—No —dijo con cierta incomodidad—. Visto así por… por respeto hacia usted.
—Es muy amable por su parte, señor. Especialmente porque sé cuánto le desagradaba mi prometido —le contesté con alguna aspereza.
—¿Le dijo él eso? —Ni siquiera parecía capaz de pronunciar el nombre de Edward.
—Sí, me lo dijo.
—Lamento mucho haberle dado esa impresión… Señorita Unwin: vengo a decirle que si hay algo en este mundo, cualquier cosa, que yo pueda hacer, o si puedo servirla a usted de cualquier modo, le ruego que no dude jamás en pedírmelo.
Su voz repentinamente comenzó a temblar por la emoción.
—Gracias, señor. Pero no, no necesito nada.
—Y… ¿se quedará usted en Chalford, señorita Unwin?
—No lo sé.
Se hizo entonces un silencio grave y pesado, y, después de unos instantes, se levantó y se despidió. Algunas semanas más tarde, George nos dijo que el señor Montague se había ido al extranjero.
Pero aún quedaba por resolver la cuestión aplazada: ¿qué iba a hacer yo? Mi asignación se había interrumpido tras la boda de Sophie; no tenía dinero y no podía vivir para siempre de la caridad de George: poco importaba cuán cariñosamente insistieran ambos en que debía quedarme con ellos. Yo ya había decidido más o menos buscar un empleo como institutriz en Aldeburgh, donde al menos no estaría excesivamente separada de ellos, cuando George consiguió, a través de un primo del norte de Inglaterra, un nombramiento para ocuparse de una pequeña parroquia en Yorkshire, en la cual debería comenzar a trabajar pocos meses después. Ada me aseguró que aquello no guardaba ninguna relación con mi madre —aunque admitió que el estipendio sería más pequeño—: sólo había sucedido que el beneficiado de la rectoría de St Mary se había recuperado de su enfermedad y regresaría a la aldea la próxima primavera. Y, por supuesto, yo debía ir con ellos; no había discusión posible al respecto y no cabía pensar otra cosa, especialmente teniendo tan reciente la muerte de Edward.
Creo que me podrían haber convencido, de no haber sido por un oscuro temor: me aterrorizaba, sobre todas las cosas, enfrentarme a una aparición que tuviera el rostro de George o de Ada. Era muy fácil para George decir prudentemente que ese tipo de temores eran comunes tras una gran pérdida: él no había visto a aquel «visitante» en el sofá. Racionalmente, yo sabía que vivir con George y Ada no podía resultar un peligro para ellos, pero no había nada racional en mis «visitas». Y si me convertía en institutriz y conseguía que los niños a mi cargo me quisieran… ¿no tenía la responsabilidad de advertir a mis patronos acerca de esa maldición? ¿Y quién querría contratarme si lo contaba?
Una húmeda mañana de enero me dirigí sola al cementerio de St Mary. La brisa venía cargada con los aromas de las hojas caídas; delgadas gasas de niebla serpenteaban entre las lápidas. La tumba de Edward había perdido su aspecto reciente y nuevo, pero el dolor por su muerte era tan agudo como siempre. Me había quedado allí de pie durante algún tiempo, perdida en melancólicas reflexiones, cuando oí unas pisadas en el sendero de gravilla que había detrás de mí, y me volví: era Magnus Wraxford, que se acercaba.
—Señorita Unwin… discúlpeme por molestarla.
—No… Me alegro de verle —dije. No vestía con ropa de montar esta vez, sino que venía ataviado formalmente con un traje negro y un pañuelo blanco—. Siento no haberme encontrado lo suficientemente bien… cuando usted fue a visitarnos.
—No debe disculparse; sólo he venido a ofrecerle mis más profundas condolencias. La muerte del señor Ravenscroft ha sido una verdadera tortura para mi conciencia…
—Fue usted muy amable con él, señor; fue su generosidad la que habría permitido que nos casáramos… si no hubiera sido por…
—No fue generosidad, señorita Unwin, sino reconocimiento de un talento muy notable que el mundo… Oh, discúlpeme… Lo último que querría sería incomodarla aún más. Me temo que yo fui en parte responsable. He deseado mil veces no haberle animado a pintar la mansión…
—No debe culparse, señor —dije, pensando cuánto brillo desprendía el espíritu de este caballero en comparación con el del señor Montague—. Aunque usted se lo hubiera prohibido, Edward habría encontrado el modo de llegar allí y pintarla. En absoluto es culpa suya.
—Es usted muy amable, señorita Unwin.
Permanecimos allí en silencio durante unos instantes, mirando la lápida de Edward, sobre la cual se había grabado:
PARTIÓ HACIA EL UNIVERSO DE LA LUZ
—Lo peor —dije, sin mirar al doctor Wraxford— es saber que encontró la muerte cuando me conoció… Me refiero a la aparición. Nunca se lo dije.
—¿Cree que habría habido alguna diferencia si lo hubiera hecho? —me preguntó, como si fuera un eco de Ada.
—Quizá no… pero podría ser. Usted dijo que si un joven de su idéntica descripción muriera, ello probaría que soy clarividente…
—«Daría a entender», más que «probaría», señorita Unwin. Pero… sí: creo que usted es lo suficientemente valiente como para afrontar el hecho de que probablemente lo es.
—No —dije con vehemencia—. No lo soy… quiero decir que no soy valiente. Después de esto, ¿cómo puedo vivir con una persona por la que sienta cariño o a la que ame? Es una cosa diabólica, una enfermedad abominable y maligna. Dejaría que me cortaran una mano por librarme de eso… —y rompí a llorar.
Si hubiera intentado consolarme, creo que me habría apartado de él, pero no lo hizo; permaneció a mi lado, en silencio, sin moverse ni mirarme, hasta que me hube recobrado.
—Señorita Unwin —dijo finalmente—, si usted me permitiera intentarlo una vez más… si me permitiera mesmerizarla, y así, espero, prevenir que pueda volver a ocurrir, me sentiría profundamente honrado. Por el momento, me hospedo en The Ship, por el asunto de la propiedad, ya sabe, y no tengo compromisos urgentes en Londres. Estoy enteramente a su disposición.
Pensé de nuevo en su generosidad para con Edward, y en mi propia ingratitud al ocultarme de él aquel otro día, y después de un breve titubeo, acepté. Dijo que me visitaría al día siguiente, hizo una reverencia y se alejó apresuradamente… Y allí me quedé, preguntándome si él también había venido a visitar la tumba de Edward y por qué se encontraba en Chalford cuando su abogado —en ese momento, presumiblemente, el socio del señor Montague— estaba a diez millas de allí, en Aldeburgh.
La tarde siguiente, a las dos, Magnus Wraxford entró de nuevo en el pequeño salón que daba a la parte delantera de la rectoría. En el exterior hacía un día desagradable y sombrío. Yo había dormido muy mal y pasé la mañana yendo de un lado a otro por toda la casa, intentando prepararme para su llegada. Ada sabía ahora exactamente por qué había venido el doctor y yo me sentí más tranquila sabiendo que mi amiga se encontraba en la habitación contigua, leyendo en el comedor; así, le dije al doctor que estaba dispuesta a comenzar cuanto antes. Pero el temor regresó a mi pecho cuando él corrió las cortinas. Intenté concentrarme en la moneda que oscilaba frente a mí, intenté sentir que el sueño me dominaba, pero nuevamente fui víctima de la ilusión óptica y de nuevo advertí que Magnus Wraxford se había transformado en un rostro sin cuerpo, con llamas de vela en vez de ojos, y con una mano cortada oscilando sobre la mesa. Intenté imaginar la mano de Ada sobre la mía, pero sabiendo que ella se encontraba al otro lado de la pared, eso me resultó de todo punto imposible. Mis ojos se negaban a cerrarse; de pronto me encontré escuchando un extraño tono muy bajo en su voz, muy vibrante, en vez de las palabras que estaba canturreando. Una brisa helada rozó mi mejilla. La vela tembló y casi se apagó, de modo que los miembros sin cuerpo que había frente a mí se retorcieron y se estremecieron, y los ojos resplandecieron momentáneamente.
«No puedo continuar», pensé. Y entonces oí a Edward, que decía: «Ese hombre tiene unos ojos extraordinarios… Si yo fuera pintor de retratos, con seguridad desearía tenerlo como modelo». A menudo, cuando intentaba evocar el rostro de Edward, sus rasgos sólo aparecían en mi memoria como una figura de contornos borrosos; y en otras ocasiones aparecía espontáneamente, tan claro y nítido en mi mente como si lo tuviera sentado a mi lado. Ésta fue una de esas ocasiones. Podía oír perfectamente la melodía de su voz: su cara se me presentó, iluminada con la alegría y la esperanza, y, sin embargo, no sentí temor; podía notar su presencia allí, en aquel momento, junto a mí, en aquella habitación oscura. Permanecí vagamente consciente mirando la brillante moneda y los rasgos de Magnus Wraxford flotando tras ella, pero Edward me llamaba desde la clara luz del día, diciendo palabras que yo sabía que eran palabras de consuelo, palabras que me esforzaba en escuchar pero que no podía distinguir, y su presencia permaneció conmigo hasta que, sin ninguna transición perceptible, me encontré en medio de una luz grisácea, con el punzante olor de una vela apagada en mi nariz, y Magnus Wraxford mirándome desde arriba. A través de las cortinas abiertas pude ver la niebla retorciéndose en volutas junto a los cristales de la ventana.
—Lo siento —dije—. Lo intenté…
—Desde luego, señorita Unwin, pero… francamente, nunca he visto nada semejante. Parece como si fuera a caer en un trance profundo, pero entonces… no responde a ninguna de mis sugestiones. Me parece que ni siquiera las escucha…
—Me temo que no —dije—. He tenido un sueño… al menos creo que ha sido un sueño… con Edward. Me estaba hablando, pero no podía entender lo que decía.
—Comprendo. —Había un tono de frustración en su voz, pero no podía culparle por ello: decididamente, no estaba acostumbrado a fracasar—. Entonces… quizá realmente se haya quedado dormida, aunque no lo parecía…
—Lo siento mucho, de verdad, señor —repetí—. Siento mucho haberle hecho perder tanto tiempo…
—No, en absoluto —dijo, recuperando su buen humor con una triste sonrisa—. Sólo estoy avergonzado por mi propia incompetencia. ¿Podríamos intentarlo de nuevo mañana?
—Señor, no creo que… —comencé a decir, pero él rechazó mis protestas, declinó la oferta de tomar el té con nosotros y se fue antes de que yo pudiera recordarle que estaba invitado a cenar.
Aquella noche hablé de aquel problema con Ada y George.
—Estoy segura —dije— de que si el doctor le permitiera a Ada sentarse conmigo, yo caería rápidamente en trance, pero él dice que podría interferir en mi concentración.
—Comprendo —dijo George—. No hubiera pensado jamás que una tercera persona pudiera constituir un obstáculo, pero yo no sé nada de la ciencia del mesmerismo… Para hablar francamente: ¿temes que esté abusando de tu confianza?
—Tal vez… aunque no siento exactamente eso. No sé qué es exactamente lo que me desconcierta.
—A mí me parece —dijo Ada un tanto titubeante— que si sus intenciones no fueran honorables, insistiría en verte en otro lugar. Estaría corriendo un gran riesgo aquí…
—Sí, tienes razón… —dije.
—Me pregunto si serán sus ojos —dijo George— o el modo en que su mirada refleja la luz… Estoy seguro de que eso es lo que hace de él un buen mesmerista, pero resulta un tanto inquietante.
—Debe de ser eso —dije, y decidí que no permitiría que mi inquietud resultara un obstáculo en adelante.
Sin embargo, mi desasosiego volvió a hacerse patente en la siguiente sesión, cuando la habitación se oscureció y Magnus Wraxford adoptó de nuevo la apariencia de una cabeza cortada y una mano oscilando sobre la llama de una vela. «No debo temerle», me dije muy seriamente, y me percaté de que si entrecerraba levemente los ojos, podía enfocar con más precisión la reluciente moneda, y me di cuenta de que si me concentraba en respirar profunda y regularmente, poco a poco conseguía apartar mi atención de los perturbadores tonos graves de su voz, de modo que parecía como si yo me estuviera ordenando a mí misma que me relajara, que tuviera sueño, que me durmiera, cada vez más y más profundamente… hasta que desperté a la luz del día y pude ver cómo se deshacía la espiral de humo de la vela apagada, y no pude recordar nada tras mi «No debo temerle».
Por un momento pensé que había vuelto a fracasar, pero entonces vi que me estaba sonriendo; todos sus gestos, e incluso su apariencia, parecían sutilmente distintos.
—Muy bien, señorita Unwin: ha permanecido usted en trance durante más de veinte minutos.
—Y… ¿cree usted que ya estoy curada?
—No puedo garantizarlo, me temo. Pero… sí: soy muy optimista y, por supuesto, usted sabe que puede requerirme siempre que lo desee.
Era muy extraño cómo se había transformado… Parecía más cortés, menos intimidatorio. Se inclinó hacia mí; estábamos sentados uno enfrente del otro, sólo separados por un palmo, y por un momento pensé que quería besarme, hasta que comprendí que sólo deseaba recoger su moneda dorada. Al principio me asombré y después me asusté: ¿es que quería que me besara? ¿Cómo podía desearlo cuando Edward acababa de morir cuatro meses antes?
Magnus —así lo llamaba ahora en mis pensamientos— se quedó a cenar aquella noche, invitado por George, y se mostró absolutamente encantador. No hubo conversaciones relativas a la caza o a las sesiones de espiritismo: sólo hablamos de libros y pinturas, y recordamos constantemente a Edward, y por vez primera desde su muerte me sentí casi en paz… aunque un tanto incómoda conmigo misma, precisamente por sentir eso. Magnus no parecía tener ninguna prisa por regresar a Londres, y me sentí aliviada —por razones que preferiría no tener que examinar demasiado detenidamente— de que George no le invitara a pasar el resto de su estancia en Chalford con nosotros.
A la mañana siguiente me levanté y descubrí que brillaba el sol, que apenas se había dejado ver durante semanas enteras, y entraba por la ventana de mi habitación. Fue uno de esos tranquilos y extraños días de enero en los que, durante unas breves horas, el mundo aparece bañado por una deslumbrante luminosidad y una está casi dispuesta a creer que los días nunca volverán a ser grises y lluviosos. La acostumbrada pena que me asaltaba al despertarme aún estaba presente, pero la tristeza había perdido su cara más amarga y dolorosa. O, más bien, me percaté de que aquella pena había ido menguando imperceptiblemente con el tiempo.
Estaba sentada en el jardín, con un libro en mi regazo, sin leer y sin pensar en nada, sino absorta simplemente en disfrutar de la calidez del sol, cuando una sombra se interpuso ante mi silla, y al mirar hacia arriba vi a Magnus de pie, a pocos pasos de mí.