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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (41 page)

—Así que Vernon Raphael tenía razón —dijo Edwin— cuando afirmaba que Cornelius no era en absoluto un alquimista.

—¿Y respecto a la posibilidad de que Magnus lo asesinara? —pregunté.

—No, no creo… Como dijo Raphael, a Magnus no le interesaba que Cornelius desapareciera; y si se tomó todas aquellas molestias para crear la leyenda de la armadura, ¿por qué no dejó el cuerpo dentro? Tal vez Cornelius simplemente murió ahí arriba, de un ataque al corazón o de apoplejía, aunque parece una extraordinaria coincidencia… a menos que se muriera de miedo ante la tormenta. De hecho… Magnus no podía saber de la existencia de esa sala secreta: de lo contrario, habría encontrado el cadáver y se habría librado de los gastos y molestias de un proceso judicial en el que empleó dos años.

—Pero Magnus no sabía nada de la vida imaginaria de su tío —dije—. Nunca pensé que podría sentir lástima por Cornelius; pero, por supuesto, el hombre que John Montague describió era una invención de Magnus. Tal vez era un buen hombre: después de todo, mantuvo a los mismos criados durante todos aquellos años.

—Tal vez lo fuera —dijo Edwin, pasando las páginas del libro manuscrito—, pero… ¿por qué demonios se ocultó en esa celda para escribir todo esto?

—Porque… porque tal vez le resultaría más fácil, escondido allí, imaginar la mansión que él deseaba que fuera —dije—. Y porque tenía que mantenerlo en el más absoluto secreto… en algún sentido, incluso para sí mismo. ¡Pobre viejo! Sin embargo, todo lo que sabemos de Magnus lo convierte en un ser aún más malvado.

—Como dices, ni siquiera podemos estar seguros de que esté muerto. Cornelius no menciona a Magnus en ninguna parte en estos libros; parece que mantuvo esa vida imaginaria hasta el último día de su existencia. La última anotación es del día 20 de mayo de 1866… «El viernes esperado de lord y lady Cavendish»: el día de la tormenta. Todo parece una extraña coincidencia, a menos que… Déjame ver de nuevo la declaración de John Montague…

—Sí, aquí está… El señor Barrett hablando de los efectos de un rayo: «En un caso, un hombre quedó inconsciente y cuando se recuperó, se alejó del lugar sin el menor encuerdo de haber sido golpeado por un rayo». Podría haber ocurrido algo así. Cornelius podría haber vuelto instintivamente a su refugio contra los rayos, y podría haber muerto allí por los efectos retardados del impacto, o por una conmoción cerebral… Por cierto… me parece que deberíamos prepararnos para pasar otra noche aquí.

En el exterior, la oscuridad era tal que ni siquiera se veía la niebla. Dentro, en la biblioteca, los deslustrados muros y las estanterías repletas de libros encuadernados en piel parecían absorber la poca luz que quedaba. Edwin se levantó y encendió dos cabos de velas que había sobre la repisa de la chimenea.

—Dadas las circunstancias, creo que deberíamos compartir la habitación en la que dormiste la pasada noche; no tenemos carbón suficiente para mantener dos fuegos encendidos toda la noche, y, en todo caso…

—Sí —dije tiritando.

—Entonces, lo que debo hacer en primer lugar, antes de que oscurezca completamente, es traer más carbón de la carbonera. No —dijo, viendo el temor en mi rostro—, a mí tampoco me gusta dejarte sola, pero sin carbón nos congelaremos…

Encendió su farol, cogió el cesto del carbón y salió al rellano, dejando las puertas entreabiertas. Sus pisadas se alejaron, con las tarimas crujiendo a cada paso, y transformándose en un eco amortiguado cuando comenzó a bajar, hasta que el ruido cesó por completo y todo quedó en un silencio absoluto.

Habíamos colocado dos sillones de piel cuarteada ante la chimenea, de espaldas a la que había en la galería, a medio camino de la pared común. Las largas hileras de estanterías de libros se difuminaban en la oscuridad a un lado y a otro. Se acrecentó en mí la sensación de que alguien me estaba observando; entonces me levanté y me volví para darle la espalda a la chimenea ardiente. Incluso así me resultaba imposible vigilar las cuatro entradas a la vez. Permanecí allí, de pie, observando una puerta tras otra, esforzándome en oír algo por encima de los fuertes latidos de mi corazón. Mis sombras gemelas oscilaban hacia el umbral de la puerta del estudio, y parecía que se movían independientemente. Pensé en apagar las velas, pero entonces no podría ver en absoluto las puertas que daban al rellano.

En la escuela había aprendido que uno puede contar los segundos por los latidos del corazón. El mío latía más rápido que el medido tictac de un reloj, pero comencé a contar de todos modos. No pude mantener la cuenta; llegaba a veinte o treinta, y después me distraía algún sonido fantasmagórico o algún movimiento, y comenzaba de nuevo. Así estuve durante un periodo indefinido, mientras las ventanas se oscurecían más y más… Y Edwin no regresaba.

Supe qué debía hacer: encontrar el otro farol y bajar a la carbonera; puede que Edwin se hubiera caído y se hubiera torcido un tobillo, o se hubiera golpeado en la cabeza, o… Sólo que yo no sabía dónde estaba la carbonera, y mis dientes ya estaban castañeteando de miedo.

Pensé que Edwin había dejado el otro farol en la entrada del refugio secreto. Cogí uno de los cabos de vela de la repisa de la chimenea y, protegiendo la llama con la otra mano, avancé hacia la puerta de la galería.

Aún quedaba allí una débil y difusa luz del atardecer en las ventanas superiores, pero la oscuridad en el extremo opuesto de la galería era ya absoluta e impenetrable, y el brillo de la vela me deslumbraba. El bulto negro de la armadura permanecía allí, amenazante, entre la abertura que daba acceso a la sala secreta y yo; instintivamente, rodeé aquella monstruosidad, con la arenilla crujiendo bajo mis pies, hasta que pude ver la maceta y el escoplo en el suelo, pero no había farol alguno.

Entonces recordé que cuando Edwin me había ayudado a bajar las escaleras de la sala secreta, yo había cogido un volumen del diario de Cornelius, pero no el farol, y Edwin había iluminado el camino de regreso con el suyo. El mío debía de seguir ardiendo sobre la mesa de la sala secreta.

Mis últimas fuerzas me abandonaron y me derrumbé en el suelo, pero me las arreglé para mantener la vela en pie, a mi lado. La cera caliente me quemó el dorso de la mano. «¡Debes levantarte, debes levantarte…!». Una voz en mi cabeza me gritaba esas palabras, pero mis miembros no me obedecían.

Estaba arrodillada a unos pocos pies de la gran chimenea, casi enfrente del sarcófago, que quedaba enmarcado en el círculo de luz de mi vela. «Si no puedes ponerte de pie, ¡arrástrate!», gritó la voz en mi cabeza. Estaba haciendo otro esfuerzo para levantarme cuando creí oír un ruido en la chimenea. Apreté los dientes para evitar que castañetearan. ¡Otra vez! Era un sonido áspero, pesado y amortiguado, como el que produce una losa al deslizarse. Parecía proceder del suelo que yo tenía delante.

El ruido cesó; durante algunos segundos se hizo un silencio absoluto, y entonces hubo un crujido metálico. Contuve la respiración; la vela llameaba inmóvil.

¡La cubierta de la tumba de sir Henry Wraxford se estaba levantando lentamente!

Mi corazón se sacudió violentamente en el pecho y al tiempo dejó de latir por completo. Me pareció que sólo un segundo después me encontraba ya al otro lado de la puerta que unía la biblioteca y la galería, con la llave traqueteando en la cerradura mientras luchaba afanosamente por hacerla girar. Aún podía ver el débil destello de la vela que había dejado frente al sarcófago, brillando a través de la rendija de la puerta. Entonces, otra luz más fuerte comenzó a acercarse a mis pies por debajo de la puerta; hubo un crujido, y un golpe muy fuerte, y un sonido de pasos acercándose…

Pensé que podría huir corriendo por las escaleras, pero no tenía luz ninguna, y el intruso seguramente me atraparía. El picaporte de la puerta se agitó; la puerta se sacudió; los pasos se apartaron decididamente de la puerta. Unos instantes después, estaría ya en el rellano y… y yo no tenía tiempo suficiente para correr y cerrar todas las puertas al otro extremo de la biblioteca. Pensé en las armas que estaban colgadas a lo largo de la pared de la galería… demasiado altas para que yo pudiera alcanzarlas. La caja de latón que Vernon Raphael había dejado en la casa… seguramente allí habría algo que yo pudiera utilizar para defenderme, si es que los temblores de mis manos me permitían sujetar algo y no me desmayaba.

¡El cilindro gris que había encontrado Edwin! Podría encenderlo con la vela y arrojárselo a… a lo que quiera que me estuviera persiguiendo. Seguramente yo moriría, pero si aquello me atrapaba moriría de todos modos, y probablemente de un modo más horrible.

Los pasos aún se estaban alejando. Yo cogí débilmente la llave con ambas manos y la giré. Se produjo un ruido desagradable y un chasquido, pero los pasos no se detuvieron. Saqué la llave y entré de nuevo en la galería justo cuando aquella luz pasó al otro lado de las puertas en el extremo opuesto. La luz de un farol iluminó la pared que había más allá; entonces, los pasos se movieron por el rellano, con la tarima crujiendo a cada paso. Durante un instante pensé que podría librarme de aquello, pero entonces oí el chirrido de las bisagras de las puertas cuando mi perseguidor entró en la biblioteca. Intenté de nuevo meter la llave en la cerradura, pero mi mano temblaba tanto y tan violentamente que apenas podía sentir el metal.

Mi vela aún ardía donde la había dejado, en el suelo. Allí estaba también la caja de latón, dos pasos más allá, en parte oscurecida por la sombra de la armadura. Los pasos se movían en la biblioteca… uno, dos, tres… y entonces se detuvieron. La luz parpadeaba por debajo de la puerta. Mordiéndome el labio para ahogar un gemido de terror, me abalancé sobre la caja y abrí la tapa, pero no pude ver nada en su interior. Mis dedos tocaron algo redondo, y saqué el cilindro. Los pasos volvieron a oírse, pero no podría decir hacia dónde se dirigían.

Fui hacia la vela, casi tropezándome con el vestido. Cuando me arrodillé junto a la llama me di cuenta de que no sabía a qué velocidad ardería la mecha. El suelo parecía encogerse bajo mis pies. «Si te desmayas, te cazará…», me decía la voz. Mejor morir deprisa. Toqué la llama con el final de la mecha y aquello comenzó a arder con un tenue chisporroteo rojizo, pero avanzaba tan lentamente que me pareció que apenas se movía.

En aquel extremo de terror vi mi única posibilidad de salvación. Me acerqué rápidamente a la armadura y accioné el pomo de la espada; y cuando se abrieron las planchas frontales, dejé el cilindro en el interior. Entonces rasgué mi vestido, rompiendo un buen trozo de tela, y cerré con fuerza la armadura dejando prendido el jirón de vestido entre las planchas metálicas. Los pasos se detuvieron, y luego vinieron rápidamente hacia la puerta. Yo huí deprisa hacia la oscuridad hasta que me golpeé violentamente con una pared y tuve el tiempo justo para ocultarme, casi semiinconsciente, tras un tapiz polvoriento… antes de que la luz del farol se derramara por el suelo y revoloteara sobre la tumba. Después, se detuvo en el jirón de tela que había quedado prendido de los pectorales de la armadura.

La figura que sostenía el farol se movió en el círculo de luz que formaba la vela y se detuvo enfrente de la armadura. No era un fantasma, sino un hombre; un hombre alto con una capa larga.

—Señorita Langton… —dijo con una voz profunda y autoritaria—. Soy el doctor Davenant. He venido a rescatarla.

Si no le hubiera oído salir de la tumba, creo que le habría creído.

—Señorita Langton… —repitió—. Salga… No tiene nada que temer…

Una mano enguantada salió bajo la capa y cogió el pomo de la espada. Entonces, una luz cegadora y blanca estalló en la armadura y durante un instante dos figuras ardientes permanecieron allí, cara a cara, con las manos unidas. Luego, la armadura se inclinó hacia delante atrapando al hombre, y derrumbándose de cabeza contra el suelo. La oscuridad regresó con un ensordecedor estrépito. El suelo retumbó y se tambaleó; durante un momento se hizo el silencio, y después se oyó un rumor sordo y profundo, que iba incrementando su fuerza a medida que se aproximaba, hasta que estalló sobre mí con un rugido atronador. Un polvo asfixiante inundó mis pulmones y mis piernas no pudieron sostenerme más, y rodé y rodé como una muñeca de trapo en medio de una tormenta.

Tenía un repugnante sabor acre en la boca y en la garganta, y algo muy pesado me presionaba un lado de la cabeza. Intenté apartarlo y me di cuenta de que era el suelo. Las maderas sobre las que estaba tendida se habían quebrado en fragmentos puntiagudos y afilados.

Un resplandor débil y nebuloso apareció en medio de la oscuridad, a mi derecha. Comencé a arrastrarme hacia él, sin saber qué otra cosa podría hacer, apartando astillas o trozos de algo que parecía cristal, hasta que vi que era la luz de la vela que yo había dejado encendida en la biblioteca. El miedo me había abandonado; tal vez ya había agotado mi capacidad para sentir nada en absoluto. Me puse en pie tambaleante, caminé por el rellano hasta la biblioteca, cogí la vela y regresé a la galería… o a lo que quedaba de ella.

En el extremo más alejado, donde habían estado la tumba, la chimenea y la armadura, había un gran hueco vacío. La mitad del suelo había desaparecido; las tarimas acababan en un abismo de maderas dentadas y astilladas a menos de diez pies de donde yo había quedado tendida. El polvo flotaba en el abismo negro que se abría debajo.

«Edwin está ahí abajo…». Este pensamiento se derramó sobre mí como un jarro de agua fría, despejándome de inmediato el aturdimiento. De pronto, me puse a temblar tanto que apenas podía mantenerme en pie. Aferrándome a la balaustrada y rogando que la temblorosa llama no se apagara, fui bajando lentamente la escalinata principal. El polvo era más intenso a medida que descendía. En la oscuridad resonaban débiles crujidos y pequeños desprendimientos. Abajo, el recibidor de la entrada parecía intacto; me di cuenta entonces de que la chimenea se debía de haber derrumbado sobre el salón de la planta baja.

—¡Edwin…! —grité cuando llegué al pie de la escalera. No hubo respuesta. Volví a llamarlo, cada vez más fuerte, hasta que su nombre resonó en el hueco de la escalera. Al final, desde la puerta que conducía a la parte posterior de la casa, llegó un sonido muy débil… Tap, tap, tap… Los golpes se hacían más fuertes a medida que me yo me acercaba por un pasadizo de piedra, oscuro y húmedo, con las sombras retorciéndose a mi alrededor, hasta que alcancé una tosca puerta de madera, muy baja, que se abría en la pared.

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