—¿Cuánto…? ¿Sabe usted cuánto tiempo lleva este cuadro colgado aquí? —dije con voz temblorosa.
—Sólo unas pocas semanas, señorita Langton. Al doctor Davenant le gustaba cambiar los cuadros…
—¿Quiere decir usted que lo compró recientemente, hace sólo unas semanas?
—Supongo, señorita Langton. No me lo dijo. Aunque me pidió la opinión sobre ese cuadro, cuando estaba yo quitando el polvo aquí una mañana. «Bastante siniestro», me atreví a decir. Pero a él parecía gustarle.
—¿Y él…? ¿Sabe usted qué casa es ésta?
—No, señorita Langton.
—Es mi casa: Wraxford Hall. El señor John Montague, el hombre que lo pintó, murió hace dos meses… ¿El doctor Davenant nunca le habló de él?
—No, señorita Langton. No que yo sepa…
—¿Ni de Magnus Wraxford?
—No, señorita… ¿Se refiere usted al caballero que fue asesinado?
—Eso cree todo el mundo.
El anciano guardó silencio durante unos instantes, observando con inquietud el cuadro y a mí.
—Me disculpará la señorita Langton, pero debemos continuar… Hay mucho que ver…
—Por supuesto —dije—. Ha sido muy amable al permitirme ver los cuadros.
Estaban dando las dos cuando bajaba tras él las escaleras, tan exaltada como aliviada. «Soy libre», pensé. «Puedo ir a Regent's Park a ver a Edwin: el peligro se ha desvanecido».
—¿Qué hará usted ahora? —le pregunté al señor Brotherton, oyendo en esas palabras el eco de la pregunta que Ada Woodward me hizo a mí.
—Gracias por su preocupación, señorita Langton, pero voy a recibir una buena provisión. El señor Pritchard tuvo la amabilidad de decírmelo…
—Me alegra saberlo —dije, pensando al tiempo cuán extraño resultaba que un hombre tan monstruoso pudiera ser generoso con su criado. Miré atrás, por la ventanilla, cuando el coche de punto comenzó su marcha y vi que el señor Brotherton estaba todavía en el pavimento, siguiéndome con la mirada.
Con el nerviosismo, me equivoqué al señalar la dirección por la que quería entrar al parque, así que llegué al lugar donde estaba Edwin por un lugar equivocado. Estaba sentado en un banco, al sol, moteado por los zarcillos de un sauce que comenzaba entonces a mostrar sus primeras hojas; toda su atención estaba fija en el sendero que conducía a la entrada, y no se volvió hasta que no estuve lo suficientemente cerca como para tocarlo. Su rostro se iluminó; se levantó y allí permanecimos en pie, sin movernos, o eso me pareció, durante unos instantes, y entonces me descubrí con los labios besando los suyos, con mis brazos alrededor de su cuello y mis dedos enredándose en su pelo.
—Entonces… ¿me amas también? —dijo, cuando me aparté para mirarlo.
—Sí, sí… te amo —contesté, besándolo otra vez con pasión—. Y todo está bien. Davenant era Magnus, y tengo la prueba de ello: ahora podemos decirle a la policía lo que realmente ocurrió…
Me detuve al ver que su expresión cambiaba.
—Estaba contentísimo de verte —dijo, obligándome a sentarme junto a él en el banco—. Ya se me había olvidado todo eso… Dime qué has descubierto.
—El cuadro de la mansión que pintó John Montague está en la galería de Davenant.
Le conté la aventura matutina, pero aunque me tenía cogida la mano, la ansiedad se reflejaba en su rostro.
—No dudo de ti —afirmó—, pero eso no es una prueba. Cualquiera, incluida la policía, entendería que Davenant la compró en una subasta… es lo más sencillo. No; a menos que encontremos a alguien que pueda identificar el cadáver de Davenant y señale que es el de Magnus…
—Pero hay… —comencé, pero me detuve, comprendiendo la dificultad. Dejando aparte a Nell, Ada sólo daría un paso adelante si el caso ya estuviera esclarecido—. Lo que quiero decir es que hay mucha gente en Londres que conoció a Magnus lo suficientemente bien como para reconocerlo sin su disfraz.
—Sí, pero la policía no los llamará. Por lo que a ellos respecta, él es Davenant, y me temo que ese cuadro no les hará cambiar de opinión. La fuerza de la credulidad: en eso confiaba Magnus cuando regresó a Londres. Él era un actor consumado. Y disfrutaba con el riesgo… hasta el extremo de colgar esa pintura en el momento en el que oye que ha muerto el único hombre que podría delatarlo con toda seguridad. Además de utilizar un disfraz, él sabía que nadie podría reconocerlo porque nadie esperaba verlo… Para todo el mundo, él había muerto en la armadura, en Wraxford Hall.
»E incluso si, milagrosamente, el cuerpo fuera identificado como Magnus, tú no deberías contarle nada a la policía, porque ellos podrían acusarte aún de homicidio involuntario si consideran que no fue en defensa propia… Y, desde luego, podrían entenderlo así, porque nosotros habríamos cambiado nuestro relato de los hechos. No, mi querida niña, debes apartar eso de tus pensamientos. Ahora estás a salvo… —dijo, acercándome a él—. Magnus está muerto; tu conciencia no tiene que preocuparse por él nunca más…
—Pero me preocupo —dije—, porque Nell está viva. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé…
—¿Y aún crees que ella puede ser tu madre?
—Sí, más que nunca.
—Y… ¿sabes cómo encontrarla?
—Sí —dije—, pero… no puedo arriesgarme a delatarla…
Edwin me miró desconsoladamente.
—No sé qué decirte, querida… salvo que te quiero, y haré lo que sea para ayudarte, lo que quiera que decidas sobre Nell… Pero no debes decirle nada a la policía. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —dije, después de lo cual comenzó a besarme de nuevo, y yo lo olvidé todo… hasta que nos devolvió al mundo el ruidoso y escandalizado carraspeo de un caballero que pasaba por allí.
Edwin me acompañó prácticamente hasta la esquina de Elsworthy Walk; quería entrar en casa y solicitar la bendición de mi tío inmediatamente, pero le dije que eso sólo sería causa de un nuevo desastre… Y ésa fue una frase que me resultó bastante desagradable mientras subía las escaleras de la puerta y me disponía a abrir con la llave cuando me encontré con Dora yendo de acá para allá en el recibidor, con el rostro demudado. Dos policías, me susurró, estaban esperándome en el salón; habían llegado diez minutos después de que saliera mi tío, y habían estado esperando durante una hora.
Cuando yo entré en la sala, estaban de pie junto a la ventana, escudriñando la calle. El primero, gigantesco y rubicundo, con patillas asombrosamente pobladas, era el sargento Brewer, con el que había hablado Edwin en Woodbridge. El otro, al que debían de haber elegido por contraste, se presentó en un tono funerario como el inspector Garret, de Scotland Yard: era un hombre alto y enjuto, con modales de director de pompas fúnebres. Declinaron mis ofrecimientos y se sentaron dando la espalda a la ventana, así que me vi obligada a acomodarme en el sofá, frente a la luz que iluminaba completamente mi rostro. Vi que mis manos estaban temblando visiblemente, así que las apreté con fuerza en mi regazo. El sargento sacó una libreta y un lapicero.
—Como comprenderá, señorita Langton —dijo el inspector—, necesitamos un relato lo más completo posible de los hechos acaecidos en este trágico… hum… accidente, y puesto que aún no contamos con su declaración… Me gustaría saber, señorita Langton, si podría comenzar preguntándole por qué creyó usted necesario unirse al equipo de investigación. Eso llamaría la atención de mucha gente, ya que parece bastante inusual que una joven soltera como usted decida acompañar a un grupo de caballeros a un lugar tan remoto y tan inhóspito.
—Sí, señor —dije, sintiendo que me ruborizaba y pensando demasiado tarde que no me había dirigido a él hasta ese momento como «señor»—, pero es mi casa, y yo estaba muy interesada en la tragedia de los Wraxford… que es en parte mi propia historia… quiero decir, la historia de mi propia familia.
—Muy interesada. Ya. Y… hum… ¿puedo preguntarle si allí hubo algún… entendimiento entre el señor Edwin Rhys y usted? ¿Son ustedes novios, quizá?
—Sí, inspector —dije, rogando a Dios que no me preguntara cuando habíamos llegado a ese compromiso.
Se quedó callado, para mi absoluta incomodidad, mientras el sargento anotaba algo en su libreta.
—¿Y se había encontrado usted con el doctor Davenant antes de esa… reunión?
—No, inspector —contesté, deseando detener aquel temblor de mi voz.
Me preguntó, paso a paso, por todo lo que había hecho desde el momento en que llegué a la mansión hasta la partida del resto de los caballeros.
—¿Y por qué se quedó usted con el señor Rhys, en vez de coger el coche? En su momento… —recordó pasando las hojas de su libreta— dijo usted que quería repasar algunos documentos familiares para el señor Craik.
—Sí, inspector —contesté, e imaginé que se lo había dicho Vernon Raphael.
—¿Puedo preguntarle qué documentos eran ésos?
—Me refería a documentos que podrían interesarle al señor Craik —dije desesperadamente—. Creí que el siguiente carruaje no tardaría en llegar más de una hora o dos.
—¿Y qué hicieron el señor Rhys y usted durante todo ese tiempo? Quiero decir… hasta la explosión.
Aunque su tono era estudiadamente neutro, enrojecí por lo que parecía dar a entender.
—Yo… yo… estuve casi todo el tiempo en la biblioteca —dije finalmente—, intentando no pasar frío. Después de revisar los papeles, es decir… creo que me quedé dormida durante mucho rato…
—Ya —dijo el inspector en aquel mismo tono desconfiado.
Hojeó rápidamente su libreta durante una pequeña eternidad.
—El señor Rhys dice que bajó a la carbonera alrededor de las cinco, para coger más carbón —añadió—. ¿Puede usted decirnos qué ocurrió después?
Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.
—Esperé y esperé… no sé cuánto… hasta que se hizo de noche… Tenía miedo de que… Entonces iba a ir a buscarlo cuando oí pasos en la galería…
—¿Y dónde estaba usted cuando los oyó? ¿En la biblioteca?
—Yo… yo… estaba buscando un farol, cerca de la puerta que da a la galería… donde estaba la armadura…
—¿Y los pasos? ¿Dónde se oían?
—Al otro lado de la puerta.
—¿Y no pensó usted que podría ser el señor Rhys?
—No.
—¿Y por qué no?
—Porque… porque… no parecían los suyos… Él habría subido por las escaleras y habría ido directamente a la biblioteca.
—¿Y luego?
—Luego hubo… hubo un gran destello de luz… Lo vi por la luz que entraba por debajo de la puerta… Y una explosión. Y… y… entonces corrí por la biblioteca y… y debí de tropezar y golpearme en la cabeza…
—¿No pasó usted a la galería en ningún momento?
Negué con la cabeza, pues no me atrevía a hablar.
—Entonces, señorita Langton, ¿cómo explica usted esto?
Abrió una pequeña caja de piel y sacó un jirón de tela, chamuscada y ennegrecida por un lado, pero perfectamente reconocible como la que yo había desgarrado de mi vestido.
—El sargento Brewer recuerda haber visto un vestido con el mismo dibujo de este jirón bajo su capa de viaje cuando usted y el señor Rhys fueron a la oficina de policía para dar cuenta del… accidente. Lo encontramos prendido en la armadura, junto al cadáver del doctor Davenant.
—No sé… —dije débilmente—. Debió de prenderse ahí a la mañana siguiente, cuando el señor Rhys y yo estuvimos examinando la armadura.
—Se habría dado cuenta usted.
—Yo… yo… yo… sí creo recordar que algo se prendió en mi vestido, pero no sabía que se había desgarrado… hasta después de la explosión… y entonces imaginé que había ocurrido cuando fui a buscar al señor Rhys…
—Ya. ¿Sería posible ver ese vestido, señorita Langton?
—Le diré a Dora, mi criada, que lo baje… Puede que aún lo tenga.
—Sería de gran utilidad para nosotros. Quizá usted pueda explicar las huellas de pisadas… bueno, parecen las suyas, en el suelo de la galería que aún quedó en pie…
—Es que… es que fui después de la explosión… después de haber recobrado el conocimiento… para ver lo que había ocurrido…
—¿
Después
? ¿Después de la explosión? Ya. —El tono de desconfianza era aún más notorio que antes—. Pero hay una zona de marcas… como si alguien hubiera estado tendido allí mientras se asentaba el polvo, y también hay varias huellas de manos… y las
mismas
huellas de pisadas, señorita Langton, pero que conducen sólo en una dirección: hacia
fuera
de la galería.
Dos pares de ojos me miraron fijamente mientras transcurrían interminables segundos acusadores.
—No sé… No puedo explicarme cómo… —dije finalmente—. A menos que… quizá… me confundiera sobre el lugar en el que me desperté… de mi desmayo, quiero decir, después de que la chimenea se derrumbara… Debí de correr hacia la galería sin darme cuenta… Me temo que no puedo recordarlo… fue una conmoción tan grande… Me temo que eso es todo lo que puedo decirles.
—Ya —dijo el inspector gravemente—. ¿Está usted segura, señorita Langton, de que no hay nada que le gustaría añadir en su declaración?
Respiré profundamente, pensando que si quería hacer algo, era entonces o nunca.
—Sí, inspector, hay una cosa. He descubierto esta misma mañana que el doctor Davenant era realmente Magnus Wraxford. No murió en la mansión en 1868, como todo el mundo supone.
Los dos hombres se quedaron mirándome con indecible incredulidad.
—Delante de él, pero antes de saber quién era realmente, dije que tenía pruebas que podrían incriminarle… entonces debió de ocultarse… yo creo que no pudo encontrar el camino con aquella niebla tan densa… y encerró al señor Rhys en la carbonera. Quería matarnos a los dos y destruir las pruebas y huir…
—¿Y qué pruebas son ésas? —preguntó el inspector con visible sarcasmo.
—Por entonces no las tenía. Era sólo… una intuición… Pero esta mañana fui a su casa… y cuando encontré el cuadro del señor Montague…
—Señorita Langton —me interrumpió el inspector—, está usted demasiado nerviosa. No la entretendremos más, por ahora. Pero tendré que hablar de nuevo con usted… Y debo pedirle que no abandone Londres sin decirnos exactamente dónde va y cuándo piensa irse. Y ahora, si puede usted pedirle a su criada que nos traiga ese vestido…
Todo lo que había leído sobre los horrores de la cárcel vino aquella noche a atormentarme: los portazos de las rejas de hierro, el repiqueteo de las cadenas, la oscuridad, el frío, la suciedad, los asquerosos hedores, los gritos de mis compañeras de celda, el rugido de la multitud mientras se me arrastraba, encapuchada, al cadalso… hasta que me desperté finalmente de aquellos terribles sueños, y permanecí tendida, esperando, mientras el alba comenzaba a brillar en otro perfecto amanecer, a que la policía viniera a llamar a la puerta. Yo había prometido encontrarme con Edwin a mediodía, y me di cuenta de que debía escribirle, con el primer correo, para decirle lo que había hecho, y por qué no acudiría a la cita, pero no pude dar con las palabras adecuadas, y después de romper en pedazos media docena de intentos, parecía bastante claro que no podía hacer nada, salvo intentar dormir… Hasta que Dora subió para decirme que había llegado una dama; se había negado a decir cómo se llamaba, pero dijo que le gustaría hablar en privado conmigo y que me esperaría en un banco que hay en lo más alto de Primrose Hill.