague invitándonos a todos a almorzar en su casa, dentro de una semana. Magnus Wraxford estaba deseando conocer a Edward y vendría especialmente desde Londres para verlo. Para empeorar aún más las cosas, George y Ada tenían un compromiso ese mismo día. Edward, por supuesto, estaba impaciente por acudir a aquella comida y me vi forzada a decirle que el doctor Wraxford había intentado curar mis dolores de cabeza, y a responder a todas las preguntas que me hizo sobre el mesmerismo, y a insistir en que aquello no había funcionado simplemente porque yo era una mala paciente. El día del almuerzo fingí que me encontraba mal en el último momento. Pasé un día largo y triste en la rectoría, esperando a que Edward regresara; vino por fin al anochecer, en un estado de increíble excitación.