Una estremecimiento aún más agudo confirmó que alguien más lo había visto. El fulgor procedía del interior, y brillaba a través de las ranuras del yelmo justo donde deberían estar los ojos de Vernon Raphael. Lancé una mirada a Edwin y vi mi propio temor reflejado en su rostro.
La luz se fortalecía y cambiaba, oscureciéndose desde el amarillo al naranja y a un vivo y resplandeciente rojo sangre. Cuando esto ocurrió, fui consciente de un zumbido bajo y vibrante, como el sonido de abejas en un enjambre; no podría decir de dónde procedía. Edwin se aferró a mi brazo y estaba a punto de levantarse cuando una voz —creo que fue el doctor Davenant— dijo callada pero firmemente:
—¡No se muevan, por Dios!
Una deslumbrante luz blanca llenó la galería y me cegó, y un instante después se pudo oír un estallido que estremeció la casa y me ensordeció. Las formas geométricas de las vidrieras quedaron grabadas en mis ojos, y cuando esa imagen se difuminó de mi vista, me di cuenta de que todas las velas se habían apagado; aparte del débil resplandor de la chimenea que tenía a mi lado, la oscuridad era absoluta.
Entonces se oyó un sonido de pasos apresurados procedentes de la biblioteca. Una línea de luz cruzó el suelo; la puerta que daba a la biblioteca se abrió de repente y St John Vine, farol en mano, corrió hacia la armadura y accionó la espada. Las planchas se abrieron, arrimó el farol y todos vimos que no había nadie en su interior.
Todos se levantaron y se acercaron a la armadura. Yo permanecí en mi silla, porque no confiaba en que mis rodillas pudieran sostenerme. Se encendieron más luces; St John Vine iba de un lado a otro, frente a la armadura, retorciéndose las manos y diciendo:
—¡Se lo advertí, se lo advertí…! —Entonces se volvió hacia mí y pareció recobrarse—. Aún tenemos una posibilidad. Vernon me prometió que si esto ocurría, intentáramos invocarlo. Debemos intentarlo… al menos debemos intentarlo… Señorita Langton, si quisiera usted formar un círculo con estos caballeros, yo haré funcionar el generador. Él ha dado su vida para ofrecernos una prueba; no debemos fallarle…
Intenté hablar, pero no pude. Edwin me ayudó a levantarme mientras el resto reagrupaba las sillas. St John Vine, con el rostro mortalmente pálido, sostuvo en alto el farol para que pudieran ordenarse; todos los testigos parecían conmocionados y temerosos, excepto el doctor Davenant, cuya expresión era absolutamente inescrutable. Antes de que pudiera darme plena cuenta de lo que estaba ocurriendo, me encontré sentada en un círculo, con Edwin a mi derecha y el profesor Charnell a mi izquierda. Ahora tenía a mi espalda la chimenea, así que podía ver la armadura, mientras que Edwin y el profesor Fortesque no.
St John Vine se alejó por la galería, dejándonos en una oscuridad prácticamente absoluta. Cerró el frontal de la armadura y apagó el resto de las luces, excepto las cuatro velas del candelabro, las cuales volvió a encender.
—Unan sus manos —dijo con voz grave— y concéntrense en Vernon. Y recen, si no les importa… Cualquier cosa puede ayudar a devolvérnoslo…
Después cruzó la puerta hacia la biblioteca y la cerró tras él.
La mano de Edwin estaba seca y gélida; la del profesor Charnell parecía un pergamino empapado. En el otro extremo del círculo pude ver el brillo de los ojos del doctor Davenant y el débil resplandor de las velas sobre su frente; estaba todo demasiado oscuro para ver ninguna otra cosa. Estaba a punto de desmayarme y me sentía paralizada por la conmoción, sin embargo pude notar la vibración acumulándose en el círculo… ¿o era sólo el temblor de nuestras manos?
Entonces, las cuatro velas crepitaron y se apagaron, y de nuevo nos vimos sumergidos en la más profunda oscuridad. Alguien —me pareció que podía ser el profesor Fortesque— estaba farfullando el padrenuestro. Ya había llegado al «mas líbranos del mal» cuando un débil resplandor apareció junto a la armadura, una difusa columna de luz que se balanceó durante un momento en el vacío y después se abrió, con un movimiento que parecía el de dos alas desplegándose, en una reluciente figura que se separara del cuerpo de la armadura —ahora sólo difusamente visible con el resplandor— y se deslizara hacia nosotros. No tenía rostro, ni forma, sólo un velo de luz flotando sobre el vacío. Yo no podía moverme, no podía respirar.
Oí el ruido de la puerta de la biblioteca al abrirse, y un sonido de pasos aproximándose. La aparición brilló hasta detenerse.
—¡Vernon! —exclamó St John Vine desde la oscuridad—. ¡Manifiéstate…!
—No puedo… estar aquí… —la voz, aunque débil y confusa, fue reconocible: era la de Vernon Raphael—. Pero… ¿no le vas a dar la mano… a un amigo? —y cada palabra era más débil que la anterior.
Las pisadas se acercaron. El borroso perfil de un hombre cruzó entre la aparición y yo. La luz hizo remolinos; apareció un brazo brillante, pero sin mano: sólo una manga vacía, y cuando St John Vine intentó aferrar el brazo… ¡su propia mano lo atravesó! Con un grito de desesperación, quiso rodear con ambos brazos la aparición. Por un instante, hombre y espíritu quedaron unidos; entonces, la oscuridad los engulló y no supe más…
Recobré el sentido cuando noté el sabor del brandy en mis labios y un farol cegó mis ojos. Los carbones chisporroteaban en una chimenea junto a mí. Me di cuenta de que estaba tumbada en el mismo lugar en el que había caído, en el suelo de la galería, pero con un cojín bajo la cabeza. «He tenido un sueño horrible», pensé, volviendo la cabeza y apartándola de la luz que me deslumbraba. Edwin estaba arrodillado junto a mí, con Vernon Raphael asomándose por encima de su hombro.
—Señorita Langton, le ruego que acepte mis más sinceras disculpas… Lo siento, lo siento muchísimo, de verdad… No debería haberla sometido a esta terrible experiencia…
—No, desde luego que no —dijo Edwin muy enojado—. Si yo hubiera tenido la más mínima idea de lo que estabas planeando, Raphael, jamás habría permitido… es decir…
Se interrumpió, embarazado, y me ofreció otro sorbito de brandy.
—No… no lo entiendo… —le dije a Vernon Raphael—. ¿Me ha mesmerizado? ¿He soñado lo del rayo…?
—No, señorita Langton —contestó—. Todo ha ocurrido tal y como usted lo ha percibido… Sólo ha sido una ilusión… una demostración, si lo prefiere, ideada por Vine y por mí mismo. Yo había planeado explicarlo todo después, pero ahora debe descansar… De verdad, señorita: lo siento muchísimo…
—No… —dije, dándome cuenta entonces de mi confusión—. Ya me encuentro bien… y seguramente no podría dormir sin oír su explicación.
Ahora todas las luces estaban encendidas a lo largo de las paredes de la galería, pero el suelo en el que yo me encontraba tendida aún permanecía casi en completa oscuridad. Me cogí del brazo de Edwin y me levanté tambaleante.
—Bueno, si está usted completamente segura… —dijo Vernon Raphael en un tono de evidente alivio.
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
—En la biblioteca —dijo Edwin—. Pensé que usted preferiría…
Agradecida por su consideración hacia mí, y por la oscuridad de la galería, me arreglé el pelo y me sacudí el polvo de la capa, mientras Vernon Raphael iba en busca del resto de los invitados.
—Con razón se dice que quien acude a una sesión de espiritismo en casa de una médium está pidiendo que lo engañen.
Vernon Raphael estaba de pie junto a la armadura, y el resto de nosotros formábamos un semicírculo en derredor.
—La primera vez que oí hablar de este «gabinete de espiritismo», pues no es otra cosa realmente, sospeché que debía de haber algún truco.
Cogió la empuñadura de la espada —yo no fui el único miembro del grupo que dio un paso atrás cuando las planchas de la armadura se abrieron—, mientras St John Vine, que permanecía a un lado, acercó la luz de su farol a la armadura.
—Aunque la parte trasera de la armadura parece absolutamente sólida, también tiene bisagras. El truco es que sólo puede abrirse cuando el frontal está cerrado, y sólo si este resorte —y señaló el pomo de la espada, bajo el guante de malla— se encuentra en la posición correcta. Así pues…
Volvió a pasar una vez más al interior, y cerró las planchas. St John Vine se acercó y pareció tropezar; la luz de su farol iluminó nuestros rostros y nos cegó momentáneamente.
—¿Ven? —dijo Vernon Raphael, apareciendo por detrás de la armadura—. Sólo se necesita una breve distracción. Y, por supuesto, si se apagaran misteriosamente todas las luces…
St John Vine recorrió los pocos pasos que había hasta la puerta de la biblioteca y desapareció en su interior. Unos instantes después, las llamas del candelabro volvían a apagarse como si una mano invisible hubiera ahogado las llamas con un matacandelas.
—Un clásico de los magos… o de los espiritistas —dijo Vernon Raphael—. Se hace con un tubo de caucho. El siniestro fulgor del yelmo es exactamente igual de simple: sólo se necesita un «farol oscuro», oculto bajo mi capa: este farol sólo tiene una salida de luz y cuenta con un panel deslizante para ocultar la llama y un cristal tintado. Señores: su imaginación hizo el resto.
—Pero… ¿y el rayo? —dijo Edwin—. ¿Cómo pudiste…?
—Polvo de magnesio, mi querido amigo; lo emplean todos los fotógrafos, aunque no lo utilizan en tanta cantidad; nosotros lo hemos mezclado con una parte de pólvora, y lo hemos prendido por medio de un largo hilo fusible desde la ventana de la biblioteca. Hemos tenido suerte de que las chimeneas no tiren bien y haya tanto humo en la galería; de lo contrario ustedes habrían percibido el olor característico a pólvora. Y mientras ustedes aún estaban confundidos y asombrados…
Se apartó un par de pasos de la armadura, con una mano palpando la pared, hasta la esquina donde la enorme chimenea se proyectaba hacia la galería, y se deslizó tras un raído tapiz que colgaba del muro y casi llegaba hasta el suelo. Allí se oyó un débil crujido de bisagras. St John Vine volvió desde el umbral de la biblioteca, desde donde había estado mirando, y apartó con decisión la colgadura, pero allí no había nadie: sólo la pared desnuda con sus habituales paneles de madera. Entonces dio tres golpecitos en la pared: una sección estrecha del muro se abrió y de allí salió Vernon Raphael.
—Estaba seguro de que encontraríamos algo de este tipo —dijo—, aunque no me gustaría permanecer durante mucho tiempo encerrado ahí. La mampostería tiene varios pies de grosor.
—¿Por qué no me contasteis todo esto…? —dijo Edwin, visiblemente molesto.
—Mi querido amigo… porque queríamos que participaras en la ilusión. Y ahora, señorita Langton y caballeros, si tuvieran la amabilidad de volver a sus asientos, les daré una explicación completa del misterio de Wraxford antes de que pasemos a cenar.
Aún aturdida por todo lo que había visto y oído, me alegré de volver al calor de la chimenea. Mis compañeros parecían también más tranquilos, no sé si por la fuerza de la personalidad de Vernon Raphael o por la sombría atmósfera de la galería.
—El verdadero misterio, en mi opinión, es la muerte de Cornelius Wraxford, más que la de Magnus. Es evidente, leyendo entre líneas el relato de John Montague, que la se ñorita Langton ha tenido la amabilidad de permitirnos leer, que Magnus Wraxford asesinó a su tío. La cuestión es: ¿cómo?
—Discúlpeme —dijo el doctor Davenant—, pero ¿puede usted explicarnos, a quienes no hemos leído esa narración, cómo ha llegado a tan extraordinaria conclusión?
—Por supuesto —dijo Vernon Raphael, y procedió a resumir los pasajes más relevantes, principalmente aquellos que se referían al descubrimiento del secreto de la armadura, tal y como el propio Magnus lo había relatado aquella primera tarde en la oficina de John Montague—. El resultado de aquella conversación —prosiguió— fue convencer a John Montague de que su cliente estaba practicando la alquimia, y que era un lunático peligroso… Para prepararlo, en otras palabras, para su muerte inminente ocurrida en circunstancias extrañas, precisamente cuando estaba a punto de agotar las últimas reservas del capital que ofrecía la propiedad de los Wraxford. Pero John Montague jamás había visto a Cornelius, y lo conocía sólo por su reputación como un hombre siniestro y solitario. Naturalmente, estaba dispuesto a creer el cuento que Magnus había urdido para él… incluyendo la supuesta hostilidad de Cornelius hacia su sobrino y único heredero.
»Sin embargo, en la biblioteca que tenemos ahí mismo, ustedes no podrán encontrar ni una sola obra de alquimia. Ni, por supuesto, encontrarán una copia del tratado de sir William Snow a propósito de las tormentas, ni ningún otro trabajo sobre esa materia. John Montague, cuando vino aquí a petición de Drayton, encontró algunos papeles quemados en la chimenea del estudio. Pero los libros no arden con tanta facilidad: nadie puede deshacerse de una colección completa de libros de ese modo. Lo que les estoy diciendo es que esa colección de libros de alquimia jamás existió, y que no importa cómo acabara sus días Cornelius: lo cierto es que su forma de morir no tuvo nada que ver con la alquimia. Y aún más: digo que ese manuscrito de Tritemio jamás existió, excepto por el fragmento que Magnus inventó en honor del señor Montague; y digo finalmente que la historia que Magnus le contó a su tío era una muy diferente.
»No tenemos razón alguna para dudar de que Cornelius Wraxford estuviera efectivamente aquejado de un temor malsano hacia la muerte, aunque sólo sea porque el plan de Magnus no podría haber resultado efectivo si tal temor no hubiera existido. Recuerden también que Magnus Wraxford era un hombre de grandes poderes persuasivos, un reputado mesmerista… y creo firmemente que poseía un genio excelente para la improvisación. Supongan ustedes que vino a ver a su tío y le dijo algo de este tenor: "Conozco un invento nuevo y maravilloso, con extraordinarios poderes para alargar la vida, basado en los trabajos del gran profesor Faraday; y, además, tiene la ventaja de que te permitirá estar absolutamente a salvo durante las tormentas eléctricas. Casual y afortunadamente, esta armadura se adapta perfectamente a nuestro propósito: si me permites, la prepararé para que puedas utilizarla". Uno de los expertos que llevaron a cabo la investigación, como ustedes recordarán, explicó que la armadura funcionaría como una "jaula de Faraday", en la cual toda la carga eléctrica pasa por el exterior del receptáculo dejando al ocupante completamente ileso. El médico forense se burló de esta idea, pero para un viejo temeroso, cuyo único contacto con el mundo exterior era lo que le pudiera contar su sobrino, aquello podría haber sonado perfectamente plausible.