Nadie sabía que estaba allí. Le había dejado a mi tío una nota diciendo que había salido, que estaría fuera todo el día y que no regresaría hasta muy tarde, y salí de casa antes de que él bajara a desayunar. Dormité a disgusto en el tren, mientras iban y venían las pesadillas de Wraxford Hall; en los intervalos de vigilia intenté convencerme de que no debía esperar absolutamente nada de aquella visita.
St Michael's Close era un callejón sin salida que bajaba desde Church Lane y terminaba en el número siete: una casita alta y estrecha, encalada, en lo más bajo de la calle, con peldaños que descendían hasta la puerta principal. Tenía la boca seca y mi corazón latía con tanta fuerza que casi resultaba doloroso. Bajé las escaleras, cogí la pesada aldaba metálica y llamé dos veces.
Abrió la puerta una mujer demacrada de mediana edad que debía de haber sido muy llamativa en su juventud, o eso pensé. Su pelo castaño aparecía veteado con franjas blancas, y su piel estaba arrugada y surcada por finas líneas, y había sombras como cardenales bajo sus ojos, pero su mirada aún era clara y luminosa, tanto más sorprendente en aquel rostro marchito.
—Me gustaría hablar con la señora Woodward —dije temblorosa.
—¿Puedo preguntarle quién es usted? —Su voz era áspera, aunque no desagradable, con un algo del acento local.
—Soy la señorita Langton —dije.
—Espere —contestó, y me cerró la puerta en la cara. Esperé, tiritando, durante lo que me pareció un siglo, antes de que la puerta volviera a abrirse.
—La señora Woodward no está en casa.
—Por favor… —dije—. He venido desde Londres sólo para verla… para entregarle esto…
Saqué el diario de Nell de mi bolso, pero los ojos de aquella ama de llaves no se apartaron de mi rostro.
—Entonces… se lo daré cuando regrese —dijo, extendiendo la mano.
—Lo siento —dije—, pero me gustaría entregárselo en persona… Por favor… esperaré en la calle, si ella quiere salir y hablar conmigo…
—No está en casa —repitió el ama de llaves.
Y mientras me decía eso, una joven apareció en el umbral de una puerta que se avistaba en el pasillo, detrás del ama de llaves. Me pareció que tenía el pelo castaño rojizo, ojos oscuros y una viva y curiosa mirada. Después, la mujer volvió a cerrar la puerta.
Había un murete de piedra en lo alto de la escalerilla de la calle, y allí me senté, decidida a no marcharme. Pocos momentos después vi, por el rabillo del ojo, que se movían las cortinas de la ventana superior de la casa.
Aproximadamente un cuarto de hora más tarde, la puerta se volvió a abrir y salió otra mujer; era alta, como el ama de llaves, pero con el cabello más oscuro, veteado con hebras grises que reflejaban la luz. Tenía muy marcados los pómulos y un mentón poderoso, y aunque su rostro no estaba tan ajado como el de la otra mujer, también tenía profundas arrugas alrededor de los ojos, los cuales se clavaron sobre mí con evidente disgusto.
—¿Señorita Langton? —dijo severamente—. Soy la señora Woodward. ¿Qué quiere de mí?
—Le escribí desde Londres hace algunas semanas. ¿No recibió mi carta?
—No. Por favor, dígame qué desea.
—He heredado Wraxford Hall —expliqué—. Me la legó Augusta Wraxford… Pertenezco a la rama de los Lovell. John Montague me entregó los diarios de Eleanor Wraxford…
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Por favor, créame —dije desesperada—. No tengo intención de molestarla a usted ni a Nell… ¿No puede atenderme…?
Me miró en silencio y pensé que todo estaba perdido.
—Suba hasta el final de la escalinata y espéreme junto al cementerio de la iglesia —dijo finalmente, y volvió a desaparecer en el interior de la casa.
Hice lo que me dijo, y permanecí durante otro largo periodo de tiempo entre las ajadas lápidas, acompañada por una brisa gélida que pretendía arrancarme el sombrero y por las gaviotas chillando a mi alrededor. Luego, una figura embozada en una capa apareció en lo alto de la colina y caminó hacia mí por la hierba húmeda.
—¿Y bien? —dijo muy severamente—. ¿Qué quiere de mí?
—He venido para decirle que Magnus Wraxford ha muerto… Yo lo maté. Hace dos días… en Wraxford Hall. Utilizaba el nombre del doctor James Davenant. Él quería matarme y yo lo maté en defensa propia, pero la policía no sabe nada de todo esto… Creen que fue un accidente. He venido a preguntarle si querría venir usted a Londres… e identificarlo como Magnus Wraxford.
Me miró con horror.
—Señorita Langton, me temo que no se encuentra usted bien… Debería contarle todo eso a un médico… o a un pastor, no a mí.
—Su marido es pastor…
—Mi marido falleció hace diez años.
—Lo siento mucho… —dije—. ¿No era su marido George Woodward, que fue también rector de la iglesia de St Mary en Chalford?
—No. Está usted equivocada —dijo.
Pero aquel tono de desesperación me impelió a continuar.
—Si a Magnus se le entierra como Davenant, todo el mundo creerá, para siempre, que Nell lo mató, y que mató también a Clara: viva o muerta, ella nunca se libraría de ese baldón.
—Sí… ya recuerdo el caso… —dijo con cautela—, aunque no tiene nada que ver conmigo. Y… si finalmente ese hombre que usted dice que ha matado no es Magnus… entonces, ¿qué?
—Usted me está diciendo… —dije mientras lágrimas de desesperación pugnaban por abrirse paso— que si usted viene a Londres y, finalmente, ese hombre no es Magnus, ello conduciría a la policía hasta Nell… y que usted no puede correr ese riesgo.
—Eso lo dice usted, no yo —contestó, pero su voz era ahora más suave.
—Aún hay una cosa… —dije dubitativamente—. John Montague me dijo, poco antes de morir, que yo le recordaba mucho a Nell, y me he preguntado si… si yo podría ser Clara Wraxford.
En esta ocasión no hubo duda: la sorpresa cruzó de parte a parte su rostro.
—Señorita Langton, debe usted comprenderme… No puedo ayudarla. ¿No tiene usted amigos, familia… alguien en quien confiar?
Negué con la cabeza.
—Quizá un médico…
—No hay nadie que pueda ayudarme en estos momentos…
—Lo lamento mucho —dijo sinceramente—. ¿Qué va a hacer ahora…?
—Cogeré el próximo tren de regreso a Londres, y después…
Iba a decir que iría a la policía y lo confesaría todo, pero recordé que no podía hacer eso… por Edwin.
—¿Y después…? —apuntó.
No sabía qué decir; las perspectivas de futuro parecían tan grises y difuminadas como el océano que aquella mujer tenía a sus espaldas. Cogí los diarios de Nell y se los tendí, pero ella no quiso tocarlos.
—Lo siento —repitió—, pero ahora debo irme. Adiós, señorita Langton. Espero que…
Dudó un instante; luego, se volvió rápidamente y se fue cruzando la hierba del cementerio.
Aquella noche no llegué a casa hasta las diez; mi tío se había retirado a su habitación, como si dijera: «Yo me lavo las manos: allá tú». Pero Dora me había esperado levantada. Me dijo que Edwin había venido dos veces a verme durante mi ausencia, y que me había dejado una nota, que decía simplemente: «Estaré en el jardín Botánico de Regent's Park mañana a las dos, y esperaré allí toda la tarde. Por favor, ven. E.».
—No le diga usted a su tío que se la he dado, señorita, o perderé mi empleo —dijo Dora—. Cuando supo que había venido el señor Rhys, me dijo que no necesitaba que yo le diera ninguna explicación. Y dijo que leyera eso…
Y me señaló un periódico vespertino que mi tío había dejado muy a propósito sobre la mesa del recibidor, con enojados subrayados trazados con lápiz grueso en una columna con el titular: «Distinguido científico hallado muerto: misteriosa explosión en Wraxford Hall». Las frases se enturbiaban ante mis ojos: «El doctor Davenant, FRS
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… en el curso de una investigación de la Sociedad para la Investigación Física… una violenta explosión… por causas desconocidas… graves daños… espantoso descubrimiento. Se entiende que la propietaria, la señorita Langton, estuvo presente en todo momento y tuvo la fortuna de poder escapar con vida del… Wraxford Hall, como todos los amables lectores recordarán, fue el escenario de un asesinato que tuvo gran repercusión, en 1868… porque el doctor Magnus Wraxford… de la señora Wraxford y su hija… desaparecidos… una sombra de sospecha…».
Dejé el periódico a un lado, y sentí el irresistible deseo de ver a Edwin. Pero a menos que pudiera probar, a sus ojos y a los míos, que yo no había matado a un hombre inocente, un gran abismo se abriría entre nosotros. A través de una bruma de cansancio, se me ocurrió que debería buscar la dirección de Davenant, tal y como había hecho con George Woodward: ¿sería posible que ese hombre no hubiera dejado ni rastro, ni una pista de su vida anterior? Y si yo visitara su casa… con el pretexto de ofrecer mis condolencias…
El número 18 de Hertford Street, en Piccadilly, era una casa incrustada en una larga hilera de viviendas sombrías levantadas en piedra gris oscura. Paseé arriba y abajo al sol —era uno de esos días raros de marzo, deslumbrantes y brillantes, con la brisa cálida de mayo—, haciendo acopio de todo mi valor, hasta que finalmente decidí subir las escaleras y llamar a la puerta.
Después de mucho rato, la puerta se abrió y apareció un hombre pequeño, con el pelo cano, vestido con traje de luto.
—Soy la señorita Langton —dije con voz trémula—. Soy la propietaria de Wraxford Hall y… pensé que debía visitarles para ofrecer mis condolencias a la familia.
—Es muy amable por su parte, señorita Langton, pero me temo que no hay familia a quien usted pueda dirigirse… El doctor Davenant era soltero, y estaba absolutamente solo en el mundo. Yo soy Brotherton, su criado.
—Oh… Me pregunto si… —dije— si podría pasar un momento… Me siento un poco mareada…
Y era la pura verdad, porque mis rodillas estaban temblando tanto que apenas me podía sostener en pie.
—Desde luego, señorita Langton. Por favor, sígame…
Dos minutos después me encontraba sentada en un salón cavernoso con un vaso de vino de Oporto en la mano y con el señor Brotherton revoloteando nerviosamente a mi alrededor.
—Esto debe de haber representado un gran golpe para usted, señor Brotherton.
Pude comprobar que agradecía notablemente que utilizara la palabra «señor» para dirigirme a él.
—Sí, señorita Langton, un gran golpe. Una gran desgracia. Tengo entendido que estaba usted presente en el momento del accidente…
—Sí —dije, agradeciendo la escasa luz de la estancia—, pero me temo que no tengo ni la menor idea respecto a lo que pudo ser la causa de la explosión. Nosotros ni siquiera sabíamos que el doctor Davenant estaba en la casa cuando todo ocurrió. ¿Puedo preguntarle cuánto llevaba usted con él?
—Veinte años, señorita Langton… desde que llegó a Londres.
—¿Y dónde vivió antes?
—En el extranjero, señorita Langton. Fue un gran viajero en su juventud.
—Tengo entendido que se vio envuelto en un incendio…
—Sí, señorita Langton. Ocurrió en Praga, no mucho antes de que yo entrara a su servicio. El hotel en el que estaba alojado se incendió… Tuvo suerte de poder escapar con vida. Desde entonces siempre llevó guantes, incluso en casa, y lentes con los cristales oscuros, y se dejó crecer la barba… Me dijo que así la piel se regeneraba mejor.
—Su muerte debe de haber sido un duro golpe para sus amigos —sugerí.
—Supongo, señorita. El señor nunca me lo dijo, pero creo que cortó cualquier relación con sus antiguas amistades, a causa de sus heridas. Y durante los primeros años que estuve con él, casi siempre estaba fuera.
Miré a mi alrededor y mi pensamiento buscaba algo a lo que aferrarse. Si Magnus había conservado algo de su pasado, pensé, ¿qué podría ser? Los cuadros, al menos los que podía distinguir en la oscuridad, eran todos paisajes.
—¿Le gustaba al doctor Davenant la pintura? —dije, con la esperanza de que me enseñara algunas salas de la casa.
—Ya lo creo, señorita Langton. Estaba muy interesado en ello. Cuando no estaba en su estudio, se le podía encontrar en su propia galería, en la planta de arriba. El señor Pritchard, el abogado del señor, me dijo ayer que la colección pasa al Estado.
—Su señor… —dije, repentina e imprudentemente— mencionó que estaría encantado de mostrarme su colección… Desde luego, no podía imaginar que estaría aquí en semejantes circunstancias… tan trágicas…
El señor Brotherton sacó un pañuelo blanco de la manga y se enjugó los ojos. Me obligué a recordarme con dureza! todo el mal que había hecho Magnus y esperé a que el hombre recobrara la compostura.
—Discúlpeme, señorita Langton. Nunca pensé que vería este día… Estoy seguro de que el señor no habría querido que yo la incomodara… Si se encuentra usted bien, ¿le importaría seguirme al piso superior?
Me condujo por un tramo de escalera de piedra; nuestros pasos resonaban con fuerza en aquella quietud, y llegamos a una habitación grande y con paneles de madera en las paredes, mucho más luminosa que la sala de abajo. Ingenuamente, yo esperaba encontrar óleos recubriendo todas las paredes, hasta el techo, pero había sólo una fila de cuadros colgados en la pared, y era muy evidente que se había pensado mucho dónde colocar cada uno. Fui avanzando en derredor, por toda la habitación, con el señor Brotherton a mi lado y con el pensamiento desbocado. El estudio parecía el lugar más apropiado para ocultar algo, pero… ¿qué razón podía esgrimir yo para que me permitiera entrar allí? Si simulaba un desmayo, ¿me dejaría en la casa sola e iría a buscar a un médico? Seguramente no. Llamaría a un criado para que fuera a buscar a un doctor. Pero podría pedirle que me permitiera tumbarme un poco… ¿Había otros criados en la casa? Parecía demasiado tranquila.
Yo había visto que la cinta de la campanilla se encontraba exactamente junto a la puerta por la que habíamos entrado. Casi habíamos llegado al extremo de la galería y yo me estaba preparando para derrumbarme a los pies del señor Brotherton cuando me vi frente a una pintura que representaba una gran casa solariega a la luz de la luna. Yo había pasado mecánicamente de lienzo a lienzo, sin darme cuenta apenas de lo que estaba viendo, cuando el descubrimiento de algo perfectamente conocido me golpeó como una bofetada en el rostro. Estaba mirando un cuadro de Wraxford Hall.
La luna resplandecía sobre la mole oscura de la casa, plateando las tejas de pizarra y brillando en las revueltas del camino como charcos de agua. Las ramas de los árboles aparecían aquí y allá, constantemente, amenazando con abalanzarse sobre la casa; las chimeneas, con los remates torcidos, y sus acompañantes, los pararrayos, destacaban sus siluetas contra los brillos del cielo. Pero la mirada se dirigía, ante todo, hacia aquel hipnotizador fulgor anaranjado de la ventana en la primera planta, sólo ensombrecido por los trazos de las emplomaduras de los cristales; el fulgor reaparecía más débil en las dos ventanas adyacentes y aún más leve en las dos siguientes; más allá sólo había el pálido reflejo de la luz de la luna en los cristales. El cuadro no tenía título, pero la firma en la parte derecha, abajo, podía leerse claramente: «J. A. Montague,1864».